Capítulo 17
El aire se volvió pesado al encontrarme con su mirada oscurecida por la decepción. Nicolás no dijo nada, pero no fue necesario, un vistazo bastó para saber lo que estaba pensando. Su grito callado duró apenas un instante, ni siquiera me di tiempo de procesarlo antes de darme la espalda y marcharse como un tornado, destruyendo a su paso mis escudos.
A mí, que poco me importaba lastimar a otros, me atravesó el pecho una punzada de culpa. Y aunque una parte de mí me exigió fingir no me afectaba, otra cedió al impulso de ir tras de él pese a los llamados de Camila.
No tenía un plan, no sabían ni qué diría. Las luces y las voces de la gente se mezclaron entorpeciendo mi avance, sorteé al resto de invitados dispuesta a alcanzarlo, pero no fue hasta que salí de la casa que logré distinguirlo a lo lejos.
—¡Nicolás! —grité para hacerme oír sobre el escándalo que escapaba, pero en lugar de frenarlo mi presencia solo provocó acelerara el paso. Me quería lejos.
No me rendí. Negada a dejarlo ir repetí su nombre un par de veces más a lo largo de la calle mientras mis pies intentaba darle alcance. Tal vez era la diferencia de altura o la pésima combinación de alcohol y tacones, pero me fue imposible superarlo. No fue hasta que él frenó, dispuesto a encararme, que pude tenerlo cara a cara. Fue un milagro no me lo llevara de encuentro.
—¿Qué pasa? —me encaró enfadado, haciéndome frenar de golpe—. ¿Te faltó tiempo para humillarme?
El reclamo hizo temblar mi culpable corazón.
—Yo no quería humillarte —titubeé como una bebé.
Nicolás soltó una risa amarga.
—Pues gracias por los "halagos" —respondió sarcástico.
Se dio la vuelta para retomar su escape, pero esta vez fui más ágil alcanzando su brazo para retenerlo. El contacto apenas duró un segundo porque lo rechazó como si el simple roce lo quemara.
—No te vayas —pedí, mandando al diablo mi propia regla de jamás rogarle a nadie. Intenté convencerme de que no lo estaba haciendo, solo no quería que se marchara sin antes hablar. Incluso cuando sabía las posibilidades de condenarme eran mayores que las de salvarme—. Déjame explicarte cómo pasaron las cosas...
—No tienes que explicarme nada —zanjó—. Tú y yo no somos nada. Ni siquiera amigos, Jena —remarcó, hiriéndome, pese a que me lo merecía. ¿No era eso lo que me encargaba de repetirle todo el tiempo? Respiró hondo—. Deberías volver a la casa, no vaya a ser que alguien te mire aquí, conmigo, y piense que te importo.
Congelada en el mismo sitio, percibí una leve brisa que sacudió mi falda y arrastró las nubes por el cielo, oscureciendo todo a su paso. Sabía que debía calmarme, pero fui incapaz de frenar la tormenta que empezaba a formarse dentro de mí. Pasó justo lo que adelanté sucedería desde el primer permiso que me di, derrumbarme.
—Ese es el jodido problema —acepté furiosa conmigo misma, obligándolo a escucharme porque ya no podía mantenerlo para mí—. Me importas. Y ni siquiera sé por qué —exploté.
No entendía en qué momento del juego había perdido el control. Ese control riguroso que había mantenido toda mi vida para protegerme. Sin preocuparme por nadie más que en mí misma. El trueno que retumbó en lo alto fue una advertencia, una advertencia que ignoré como todas las señales anteriores.
Y aunque estaba haciéndome pedazos, Nicolás ni siquiera lo sospechó, al igual que el resto.
—Pues no me interesa importarle a alguien que le avergüenzo —me echó en cara, dolido. Pasé saliva tensa como una cuerda a punto de romperse, contemplando en primera fila su profunda tristeza—. Lamento que tu fama esté en peligro gracias al tuerto de Nicolás Cedeño —repitió aquellas crueles palabras que se oían por los pasillos. Hizo un esfuerzo por no mostrarse vulnerable, pero a mí no me logró engañar—. Así es como me llaman, ¿no? Perdí un ojo, no la capacidad de razonamiento.
—Yo jamás te he llamado de ese modo —defendí.
Eso no lo impresionó.
—Pero lo has escuchado de boca de todos tus amigos y nunca te molestó —reclamó. Me hubiera gustado poder contradecirlo, mas no me quedó de otra que apretar los labios sin el valor de mentirle—. No es por mí, Jena, ¿cómo les llamas al que ve como hieren a otro y no hace nada?
Tenía la palabra tatuada en la piel.
Nicolás entendió mi silencio, su dolor no menguó, pero le afectó percibir la pena que comenzó a trepar por mis pies hasta colarse en mi duro corazón. El arrepentimiento me había hecho visitas fugaces a lo largo de la vida, sin embargo, esa noche alquiló una habitación a tiempo completo.
—No te mentí —murmuré un argumento a mi favor. Mantuve mi mentón elevado, fingiendo entereza, incluso cuando tenía ganas de echarme en el suelo. Sin embargo, no lo hice, no ante sus ojos, ni a los de nadie—. Te lo advertí desde el primer día, era mucho peor de lo que contaban.
Me encargué de repetirle cientos de veces que lo heriría, él se resistió a oírme creyéndose el cuento barato de que con amor cambiaría lo que estaba mal. Una fruta podrida no renace con un poco de lluvia, igual a la que comenzó a caer sobre nosotros, tímida, suave, apenas perceptible.
—Y también te dije que no juzgaba a las personas por los otros decían —me obligó a rememorar. Un rayo a lo lejos destelló en su pupila oscura, me sostuvo la mirada con la misma fuerza que aquel diluvio que se avivó, empapándonos. El eco de mis latidos se mezcló con el sonido de las gotas impactándose con el pavimento.
—Pues lo has comprobado por ti mismo —mencioné esforzándome por lucir inquebrantable aunque el temblor en mi voz lo complicó.
—Sí, me equivoqué. Pensé que... —Pese a que fue una risa la que se escapó, pude percibir la tristeza impregnada en ella. Negó limpiándose las gotas que escurrían por su frente. No había ira, sino desilusión en su mirada—. Pensé que eras diferente —alegó, cortándome la respiración.
Nunca me había preocupado por defraudar a nadie, tal vez por eso me impactó. Una amarga sensación se coló en mi sistema.
—Tú sí eres diferente para mí —me sinceré, sofocada. Aunque intenté evitarlo a toda costa. Aunque puse todo de mí para frenar el caos.
—Quedó claro hace un momento —lanzó a la defensiva, confundiéndose—, pero no te angusties, no voy a seguir arruinando tu reputación. El lunes me daré de baja en el concurso —me avisó. Mis latidos se paralizaron ante su inesperada decisión—, pediré que te consigan otra pareja y listo. Vas a librarte de tener que soportarme más.
¿Qué?, pensé, parpadeando aletargada.
—¿Vas a dejarme así como si nada a estas alturas del partido? —lo cuestioné desesperada al notar su intento de huir.
—Tranquila, Jena. Vas a recuperarte, tú mismo lo dijiste, no necesitas a nadie para ganar esa corona —retomó mis propias palabras.
—El Reinado me importa un carajo —escupí.
—Pues eso no fue lo que dijiste hace un rato —contratacó. Maldita sea como odiaba cuando no se equivocaba—. ¿Sabes cuál es el problema, Jena? —habló al aire. Apenas era capaz de verlo por la lluvia que cristalizaba mi mirada, pero no di mi brazo a torcer. Podía escuchar el viento agitar los árboles, mientras el agua me pegaba el cabello a la cara, violenta como el ritmo de mi corazón. Él mismo lanzó la respuesta—. Temes tanto dejar a la luz que tienes un corazón que eres capaz de destruir a cualquiera a tu paso con tal de demostrarlo —dedujo, dando justo en el clavo.
Agradecí la precipitación que caía sobre nosotros, por ocultar mis ojos se cristalizaron. Podía sentir la presión creciente en mi pecho, donde mi corazón encadenado se sacudía, deseoso por ser libre.
—Si estuvieras en mi lugar también lo harías, Nicolás —susurré.
Si fueras la eterna presa intentarías despistar al cazador, te convertirías en él.
—Tal vez —cedió, estudiando mi impotencia—. Lo único que sé es que he estado rodeado de insultos e humillaciones durante años. Un día me dije que haría algo para cambiarlo y siento que estando contigo estoy fallando a mi propia promesa —confesó.
Dolió entenderlo. No podía estar conmigo porque implicaba contradecir sus ideales. Él no me pondría por encima de su principios, ni yo sobre mis miedos.
Y eso estaba bien, pero cuando me dio la espalda dispuesto a marcharse, caí en cuenta que la idea de decirnos adiós calaba más que el frío que helaba mis huesos. Me resistí como quien intenta sostener algo que sabe de todos modos caerá.
Era consciente que tarde o temprano el cielo colisionaría sobre nosotros, como las nubes que esa noche parecían desear venirse abajo, sin embargo, más allá de todo, quise alargar el final.
—Está bien, me equivoqué, ¿de acuerdo? —solté en voz alta, liberando el aire retenido en mis pulmones. Nicolás se detuvo, pero no se giró. Deseando me mirara a los ojos para que notara mi sinceridad, lo rodeé interponiéndome en su camino—. No quise reconocer frente a Camila lo que me pasa contigo, por qué ni siquiera yo lo entiendo. Lo único que sé... —Callé. Eché mi cabello húmedo atrás sin poder mantener mis manos quietas. Él siguió atento a mí, preguntándose si tendría el coraje de hablar. Lo hice, manteniendo mis ojos clavados en él me arrojé al vacío—. Es que, en contra de mi lógica y fuerza, te volviste especial para mí.
Era la primera vez que se lo decía a una persona.
Nunca escuché ningún cuento antes de dormir, tampoco recibí un beso de buenas noches. En esa casa vacía, que otros llamaban hogar, lo único que resonaban eran los eco de las advertencias que me repetían los que aseguraban quererme. Esos mismos en los que percibía más miedo que amor. Crecí temiendo a mí misma, dando pasos con cautela, evitando descubrieran mi punto débil. Ese mismo que en un descuido Nicolás había dejado al descubierto.
Me sentí pequeña cuando Nicolás dio un paso adelante. Su cálido aliento contrastó con mi piel helada.
—Pues no quiero serlo, Jena —soltó, demoliéndome. Hice un esfuerzo por retener las lágrimas que se acumulaban—, no si cuando lo dices hay tanto miedo en tus ojos.
No esperé que Nicolás se mostrara conmovido, ni siquiera que le interesara, por mi primer indicio de sensibilidad. Cuando me levanté esa mañana no tenía pensando contárselo, ni esa noche, ni nunca, pero admito que me dolió quedarme ahí, congelada, sola, mientras él planteaba distancia dejando claro no había algo que deseara más que tenerme lejos.
—Siento no poder controlarlo —escupí sobrepasada—. Así he sido siempre y no puedes esperar cambie de un momento a otro —alegué resentida conmigo misma por no tener la capacidad de desprenderme del grillete que me retenía. Esas voces no dejaban de repetir estaba caminando, con los ojos vendados, hacia mi destrucción.
Nicolás, empapado de pies a cabeza, dibujó una triste sonrisa al percibir mi frustración era genuina.
—No te lo pediría, Jena —me dijo—. Solo quiero que esto termine. Es lo mejor para los dos —aseguró.
Mentía.
—¿Cómo puedes saber qué es lo mejor para mí? —le reproché.
Nicolás me dedicó una mirada inundada de pena. No respondió, entonces lo entendí. Tal vez no era lo mejor para mí, pero sí para él. Él ya había tomado su decisión. Dolió hondo, en el punto exacto donde se demora una vida en sanar.
—Deberías entrar o te vas a resfriar —me recomendó ante el doloroso silencio, guardando sus manos en los bolsillos. Fue una despedida, incómodo se echó a correr, alejándose de mí. Me quería lejos.
Cuando no quedó ni su sombra, sin testigos que pudieran contemplar mi quiebre me rompí. Dejé de contener mi fortaleza, permitiendo las lágrimas se mezclaran con las gotas que azotaban mis mejillas. Lloré deseando liberar la presión en mi pecho que comenzó a cortarme la respiración. Y ahí, en medio de una calle oscura, con un diluvio cayendo sobre mí, mojada de pies a cabeza y sollozando como una niña, tuve que aceptar que de nada servía negar mi realidad. Hay verdades que son demasiado grandes para ocultarlas, incluso por el mejor intérprete.
Nicolás me importaba mucho, y maldije haberme resistido a reconocerlo hasta que no hubo vuelta atrás. Lo había arruinado.
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