CAPÍTULO PRIMERO
¿De verdad queréis conocer mi historia? Tal cosa sería difícil de narrar para alguien que suma ya más de trescientos años sobre sus hombros en la era más oscura de la humanidad. Si acaso, os podré relatar la historia de cómo fui abandonada por mi propio creador; mi "padre". La de cómo sobreviví en soledad. La de cómo llegué a matar a un rey y su reino, la de cómo amé de muchas maneras, la de cómo lo perdí todo y la de cómo terminé siendo traicionada. En resumen, una historia en la que el odio me mantuvo con vida hasta el día de hoy, y de cómo ese maldito odio, que ya no quiero más en mi vida, ha sido mi lastre y mi perdición.
No es una historia alegre, os lo advierto, más bien es una repleta de baches, de mierda hasta el cuello. Pero entiendo que ya habréis oído historias similares. Que estáis curados de espanto. Y puesto que solo me resta esperar a llegue mi muerte, nadie me impide afirmaros que si nada hubiera sucedido como os cuento, quizá jamás habría terminado encerrada aquí, a tres días de mi final. A tres días de encontrarme al fin con mi mayor admiradora, la Muerte...
***
Los taconazos acompañaban al ritmo del laúd, las panderetas y los tambores, y todo se debía a que la taberna El venado lascivo hacía, una noche más, honor a su fama.
La hidromiel y su hermana la cerveza no solo corrían por el suelo de madera y tierra, también lo hacían por los gaznates, por los escotes y por los pantalones en forma de orín. Si bien el afamado antro se situaba enclavado en una encrucijada a cierta distancia del poblado más cercano, no era esto excusa para poder pasarse por el forro las prohibiciones de libertinaje que, en ciertas ocasiones y aprovechando el soborno de las patrullas reales que los aceptaban, se producían allí.
Los gemidos en la habitación contigua casi hacían sombra a la algarabía de cánticos, riñas y música que provenían de la planta inferior.
—¿Es que esos bastardos de al lado van a hacer más escándalo que nosotros? —gruñó la moza entrada en años sin dejar de cabalgar el fornido cuerpo entre sus piernas, gimiendo más fuerte aún.
—Joder —exhaló el joven, que sintió cómo su pelvis se resentía ante los embates de la mujer sobre él—. ¡Joder! Sigue, zorra.
Y rindiendo obediencia a las exigencias del joven, la fiesta continuó, con todo su esplendor. Con aquella música inmunda de fondo. Con aquellos coros que entonaban su misma melodía al otro lado del muro, en la habitación contigua. El suelo casi parecía estremecerse bajo la pasión, y el chico creyó sentir que los huesos de su cadera se quebraban, pero, ¿qué más daba ahora todo eso?
—Cuando sientas que vas a terminar dilo —susurró la mujer al oído de aquel potro desbocado.
Pero él estaba ya en el séptimo cielo. No escuchaba, no veía, casi se diría que ni sentía. Y agarrando con fuerza sus flácidas nalgas, los ojos se le volvieron como preludio del máximo placer.
Pero algo no fue bien.
Cuando el chico quiso darse cuenta, aquella mujer le succionaba el cuello con un apasionado beso. Un beso que lo hizo estremecerse, perder las fuerzas. Un beso que, como la picadura de un mosquito, no se vio venir. No se dejó sentir.
El corazón del joven comenzó a bombear con fuerza, sin control, como tratando de satisfacer las exigencias de quien requería más y más brebaje carmesí. Trató de apartarla, pero la fuerza de aquella mujer, que ahora no se sentía de carnes tan flácidas, era de lejos muy superior a la suya. Y ya..., ya era tarde. Tarde para escapar. Tarde para evitarlo. Tarde para luchar por su propia vida.
Los afilados colmillos de la chica que ahora alzaba un joven rostro ante él, se dejaron ver aún más en aquella amplia sonrisa de labios tan rojos como su largo y ondulado cabello, a la luz de luna mortecina que se arrastraba sin permisos por entre los postigos de la pequeña ventana.
Temblando, el decrépito rostro del joven la miró aterrado, viendo los hilos de roja saliva colgar de aquellos incisivos traicioneros. Su voz sonó desesperada:
—Monstruo... —logró balbucear con ojos abiertos, desencajados—. Eres un...
—Ya te dije que mi nombre es Tiserisha, idiota.
Y su corazón colapsó, dejando al amparo de la muerte su ya grisáceo y arrugado cuerpo, su lacia y descarriada alma al olvido.
Los gritos tronaron entonces abajo, en donde la fiesta y la lascivia aún mantenían el mismo ritmo que los dos de la habitación contigua. Los instrumentos callaron de golpe. Y los golpes, fueron los que sonaron ahora acompasados. Y sin compás. Tiserisha, agudizando el oído, bajó de un salto del camastro y corrió hacia la puerta. Se puso el camisón desparramado junto a ella, la abrió y, agazapándose junto a la baranda de madera con remates de mozas desnudas, asomó la vista y pudo ver la reyerta; los soldados del rey de Toverosa habían irrumpido en el lugar. No con ganas de hablar precisamente, pues la sangre restalló contra una de las paredes y los gritos acompañaron al caer de una cabeza. No eran pocos, y menos aún eran pacíficos. Atrancaron la puerta y comenzaron a desatar el caos entre los parroquianos. Convirtieron aquello en la masacre que era probable tenían por misión.
Tiserisha pudo ver cómo uno, grande y de armadura dorada, cogía del cabello a una chiquilla y la estampaba contra la barra, haciendo saltar no solo las jarras de cerveza, sino la sangre que brotó de su rostro. Un nuevo acero silbando, un brazo desplomándose sobre la arena manchada ya de bermellón. Y el soldado dorado alzó la vista al segundo piso, apretó los dientes. Tiserisha se escondió veloz como una comadreja.
—¡Arriba! —alzó la voz el soldado por encima del jaleo—. ¡Buscad a esos chupasangre, se dijo que habría alguno de ellos por aquí!
«¿Cómo? —pensó la chica agazapada—. ¿Alguien nos ha vendido?».
Y los pasos metalizados comenzaron a tronar escalera arriba. Tiserisha miró en todas direcciones, contempló todas las posibilidades. Miró en última instancia la puerta de la habitación que daba junto a la que había utilizado ella. Aún había esmero en su interior por hacer caer las vigas del techo.
«Railo, maldito idota, ¿acaso no eres capaz de oír el mundo exterior?».
Corrió agachada sin pensar, cruzando por delante de la escalera, provocando un respingo en quienes pretendían alcanzar la primera planta.
—¡Aquí hay más, señor! —escuchó Tiserisha a su espalda mientras atravesaba con el hombro la puerta de aquella habitación.
La pareja de la cama dio un brinco, la chica desnuda gritó. El hombre, de pelada cabeza y entrado en años la miró con algo similar a la ira en sus pupilas. Al punto habló con cierto desprecio.
—Tiserisha... ¿Acaso los demás no podemos dejarnos llevar un tanto por el placer?
—Déjate de mierdas, Railo, tenemos que salir de aquí. Nos han vendido.
Los gritos de la chica no cesaron, quien se hacía una con el cabecero de la cama.
—Pero yo todavía no...
—¡No hay tiempo!
—¡Por aquí! —sonó ya en el exterior de la habitación.
—Maldita sea —gruñó el hombre, cerrando los ojos ante el penetrante chillido de la joven junto a él.
Alzó la mano, la agarró del rostro y, con un fuerte tirón, hizo crujir su cuello. La chica cayó de lado, de mirada perdida en la nada, de cuerpo inerte como las propias sábanas.
—¿Necesario? —preguntó la chica de cabellos rojos como el fuego.
—Necesario. Y ahora, salgamos de aquí.
Abrió los postigos, y como un jardín de bellos girasoles, medio centenar de soldados alzaron la vista hacia la ventana. Railo retrocedió al verlos. Las flechas silbaron astillando la madera, clavándose en el techo algunas. Y los guardias irrumpieron entonces en la estancia.
Los dos, uno junto a otro, retrocedieron hasta arrinconarse contra la pared. De entre el piquete surgió aquel soldado alto de anchas espaldas. De su yelmo, impregnado de oscura sanguinolencia, refulgía una mirada minada por el odio y el asco.
—Ninguno de ahí abajo ha plantado cara a mis hombres. —Miró el cuerpo yacente sobre el jergón—. Y veo que por aquí nadie ha hecho lo mismo con vosotros. Oímos que esta noche ciertos indeseables acudirían a una fiesta algo... digamos, inmoral. Un señor calvo —miró a Railo—, y una señora adulta de cabello rojo apagado —miró a la joven, de no más de veinte años de edad y cabellos rojizos tan fulgurantes como el atardecer—. Se nos dijo que probablemente no correspondieran a esas edades por ciertos motivos... oscuros. Lo que confirmaría que son lo que andamos buscando. Y que estos sí que plantarían cara. ¿Nos vais a decepcionar?
Sin apartar la mirada de la joven arrinconada, alzó una escondida sonrisa bajo el casco. Prosiguió con su monólogo.
—Por aquí no suelen abundar las mujeres con ese tipo de cabello, ¿sabes?
Lanzó su espada de doble filo con una fuerza y una velocidad descomunal, pillando por sorpresa a Railo, que sintió como el acero lo atravesaba hasta clavarlo contra la pared.
Gruñó. Vio al resto de guardias alzar las ballestas en su contra, y no trató de arrancársela del torso. Tiserisha, como un animal acorralado, los medía a todos con la mirada, evaluaba la situación, lanzando miradas a aquella ventana plagada de flechas, como si esperara que un milagro los sacara de allí. Y entonces preguntó, clavando sus ojos verdes y furiosos en aquel alto tipo:
—¿Quién?
—¿Quién? —dijo a modo de duda el capitán.
—¿Quién nos ha vendido? ¿Quién os ha entregado nuestra vida?
—Ah... Eso. —Volvió a sonreír—. Pequeña, ¿qué más da eso al preludio de la muerte? —Entraron más soldados, y con ellos, más ballestas—. Matadlos.
Y las cuerdas se destensaron, gimieron las palas de madera, escupieron flechas entonando una nueva melodía para una fiesta muy diferente; la de la muerte para los festejos de la traición.
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