Capítulo 6. Noether

Su primera mentira nació en su pecho y fue veloz hacia su boca. Ella dijo, de manera natural, —fue ella—. Cuando el florero yacía en pedazos en la alfombra y su madre evidenció la escena. Supo que lo que seguía sería una consecuencia, nacida por su acción; y mintió. Apuntó con su pequeño dedo al rostro de la empleada doméstica, que para su mala suerte aún no había cobrado la semana. La extraña razón fue que ella supo que podía decirlo, el egoísmo, por no obtener lo que quería, alimentó esa razón. La verdad es que nunca pudo olvidar la respuesta que recibió cuando preguntó por su padre; —tu padre está muerto— le dijeron y sin contar las palabras. Ella respondió con la misma cantidad y apatía que los adultos suelen dar cuando no les gusta hablar de un tema y tal vez con algo de crueldad, aquella que estaba haciendo raíces, —quiero ver su tumba— cuatro palabras marcaron su historia. La tumba, era una casa a dos cuadras de la suya, con dos niños pequeños jugando en el jardín y una mujer embarazada, una mujer que no era su madre. El abandono lo asimiló como la perfecta respuesta inventada, seria el cimiento de donde construiría su propia realidad. Porque si existían las mentiras para una pequeña niña, existirían las mentiras para el resto del mundo. Poco tiempo después, su madre la dejó al cuidado de su abuela y las mentiras se convirtieron en verdades, hasta que un día, fue ignorada. Moretones en los brazos, boca ensangrentada, gritos en las madrugadas, ataques de pánico, y la realidad se convirtió en golpes; ella aprendió y rápido a que al mundo no le interesaba escuchar su historia. En la escuela, se hizo fama de ser fácil con los chicos y cuándo oía cosas que no quería escuchar, con ironía, eran las mentiras que ella había dicho. Resplandecía su ira. Sabía como llamar la atención y conseguir lo que quería. Sentía el vacío dentro y el hueco donde parecía colarse, el aire estaba tan abierto que cualquiera podía entrar ¿Ellos lo verán? ¿Lo saben como yo lo sé?, se preguntaba. —Ellos lo saben— se respondía. Después de un tiempo, sintió un cúmulo de malos pensamientos y cuando debía de actuar otra vez, ella misma se decía —ya lo has hecho antes, puedes hacerlo de nuevo, ya estás usada—. Como una muñeca, mostraba su piel y jugaba a ser bonita, a ser mayor y a saber lo que quería y se sintió amada. Populares, rockeros, intelectuales, hombres de edad. Ella era un camaleón, con falsedades en la lengua y llagas en las escamas, pero no le iba a poner más drama. Nunca más volvió a confiar en alguien más que en ella misma. Hasta que conoció a Merkel. Como mosquitos atraídos por una lámpara de luz ultravioleta, cayeron uno por uno, ella era la luz. 

Ese día el volcán amaneció sin su capa blanca. Me pregunté si a él también le ardían las venas. Todo se convirtió en fuego. Había llamas en el Jardín de rosas, en las puertas de los salones, en las hojas de mis libretas. Detrás de mí, mirándome al espejo, en un chico raro, en una chica guapa. En los ceniceros, en los libros, incluso en las ventanas de la biblioteca, que parecían quererles anunciar al mundo lo que yo había hecho ahí. No sé por qué lo dije; todo arderá. Eso era lo que ella quería escuchar, lo que ellas deseaban oír. Y sí, es posible que también yo, en mi subconsciente. Mi corazón latía tan rápido, aunque no tanto como cuando hablaba con ella. Aún estoy respirando, espera ¿estoy respirando?, pensé. Las llamas cada vez más reales, hicieron arder al profesor de mi primera clase. Tuve que salir a tomar aire, fue tan serio que creí inhalar humo y tener ceniza sobre mis hombros.

 —Bien. 

—¿Bien?, ¿ahora hablas con monosílabas? 

—Creí que no debíamos de hablar afuera de...

 —Shelley, es tu primera vez, ¿crees que debo dejarte sola? 

—No, yo solo... 

—No es como que vayamos a hacer un trabajo en equipo, si bien me gusta la analogía, las reglas las hago yo. Y algo más importante, mira a tu alrededor.

 Alcé los ojos y di la vuelta de 180 grados, Merkel insistió y la di en 360, regresando a los amarillentos iris animados. 

—A nadie madres le importa. 

En eso tenía razón, como en casi todo. 

Devoraba una hamburguesa doble con queso en forma de ritual. Cuando alternaba las papas a la francesa, lo hacía viéndolas una por una. Comía como si no hubiese tomado bocado en todo el día, o en una semana, pero, lo hacia con una gracia que parecía un sueño. Siempre me pregunté a dónde iba a parar tanto alimento. Había saltado en mi banca sin hacer ruido alguno, como un pájaro tan diminuto que no sientes ni su vuelo, seguro notó cuando me sobresalté al escuchar su voz. El agua de la fuente central parecía efervescente, como si el mismo Sol la estuviera haciendo gaseosa. Me preguntó si tenía dudas, le dije que no. Me cuestionó si sabía del itinerario y le contesté que sí. Ni siquiera pude notar lo que traía puesto, ella dejó el sitio sin que yo me percatara, abandonando las preguntas al aire, con sus posibles respuestas. 

—Sígueme, Shelley. 

¿Por qué lo haría? 

Él, con la insignificante capacidad de tener más fuerza que yo por solo el hecho de haber nacido hombre. Pudo jalarme en una esquina, esconderme en un baño, taparme la boca tan rápido con la amenaza de un cuchillo entre mis costillas, si lo hubiese querido. Ese maldito poder que tenían los hombres y que nosotras llegábamos a repeler tanto, armándonos de lo que fuese, hasta de mentiras improvisadas como: "aquí no. No ahora. No, por favor, no me hagas daño. Haré lo que quieras". Mentiras que eran para nosotras mismas. Todas sabíamos que aunque suplicáramos, ellos nos lastimarían. Pese a que no parecía un mal tipo, sentí miedo en seguirlo, pero temí más en lo que podría decirme. Shelley, me llamó. 

—Sé lo que hacen. Lo sé desde hace tiempo. 

—Y no me convence del todo, pero, no estoy aquí para juzgar. 

—Tu amiga. Merkel, yo...— y dudo en seguir, podía ver como se debatía mientras movía los labios entre revolotear lo que estada deseando decir o por fin, no decir nada. La esquina ya no parecía tan oscura. 

—Haz que se cumpla tu "Nombre"...— me dijo en casi un susurro, —y después, olvídate de ella. —No en... 

He ahí, de nueva cuenta, un hombre hablando de los sentimientos de una mujer. Y cuando decidí marcharme porque lo que me había dicho no era nada importante, Noether llegó por la parte de atrás. 

—¡Aquí tienes a nuestra nueva estrellita! Noether, que seguro había escuchado toda la conversación donde yo fui incapaz de hablar, se encimó en el hombro del chico. Su incomodidad fue evidente. 

—Dame tu teléfono— me ordenó el hombre. 

—El otro— Noether asentó cuando yo, como estúpida, volteé a verla para recibir su aprobación. —Ve a esta dirección todos los martes a medianoche, si faltas, sales de NF. 

—Adiós, guapo. 

—¿Quién e... 

—Un viejo amigo, que sabe de nosotras, lo suficiente. 

—¿Está en el grupo? 

—¿No me digas que solías acostarte con él? ¡No puede ser! No— y cambió la risa por la seriedad. —No pertenece al grupo, él fue un "Nombre". 

—¿Un "Nombre"? 

—Hasta que siguió viviendo... obvio. 

No recuerdo si seguí haciendo preguntas para qué ella me confesará todo o si ella lo dijo, sin más. Él fue acusado sin razón por una mujer. Merkel decidió hacer lo que mejor sabía hacer; causar miedo y, quemar cosas. 

—El dolor es tan fuerte, como una maldita dinamita entre tus muslos, en todo lo que puedes pensar es en ti mismo, siendo devorado por alguien más; no puedes moverte, no te moverás, porque el reflejo que estás viendo, está en el pasado. Y tú, no puedes cambiar el pasado, y los espejos están en todas partes. ¿Alguna vez a sentido eso?— le preguntó. La chica, con total incredulidad, continuó con la farsa. 

—Eso pensé. 

Merkel, sonriendo, se metió dos papas fritas en la boca y se colocó detrás de ella. Derramó en su cabello gasolina que había guardado en una lata de Coca-Cola light y casi al mismo tiempo, le prendió fuego. La única razón por la qué Merkel no fue expulsada fue porque no se presentó ninguna queja, cero denuncia. A aquella chica le nació un miedo terrible que no soportaría saber qué Merkel andaba en el campus, por los pasillos, que se la podría encontrar  en cualquier lado, incluso dentro de un salón de clases o en alguna esquina o en los sanitarios. De inmediato pidió su cambio de universidad y aquello, se convirtió en una anécdota increíble, ¿quién creería que en su sano juicio, alguien hiciera algo así?. Mi respuesta sería; debieron de haberle visto los ojos

—Puedes llamarme coach— dijo, mientras colocaba unas herramientas de trabajo en la mesa que teníamos en frente. El gimnasio estaba solo a dos cuadras de mi colegio, era conocido por estar abierto las veinticuatro horas, pero en las noches, que eran las típicas de fiesta, se mantenía desolado. 

—O Juan, o Luis, o Mike, como te plazca. No necesitas saber mi nombre. 

—Puedes llamarme por tu "Nombre"completó, acompañado del golpeteo que generaban los objetos al dejarlos caer sobre la mesa; en cada sonido, yo temblaba, ilusa. Él se dio cuenta y dejó de hacerlo. 

—No importa. No me importa, mientras aprendas lo que te enseñaré, no me importa si me llamas por tu "Nombre"y se colocó justo frente a mí y dijo después de un suspiro, — Shelley. 

Solo lo vi cuatro o seis martes y no supe mucho de él, era de las personas que vivían en un anonimato como a veces yo deseaba tener. Cuando la noche era extraña y larga, otro ser vivo entraba o salía del gimnasio de manera amable, lo saludaba y se despedía, terminando el enunciado con coach; por lo que pensé, que era justo llamarlo así. Nunca lo llamaría por mi "Nombre", no tenía porque, él no debía de cargar con eso. Atniks había comentado, en algunas reuniones, que El coach decidió que lo llamáramos por nuestros "Nombres" porque solo así se recordaba todos los días que rayos estaba haciendo con nosotras, pero creo que solo la mitad del grupo lo hacía. Aunque se ocultaba detrás de una gran barba y tatuajes en los antebrazos, El coach tenía los ojos transparentes, limpios, que parecen no poder mentir, lo hacían ver un buen hombre, quizás demasiado bueno. Le advertí que no era muy atlética y lo entendió de inmediato, me sentí más aliviada cuando me enseñó hacer una llave y colocar mi rodilla sobre el cuello del muñeco de entrenamiento, no obstante en mi mente siempre me dibujaba en una gloriosa escapada lanzando gas pimienta. Me asustaba usar el taser pero sabía que si alguna vez tenía que hacerlo, lo haría. Algo diferente pasó cuando vi por primera vez un arma. 

—No. 

—Bien. La guardaré— dijo justo después de que me negué. 

—Puedo matar a alguien— y me sentí más que tonta lanzando aquella oración contradictoria en ambos sentidos. 

—Puedo lastimar a alguien— y me reconocí estúpida e impotente al no poder expresar lo que trataba de decir.

—Puedo...— volví a intentarlo, —puedo lastimarme. 

Curie tenia su lección justo antes que la mía y aún no se había retirado, se acercó a paso lento y susurró, con una nostalgia que no le había visto antes; 

—Ya estás lastimada— botó los ojos a la ventana y se alejó de nosotros. El coach y yo nos vimos, quizás por primera vez. Él me convenció de observar como manejaba el arma: me enseñó a desarmarla, cuando no estaba cargada, cargarla, poner el seguro y quitar el seguro y cuando volvió a descargarla y desarmarla, la tomé. No era que no me hubiese imaginado disparándole en el pecho, en una noche, justo cuando saliera de su casa. La sangre corriendo entre los adoquines, él tendría que verme a los ojos y darse cuenta de que era yo la que acabaría con su vida. Sí, pasaba por mi mente a menudo, pero parte del atractivo de NF eran los sofisticados métodos. Así que, tomé el arma y me repetí, para mis adentros, que eso solo  era una simulación, por si a caso El "Nombre" que me tocara o algún extraño conocido decidiera hacerme daño y tuviera en sus manos el arma con que acabaría con mi vida, lo haría. Qué ironía. Seguro "ella" disfrutó mucho de esas madrugadas. 

En la penúltima noche, augurando de que quizás no lo volvería a ver, me armé de valor para hacerle la pregunta. Ya había confianza, comprobé en varias ocasiones que no era un hombre que estuviese interesado en mí, no existían rastros de algún tipo de atracción, por mínima que pudiese ser. 

—¿Te puedo preguntar algo? Después que obtuve su permiso, me atreví.

 —Tu eras un "Nombre", ¿por qué haces esto? 

—Tu amiga nunca me puso un "Nombre"— explicó con sinceridad, —sabía que yo era inocente. Si ella lo hubiese hecho, quizás no estaría aquí. Es esa la ironía que hace que me levante todos los días, tal vez se lo debo. Tal vez, no. 

—¿Es por eso que nos ayudas? 

—No te confundas— dijo contundente, —Yo no soy como ustedes. 

—¿Qué... quieres decir? 

El se mordió los labios y dudó decirme la verdad que ya se asomaba detrás de sus dientes, es demasiado frágil, seguro pensó de mí, pero después juzgó bien, creyó en su voluntad de no verse arrastrado a la infelicidad que permanecía a mi alrededor o quizás, asumió, que si decía la verdad, sin escrúpulos, podría despertarme. Yo pensaba así antes. 

—Yo sí quiero vivir. 

Una persona normal hubiese respondido —yo también— pero nosotras no éramos normales, no íbamos a pasar nuestra vida como el resto, porque no vivíamos como ellos. Ese maldito día hizo que así fuera. Nosotras llevábamos la contrariedad de aquella ideología igual que el principio y el fin del todo. 

—Ustedes son como granadas sin seguro. 

En cualquier momento, explotarán. Ningún hombre había hecho una afirmación tan cerca de la realidad. 

Una tarde, a como se planeó, corrí alrededor del campus. Nunca lo había hecho, pero debía de hacerlo como si lo hiciera todos los días. Justo casi al terminar la vuelta, la pista daba al frente del club deportivo, primero, las canchas de tenis y después, las dos albercas olímpicas: una techada. El edificio del centro tenía un gran gimnasio, una ciclovía, cafetería y los vestidores, canchas de basquetbol. En un intento por ver más allá, noté que entrenaba el equipo de natación de mujeres. Eran las 17:25, a las 18:00 horas entrenarían los hombres. Sin embargo, como parte de su agenda perfeccionista, él ya estaba ahí, trotando alrededor de la alberca no techada. Era fácil reconocerlo, su altura lo delataba y el hecho de sus comportamientos compulsivos, también. Dos cosas en su contra. Dos cosas a nuestro favor. 

—Ah y Shelley... 

—Yo no pregunto por qué, pregunto cuándo. 

Tenía el extraño presentimiento de que, las cuestiones que se generaban en mi cabeza, ella las escuchaba y de un modo teatral, me respondía; casi siempre mientras se alejaba; dejándome más preguntas que respuestas, ambas que ella no escucharía ni diría. 

Me encontré con Curie en la segunda planta del gimnasio. También hablaríamos de espaldas, yo con audífonos, ella como una estudiante más que utilizaba el gimnasio para hacer lo propio, en cambio, yo, era una vaga que pasaba por ahí, matando el tiempo.

 —Dicen que el ahogamiento es la peor de las muertes. Mucho peor que quemarse vivo. En verdad, eso espero— dijo, al mismo tiempo que miraba con desprecio su reflejo, al fondo la alberca no techada.

 —¿Ya lo viste?

 —Sí, ya lo vi— respondí. Es aquel maniático que empieza a trotar una hora antes de su entrenamiento. Pensé en el irónico titular que pondrían en FB «Muerto por un Gatorage». 

—Merkel lo hace ver sencillo. 

—Creo que... No va a ser sencillo, pero, después que pase, estaremos bien. 

Su aparente fragilidad me hacía suponer que ella no lo haría, pero era ese punto de inflexión entre su fragilidad y su entereza donde todo se corrompió. Curie, se veía como una delicada flor, pero fruncía el ceño y se mordía los labios cada vez que ideaba el método perfecto; no por miedo, sino por coraje. Me hubiese gustado hacerlo yo misma, pensaría en voz alta y al espejo cuando estuviese sola, convirtiendo la flor en una planta carnívora. Pero su transformación, que no era noticia para Merkel o el grupo, no afectaba en lo más mínimo. Curie sabía que los métodos funcionaban, llevaban años haciéndolo así, sin la mínima sospecha del campus y mucho menos de la universidad, o la ciudad. Y eran varios los "Nombres" tachados. No pude evitar preguntarme qué pasaría si, algún día, los hombres dejaran de hacerlo, ¿dejaríamos de hacerlo nosotras? La lista se volverá pequeña, hasta que Merkel ya no tuviera que pedir "Nombres", pues el ciclo ya estaría cerrado. No habría por qué matar, por qué sufrir. Por lo menos, no en esta parte de la tierra. Era claro que en mi cabeza aún existían ciertas lagunas de esperanzas fantásticas, y ridículas. 

Me alejé, con discreción, a como me indicaron. A veces, el simple rozar del viento me hacía pensar que siempre tenía ojos encima de mi espalda, pero, cuando volteaba a ver hacia atrás, incluso contradiciendo las indicaciones de NF, no había nadie mirándome. Curie se quedó un buen rato en su lugar seguro. Después, salió del campus para encontrarse en un café en el centro de la ciudad con alguien del grupo, algo que se supone no deberíamos de hacer. Curie, que era de buenos modales, no podía evitar sentirse incómoda cuando aquella persona la sacaba de su zona de confort. 

Y bien, ¿crees que lo haga? 

—Si no lo hace, para eso estás tú— respondió ella. 

—Espero y lo haga y no tenga que ensuciarme. 

—¿No te gusta el cloro?

 —No me gusta repetir. 

—El resto se pregunta, ¿cómo es que supo de nosotros? 

—Ella lo tiene. Yo lo veo. 

—Yo también. 

—Entonces, sabes que es cierto. Solo están las dudas que siempre les gusta tener. Las leo. 

—Y entonces, ¿Noether? 

—Noether. 

—Si no lo hace, lo hará Noether. 

—¡Niña mía!— gritó exasperante una señora que se encontraba detrás en la cocina. De un momento a otro, corrió hasta la barra y le soltó de frente; —¡eso va a matarte! 

Merkel sonrió, se inclinó hacia adelante, apoyó sus codos sobre el granito y le dijo; 

—Bien, ¿quién dijo que quiero seguir con vida? La señora, quien parecía ser la dueña indiscutible del lugar, se quedó sin palabras mientras veía alrededor pensando que tal vez alguien más había escuchado la perturbadora respuesta de aquella estudiante. Pero nadie cruzó los ojos. Esa exclamación o grito desesperado de suicidio inminente a corto o largo plazo, pasaría desapercibido como la plática banal de un viernes por la noche. O sería otorgado a la auditoría de una niña molesta, con pocos modales y cero respeto hacia sus mayores. De todas formas, si a ella no le importa, ¿por qué a los demás debería importarles? No es la única persona fumando en este mundo.

 —Y si, quiero que sea len... 

—Vámonos. 

—Gracias— dijo por último Curie, dejando una sustancial propina y una pena genuina sobre aquella barra. La apariencia de Merkel podía darle ventaja con los hombres, para ellos era como Lolita, sin ser Lolita, con la eterna juventud en su rostro, la mayoría de las veces. El resto, era confusiones y atribuciones ajenas bastante molestas. 

—¿Te sientes mejor?— le preguntó, mientras tiraba el cigarro a la calle y se acomodaba su cazadora, sacudiendo de los hombros lo que algunos llaman amor. 

Al contrario de lo que pensaba la gente, a El nadador le gustaba leer Orwell. Desde muy pequeño había tenido la fascinación por los libros, las historias de ficción y una que otra, de traición y venganza. También disfrutaba de la música romántica en español y la poesía de Paz, pero para los demás a El nadador le gustaba el rock en inglés y la saga de Harry Potter, siempre los libros, nunca las películas. Disfrutaba alimentarse bien y con eso, incluía llevar sus propios cubiertos al comedor del campus. Nunca compartía la comida y jamás prestaba sus lentes, fueran los graduados o los de sol. El nadador era puntual, si no lo eras con él, estabas perdido. Quizás era algo que había aprendido de su tío, quien fue su entrenador y modelo a seguir y también para su hermano. Ambos con un padre ausente desde su infancia, tan temprano que uno ni siquiera había nacido. Le gustaba estar junto a su tío, hablar de lo que no podía hablar con su hermano, hacer lo que no podía hacer con su madre. No hablar en absoluto, pues no hacía falta. Cuando recibía un elogio por sus logros, su tío traía a la conversación el relato que evocaba uno de sus primeros recuerdos; un niño de dos años nadando por sí solo en un río, un motivo de orgullo. Cuando él lo recordaba, en silencio, era un motivo de supervivencia. 

Antes de cada vez, una extraña media hora frente al espejo ponía en duda un remordimiento. Él era así porque quería serlo, no porque no pudiera evitarlo. Él lo sabía, pero, durante esos 30 minutos donde no existía nada más que él en todas sus versiones, dudaba de su lado más oscuro y de que si un día como hoy, lo dejaría jugar un poco. Puedo hacerlo, un poco, se diría. A veces lo disfruto, se trataría de convencer. En realidad, lo disfrutaba siempre. 

Habíamos estado yendo al club deportivo casi todos los días, nos turnábamos las noches, cuando estaba en entrenamiento, en fin de semana, incluso cuando él no se encontraba. Teníamos que recopilar la información de cuantas personas entraban y salían, el tiempo exacto que El nadador estaba solo en la alberca y el tiempo que tardaba en el vestidor. Actividades esporádicas, que se quedarían incluso cuando él ya no estuviera aquí. La tarde que me tocó estar dentro del agua, creí que lo arruinaría todo. El nadador coqueteaba con una mujer en la orilla de la alberca, ella se acomodaba el cabello justo cerca de la escalera. Llevaba una cola de caballo, bien ajustada y un traje de baño a juego con las ligas de sus muñecas. Yo emergí hacia ellos, pero dentro de mi carril, tratando de que mi nado fuese decente como para no interrumpirles la conversación, aun si escucharla, queríamos saber más de él y quizás, eso me daría puntos con NF. Pero mi nado fue grotesco y torpe, como si no lo hubiese hecho desde que era bebe. 

—El resto de nosotros solo flotamos, esperando que algún día nos encuentren, tiburones o, dejemos de flotar. 

—¿Esa es tu frase? 

—¿Qué?, ¿crees que sea de alguien más? 

—Es una frase muy profunda como para que la uses cuando quieres conquistar a una chica... 

—Lo siento— dije al momento que me enteré de que los dos me veían, como respuesta a mi incorrecto chapoteo cerca de ellos. La chica evidenció su molestia, enchueco la boca cuando vio que iba a pronunciar palabra, pero rápido les di la espalda. Él, hizo lo contrario. 

—¿Eres nueva aquí?— fue la primera vez que lo vi a los ojos y escuche su voz. Lo tuve que hacer, verle el alma a alguien que sabes que va a matar me generó una extraña confusión, ¿una persona así tiene alma? Y una reacción. 

—¿Se nota mucho?— y como la mayoría de cosas que digo, no sé por qué dije eso. Pero recibí una respuesta que no esperaba. 

—Algo. 

El nadador no era el tipo de chico que se fijaría en mí, de hecho, el nadador era el tipo de chico que me mantendría a raya, quizás porque no le interesaba o porque si le importaba lo que tuviese que decir. El nadador no podía aceptar un rechazo de una chica como yo. Es por eso, que eso fue aún mucho más extraño. No pude evitar pensar que el universo le hizo hacerlo, para llegar a flaquear mi miedo, y así, librarse de la locura. Tanto El nadador iniciando la conversación como yo respondiendo fue, un hecho que aún no puedo explicar. Del otro lado de la pista de atletismo, Atniks detuvo su trote porque se vio sorprendida, 

—¿Qué está haciendo? 

—Se llama flirteo— dijo Hadid. 

—O fraternizando con el enemigo— completó Atniks.

 —¿La novata?, debes de estar bromeando— dijo Noether desde el otro lado de sus audífonos. Fuera del club, atrás de las rejas, Curie le preguntó a Merkel; 

—¿Qué está haciendo? 

—Jugando con fuego. 

Y él siguió hablando. —Tienes que abrir el pecho, para que entres en silencio y pega tus dedos. Así, ¿ves? Y estarás bien. 

Sonreí, no respondí, porque no se me ocurrió qué decir. Estaba más pendiente en la chica que en él. 

—Ya me voy a salir, ¿vienes? 

—Si. Vamos. 

Noté sus largas piernas al momento que subió por la escalerilla, ella lucia como una modelo y de él, su ancha espalda. De la nada, su nombre se dibujó en la sonrisa de un niño pequeño, quien se lanzó a abrazarlo aún mojado. Me hundí y permanecí en lo profundo el mayor tiempo posible. Quería pretender que no había hablado con nadie y que no había visto lo que acababa de ver. Pero él me persiguió, ella también, y el niño. El modo extraño en que me habló, la explicación genuina, lo normal que parecía, su interés en saber de mí, un falso coqueteo, el inicio de unos celos, la forma en que le dio igual, la manera en que ella lo miraba, las posibilidades de que ella fuera la siguiente. 

—No lo va a hacer— dijo Noether. 

—Claro que no lo va a hacer— soltó Merkel. 

Me congelé tanto que ni siquiera pedí las instrucciones siguientes, Merkel ya asumía que no lo iba a poder hacer y ninguna de las chicas dijo nada para contrariarla. Ella lo sabía, no sé cómo, no sé desde cuando, pero, ella lo sabía. 

De frente, Noether con un bañador espectacular hizo su entrada triunfal como si nadie existiera. El nadador volvió. El niño y la chica se fueron, los alrededores se vaciaron. Yo podía verlo ir y venir, como un tiburón en línea recta, al acecho, sin ninguna presa cerca. Su nado era tan perfecto, que no había gotas que salpicaran ni la mínima corriente del peso de su cuerpo en el agua, apenas se hacía sentir del otro lado del carril. Pesaban más las boyas que su movimiento. Surgía de la profundidad, asomando solos sus ojos y lo ancho de sus hombros. Culpo a la velocidad y a su táctica que no dejaban ver nada más, ¿cómo no culparla? Era igual que cuando conocía a una chica. Ellas no lo vienen venir. 

Noether vio su tiempo y terminó. Y su última mirada sería la de El nadador tomando un largo trago del aquel líquido azul, que a modo casi terrorífico y literal, se escurrió por las venas de su cuello, hasta llegar a su pecho, y después al corazón. 

Misión cumplida. 

Y entonces apareció el dolor. Pierna derecha se quebró con el hueso y tensó el músculo convirtiéndolo en piedra y al mismo tiempo, hundió su cuerpo. Cuando él quiso usar los brazos, sintió la punzada en el costal derecho y justo después, algo eléctrico en su corazón. Se dio cuenta de que ya no podía moverse y de manera increíble, estaba muy lejos de la superficie. El nadador no podía creerlo, pero así fue. Su cuerpo, paralizado, se convirtió en un peso tímido, que poco a poco bajó, dejando salir burbujas de su boca, la última que se movió, se elevó sin él. 

Mientras me alejaba del lugar, una lluvia tímida empezó a humedecer el asfalto, sirenas me anunciaron la llegada de la ambulancia. Miré mi reloj, justo a tiempo. Mientras su hermano pequeño anotaba goles en la cancha de futbol a unos cuantos metros, Noether veía el agua de la regadera yéndose por la tarja y una mujer paramédica presenció como la vida de un joven en perfecto estado de salud, se iba. 

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