Ya pensaré mañana.

Mis vecinos solían quejarse a menudo de que tocaba la guitarra eléctrica a deshoras. Alguna vez el timbre de mi apartamento me había sorprendido mientras cantaba a voz en cuello alguna de las estridentes canciones de Rihanna, a eso de las dos de la madrugada. Claro que, si habitualmente solía llegar a casa sobre las seis de la tarde y después me ponía a limpiar, lavar la ropa, planchar y sacar al perro a pasear…

¿Cuándo, si no, iba yo a dedicarme a mis hobbies?

Pues por la noche, ¿no? Como hace todo el mundo: ver la tele, leer, y otras cosas… Sólo que yo canto y toco la guitarra. Tuve una época en la que me dio por tocar el teclado, pero lo dejé… No me llenaba lo suficiente, y tampoco se me daba demasiado bien.

El caso es que, al final, me compré unos auriculares bastante chulos que me hacían de amplificador, para no despertar a los rancios de los de abajo, ni entorpecer las sesiones de sexo de los salidos del piso de arriba. Así podría tocar la guitarra con toda la fuerza que me diera la gana y romperme los oídos sin hacer partícipe de mi música a todo el vecindario.

Pero hoy no tenía ganas de cantar, ni de tocar. No tenía ganas de nada.

Hoy era un día de aquellos en los que, nada más llegar a casa, miraba la cama con deseo – aún más deseo que con el que yo miraba la guitarra -  y fantaseaba con dormir durante al menos veinte horas seguidas.

Mi día había comenzado en el tren, como siempre, con mi Ipod desgastado cargado hasta arriba de canciones: canciones de cuando tenía catorce años que escuchábamos yo y mis amigas cuando íbamos a hacer botellón, canciones de amor que escuchaba cuando me gustaba algún chico y canciones agresivas de tipo High way to hell que oía cada vez que ese chico me dejaba. También tenía música disco, música comercial, algo de Rock – no mucho, no me gustaba el Rock –, y Chill Out. El Chill Out resultaba bastante útil para rebajar mis niveles de estrés.

Cuando llegué a la estación de Atocha de Madrid, donde descendía del tren para coger el Metro, un señor algo andrajoso me pidió limosna para mantener a sus seis hijos y a su mujer – no, esperad, a su mujer no, estaba muerta según él – después me dijo que tenía SIDA y después, que le habían amputado un brazo –aunque misteriosamente tenía los dos brazos, igual le dieron limosna para comprase una prótesis de las caras, quién sabe-.

Me estuvo persiguiendo hasta que salí del recinto.

Y no, no le di ni un duro, porque para no variar, aquel hombre, que cada día estaba en un andén diferente, emanaba alcohol por los cuatros costados, tanto que se le olía casi a cinco metros de distancia. A lo mejor me hubiese apiadado de él si me hubiese confesado que tenía mono de heroína. Pero no, me tuvo que contar que tenía seis hijos. Eso no se lo cree ni él, pensé.

Después de mi pequeña aventura cotidiana en el transporte público, llegué al cole.

Allí saludé a mis compañeras: Flor y Soraya. Cada una de nosotras llevaba una clase de primero de infantil, una clase de unas veinte adorables criaturillas de tres añitos.

Los niños eran lo más agradecido de mi trabajo. Si se hacían pis, les limpiabas; si se hacían caca, les limpiabas; si coloreaban un circulito, les aplaudías… Bueno, también había que enseñarles cosas básicas: como los colores, las formas geométricas y alguna que otra letrita, para que se tomasen un poco de contacto con la palabra escrita.

Sin embargo, aunque fuesen muy agradecidos, muy inocentes y muy entrañables, había días en los que acababa hasta la coronilla de aguantarlos a todos. Y eso que aún no os he hablado de los padres. No sabría qué decir: sin comentarios

. Si alguien le pregunta a un médico pediatra qué es lo peor de su profesión, sin vacilar responderá: “los padres de los críos” o “las abuelas de los niños”. Pues en mi profesión ocurría lo mismo: los padres de los niños en ocasiones eran insoportables. Pero no todos, siempre hay excepciones positivas –y negativas -.

Entre las excepciones positivas estaban las mamás que siempre se encontraban al corriente de todas las actividades del colegio, que enviaban todo el material, que le mandaban bombones a la profe para alabar su santa paciencia –mi santa paciencia, véase -…

Y entre las excepciones negativas podríamos encontrar a los papás que venían a recoger a sus hijos como mucho una vez al año, pero…

¡Ojo!

La vez que venían a buscar a su bebé, eran los padres perfectos: los expertos.

Se sabían hasta el último vómito de su hijo, sus mocos, el color de sus cacas y su Pokemon favorito. Esos eran los papás a los que yo más odiaba: aquellos que fingían interesarse con sus hijos para quedar bien con el resto de la gente.

Pero aquello no era lo peor, lo peor venía cuando el papá de turno era un divorciado amorosamente frustrado que encima intentaba ligar conmigo, o con Flor, o con Soraya. No obstante yo solía ser la diana de este tipo de hombres: tal vez por mi físico – no me consideraba especialmente guapa, pero sí tenía cierto atractivo – o por mi edad, yo era la más joven.

Con veinticuatro añitos ya tenía trabajo y tenía una casa. Me di mucha prisa en acabar la carrera y procuré hacerme los contactos suficientes como para que me contrataran en algún sitio. Me hacía mucha ilusión independizarme y poder tener mi propio piso y mi trabajo. Y no porque yo no quisiera a mis padres, los quería con locura, si no porque siempre quise ser autosuficiente.

De pequeña, mi padre trabajaba doce horas al día como jardinero y mi madre trabajaba como señora de la limpieza en un par de colegios y en una clínica. Nunca tuvimos dinero para grandes lujos, pero comíamos bien y yo podía ir al colegio.

Aún así, siempre tuve cierta obsesión con la economía familiar: tenía mucho miedo de que algún día pudiésemos quedarnos sin nada.

Supuse que ese era también el principal miedo de mis padres, y me lo acabaron transmitiendo de tanto hablar del tema. Ellos solían echar las primitivas y jugar a la lotería con frecuencia: “para ver si el Señor nos da una alegría”, decían. Y, por consiguiente, yo también acabé jugando. Y hoy, como no podía ser menos, marqué unos cuantos numeritos al azar en el billete de la primitiva y se lo di a la dependienta de la sucursal. Me dijo:

-       ¡Mucha suerte, Leire! – como decía siempre, y nunca me tocaba.

Pero la esperanza es lo último que se pierde. Y yo no había perdido la esperanza de hacerme rica con un golpe de suerte, aún.

Como conclusión: hoy había tenido un día horrible en el se había juntado todo: el señor del tren con su limosna, sus enfermedades y su mono de droga; dos o tres niños que hoy les había dado por ir al baño a la vez, una madre histérica porque su hijo se había caído al suelo y un padre divorciado que me había propuesto hacer algo indecente en su cama. Hoy sólo quería dormir, pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos veía algún niño cagón o algún padre ávido de sexo y entonces me ponía a morir y el sueño se esfumaba.

Así que me puse a cantar. Y me dio igual que fuesen las tres de la madrugada, porque no tenía otra forma de quitarme los nervios.

Entonces, con mi camisón de seda azul y mis zapatillas pomposas y suaves, enganché mi guitarra al amplificador, y el amplificador a los auriculares y al ordenador.

Ya había elegido la canción de esta noche: Bleeding Love, de Leona Lewis. Era una canción difícil, pero no si ya la habías practicado.  Poco a poco los acordes se fueron deslizando por mis manos y comencé a cantar. Sentí como se liberaba poco a poco toda la tensión que había acumulado a lo largo del día. Era una sensación liberadora.

Al escuchar la grabación me di cuenta de que había salido extrañamente bien: la voz limpia y clara, sin estridencias y gallos. Incluso un poco de vibrato.

Decidí repetirla de nuevo, pero esta vez me grabaría en vídeo y lo subiría a mi canal de Youtube.

Me puse un jersey por encima, uno gris ajustado, que me tapara lo suficiente como para no salir despechugada delante de la cámara.

Y canté de nuevo. Luego le di al play para reproducir lo que había grabado. Estaba bien, a secas. No era un vídeo alucinante ni mucho menos.

Yo no era Leona Lewis.

Era Leire. Y no lo hacía mal, sólo que no era famosa ni llevaba un ejército de asesores de imagen detrás de mí como muchas estrellas del Pop, Dance, Hip-Hop y demás.

Cargué el vídeo en Youtube y lo publiqué.

Como siempre, uno de mis suscriptores dejó un comentario. Este suscriptor se llamaba Javi. Era mi exnovio. Siempre era el primero en comentar mis vídeos.

Había salido con él durante un par de años. Desde mis dieciocho hasta mis veinte. Después fuimos amigos, pero nada más. En ocasiones quedábamos e íbamos juntos al cine o a jugar al billar. Solíamos contarnos nuestros problemas e incluso habíamos dormido juntos en varias ocasiones.

Pero era una relación extraña, yo lo sabía. Y tenía que acabar. Porque aunque ya no fuésemos novios, seguíamos actuando de aquella manera.

Y eso no es sano, pensé.

Realmente no nos permitíamos el uno al otro rehacer nuestras propias vidas ni conocer a nadie más. Porque en el fondo nos teníamos el uno al otro, solo que sin sexo, sin caricias y sin besos.

Y yo ya no estaba enamorada de él. Aunque tenía mis dudas acerca de sus sentimientos. Por ejemplo, en aquel instante: me acababa de dejar uno de sus mensajes –en forma de comentario en un vídeo de Youtube- que me paraban el corazón y me hacían preguntarme por qué terminó lo nuestro:

<< Me rompes el corazón con solo escucharlo. Quiero estar cerca de ti y que me cantes al oído ;). Te quiere, Javi. >>

Y entonces, me hacía dudar. Me hacía dudar de mí misma y me hacía dudar de si él me seguía queriendo, o si por el contrario, sólo eran juegos cariñosos entre amigos. Pero hoy ya estaba demasiado cansada como para pensar. Y, como diría la protagonista de “Lo que el viento se llevó”: ya pensaré mañana.

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Y aquí está el primer capítulo.

Ojalá lo hayáis disfrutado, aunque solo sea el comienzo y no hayan ocurrido grandes cosas xD

un besín!

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