Capítulo 11

Conocía la mezcla de alegría y culpa que te invade cuando has probado algo que crees prohibido, similar a la primera vez que fumé un cigarrillo a escondidas o me emborraché hasta olvidar mi nombre.

Ese cosquilleo, que te hace sonreír a momentos y otros arrepentirte, me acompañó mientras recorría los conocidos pasillos del instituto el lunes por la mañana. El baile con Nicolás era el dueño de todos mis pensamientos. Y no me refería al hecho, sino a la manera en que me comporté. El sábado por la mañana, cuando caí en cuenta del ridículo que había protagonizado, un dolor digno de una resaca me obligó a ocultar el rostro en la almohada.

Dos días después las secuelas seguían latentes en mi cabeza, pero estaba convencida tenía la fuerza de ocultarlas. Al menos ese mi plan hasta que alguien apareció de la nada, arruinándolo.

—¿Qué tal el día de mi vaquera favorita? —me saludó Nicolás, chocando conmigo en el pasillo, sonriéndome como si fuéramos amigos de toda la vida.

Alarmada eché la mirada a los lados, revisando nadie hubiera escuchado la naturalidad con la que me llamó.

—Cállate —murmuré sellando mis labios con mi índice—. Espero que no andes contando lo que pasó —le advertí desconfiada.

Nicolás alzó sus manos, declarándose inocente. Yo sabía que no lo había hecho, de no ser así mi nombre ya hubiera inundado los pasillos. Cualquier otro no hubiera desaprovechado la oportunidad de divulgarlo como el rumor del siglo, destruyéndome a su paso. Sin embargo, Nicolás lo mantenido en secreto. Comprobar no era un asqueroso chismoso me había hecho confiar un poco él. Un poco.

—Tienes razón —concedió sin perder el buen humor—. Debemos mantener tu talento oculto de la competencia.

Apreté los labios para no mostrar la sonrisa que brotó ante su tontería. Nicolás acomodó la mochila que resbalaba por su camiseta de rayas antes de darse la vuelta tras despedirse con un sutil ademán. Yo me quedé ahí, estática a mitad del pasillo, siguiendo su avance con la mirada, mientras en mi interior se libraba una batalla entre mi juicio y deseo.

Con Nicolás me había equivocado desde el primer instante, cuando lo conocí en ese mismo pasillo que pareció querer convertirse en testigo de otro de mis tropiezo. Sabía que estaba mal, maldita sea sí lo sabía, pero tenerlo claro no logró frenarme.

—Nicolás —lo llamé, alzando la voz. No me preocupé por estudiar cuántas personas me habían escuchado porque lo que buscaba sucedió. Nicolás se detuvo. Giró intrigado, dándome un vistazo, como si intentara probar no era cosa de su imaginación.

No lo era, aunque tal vez hubiera sido mejor que sí. Nicolás regresó sobre sus pasos y siendo tan alto le bastaron un par de zancadas para estar de nuevo frente a mí. Ni siquiera me dio tiempo de armar una justificación. Cada excusa me parecía peor que la anterior. Así que sin querer comprometerme con palabras, creyendo que el silencio me protegía de alguna manera, le entregué la caja que había en el fondo de mi bolso. Me pregunté si estaría haciendo lo correcto, por miedo a equivocarme preferí el silencio. Esperé el mismo dedujera el significado.

No lo hizo. Nicolás pasó su mirada de mí al paquete, sin comprender de qué se trataba pese a que fuera tan evidente. De no ser por el papel de colores y el moño en la cima bien pudo tratarse de un explosivo, pero con señales tan claras no tardó mucho en caer en cuenta de lo que sucedía. Una sonrisa se fue pintando de a poco en sus labios.

—¿Puedo abrirlo? —preguntó de pronto, con un deje de emoción bailando en su voz.

—No, no lo hagas —le recomendé deprisa, pero típico de él hizo justo lo contrario. Resoplé al verlo deshacerse hábilmente del papel—. Aquí no —murmuré avergonzada, tomándolo del brazo para arrastrarlo a un lugar sin tantos testigos.

Nicolás que aún seguía con esa sonrisa tonta en la cara me siguió a tropezones hasta girar al pasillo que daba a la biblioteca donde solía haber pocos visitantes. Apenas lo liberé volvió a su tarea y cuando sus ojos hallaron lo que el cartón resguardaba, su rostro se iluminó con cierta inocencia.

—Vi que tenías muchos cuadros en tu casa. No sé si son tuyos o de alguien de tu familia, pero pensé que uno más no haría mal —me excusé, encogiéndome de hombros.

—Está increíble, Jena —expuso cuando logró recuperar el habla. En su mirada destellaba una infantil alegría. Eso lo sabía, pero admito que me gustó que lo reconociera en voz alta—. Es el mejor regalo que he recibido.

Tampoco tenía que exagerar, pero sí admitía que era impresionante. El sábado por la mañana contacté a un pintor de acuarelas que hacía buenos trabajos por su cuenta. Como no sabía qué podría gustarle, le pedí recrear la atmósfera de la fiesta de su cumpleaños. Así lo hizo, en un lienzo del tamaño de un cuaderno pintó un cielo repleto de estrellas, una casa iluminada por las luces del interior, y un grupo de gente bailando. Si lo mirabas a detalle, se podía apreciar hasta la sombra de su perro. Cuando me lo entregó el domingo por la noche quedé maravillada y gustosa pagué lo que pidió. A mí también me gustaban esa clase de obras, la única razón por la que no había una sola en mi casa es que mis padres odiaban modificara la decoración que ellos habían planeado.

—Si no fuera porque sé que me odias te abrazaría.

—Me da tanta tranquilidad lo tengas claro —agradecí, dando un paso atrás para que contuviera su emoción.

—¿No podrías fingir que no por un minuto? —cuestionó de vuelta.

—Con mucho esfuerzo lograría fingir durante diez segundos —aseguré.

—Me bastarán cinco —resolvió optimista.

No entendí a qué se refería hasta que sin aviso acortó la distancia entre los dos y sus brazos me rodearon por los hombros, atrayéndome a él. Fue tan inesperado que no supe cómo reaccionar. Me quedé congelada, conteniendo el aliento, con las manos a los lados, mientras mi cabello le hacía cosquillas. Sí, Nicolás me lo advirtió, pero pensé que no hablaba en serio o tal vez solo quise que no lo fuera, porque no estaba acostumbrada a esa clase de muestras de afecto. A ninguna para ser exacta.

Tal como dictaba mi protocolo lo primero que debió importarme fue cuántos curiosos podrían ser testigo de la bochornosa escena, sin embargo, lo olvidé. Mi mente estaba ocupada procesando la sensación extraña que se apoderó de mí. El cosquilleo que despertó al sentir su cuerpo junto al mío.

Conocía los abrazos fingidos, los que se daban por compromiso, los que escondían otra intención. Sabía perfectamente cómo actuar en cada uno de ellos, sin embargo, cuando me sacudió levemente con su característica energía entendí solo estaba siguiendo un genuino impulso. Sería en vano luchar. Decidí concentrarme en la calidez de sus brazos, en su sonrisa que aunque no podía verla sabía estaba ahí y el aroma de su ropa. Sin importar estuviera mal cerré los ojos un segundo, envolviéndome por una desconocida paz. Me sentía ridículamente bien, y pareció una broma que el causante fuera Nicolás Cedeño. El castigo que me había impuesto la vida.

Fue un abrazo de lo más casto e inocente, tanto como la sonrisa que me regaló cuando me apartó cuidadosamente. En su mirada destellaba un brillo particular que me impidió apartar mi atención de él.

—El contacto físico sobraba —murmuré, esforzándome por sonar severa, deseosa de recuperar el control.

—Tómalo como un regalo —lanzó con falsa modestia.

—Deberías bajarle un poco a tu ego...

—Para mí —interrumpió mi queja. La sonrisa se ensanchó en sus labios con una gracia que me pareció más adorable que fastidiosa—. No quiero sonar grosero, ni rencoroso, pero me debías uno por mi cumpleaños. Tenía que cobrármelo —argumentó de buen humor.

En contra de mi voluntad se me escapó una sonrisa, genuina, natural. No de las que usaba para conquistar, ni para convencer al mundo que era mejor que ellos. Una que a partir de ahora llevaría su nombre.

Olvidé por un segundo dónde estábamos o cómo llegué ahí, pero un carraspeó me escupió de vuelta en la realidad. Pegué un salto cuando percibí los ojos de una chica puestos en nosotros. Aunque no había motivo para avergonzarme, me sentí como si nos hubiera atrapado haciendo algo terrible, sobre todo cuando pasó su mirada recelosa de Nicolás a mí, exigiendo explicaciones.

—Nicolás... —murmuró sin quitarme los ojos de encima. Aunque vistiendo esa camiseta de una carita colorida en el centro, pequeña y regordeta, parecía sacada de una secundaria, su mirada inquisitoria logró hacerme sentir incómoda. Tenía la impresión de haberla visto antes, pero no recordé dónde—. ¿No vas a presentarme? —le reclamó.

Fruncí las cejas al percibir lo que creí se trataban de celos. Miré enfadada a Nicolás, no sé si porque no se encargó de aclarar la situación o porque había ocultado tenía novia. Lo había negado cuando se lo pregunté en mi casa, pero también pudo mentirme... Pensándolo mejor, la vida amorosa de Nicolás me importaba un comino.

—Sí, claro —habló de pronto, nervioso al tener tantos ojos sobre él—. Jena, tal vez no la recuerdes porque el día de la fiesta apenas se vieron, pero te presento a mi hermana. Tatiana. Jena —dijo señalándonos de una a otra

Quise hundir mi cara en la tierra. Jamás me había sentido tan patética. La hermanita de Nicolás, que debía llevarle un par de años, dibujó una sonrisa saludándome con un energético ademán.

—Puedes llamarme Tati —añadió amable. Asentí aletargada, pero no lo notó más ocupada en propinarle un codazo en las costillas que hasta a mí me dolió—. ¿Ya se lo dijiste? —le preguntó entre dientes sin borrar la sonrisa. Nicolás tardó en hacer memoria. Resopló—. Pues díselo —insistió. Él negó con una sonrisa, pero se dispuso a darle el gusto. Abrió la boca, sin embargo, le arrebató las palabras—. Queríamos invitarte esta tarde al club Escudo Amigo —lanzó emocionada.

—El club Escudo Amigo... —repetí perdida.

—Sí, estamos apoyándolos desde el primer día —me aseguró entusiasta—. Estaríamos muy feliz si te pasas por allá a conocer a los integrantes, justo hoy tenemos una reunión —mencionó.

—Claro... ¿Nicolás puedes venir un segundo? —improvisó. Él lo entendió, lo pidió una pausa antes de seguirme un par de pasos—. ¿De qué demonios está hablando? —lo cuestioné cuando me aseguré no pudiera escucharme, en un murmullo.

—Es uno club donde participo... —inició, pero con un ademán le informé que eso ya lo sabía—. Oh, bien, tal vez no lo recuerdes, durante la inscripción nos dijeron que podemos tener apoyo de algún grupo dentro del instituto para reunir votos.

—Claro, las porritas me respaldan.

—Lo sé, y es genial —aclaró—, pero pensé que podríamos tener dos —expuso—. Es el doble de ayuda. El club Escudo Amigo está conformado por personas que han sufrido algún tipo de acoso en el instituto. Entre todos nos apoyamos.

Ni siquiera lo pensé.

—En pocas palabras, los rechazados —declaré. Él frunció las cejas ante el concepto—. La gente busca a otros para admirar. ¿Votarías por personas que son mas miserables que tú? Nadie quiere tener su vida, por qué buscarían los representaran —le hice ver. No tenía nada en contra de sus amigos, pero así era el mundo. Yo no lo inventé.

Nicolás fue mostrándose más molesto a medida me escuchaba.

—Yo sí —defendió su postura.

—Por suerte tú no votas.

—Sabes qué, tienes razón —resolvió de mala gana, llevándose una mano a la cabeza como si estuviera harto de oír mi voz—. No sé ni porqué te lo dije.

No me dio tiempo de hablar antes de darse la vuelta sin permitirme alcanzarlo. Entonces cuando reparé en su ilusionada hermana caí en cuenta que también me había referido a ellos.

—Jena está muy ocupada —inventó disimulando mal la molestia al llegar con su hermana. La noticia hizo que su sonrisa perdiera el brillo—, pero agradece la invitación.

—Tal vez mañana —propuso su hermana, sin rendirse.

Quise explicarle, pero él se adelantó.

—Tal vez nunca —concluyó. Lo entendió, me miró con una expresión de pena que avivó mi culpa—. No tienes que perder el tiempo con nosotros —soltó sin morderse la lengua. Hice un esfuerzo por alzar el mentón, fingiendo me daba igual. Esa era su manera elegante de echarme.

—Eso haré —resolví marchándome, acomodándome el cabello, como si no me hubiera afectado.

Caminé sin mirar atrás hasta que doblé en el pasillo, ellos permanecieron en el mismo punto y sin una razón, también lo hice. Superada por la curiosidad me apoyé en la pared escuchando el sutil murmuro que escapaba de sus labios. Maldita sea, estaba convirtiéndome en Camila.

—¿Qué le dijiste? —le preguntó directa su hermana.

—Lo que necesitaba oír, que las puertas de club estaban abiertas —recitó él, cansado.

—¿Le dijiste que todos la estábamos esperando? —dudó—. ¿Qué le preparamos carteles? ¿Qué el resto estaban muy emocionado? —continuó. Mi rostro se contrajo al percibir su ilusión. La inusual culpa se intensificó. Cerré mis ojos frustrada. Confieso que temí repita mis palabras porque analizándolas debía aceptar habían sido de lo más crueles.

—No, tú mismo lo viste. Jena estaba demasiado ocupada para escucharlo —resumió sin querer entrar en detalles.

—Nico, debiste dejar que yo hablara con ella...

—Escucha, Tati —le pide suavizando su voz. Casi lo pude imaginar sonriéndole para calmar su confusión—. Te aseguro que nada de eso la hubiera hecho cambiar de opinión.

Pero se equivocó porque en contra de los pronósticos me propuse esa misma tarde conocer el dichoso club al que pertenecía.

Dedicaría diez minutos al club. Entraría, saludaría a los integrantes, tal vez les preguntaría sus nombres, sin importar fuera incapaz de recordar alguno, y me largaría. Fácil.

Recorriendo los pasillos a contracorriente me animé con que me ayudaría a sumar puntos de la opinión pública. Jena Abreu socializando con los olvidados, un hecho sin precedentes.

No culpé de la sorpresa a la señora Maribel que pareció resistir el impulso de sacar su celular para tomar una fotografía al verme atravesar las puertas de la biblioteca. Ignoré su rostro desencajado, estudiando aquel sitio desconocido para mí.

Caminé despacio acariciando con mi índice la madera de una de las cuatro mesas principales. El lugar no era demasiado grande, resultaba imposible perderse entre los pasillos que formaban los libreros. Afilé mi mirada al notar una larga mesa al fondo, frente a un tabloide. Me acerqué lo suficiente para poder apreciar lo que decía y reconocí enseguida de quién había sido la idea.

—Club Escudo Amigo. Estamos aquí para ti, no estás solo —murmuré deslizando mi mirada por las letras azules que formaban el encabezada. Mis yemas acariciaron el papel brillante donde destacaba un familiar nombre—. Fundadores: Tatiana Cedeño, Nicolás Cedeño...

—¿Jena?

Pegué un salto. Asustada me di la vuelta deprisa lamentando me hubiera atrapado. Hallar una media sonrisa en los labios de Nicolás me recordó odiaba que descubriera era el causante de que mi fortaleza flaqueara.

—Pensé que habías dicho que no perderías el tiempo con un grupo de rechazados —recitó mis propias palabras. Pese a no haber reclamo en su voz eché la cabeza a un lado, escondiendo la vergüenza.

—Bien. Me equivoqué —reconocí de golpe, sofocada por la culpa. Eran tan pocas veces las que reconocía un error que la disculpa quedó atorada en mi garganta. Nicolás no me la exigió, eso pareció bastarle hasta me mostró una sonrisa comprensiva—. Además, solo pasé a saludar —añadí queriendo salvar mi dignidad—. ¿Dónde están los demás?

Ahí solo estábamos nosotros y la chismosa encargada que no apartaba la mirada de los dos.

—Estarán aquí en diez minutos —respondió—. Empezamos a las dos.

Asentí, aún faltaban unos minutos.

Nicolás permaneció con su mirada puesta en mí, en ella bailaba un sentimiento intenso que fui incapaz de identificar.

—¿Qué? —lancé a la defensiva.

—Nada —respondió echando sus manos a los bolsillos, pero sin borrar la sonrisa—. Es solo que no puede creer estés aquí —admitió riendo.

—Pues no te acostumbres porque pienso irme enseguida —le advertí—. Así que no solo formas parte sino que eres fundador —cambié de tema señalando el cartel a mi espalda.

Él se encogió de hombros, restándole importancia.

—Cuando llegué al instituto me sentía tan fuera de lugar —me contó, nostálgico—. Como una estrella, pequeña y solitaria, que todos olvidan. Nada si me comparaba con esas imponentes constelaciones que permanecen en la memoria de la gente, no un pequeño punto que se pierde entre las luces y la contaminación —describió. Me hubiera gustado no sentirme identificada con ello, porque aunque para el mundo era inolvidable al cerrar la puerta de casa todo a mi alrededor me sepultaba.

Mi vida fuera del instituto era una mancha escondida del mundo, por eso me esforzaba tanto por ser quien era dentro. Necesitaba sentir que mi paso tenía sentido de algún modo para olvidar todo lo que estaba mal conmigo.

—Quería cambiar el mundo —habló para sí—, pero el mundo me parecía demasiado grande para que una estrella tan pequeña pudiera lograrlo —reconoció.

—¿Qué hiciste? —le pregunté interesada.

A mí también me parecía un enemigo demasiado grande para vencer.

—Hice mi propia constelación —me contó con una pizca de esperanza que alumbró un poco mi noche—. Tal vez rota para algunos, pero me sentía menos perdido cada que cruzaba esa puerta —me mostró—. Y un día simplemente entendí había encontrado mi lugar. Rodeado de gente tan diferente entre sí —admitió—, pero con la que compartía dos cosas: el dolor y los deseos de superarlo. Te aseguro que esa combinación fortalece cualquier lazo.

Tuve que darle la razón, aquella dupla era letal para cualquier corazón. Quise decírselo, sumergida por la melancolía, pero una voz a mi espalda nos sacó de aquel trance. Justo a tiempo.

—¿Jena? ¿Jena Abreu?

Al darme la vuelta encontré el rostro desencajado de su hermana. Parpadeó incrédula, dejando a la luz una enorme sonrisa.

—¿Por qué no nos dijiste que vendría?

Nicolás me miró de reojo, pero se guardó la verdad.

—¿Qué sería de una estrella sin una entrada triunfal?

—Jena, te aseguro que cuando me enteré que serías la pareja de Nicolás no sé qué me sorprendió más. Que decidiera participar o que terminara contigo —me contó entusiasmada colocando sus cosas con torpeza sobre la mesa.

—Esa fue justa mi reacción —confesé.

—De todos modos, me da gusto que estés aquí —continuó hablando sin parar, pero sonaba tan sincera que no lo encontré molesto—. Tienes el voto de todos aquí.

Pasé la mirada por el trío de personas que le seguían y que se habían mantenido callados, pero sin perder detalle. Una morena de ojos astutos, acompañada de un par de chicos, tan distintos entre sí que fue fácil grabarme sus caras. Un moreno alto, con lentes gruesos y otro pequeño, regordete, que daba la impresión llevar tatuada una sonrisa enorme en su rostro. La mirada de los tres recayó en mí con tal interés que comencé a sentirme atontada. Había llenado mis bolsillos durante años de la admiración de otros, pero en ellos había algo más. Ilusión. Fue como si en verdad esperaran algo de mí y no saber si podría dárselos me hizo sentir agobiada.

—Yo... Eh... Debo irme —inventé, despidiéndome con un ademán antes de rodearlos buscando un poco de libertad lejos de sus esperanzas.

No esperé despedidas, ni di tiempo a que Nicolás intentara detenerme, salí de la biblioteca tan rápido como me dieron los pies y apenas puso un pie fuera, respiré aliviada. Recargué mi espalda en la puerta. Había hablado peste de ellos y a cambio recibí una admiración que no merecía, porque no había hecho nada para ganarme su respeto. Reconsiderando mis nuevas preocupaciones, invadida por una culpa que antes desconocía, me pregunté demonios estaba pasando conmigo. A Jena Abreu nunca le importó herir o decepcionar a nadie, ¿qué había cambiado?

Preferí fingir desconocía la respuesta porque la que susurró mi corazón no me gustó.

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