Capítulo 10
El jueves no hubo falda, tacones o labial, ni siquiera un plan. El reloj marcaba las seis cuando después de un par de vueltas encontré un espacio para mi automóvil. El estacionamiento delantero, frente a la dirección que me envió, estaba abarrotado, lo que me sorprendió. No entendía por qué Nicolás prefería moverse en trasporte público teniendo vehículos a su disposición. Viejos, aburridos y sin chiste, pero con llantas al fin.
Aunque dándole un vistazo a la excéntrica camioneta que lo levantó hace unas semanas, con esos colores vibrantes que robaban las miradas y repleta de calcamonías de todo tipo, lo entendí. Yo tampoco podría mostrar mi cara en público trepada en ese museo.
El sonido estruendo que escapó del interior me despertó. Confundida revisé la dirección. Fruncí los labios al no hallar ningún error. No podía imaginar a un tipo como Nicolás reventándole el tímpano a sus vecinos. Me quedé en blanco un instante, preguntándome en qué lío me había metido. La única certeza es que ya estaba ahí y no pensaba darme la vuelta, así que decidida a acabar de una vez con ese problema le propiné un toque certero a la madera.
Y aunque la puerta se abrió enseguida, la calma no llegó, todo lo contrario. Solté un grito horrorizada cuando un monstruo peludo se me echó encima de un salto. No. Retrocedí a tropezones luchando por mantenerlo lejos. Gracias a mis buenos reflejos, y una oportuna intervención, ni siquiera me rozó, pero estuvo tan cerca que respiré aliviada al verme lejos de sus garras. Para mi desgracia su estruendo ladrido no cedió con un par de mimos.
—Hey, Anchoa, ven aquí —lo llamó, intentando aplacarlo acariciando sus orejas con más cariño que severidad. Alcé una ceja, no supe si por su ridículo regaño, cualquiera que lo viera impaciente de un lado a otro pensaría estaban jugando, o ante el raro nombre. Él asumió, como siempre, lo que le convencía—. Lo sé, es ridículo, pero así le puso mi hermana cuando lo adoptó —se justificó. Asentí sin quitarle los ojos de encima. No me interesaba el origen dramático de su mascota—. No muerde —añadió al percibir seguía tensa.
—No me gustan los perros —le expliqué incómoda. Para ser más específica, me ponían nerviosa, esos animales tienen la capacidad peculiar de leer a las personas. Di otro paso atrás cuando la bestia clavó sus cuentas negras en mí, como si intentara hurgar en mi alma, y la conclusión lo llevó a querer echarse juguetón encima de mí.
—Tranquilo, muchacho —se le adelantó Nicolás, riéndose de su energía—, es una amiga.
La palabra me desconcertó lo suficiente para reflejarlo en una mueca. ¿Amiga? Nicolás no solo había mentido, porque estábamos a kilómetros de convertirnos en ello, sino que lo había hecho con tal naturalidad que me llevó a cuestionarme si le habría dado señales incorrectas para que lo malinterpretara, parecía que él sí se habría tragado ese cuento.
Tuve el impulso de aclarárselo, pero un estruendo a su espalda, me despertó. Ambos echamos la mirada al pasillo donde se oyeron unas sonoras carcajadas. Tal parecía no estábamos solos.
—¿Te mencioné que mi familia es un poco escandalosa? —se me adelantó, divertido, antes de que intentara averiguar qué sucedía.
No usaría la palabra "poco". Hice un esfuerzo magistral para no pegar un respingo cuando alguien encendió una bocina logrando la melodía retumbara en las delgadas paredes. El perro, que debía estar acostumbrado al alboroto, ladró eufórico antes de correr al centro del avispero. Siguiendo su recorrido contemplé al menos un trío de sombras que se movían animadas.
—Y grande —apunté, cruzándome de brazos, echando a la basura esa recreación del huérfano que pasaba sus tardes lloriqueando en su habitación.
—Es toda mi familia —remarcó a su favor.
—Me invitaste a escuchar los discos —le recordé.
—Lo sé, sigue en pie —aclaró deprisa—. Es solo que...
—Lo olvidaste y armaste una fiesta —terminé por él, indignada. Yo había dejado de lado mis planes y ya podía verlo mandándome de vuelta a casa mientras él se divertía a lo grande...
—Es mi cumpleaños —me avisó de golpe.
Parpadeé extrañada, deseé que se tratara de una excusa para calmar mi ira, que de un momento a otro se había esfumado, pero contemplando su mirada avergonzada comprobé no mentía. Quise cavar un pozo y esconderme en él hasta que olvidara mi existencia. Abrí la boca, volví a cerrarla, no era capaz de armar una oración.
—Pues... Es tu culpa —escupí a la defensiva—. Debiste avisarme —inventé para no aceptar mi error. Él sonrió ante mi nerviosismo—. No sé, al menos para ponerme algo más decente —improvisé, señalándome entera.
Había tomado lo primero que había encontrado en mi armario, un pantalón ajustado de mezclilla y un top oscuro que me cubría apenas la cintura. Quería dejar bien claro no buscaba impresionarlo, que no le daba importancia a nuestros encuentros, pero no al extremo de pisotear mi imagen en público.
—Si te lo hubiera dicho no hubieras venido—argumentó a su favor, adivinándolo. Chasqueé la lengua sin poder debatirlo—. Además, aprovechando la ocasión mi tío trajo su equipo de sonido, así que podrás escuchar esas canciones en toda regla —me animó.
Había tan entusiasmo impreso en su voz que ni siquiera encontré una frase para negarme. Confieso que lo único que me empujó a acompañarlo fue el aletargamiento, estaba esforzándome por entender cómo acabé en la fiesta de cumpleaños de Nicolás Cedeño. Por fortuna, fue sencillo recordar por qué no pertenecía ahí.
Pasé mis ojos por esa ola de sombreros, botas y chalecos que iban de un lado a otro, moviéndose en el improvisado salón que habían armado arrastrando los sofás contra la pared. La casa de Nicolás era diminuta, apenas tenía espacio para los muebles. Lo único que encontré peculiar eran algunos cuadros colgados en las paredes, todos tenían algo en común, un cielo estrellado. Al fondo se distinguía una mesa donde se asomaban unos tazones con botana y unas bebidas. No se parecían en nada a las fiestas que solía acudir. Agudizando mi oído caí en cuenta sonaba una famosa country. Genial, había acabado en una fiesta de granjeros.
Al recordar la invitación de Camila, imaginado todo lo que me había perdido, comparando cada detalle, empecé a sentirme sofocada. Ni siquiera me inventé una excusa, me di la vuelta dispuesta a salir corriendo de regreso a mi vehículo, sin embargo, algo se atravesó en mi camino.
Se me escapó otro grito de espanto. Fue una suerte que Nicolás me sostuviera de los hombros cuando retrocedí, evitando cayera de espalda. Ni siquiera me permití reparar más de la cuenta en su contacto, ocupada en recuperar el aliento. Percibí mi corazón acelerado cuando llevé mis manos al pecho, intentando regular mi respiración.
Entonces noté de quién se trataba, el mismo tipo de la camioneta. Tal parecía que provocar infartos era de familia.
—Nico, trajiste a tu novia —mencionó asombrado.
Fruncí las cejas ofendida.
—No es mi novia —soltó relajado, como si lo hubiera repetido un centenar de veces—. Es una compañera del instituto.
—Ya decía yo que no tenías tanta suerte —bromeó.
Con un ademán le agradecí su coherencia. Incluso con su facha de loco, vistiendo unos pantalones holgados, camisa en tonos fosforescentes, tenis y un sombrero donde se escondía su enmarañado cabello, parecía ser el único con sentido común.
—También es mi pareja de baile en el evento de fin de curso —le platicó. Abrí la boca para corregirlo porque le estaba quitando el peso que merecía. Era un reinado de generación—: Quería ver si tú podrías ayudarnos con eso —le pidió.
Esperé fuera una broma. Negué energéticamente, pero fui incapaz de decirle que no era necesario porque el eufórico brinco que improvisó me llevó a cuestionarme si estaría en sus cinco sentidos. Por la risa tranquila de Nicolás asumí era su estado natural.
—Pues han venido al lugar correcto —gritó agitando sus brazos de un lado a otro, como si careciera de control—, porque fui campeón de quebradita en el noventa y siete.
Abrí los ojos horrorizada cuando comenzó a menear su cabeza como si fuera una avestruz. Nicolás extendió su brazo y me echó suavemente atrás para que no fuera a lastimarme en su apasionada interpretación. Llegué a mi límite.
—Sabes qué, de pronto sentí una sed terrible —improvisé con una sonrisa más falsa que un billete de tres pesos, ordenándole en una mirada me siguiera la corriente. Sin darle tiempo de protestar lo halé de la manga de su camisa y lo arrastré al fondo de la habitación para que su pariente lunático no pudiera oírnos—. Olvídalo, yo jamás estuve aquí —declaré para mí, intentando borrar tan penoso hecho de mi cabeza. Tal vez necesitaría terapia. Esquivé a un par de personas que bailaban de un lado a otro—. Volveré a mi casa, escogeremos una canción de Beyonce, contrataré un coreógrafo, uno muy bueno —remarqué porque con él como pareja necesitaba uno capaz de hacer milagros—. Y ganaremos el Reinado —concluí.
Solo necesitaba mantener la imaginación de Nicolás lejos.
—Suena bien. Aunque no lo creas, yo también quiero ganar —me aseguró.
Frené a unos pasos de la mesa de bebidas, sin poder creer su descaro. Alcé una ceja, cruzándome de brazos.
—Pues no se nota —murmuré de mala gana—. Me trajiste a una fiesta de vaqueros —acusé, señalando el borlote a mi alrededor. Retuve una maldición cuando una pareja casi me pisó—. ¿Con qué fin? —le exigí una explicación.
Eso no sumaba nada a mi vida en general. A menos que quisiera motivarme a no entrar en el mundo de las drogas porque terminaría como el zafado de su tío.
—Tengo dos propósitos —reconoció sin darle vueltas. No supe si me sentí más sorprendida porque aceptara su maquiavélico plan o la razón en sí—. La primera es que me conozcas...
—Escucha, no te ofendas, o hazlo, me da igual —escupí cansada—, pero "conocerte" —imité, alzando mis dedos—, no estaba en mis planes de año nuevo.
—Tampoco en el mío —mencionó sin dejarse pisotear—, pero aquí estamos por cosas de la suerte...
—No creo en la suerte —lo corté asqueada.
—¿Destino? —probó otra opción al notar la primera estaba prohibida.
—Olvídalo, volvamos a la suerte —cambié de idea. Esa fuerza era demasiado trascendental para usarla junto a un nombre que en un par de meses ni siquiera recordaría.
—Bien —concedió—. Yo tal vez no hablo mucho...
—Yo tengo una opinión completamente distinta —alegué sarcástica.
Analizándolo hasta él tuvo que darme la razón. El problema es que no se quedaba callado. Su compañía para mí estaba resultado un suplicio.
—Pues soy mejor escuchando —aseguró. Bostecé aburrida, no me impresionaba, aunque tal vez sí su honestidad—. Y sé perfectamente lo que tú o el resto de nuestros compañeros piensan de mí —me hizo saber, mirándome directo a los ojos.
Quise identificar el sentimiento que inundó su voz, pero estaba demasiado aletargada procesando que alguien me reclamara lo que hacía que me limité a estudiar su rostro.
—No deberías repetirlas frente a los niños —le aconsejé deprisa, recuperándome, señalando con un ademán a una pequeña que se acercó a nosotros para hurgar en la mesa de comidas. Volví a sonreír cuando Nicolás pintó una mueca confusa, dictando lo había vuelto a descolocar.
—Me refiero a que no soy el tuerto del B —defendió, encaminándose de vuelta al punto. Ah, eso, pensé—. Y aunque te niegues a aceptarlo no soy tan distinto a ti o a cualquiera de ellos —argumentó. Abrí la boca para tirar una lista de puntos en contra, pero no quiso escucharlos—. Tengo una familia, igual que tú —comenzó.
Y ese le bastó para dejarme fuera de juego. Sentí una punzada de dolor atravesarme el pecho. Si su objetivo era ganarme con una simple oración lo había logrado, aunque ni siquiera pareció caer en cuenta del tsunami que había causado al mecer sutilmente mis aguas.
—Amigos, aunque no sean como los tuyos —continuó—. Voy a fiestas, aunque no se parezcan a las que tú vas —me mostró lo que mis ojos habían comprobado—. Me gusta la música, aunque no sea la que a ti te guste. También quiero ganar y hacer orgulloso a alguien...
—Yo no necesito hacer sentir orgulloso a nadie —lo corté. A mí me bastaba conmigo misma.
Nicolás dejó escapar un suspiro. Su mirada se ensanchó estudiándome con una emoción que jamás había presenciado en otro ser humano y no identificar el nombre comenzó a alterarme. Quise hablar, aunque ahora no recuerdo qué pensaba decir porque su voz echó abajo cualquiera de mis barreras.
—Yo me sentiré orgulloso de ti cuando ganes.
Un cosquilleo escaló por mis piernas penetrando en mi corazón que luchó con todas sus fuerzas por defender lo que había mantenido resguardado. Así me sentía cuando Nicolás hablaba de ese modo, como si tuviera las herramientas para colarse a un punto donde nadie tenía permitido el acceso.
Quise hallar un atisbo de falsa lástima para enfurecerme, pero conociendo mejor que nadie ese engaño me fue sencillo reconocer que estaba siendo honesto. Y lo odié un poco más por hacerme sentir tan extraña.
En un intento por callar esa voz molesta en mi cabeza, impidiéndole me arrastrara a un rincón más escabroso, busqué una excusa. Tomé lo primero que encontré, apoyándome en la mesa cogí una lata de cerveza, la abrí tan rápido como dieron mis dedos y di un largo sorbo, deseando el alcohol reiniciara mi sistema o al menos culparlo del remolino que nació en mi pecho.
—Wow.
Escuché una voz sorprendida a mi espalda, descubrí que el loco nos había dado alcance, pero prefería su compañía a quedarme sola con su sobrino. No entendí a qué se debía su asombro hasta que caí en cuenta le había llamado la atención la velocidad con la que había bebida. De todos modos, no había juicio en su mirada, casi pareció tener deseos de pedir algún tip. Tal vez se lo hubiera dado de no ser porque fue mi turno de quedarme en blanco.
—Ella no se parece en nada a...
Sin embargo, Nicolás no lo dejó terminar. Tomándome por sorpresa, y con clara intención de que no entendiera a quién se refería, entrelazó mi mano con las suyas y me arrastró lejos de las respuestas, justo al centro de la pista. Por la tensión que inundó sus movimientos adelanté estaba huyendo, y aunque la curiosidad se avivó, exigiendo una respuesta, no lo hizo más que los latidos de mi corazón cuando de la nada estuvo tan cerca de mí que no tuve otra opción que alzar la cara para mirarlo directo a la cara.
En su mirada hallé una admirable confianza, que no rayaba la soberbia. Yo también me despojé de ella cuando caí en cuenta estaba en medio del salón, rodeado de desconocidos que me hacían sentir frágil.
Estaba perdido el control de mi juego.
Lo supe cuando con cuidado colocó su mano en mi cintura y una sonrisa se deslizó en sus labios. Y pese a que su mirada lucía relajada percibí el leve temblor de sus dedos cuando se entrelazaron con los míos. De todos modos, resultó mucho más valiente que yo que no sabía ni siquiera cómo actuar. Me sentía como una pieza de un rompecabezas sin armar, pérdida, sin hallar su lugar.
Me odié por dejarme afectar algo tan patético, no era la primera vez que tenía un chico tan cerca, de hecho él se mantenía a una distancia prudente a comparación del resto, pero había algo, el factor sorpresa, que me aturdía.
—¿No vas a preguntarme cuál era mi segundo propósito? —preguntó de pronto, con clara intención de soltarlo.
Pensé en una razón para que Nicolás me llevara a ese punto. La respuesta que apareció no me gustó.
—Obligarme a hacer el ridículo... —susurré activando mis alarmas. Eso tenía mucho sentido. El perdedor de Nicolás tal vez estaba buscando una manera de echar mi nombre a la basura. Tal vez ese era el plan de las arpías que organizaron las parejas, que él se encargara de tenderme una trampa. Elevé el mentón para encararlo, retándolo—. Si tu plan es grabarme o ir contando por ahí esta estupidez quiero que sepas que te va a salir muy caro —le advertí—. Piénsalo mejor. No tienes ni idea con...
—Conocerte —interrumpió mi ataque de histeria con una divertida sonrisa. Lo miré desconfiada, pero él no apartó la mirada, terminé haciéndolo yo. No daba la impresión de intentar ganar una guerra, ni siquiera empezar una, sino que estaba en su sistema hacer lo que le nacía. Por eso siempre iba un paso delante, porque mientras yo me quebraba la cabeza pensando el impacto de mis pasos, él solo seguía sus impulsos—. En una de esas descubro que no eres tan diferente a mí —comentó optimista.
Lo éramos, en todos los sentidos, pero ahí en medio de un mar de desquiciados que reían y se movían como peces que ignorar van directo a la red no fui capaz de leerle mi lista de argumentos.
—No bailaré esto en el Reinado —declaré lo único que se me ocurrió, para que ni siquiera se esforzara por convencerme.
Nicolás sonrió, como siempre lo hacía, como tal tranquilidad que daba la impresión no llevaba cuentas pendientes a su espalda. Y en el fondo, aunque jamás lo admitiera, lo envidié, envidié que fuera capaz de sentirse feliz en un sitio como ese, con tan poco a su alrededor.
—Es una suerte que sea solo mi cumpleaños, ¿no? —mencionó con una media sonrisa que fue evaporando el peso a mi espalda. Entendí el significado—. Ahora solo sostente fuerte —me aconsejó susurrando en complicidad.
Alcé una ceja sin comprenderlo, pero no tuve tiempo de hacer preguntar porque la respuesta llegó antes de que pudiera abrir la boca. Su mano se aferró con fuerza a la mía antes de guiarme entre torpes saltos a lo largo de la habitación. Algo dormido en mi pecho despertó mientras mi cuerpo se deslizaba entre la gente, con una alegre canción de fondo, que resonaba a la par de los latidos de mi corazón.
No sabía qué sucedía, tampoco lo busqué, más preocupada en no tropezarme con mis propios pies mientras esquivábamos al resto de parejas que perdidos en su mundo ignoraban nuestro desastre. Pude soltarme, parar esa locura, estaba segura que Nicolás frenaría apenas se lo ordenara, sin embargo, mi voluntad no se hizo oír.
Con el cerebro en marcha automática dejé de preocuparme por mi apellido, por la manera en que otros me veían. Me visualicé sosteniéndome con fuerza a su brazo mientras recorríamos eufóricos la pequeña habitación, mi cabello alborotándose, mi cara de pánico porque era la primera vez que alguien llevaba el timón del barco que estaba a punto de estrellarse. Y aunque la imagen resultó catastrófica sentí un cosquilleo en la boca del estómago que en lugar de darme ganas de vomitar provocó soltara una genuina risa que me exigió ser libre. Nicolás también rio conmigo antes de aventurarse para girarme sobre mis talones.
Siguiéndole el juego, el mundo que creí conocer dio vueltas escupiéndome en uno completamente distinto. Vertiginoso, lleno de luces que se perdían entre sonrisas estúpidas.
Me di permiso de ser irracional, de reírme como una tonta por nuestros malos pasos a sabiendas cada segundo era una nueva oportunidad de intentarlo. Tenía claro que Nicolás y yo éramos un error, pero por primera vez me di permiso de fallar siendo consenciente de que una canción nunca había matado a nadie, mucho menos una que te hiciera sentir tan viva. Nadie inmortalizó ese momento en una fotografía. Ese bochornoso recuerdo moriría con nosotros, escaparía de nuestras manos apenas el sol volviera a salir. Todos lo olvidarían, gracias al cielo, menos yo.
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