Mr. Idiota

Lo primero que hice fue presentarme en casa de mis padres.

Mi madre, al abrir la puerta y ver mi cara de susto, vociferó:

-       ¡Leire! Hija mía, parece que has visto un fantasma… ¿Y esa cara que traes?

La situación no era para menos que para estar pálida como la cera. En estado de shock.

Ahora tenía en mi poder unos cuantos millones de euros. Casi veinte, de no ser por los impuestos que había que pagarle al Estado.

-       Supongo que he visto algo mucho más gordo que un fantasma – susurré con voz queda.

-       No me asustes – me riñó ella.

Uno de los problemas que mi madre tenía, si es que se le podía llamar problema, era el volumen de su voz. Sí, hablaba muy alto. Era una mamá chillona. Y claro, dentro de casa, pues no había mayor problema, todo se quedaba entre nuestras cuatro paredes. Pero estando en el descansillo de la escalera, con la puerta abierta de par en par, y con las vecinas jubiladas al acecho en la mirilla… No me pareció una buena idea dar la buena nueva. Es más, era una pésima idea que mi madre montase una escenita de euforia, por su recién adquirida fortuna, frente a las señoras de la puerta de en frente. Un par de víboras hambrientas de cotilleos y a rebosar de envidia.

-       No, tranquila. Son buenas noticias – sonreí para tranquilizarla.

Pero ella, lejos de relajarse me espetó:

-       ¿No estarás embarazada? ¿No? – sacó sus ojos fuera de las órbitas y levantó ambas cejas.

-       ¡Mamá! ¡Chsss! – ya podía notar las sonrisas de las ancianas cotillas tras sus puertas.

Dirían: “¡Esta Maruja! Toda la vida presumiendo de hija modelo y ahora, ¡Ja! Salió más puta que las gallinas… ¡Preñada!” y en menos de un minuto me convertirían el la prostituta oficial del barrio.

Mi madre, que seguía creyendo que traía a un feto dentro de mi barriga, continuó farfullando por lo bajo.

Gracias al cielo, me dejó entrar en casa y cerró la puerta.

Oh, dulce intimidad hogareña.

-       No estoy embarazada, mamá. Estoy forrada. Me ha tocado la primitiva – dije de golpe.

No quería aguantar un nuevo discurso sobre anticonceptivos. A mi madre la encantaba ilustrarme sobre las mil y una formas de evitar un embarazo no deseado. Y eso que yo solo había mantenido relaciones con un hombre en toda mi vida.

“Y no es que yo no quiera tener nietos”, decía ella. “Es que soy demasiado joven para ser abuela y tú eres demasiado niña para ser madre”, era su frase favorita.

Estos discursos solían resultar aún más embarazosos cuando Javi estaba delante.

Afortunadamente, mi madre interrumpió su monólogo programado sobre la anticoncepción en cuanto escuchó la palabra “primitiva”. Entonces dijo ansiosa:

-       ¿Cuánto te ha tocado?

Y yo respondí:

-       Unos dieciocho millones de euros… Más o menos.

Aún no soy capaz de imaginar cuáles fueron los pensamientos que cruzaron su mente en aquel momento. Sólo la vi sentarse despacio en el sofá y llevarse una mano al pecho.

-       Eso es mucho dinero – dijo entonces muy seria.

¡Cualquiera diría que acabábamos de hacernos millonarias! Aquello parecía un funeral.

Yo, sin embargo, sí comprendía la gravedad de la situación. El dinero en grandes cantidades a menudo solía traer más contratiempos que beneficios. Pero claro, si uno sabía jugar bien sus cartas, podrían ser más numerosos los beneficios que los contratiempos.

-       ¿Y qué has pensado? – me preguntó mi madre, ya recuperada de la impresión inicial.

-       Nada – respondí.

Ahora la vida me resultaba irónica. Todos estos años luchando, literalmente, para salir adelante, para tener una casa, comida y una vida decente… Todos estos años preocupándome por que no me faltara dinero ni a mí ni a mi familia… Y ahora, me lo daban todo hecho.

¿Qué iba a hacer ahora?

¿Me presentaría al día siguiente en un colegio con mi currículum? Algo me decía que aquello no tendría ningún sentido.

¿Me dedicaría a estudiar? ¿Invertiría? ¿Pero invertir en qué?

También tenía la posibilidad de dedicarme a vivir la vida e ir gastando, euro a euro, cada millón. Pero aquello tampoco era razonable.

-       Podrías visitar a algún asesor financiero – señaló mi madre, que me miraba fijamente.

-       ¿Para qué? Irá a cubrir sus intereses… No los míos… Sólo que ahora no sé qué hacer. Nunca he tenido tanto dinero como para preocuparme de en qué gastarlo. Más allá de en comida, ropa, luz y gas…

Ella sonrió. Estaba muy guapa. Mi madre y yo siempre estuvimos muy unidas. Aún más desde que había muerto papá año y medio atrás.

-       Entiendo… Pero algo hay que hacer. Los billetes son como la comida congelada. Duran mucho, pero no para siempre. Hay que cocinarla antes de que se eche a perder… - con estas palabras salió a relucir la vertiente filosófica de mi madre.

Qué habría dicho el señor Burns de los Simpsons al escuchar tal comparación: billetes y comida congelada, como si fueran los langostinos que nos trincamos en Navidad.

-       Algo haré, tú tranquila – sonreí.

                                                     

                                                                                                ***

Y, efectivamente, algo hice.

Para empezar, le compré una casa nueva a mi madre. Por suerte, el pequeño tugurio en el que ella vivía, estaba completamente pagado, así que no hubo que pagar ninguna hipoteca. Decidimos dejárselo en alquiler a una pareja de novios que pretendían vivir juntos durante una temporada.

Después fuimos a una inmobiliaria las dos juntas para elegir un sitio bonito en el que comenzar una nueva vida.

 Ella no quería una mansión: “No quiero matarme a limpiar, y tampoco quiero que venga una chica a hacerlo por mí”. Así que compré un pisito pequeño, pero coqueto, en una zona muy céntrica de Madrid. Justo en frente del parque del Retiro. Así, ella podría salir a pasear y alejarse del humo y del ruido de los coches cuando quisiera. Pero, si por el contrario, prefería ir de compras, tendría los grandes almacenes a diez minutos de casa.

“De verdad, Leire, no hace falta. No quiero que te gastes tu dinero en mí”, me había dicho ella en incontables ocasiones.

Me dio igual. Si no hubiese sido por ella y por su maldita costumbre de jugar a la lotería todas las semanas, jamás me hubiese tocado semejante fortuna.

Así que ella se merecía, tanto o más que yo, una casa nueva.

Conseguí convencerla, alegando que necesitábamos cambiar de aires, que su antigua casa nos recordaba demasiado a papá. Ella estuvo de acuerdo.

 “Pero que sepas que es solo para olvidar los malos momentos, ¿eh?”, refunfuñaba.

Yo sabía que, en el fondo, estaba encantada con su nuevo apartamento.

En cuanto a mí, también me compré una casa nueva.

Le propuse a mi amiga Lorena que se mudara a vivir conmigo. El piso nuevo era demasiado grande como para vivir allí yo sola. Y ella era mi mejor amiga.

Lorena tenía un año más que yo, y acababa de empezar su residencia como doctora. Trabajaba muchas horas en el hospital y tenía guardias cada dos por tres. Ella solía quejarse de que, cuando llegaba a su casa, su madre solía pedirle cuentas de sus horarios, de sus ligues, del temario que tenía que estudiar… Y Lorena, ya era mayorcita como para que su madre tuviese que revisarle los deberes.

Me había confesado hacía tiempo que quería independizarse cuanto antes. Pero como su carrera era muy larga y costosa, no se lo había podido permitir. Aproveché, entonces, la ocasión para darle la oportunidad de alejarse de su hogar un tiempo.

Ella aceptó gustosa.

Yo había adquirido un ático, también en el centro de Madrid.

Pasados los meses, resultó ser un lugar muy cómodo para vivir, tanto como para Lorena como para mí.  Yo aproveché para sacarme el carnet de conducir y para comprarme un coche. Me decidí por un Audi a3, pequeñito y manejable. Sin embargo, como la casa estaba en el centro de la ciudad, lo utilicé en contadas ocasiones.

Lorena, como ya me había avisado, tenía unos horarios de trabajo pésimos, de madrugada, por las tardes, a medio día… Tenía jornadas de veinticuatro horas seguidas, y la pobre cuando llegaba a casa parecía una larva que se arrastraba por el parquet.

No obstante, otras veces, cuando terminaba con aquellas guardias tan agotadoras, tenía dos o tres días libres en los que charlábamos, cocinábamos juntas y nos íbamos de compras. Parecíamos hermanas.

Una vez, cuando yo acababa de salir de la ducha y Lorena estaba cocinando algo para cenar me dijo:

-       Oye, Leire… ¿Qué has pensado hacer con el dinero?

Me sorprendió mucho su pregunta. Durante los cuatro meses que habíamos vivido juntas, me había planteado aquella cuestión solo en un par de ocasiones. Y siempre llegaba a la misma conclusión: “bueno, ya lo pensaré otro día…”

La verdad es que se trataba de un asunto que me resultaba muy difícil de afrontar. Por eso, al final, me decidí a hacerle caso a mi madre: visité a un asesor financiero.

Y la visita resultó ser tanto frustrante como aburrida. Aunque, en cierto modo, fructífera.

Al principio, Mr. Idiota – apodo cariñoso que recibió dicho asesor a los cinco minutos de conversar con él – pensó que lo estaba vacilando.

Después me dijo que lo primero que tenía que hacer era saldar todas mis deudas. Y le dije:

-       No tengo deudas. Tengo veinticuatro años, no me ha dado tiempo a endeudarme.

Él sonrió. Después continuó hablando:

-       Divide tu dinero y repártelo entre diferentes entidades bancarias. Deposita alguna cantidad en fondos de inversión, otra en algún plan de pensiones…

-       Pero yo quiero algo que me dé dinero, algo que me ayude a conservar lo que ya tengo… - le dije.

-       Los fondos de inversión dan dinero. Pero a lo mejor tú te refieres a montar una empresa.

-       Sí, eso. Pero no sé de qué, ni como, no tengo formación económica ni ninguna idea brillante que pueda funcionar… Y menos en los tiempos que corren…

-       Bueno – se llevó una mano al mentón -. Si de momento, no te atreves con ninguna empresa, compra unas cuantas casas y alquílaselas a alguien. Eso siempre da dinero y seguridad económica.

Asentí para hacerle saber que lo había comprendido. Lo de comprar inmuebles no era una mala idea.

-       Sí, eso me gusta.

-       Pues empieza por ahí – señaló él.

Era un hombre mayor, que tal vez hubiese sido guapo durante su juventud. Ahora tenía el pelo cano y la barba blanca. Parecía afable… Hasta que una lo conocía y descubría por sí misma que se trataba de un señor aburrido de su trabajo, machista y frustrado.

Digo lo de machista porque nada más verme me dijo – no sé si en serio o en broma -:

-       El mejor consejo que puedo darte es que te tires a un viejo rico y que te cases con él. A ser posible viudo y sin hijos para que no tengas problemas con la herencia.

Después sonrió y me dijo:

-       ¡No te lo tomes en serio! Siempre le digo lo mismo a las jovencitas.

Me pregunté entonces si era aquello lo que en realidad pensaba o es que era así de idiota por naturaleza. De ahí su apodo: Mr. Idiota.

Pero al fin y al cabo Mr. Idiota me había regalado una buena solución para rentabilizar mis billetes, que ya comenzaban a pudrirse, como la comida congelada en mal estado.

Así que, cuando regresé a mi casa, indagué un poquillo en Internet sobre las viviendas en alquiler. Comparé los precios a los que se alquilaban unas casas y otras, me metí en la web de unas cuantas inmobiliarias… Digamos que me documenté para pasar a la siguiente fase: comprar las casas.

Estuve un par de meses dedicándome enteramente a mi mininegocio inmobiliario. Después, las cosas comenzaron a funcionar por sí solas: conseguí algunos inquilinos que me pagaban regularmente –algunos más que otros-, y poco a poco fui adquiriendo algún que otro inmueble. Así fue creciendo mi patrimonio.

Cuando se lo comenté a Lorena, ésta me felicitó. Dijo que era lo más sensato que podría haber hecho con todo el dinero.

Y así transcurrieron los días: al principio entretenidos, y después más y más aburridos.

Mi amiga trabajaba y yo esperaba en casa organizando mis cuentas bancarias, cantando y grabando vídeos que luego subía a Youtube, cocinando…

Un día, un buen día, como otro cualquiera, me dio por encender la radio. Cosa que hacía en aquellos momentos en los que me sentía particularmente sola, o en los que notaba la casa demasiado silenciosa.

-       Aquí llega, esta maravilla, este temazo… - dijo el locutor.

A los locutores les encanta la palabra: “temazo”. Lo tenía comprobado, parecía que se corrían cada vez que decían: “temazo”. Dios, si es que, hasta yo me ponía cachonda con solo escucharles… No, va, tanto como eso no.

-       Aaric Lodge va a pegar fuerte esta temporada con su nuevo single… - continuó otra locutora que tenía voz sexy y pecaminosa.

El caso fue que aquella canción también me enganchó, y eso que yo ya tenía al petardo de Lodge enfilado. Y como siempre, me fui a Google y busqué la letra.

Mi impresión fue mayúscula al comprobar que aquel tema no tenía nada que ver con el anterior. La letra era verdaderamente romántica. Decía cosas bonitas de una chica. Decía que era guapa, única e irrepetible. Decía que la necesitaba.

Y entonces, aquella canción, titulada : “In you”, pasó a formar parte de mi lista de reproducción. Y la escuché hasta el aburrimiento.

La ponía a todas horas, en los buffles del Ipod, en el equipo de música, en el ordenador.

Un día Lorena me dijo:

-       Se te van a caer las bragas de tanto escucharla.

-       ¡Serás bestia! – vociferé.

-       Pones cara de gatita viciosa cuando la oyes – bromeó ella.

-       Oye, no es mi culpa que a ti no te guste la canción.

-       A ver, Leire. Cariño. Sí me gusta, pero no me gusta escuchar una canción tropecientasmil veces, ¿entiendes?

-       Bah, sosa… - y le lancé un cojín.

-       ¡Sosa tú!

Entonces Lorena se fue a su habitación.

-       Espera, tengo una sorpresa para ti – me dijo mientras desaparecía detrás de la puerta.

Esperé pacientemente sentada en nuestro sofá, también aterciopelado como el que yo tenía en la otra casa, aunque más grande y mullido.

Ella regresó con un sobre blanco en el que se leía Aaric.

-       ¿Qué es? – pregunté antes de abrirlo.

-       Oh, son dos entradas para el concierto que va a dar Aaric Lodge en Madrid la semana que viene.

-       ¡Lorena! – suspiré -. No te tenías que haber gastado el dinero en esto… A mí este tío no me hace mucha gracia…

Me reprendí por haber sido tan sincera de golpe. Pero es que, aunque la última canción de este Aaric me gustase, el resto de su música me parecía una auténtica basura comercial y misógina.

-       Oh, tranquila. No me lo he gastado yo. Ha sido un paciente muy amable que quería hacerme un regalo por haberle tratado muy bien.

-       Bueno, pero igual te apetece ir con algún chico, o con Rocío o Tamara… No quiero que desperdicies una entrada conmigo… A mí Aaric Lodge no me gusta mucho…

                                                                                          ***

Y fui al concierto. A Lorena no le sirvieron mis excusas y llegado el día, me obligó a ponerme guapa y a calzarme unos botines.

-       Y punto. Te vienes. Necesitas salir de casa. Tanto dinero te está convirtiendo en una especie de mujer vampira que vive resguardada de la luz del sol, de las personas y del mundo exterior. ¡Leire! Ya no sales a nada… Tienes que espabilar – sentenció ella.

Y era cierto, llevaba unas cuantas semanas de encierro monástico. Como todo podía manejarlo vía Internet: webs, correo electrónico… No necesitaba moverme de casa para nada, salvo para bajar a comprar comida y el pan.  Me estaba convirtiendo en una mujer jubilada prematura.

El concierto fue en el Palacio de los Deportes de Madrid. Era un recinto gigante que siempre se abarrotaba de gente cuando actuaba algún cantante famoso.

Para más INRI, las entradas que le habían regalado a Lorena eran de éstas de estar a pie de escenario. Es decir, sin asientos y entre miles de fanáticas locas que te machacaban a codazos si te dejabas.

Y, entonces salió él: Aaric Lodge. Con su traje, sus gafas de sol. ¿Por qué tenía que llevar gafas de sol? ¡Allí no hacía sol! Si es que, era un flipado con todas las de la ley.

Y dijo:

-       ¡I love ya Madrid!

Genial. Hasta ahí la cosa fue bien.

 Después cantó aquella canción que tanto me había horripilado cuando la escuché.

Y le miré con odio.

Tuve la sensación de que se fijaba en mí de vez en cuando. Yo y Lorena estábamos en primera fila, así que no me sorprendió mucho que me mirase, como al resto de sus fans descerebradas.

Casi al final del concierto, llegó el instante que yo tanto había anhelado: llegó el momento en el que Aaric dijo que iba a cantar mi canción favorita.

Creo que fue el único momento en el que sonreí.

De repente, Lodge dijo:

-       I need… One girl… One beautiful girl to go up here… with me and sing… this song…

Al instante miles de chicas levantaron los brazos y los agitaron de una manera convulsiva.

Yo, que aún estaba intentando traducir sus palabras – el inglés con acento americano se me resistía bastante - , no hice ningún movimiento. Sólo lo miré con cara de póker. Claro que yo no entendía lo que había dicho.

Entonces uno de los coordinadores del concierto, se acercó a la valla que rodeaba al público y caminó hasta quedarse a mi altura. Me señaló y me hizo un gesto con la cabeza.

-       ¡Sube! – me gritó. Yo solo pude leer sus labios porque había demasiado ruido allí dentro.

Se me aceleró de golpe el corazón. Me empecé a marear y noté un sudor frío chorreando por mi espalda. ¿Yo? ¿Subir al escenario? “¡Tierra, trágame!”, pensé.

Sin embargo, no me dio tiempo a negarme. Aquel hombre me cogió de la mano y me ayudó a salir de la zona precintada. Me condujo por unas escaleras que llevaban al escenario.

Y subí.

Aaric Lodge me tendió una mano y me dedicó una gran sonrisa. Yo estaba temblando como un flan.

Siempre supe que de vez en cuando los cantantes subían a alguna chica al escenario para que cantase con ellos alguna canción… De hecho yo había ido a muchos conciertos en los que aquellos solía suceder con bastante frecuencia. Pero nunca me imaginé que algún día me fuese a tocar a mí.

Tampoco me imaginé que fuese a tocar la primitiva… Y al final, tocó.

Si al final iba a ser cierto aquello de la ley de Murphy…

¡Ojalá hubiese sido Madonna quien me hubiera invitado a cantar con ella!

-       ¿What’s your name? – me dijo él con su voz seductora natural.

Yo, que tenía cierto nivel de inglés – el de parvulitos – respondí con una voz neutra:

-       Leire.

-       That’s a beautiful name for such a beautiful woman…

Él hablaba muy rápido… Sólo conseguí entender la palabra “beautiful”, lo cual me tomé como un halago. Y me sonrojé hasta las orejas.

Comenzó a sonar la música.

Y él empezó a cantar.

Por suerte, era mi canción favorita y la había escuchado tantas y tantas veces que me la sabía sílaba por sílaba. Así que no me fue difícil coger el ritmo y cantar con él.

A los pocos segundos, Aaric Lodge se percató de que mi voz superaba a la suya y guardó silencio, pero me indicó que continuase cantando.

Yo sabía que tenía una buena voz. Llegaba con facilidad a los agudos y no se rezagaba en los tonos graves. Además era limpia y, según algunos, bonita.

Mientras yo cantaba, Aaric se puso detrás de mí y me abrazó por la cintura. Él público aplaudió emocionado.

Después, cuando llegó el estribillo, él cantó en mi oído.

Faltó poco para que, como decía Lorena, se me cayesen las bragas.

Aunque Lodge se tratara un pervertido subnormal a mis ojos, no dejaba de ser atractivo e intimidante.

Cuando terminó la canción, las fans habían terminado de enloquecer.

Y de repente y sin anestesia, Lodge se inclinó ante mis labios y me besó.

El público chilló aún más alto.

Y yo, escandalizada, ruborizada y alucinada, me separé del cantante como pude y le propiné un bofetón que resonó en todos los altavoces.

Pero él seguía igual, inmutable, sonriente y seductor.

Entonces yo me di media vuelta y lo dejé plantado en el escenario. Salí corriendo escaleras a bajo y busqué la salida.

Estaba acalorada y agobiada. Me daba vueltas la cabeza.



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Ya se va animando la cosa!!!! un beso y espero que os haya gustadooo

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