Capítulo 1

En mi familia suelen decir que cuando un cuervo se atraviesa en tu camino, algo que creías definitivo va a cambiar. Claro que no creí se refiriera a encontrar a mi novio acostándose con la empollona del club de matemáticas. Aunque debí suponer que una desgracia de ese nivel sucedería después pasar más de veinte minutos junto a una paranoica al volante, previendo el caos.

—¡El peor año de tu vida! —repitió escandaliza. Rodeé los ojos fastidiada antes de subir a tope el volumen de la música, pero no funcionó. Tal parecía que su voz tenía un poder mágico para sobreponerse a cualquier sonido—. Lo sabía, lo sabía, se lo dije a tu padre desde que naciste: las desgracias se evitan estudiando en casa.

Está de más decir que mi madre era una mujer peculiar. Esa era una de las razones por las que no quería me acompañara, una de muchas. Sin embargo, en contra de mi voluntad, me arrebató las llaves, me secuestró en mi propio vehículo y se apoderó del volante con el objetivo de dejarme a salvo hasta la entrada del instituto. Eso si yo se lo permitía.

—¡Oh, no, un cuervo! —gritó asustada cuando un ave de plumaje negro se posó a descansar sobre el semáforo. Cerré los ojos, dándola por perdida. No hace falta explicar que tampoco salía mucho de casa, por el bien de la sociedad—. ¡Maldito bicho, aléjate! —repitió.

Pegué un respingo cuando golpeó el claxon, armando un escándalo. El sonido viajó a lo largo de la calle ganándose decenas de miradas de conductores que nos contemplaron como si hubiéramos perdido un tornillo. Es imposible perder algo que jamás se tuvo. Me cubrí la cara, avergonzada, hundiéndome en el asiento.

—Déjame aquí o saltaré del vehículo en movimiento —le advertí, reacomodando el asa de mi mochila y cogiendo mi celular a toda prisa, dispuesta a descender antes de que la luz cambiara. No sobreviviría a ese espectáculo una calle más.

—¿Jena, estás loca? —me reclamó.

Alcé una ceja, esperaba que fuera sarcasmo.

—No, pero no me falta mucho —respondí. Si alguien me veía con ella necesitaría más que un amuleto del tamaño de una naranja, como el que colgaba en su cabeza, para salvar mi reputación.

Sin embargo, mamá que huía de cualquier idea racional me detuvo tomándome del brazo, implorándome con una mirada angustiada me quedara a su lado, no supe si para cuidarme o protegerla a ella.

—Jena, las predicciones nunca se equivocan —defendió con la voz entrecortada, superada por el miedo.

—Lo hicieron antes conmigo, ¿no? —lancé lo único que no podía contraatacar. Mamá apretó los labios de mala gana. Asentí ante su silencio—. Esta no será la excepción —expuse, cerrando de un portazo.

Había aprendido era yo la dueña de mi vida, la única capaz de condenarme o coronarme. Suspiré cansada, no dejaría que las palabras de otros lunáticos me afectaran.

Respiré hondo mentalizándome para mi próxima batalla. No terminaría en el suelo ni para atarme los zapatos. Era hora de empezar el show, pensé echando mi largo cabellera a un costado. Mis tacones resonaron al cruzar la entrada repleta de estudiantes, una sonrisa victoria se deslizó en mis labios comprobando había capturado la mayoría de las miradas a mi paso. Le guiñé el ojo a un grupo de novatos, que me abrieron camino intrigados por el efecto que causaba en el resto. Apostaba que esa misma mañana conocerían mi nombre.

Todos en el Instituto Castellano conocían a Jena Abreu.

La primera vez que puse un pie en ese lugar tuve claro algo: la preparatoria era una selva, llena de bestias dispuestas a destrozar a los más débiles, robando secretos para convertirlos en noticias, y siendo consciente me trataba de la presa más vulnerable me esforcé por llegar al único sitio intocable, la cima. Ahora era yo quien dictaba las reglas.

—¡Jena!

Reconocí de quién se trataba, de todos modos, haciéndome la interesada dejé me siguiera a lo largo del pasillo para terminar de anunciar mi llegada, agradeciendo la atención gratuita. Al final, compadeciéndome de ella, me di la vuelta para encontrarme con una agitada Camila que se apoyó en sus rodillas para recuperar el aliento. Algunos mechones que escaparon de su alta coleta rubia fueron la prueba de su carrera.

Conocía a Camila desde hace años, pero nos habíamos vuelto cercanas cuando coincidimos en el equipo de porristas que yo dirigía. En cuestión de días descubrí era la chica más chismosa que había conocido en toda mi vida, algo ya bastante peligroso considerando los círculos donde me desenvolvía, así que opté por tenerla de mi lado y pronto encontré ventajoso su defecto. Nada se le escapaba, era como tener oídos en todas partes.

—No vas a creer lo que me enteré —comenzó ansiosa. El brillo que destacaba en su pupilas verdes adelantó llevaba consigo una primicia. Me encogí de hombros y con un ademán desinteresado la animé a hablar—. Habrá cambios importantes en el Reinado Estudiantil —susurró en complicidad. Miró a ambos lados, comprobando nadie más pudiera escucharla—. Olvídate de los representantes de grupo, las postulaciones estarán abiertas para todo aquel que se anime a participar. Todos —remarcó escandalizada.

Chasqueé la lengua procesando la novedad. ¿Por qué siempre que hay algo bueno tiene que llegar alguien con aire de justiciero a arruinarlo?

El Reinado se trataba de una competencia en la que se seleccionaban a la mejor pareja del colegio para lideres de la generación en su último año. Solían ser un duelo entre deportistas destacados, representantes de aula o personas que habían dado de qué hablar. Un evento exclusivo que ahora le abría la puerta a cualquiera. Ya podía imaginarlo lleno de ilusos soñadores que buscaban su minuto de gloria.

—Así que este año tendremos competencia... —siseé para mí, pero mis ojos se mantuvieron en ella. Tardó en captar la indirecta.

—Pero nadie en el equipo piensa hacerlo —adelantó enseguida, comprendiendo mi preocupación. Sonreí complacida—. Eres nuestra representante —remarcó leal.

No esperaba menos de ellas.

—Entonces no verdadera competencia —le resté importancia.

Ninguna chica fuera del equipo me quitaba el sueño. Sobre los chicos...

—¿Sabes dónde está Ulises?

Necesitaba ponerlo al tanto de los cambios, eliminar cualquier riesgo, obligarlo a persuadir a cualquier integrante del equipo de futbol que tuviera la absurda idea de inscribirse. Con las chicas era diferente, sabían lo importante que resultaba esa competencia para mí, conocían que perderían más de lo que podrían ganar si decidían tenerme de enemiga, pero para ellos no era más que un baile.

—Hace un rato lo vi pasar al campo —me avisó, señalando su dirección, como si tuviera un sistema que le permitiera ubicar a cualquier persona a la redonda.

Asentí con la cabeza, retomando la marcha con ella a mi lado. Ignorando los cuchicheos de alumnos que aprovechaban sus últimos minutos libres arruinaban la vida a otros.

El viento característico de septiembre alborotó mi cabello cuando atravesé las amplias puertas que daban al campo, en la parte trasera del edificio. Un amplio terreno repleto de césped recién cortado y gradas, que conocía de memoria. Ahí mismo conocí a Ulises hace dos años.

Él era un prometedor delantero y yo lideraba el equipo de las animadores. Para nadie fue una sorpresa cuando comenzamos a salir. Hay cosas que simplemente están destinadas a suceder, es decir, como si se tratara el curso natural de la vida. Ha sucedido en muchas películas, canciones, libros, y seguirá repitiéndose hasta al fin de los tiempos, o el día que algún valiente intente cambiarlo. Y esa no sería yo, después de todo nuestra relación era ventajosa para ambos.

Estudié el campo desolado, que oscurecido por las nubes adoptó un aspecto lúgubre. En mi lucha por atravesar el terreno a tropezones contemplé como un cuervo descendió de su vuelo para hurgar en la tierra. Mi ojos azules se clavaron un segundo en él recordando las palabras de mi madre esa mañana, pero enseguida bloqueé esa tontería. Reacomodé el maletín que resbalaba por mi hombro, girando la cabeza de un lado a otro, concentrándome en hallar a Ulises, sin embargo, no hallé rastro de él por ningún lado.

¿Dónde demonios se había metido?

Ulises no era de los que jugaba a las escondidas, le gustaba estar donde los demás pudieran verlo. Resoplé cansada acercándome al único lugar dónde me faltaba buscar, detrás de las gradas. Supongo que dentro de mí, llámenlo intuición o inteligencia básica, sabía que lo encontraría ahí, pero mi sexto sentido no pudo adelantar lo que encontraría del otro lado.

El corazón se detuvo de golpe, al igual que el tiempo para contemplar a detalle sus manos aferradas a otra cintura, la forma asquerosa en que se tocaban por encima de la ropa, su risa cínica mientras se besaban. Tardé en despertar, el gritito ahogado de Camila a mi costado, fue lo que nos puso en alerta a todos. Ulises estaba engañándome. Ese sutil sonido nos devolvió al presente, el par de traidores pegaron un respingo al verse descubiertos. Una parte de mí quiso marcharse, escapar de esas nubes de impotencia que comenzaron a nublar mi vista, pero lo rechacé porque había un sentimiento más fuerte que la tristeza: la ira, y no pensaba dejarla sola para mí.

Furiosa como un huracán acorté la distancia entre los dos, Ulises palideció, soltó a su conquista como si eso pudiera salvarlo, y antes pudiera abrir la boca para inventar una excusa lo silencié le propiné un golpe en la mejilla que provocó me ardiera la palma. Ulises soltó un leve lamento, como el maldito llorón que era, pero no sentí pena por él, su dolor no podía compararse a lo que yo estaba sintiendo. Y cuando comprobé quién se escondía a su espalda, quise morirme.

No era otra que la estúpida líder del comité de matemáticas, la sosa que inundaba los cuadros de honor. Nunca antes me había sentido más humillada. Ulises no se conformó con ponerme el cuerno, sino que escogió a la perdedora número uno para reafirmar cualquier cosa podía superarme.

Ella se encogió asustada cuando fijé mis ojos en su cara de mosca muerta, imaginando le diera la paliza de su vida. Lo hubiera hecho encantada de no ser porque Ulises, adelantando la haría trizas tomándome de los hombros me impidió la tocara. Dejé caer la mandíbula indignada. Lo comprendí, algo había cambiado.

—Eres una basura —remarqué soltándome de su agarre, repugnada de su contacto—. Ambos los son —escupí, señalándolos. La estúpida de Aranza batió sus pestaña con falsa inocente, fingiendo estaba avergonzada. Maldita perra.

Debí verlo venir, todos los libros tienen el mismo final, las chicas buenas se quedan con los idiotas. Supongo que no pude ser inmute al cliché romántico más grande de todos los tiempos.

—Ojalá se pudran en el infierno —les deseé con la voz entrecortada por el coraje—. Les juro a los dos que se van a arrepentir —les amenacé.

—Ya, Jena, acepta que lo nuestro se acabó —mencionó Ulises, haciéndose el digno. Aparte de infieles, sin vergüenzas. Quise gritárselo en la cara, pero como el cobarde que era, sujetó la mano de su nueva conquista antes de halarla para esconderse. Camila tuvo que contenerme para no impactarle el puño en la nariz cuando pasaron corriendo a mi lado, huyendo como ratas.

Ulises se había burlado de mí. ¡De mí! Algo caló hondo en mi interior. Y no se trataba de un corazón roto, sino algo mucho más valioso para mí: mi orgullo. Percibí un leve escozor en los ojos, parpadeé alejando las lágrimas, impidiéndome sucumbir a mi debilidad. Lo último que podía hacer era ponerme a llorar enfrente de Camila, a menos que quisiera convertirme en el hazmerreír del instituto. Negué, respiré hondo y alcé la mirada actuando mi fortaleza estaba intacta, aunque apenas tuviera fuerzas para sostenerla.

Respiré hondo al percibir la fuerza del viento a nuestro alrededor. No podía mandar mi vida por la borda por un tropiezo.

—Esos dos van a pagar lo que me hicieron —prometí para mí, mirándolos perderse.

A Camila eso no le sorprendió. Todos sabían que nadie dejaba una cuenta pendiente conmigo. Esto no era por mi exnovio, sino para dejar claro quién mandaba, para que cualquiera que intentara meterse conmigo lo pensara dos veces. Y para desgracia de Ulises y su nueva conquista, yo era una experta convirtiéndome en una pesadilla, porque aunque conocía ese viejo dicho que dictaba la venganza era un plato que se tomaba frío, prefería servirlo hirviendo para que al quemarse sintieran estaban en el mismo infierno. Uno que llevaba mi nombre.

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