Estigma
En un rincón olvidado de la ciudad, donde las luces parpadeaban como estrellas moribundas, había un pequeño bar llamado El Último Refugio. Era un lugar donde se reunían almas solitarias, cada una con su propia historia de tristeza y desamor. La penumbra era acogedora, y la música, un murmullo constante que envolvía el aire como un susurro de viejas melodías.
Ellie trabajaba allí, deslizándose entre las mesas con la gracia de alguien que había aprendido a sobrevivir en un mundo que a menudo se sentía hostil. Había sido camarera en el bar durante años, y cada noche veía desfilar a los mismos rostros, ocultos tras nubes de humo y miradas vacías. A menudo se preguntaba qué historias se escondían detrás de esos ojos tristes que encontraba noche tras noche.
Había una cierta poesía en el dolor compartido de los clientes. Cada uno llevaba consigo un estigma invisible, una cicatriz que nunca mostraban, pero que se sentía en el ambiente. Ellie escuchaba fragmentos de sus historias mientras servía copas de licor barato: amores perdidos, promesas rotas, sueños que se desvanecían con la llegada del amanecer.
Una noche, un extraño entró al bar. No era como los demás, no pertenecía a aquel mundo de sombras y soledad. Tenía un aura misteriosa, como si el peso del mundo descansara sobre sus hombros. Sus ojos, oscuros y profundos, captaron la atención de Ellie desde el momento en que cruzó la puerta.
El hombre tenía el cabello oscuro y despeinado, y su ropa, aunque desgastada, parecía elegida con cuidado. Se movía con una tranquilidad inquietante, como si cada paso estuviera calculado para no perturbar el delicado equilibrio de aquel lugar. Se sentó en una mesa en la esquina, y Ellie, intrigada, decidió acercarse.
- ¿Puedo ofrecerte algo? - preguntó, con una sonrisa tenue que no llegó a sus ojos.
El extraño levantó la vista, y por un momento, Ellie sintió que la atravesaba con su mirada. Había una profundidad en esos ojos que la hacía sentir expuesta, como si él pudiera ver más allá de su fachada.
- Estoy bien, gracias - respondió con una voz suave, casi un susurro.
Ellie no insistió, pero algo en él despertó su curiosidad. Durante el resto de la noche, mientras atendía a otros clientes, seguía lanzándole miradas furtivas, intentando descifrar el enigma que él representaba. ¿Qué lo había traído hasta allí? ¿Qué historia se ocultaba detrás de esos ojos llenos de tristeza?
En los días siguientes, el extraño se convirtió en un visitante regular del bar. Siempre se sentaba en la misma esquina, siempre con la misma bebida. Nunca hablaba con nadie, y rara vez levantaba la vista de su vaso. Sin embargo, su presencia se convirtió en parte del paisaje nocturno del Último Refugio.
Ellie comenzó a notar pequeños detalles sobre él. Las cicatrices en sus manos, los ligeros temblores que recorrían su cuerpo cuando pensaba que nadie lo observaba. Había algo roto en él, algo que Ellie comprendía mejor que nadie. Se sentía atraída hacia él, no por curiosidad morbosa, sino por un sentido de afinidad, como si sus almas compartieran un entendimiento tácito de lo que significaba cargar con un estigma invisible.
Una noche, cuando el bar estaba especialmente vacío, el extraño hizo algo inesperado. Se levantó de su silla y se dirigió hacia el viejo piano que estaba en una esquina, cubierto de polvo y recuerdos olvidados. Con dedos temblorosos, comenzó a tocar una melodía. La música, triste y melancólica, llenó el aire, envolviendo a todos los presentes en una manta de emociones crudas.
Las notas fluían con una intensidad que hacía que el tiempo se detuviera. La canción no tenía palabras, pero cada acorde era un grito silencioso, un lamento de todo lo que había perdido. Ellie, sorprendida, sintió cómo su corazón resonaba con cada nota. La música hablaba de un dolor que ella conocía bien, de cicatrices que había tratado de ocultar durante tanto tiempo.
Se acercó al piano, atraída por la sinceridad de la música. Observó al extraño, sus ojos cerrados, perdido en su propio mundo.
- Es hermosa - susurró, cuando la última nota se desvaneció en el aire.
El extraño sonrió, por primera vez, una sonrisa tenue pero sincera.
- Es lo único que me queda - dijo, su voz cargada de una tristeza que Ellie reconoció al instante.
A partir de ese momento, Ellie y el extraño comenzaron a hablar. Sus conversaciones eran esporádicas, a menudo interrumpidas por largos silencios que hablaban más que las palabras. Él nunca le contó su nombre, y ella nunca lo presionó para saber más. Había un entendimiento tácito entre ellos, una conexión nacida del reconocimiento mutuo de sus cicatrices.
Ellie le contó sobre su propia historia, sobre cómo había llegado a trabajar en el bar después de perder a su hermano en un accidente. El dolor de aquella pérdida la había perseguido durante años, dejándola atrapada en un ciclo de culpa y arrepentimiento. El extraño escuchaba con atención, asintiendo de vez en cuando, pero sin interrumpirla.
Una noche, después de una conversación particularmente larga, el extraño le reveló algo que la dejó sin aliento.
- He estado huyendo de mi pasado durante mucho tiempo - confesó, su voz un susurro apenas audible - Pero aquí, por alguna razón, me siento en paz.
Ellie comprendió de inmediato lo que él quería decir. Había encontrado su refugio, un lugar donde el dolor podía ser compartido, donde las cicatrices no eran juzgadas, sino aceptadas como parte del ser. En ese rincón olvidado de la ciudad, ambos encontraron un sentido de pertenencia, aunque efímero.
Sin embargo, el extraño nunca regresó después de esa noche. Ellie esperó, noche tras noche, mirando hacia la puerta con la esperanza de ver su figura familiar. Pero la silla en la esquina permaneció vacía, y el bar volvió a su rutina de sombras y susurros.
A medida que pasaban las semanas, la ausencia del extraño comenzó a pesar en Ellie. Había algo en su desaparición que la hacía sentir más sola que nunca. Sin él, el bar parecía más frío, más vacío, y la música que solía tocar resonaba con una melancolía que le desgarraba el alma.
Una noche, incapaz de soportar más el silencio, Ellie se acercó al piano y comenzó a tocar la melodía que el extraño le había dejado. Cerró los ojos, permitiendo que las notas la envolvieran, buscando desesperadamente la conexión que había sentido en su presencia. Pero la música sonaba diferente ahora, carente de la calidez y la esperanza que él había traído consigo.
Al terminar, se dio cuenta de que la música no había llenado el vacío que él había dejado. La tristeza en su pecho era más intensa que nunca, y comprendió que había estado aferrándose a una ilusión, a una esperanza de que su regreso pudiera aliviar su propio dolor.
Esa noche, al cerrar el bar y enfrentarse a la soledad de su apartamento, Ellie entendió que algunas personas pasan por nuestras vidas para dejarnos lecciones, aunque no permanezcan a nuestro lado. El extraño había sido una de esas personas, un reflejo de su propia tristeza que la había hecho confrontar lo que había estado evitando.
Aunque Ellie siguió trabajando en el bar, sirviendo copas y escuchando historias, algo había cambiado irrevocablemente. Aprendió que el dolor, por mucho que intentara ocultarlo, siempre encontraría la manera de salir a la superficie. El estigma de su pasado seguía presente, y a veces, el simple acto de enfrentarlo era el único consuelo que podía encontrar.
En el Último Refugio, donde las sombras continuaban danzando y la música seguía susurrando secretos al aire, Ellie supo que algunas cicatrices nunca sanan del todo. Y en ese rincón de la ciudad, envuelta en la melancolía de una canción perdida, se resignó a la realidad de que el consuelo que había encontrado fue tan solo un espejismo, una breve pausa en el interminable ciclo de dolor que la vida a menudo trae consigo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top