CAPÍTULO DECIMOQUINTO


Descripción de los individuos:

Bruja. De edad rondaba los veinte ciclos anuales. Cabello largo, ondulado, de color rojo. Ojos verdes y estatura de unos tres codos de altura. Durante el día suele cubrirse con capa y capucha. Se sospecha que de brujerías prohibidas se sirve. Precio: 500 rilias de plata con vida, 200 muerta.

Engendro gigante. Con apariencia de hombre fornido. Cresta de cabello rubio sobre la mollera, y finas trenzas. Grandes aros de oro en las orejas. Cicatrices por todo el cuerpo y ojos de color violeta. Se dice que mide como tres hombres de alto, y que es capaz de derribar edificios con sus puños. Se aconseja extremar precauciones. Precio: 1000 rilias de plata vivo, 400 muerto.

                                                    Mandato real, Recompensa a cazamonstruos


***


El surco de sangre recorría una larga línea que salía de la espesura del bosque hasta adentrarse en aquella enorme grieta en la pared. Allá adentro, poco había que oír más que el crujir de huesos y una afligida respiración. Los días seguían pasando, y quien allí permanecía a la espera ya comenzaba a desesperar.

Yakull asomó su vasto cuerpo a la luz del atardecer, mordisqueando una pata de ciervo con desgana, mirando al sur, como cada día hacía. Suspiró profundo, como quien espera mil noches a ver una estrella fugaz surcar el cielo, y tiró los restos de aquella cena casi con enfado.

—Tish... —se lamentó en un tono que resonó gutural.

El grandullón echó un último vistazo al bosque cerrado que lo envolvía, con aquellos sonidos nocturnos que comenzaban a retomar sus labores, haciendo de aquel lugar un sitio acogedor. Pero no lo suficiente para él. Pues necesitaba saber que Tiserisha se encontraba bien.

Giró sobre sus talones, decidió que otra noche más estaría sin saber de ella. Que habría que seguir esperando. Y un silbido recorrió venenoso el aire, encontrando su destino en el omóplato del gigante. Yakull gruñó de dolor y volvió a encarar a la foresta. Enseñó sus pequeños y negruzcos dientes y rugió confuso. De su espalda brotaban ahora unas bonitas plumas engarzadas a una pulida flecha. La sangre comenzó a manar de la herida.

Alerta, intentó escrutar la cada vez más negruzca espesura. De nuevo un silbido, pero esta vez, con un movimiento inusualmente veloz, atrapó al vuelo una segunda saeta. Una tercera le alcanzó en el muslo izquierdo. Más sangre. Bramó de nuevo. Agarró un puñado de rocas a su alcance y los lanzó con tal desmesura que los árboles gimieron de dolor, saltando las astillas, crujiendo la madera, resonando el tronco de uno que no soportó el asedio hasta caer rendido al suelo. Una nueva flecha directa a su testa, y de nuevo apartada de un manotazo por su impredecible velocidad.

—¡Asierta de una puta ve, centauro estúpido!

Aquel grito centró la atención del gigante en un punto en concreto. Agarró un nuevo puñado de gruesas piedras.

—Tranquilo, grandullón —sonó sonriente una advertencia.

De debajo de la foresta, apareció mostrando los dientes un confiado y extraño tipo. Extraño porque por piernas lucía el cuerpo de un bayo de fuertes y hermosas patas. Tensaba en sus curtidas manos un arco enorme, con una flecha que tenía el rostro del gigante como nombre. Yakull vio aparecer a más tipos de entre los árboles. De entre los humanos, uno de ellos no lo era tanto.

—Llevas poco en esto, centauro —dijo uno de los humanos, un jayán fornido de rostro hermoso a su manera—. Y pue que tú seas un engendro tambié, pero aquí nos la jugamos tos. O trabajamoh en equipo, o...

—No te atrevas a llamarnos engendros —susurró la voz de un encapuchado tras él en su oído, acompañado de la suave caricia de un afilado metal a la altura del hígado—. Somos inhumanos. Los engendros son solo seres sin conciencia.

El jayán calló la boca al punto. Levantó las manos y dibujó una sonrisa nerviosa en el rostro.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Pero sigo opinando que en aquestas situaciones hay que tirar más de inteligencia y menos de músculo. Mirailo ahí, es grande el cabrón. Y es más rápido de lo que hemos comprobao estos días. Con via no lo vamos a llevá, seguro. Hay que matarlo. Y pa colmo la bruja esa no ha dao señales de andá cerca.

—No seas cobarde, Joncas —dijo sin borrar la sonrisa aquel centauro—. Si accedí a trabajar con vosotros era con la condición de llevarnos con vida al menos la mitad de las presas. Lo que nos dan por este grandullón nos vendrá bien. —Yakull gruñó, mirándolos a unos y a otros—. Además, aún no he lanzado a matar. Solo quería medirlo. Y sí, es más rápido de lo que pensábamos.

Unos cuchillos volaron raudos hasta alcanzar el brazo del gigante, que ignorando el dolor, lanzó aquellas rocas contra el tipo de los susurros; aquel que iba encapuchado. La velocidad con la que se movió aquel tipo le sonó familiar a Yakull; se movía igual que Tish.

Las rocas pasaron cerca, pero ninguna lo alcanzó. Cuando sus pies levantaron el polvo al detenerse, la capucha del susurrante se desprendió de su cabeza, mostrando también él una sonrisa. Una un tanto diferente a la del centauro y los humanos. Una que mostraba unos largos y afilados colmillos, como los de Tiserisha.

Habló con aquel tono prepotente.

—Andas muy cerca de los míos, gigante. ¿Acaso te gusta el riesgo?

—¡Dejaos ya de cháchara! —gruñó el bello jayán llamado Joncas—. Vamos a terminá de una ve, coño. Tú tampoco deberíah está tan cerca de a los que has dejao tiraos pa viví tu via, así que deja de hablá y ponte manos al tajo, que hay que dejarlo tullido.

Los cuatro tipos que se apostaban en media luna a ambos lados de Joncas, tensaron también sus arcos y dispararon prestos. Yakull, como empujado por un resorte, saltó dejando silbar las flechas bajo sus pies, pero otra punta de serrado acero lo alcanzó en el hombro. El centauro sonreía con su arco recién destensado.

Al caer al suelo, Yakull rodó y se puso en pie con un gruñido, emprendió una devastadora carrera hacia el grupo, que se dispersó tan rápido como pudo. Uno de ellos no lo fue lo suficiente, y sintió como si un rinoceronte lo arroyara, haciendo crujir todo su cuerpo como una caña seca, deteniendo su corazón por el impacto. El cuerpo del tipo se perdió en la foresta impulsado por el golpe, de vida perdida al acto.

—¡A las rodillas! —alzó la voz el vampiro, que lanzó una nueva ráfaga de metales afilados—. Dejadlo inmóvil.

Yakull cubrió sus piernas con las manos, no le dio tiempo a más, que recibieron los profundos cortes con desagrado. Agarró el troncó del árbol que antes cayera, y rugiendo entre dientes lo lanzó contra el cupasangre. No acertó ni de lejos. La noche comenzaba a caer más profunda aún y sus pequeños ojos dejaban ya de aportarte apoyo alguno.

—De noche no ves más que un humano cualquiera, ¿eh? —sonó la voz del vampiro tras él, que de pronto cayó sobre su espalda y mordió con saña su cuello.

Yakull bramó en el anochecer, y el inhumano abrió mucho los ojos. Sintió un profundo malestar que el grandullón aprovechó para alcanzarlo con la mano, agarrarlo de una pierna y lanzarlo contra la pared de roca. El impacto fue duro, uno que un humano cualquiera no habría podido resistir, pero no parecía ser eso lo que afectaba al vampiro, que comenzó a vomitar en carmesí.

—¿De qué mierda te han hecho, grandullón? —gorgojeó, volviendo a vomitar.

Las flechas crepitaron de nuevo, alcanzando en oblicuo una de ellas el ojo diestro del gigante, saliendo por la sien, llevándose consigo el color púrpura que lo embellecía. Yakull volvió a bramar, esta vez más fuerte que nunca. Con un gesto tan rápido como las entrañas le permitieron, agarró el asta y lo arrancó de su ensangrentada cuenca. Estaba fuera de sí. Miró con el ojo que aún le quedaba en todas direcciones y solo veía la creciente oscuridad. Más flechas, más impactos. Más sangre. Y entonces decidió que huir era la mejor de las opciones. Y comenzó a correr.

—¡Se escapa! —tronó a sus espaldas.

Las plumas volvieron a crepitar, unas con más acierto que otras. Por desgracia para Yakull, eran las saetas más grandes las que acertaban siempre donde pretendían; las del maldito centauro. Una le alcanzó tras el muslo, sobre la rodilla, haciendo que gimiera de dolor, pero no se detuvo. Los cascos al galope que lo perseguían aguantaban el ritmo de su carrera. Al igual que un susurro que también lo seguía entre las copas. Unos cuchillos silbaron desde ellas hasta alcanzar el talón del grandullón, y entonces sí que fue cuando el mastodonte se derrumbó, convirtiéndose en un amasijo de brazos y piernas.

Yakull, furioso, se volvió sobre sí, sentado en la tierra, arrastrando los dedos buscando desesperado algo que lanzar a sus perseguidores. Era extraño ver algo como lo que acontecía en aquel momento, pues, si nunca se había visto a un gigante, mucho menos se habría podido ver el miedo que entonces bañaba su rostro. Un miedo que no supieron entender quienes lo vieron, pues no era miedo por su propia vida. Era uno que lo atenazaba desde las entrañas por no poder vivir para proteger a quien amaba a su manera. Miedo a dejarla a ella sola en este mundo cruel. Miedo a dejar de ser su escudo ante las atrocidades que la esperaban.

Y los cascos del centauro se detuvieron frente a él, sonando a su lado el posar de los pies del vampiro que saltó desde las copas de los árboles.

—Este cuenta como mío —escupió a un lado el chupasangre, aún asqueado.

El centauro elevó la pala de su arco.

—Que te jodan, vampiro —dijo—. Me importa una mierda tus competiciones.

Y la dura madera descendió hasta golpear la cabeza del grandullón.     


***


NOTA: Se ve que los inhumanos ya comenzaban a adaptarse entre los humanos, aunque fuese para ganarse el pan de formas deshonestas... Malditos bastardos... Hacerle algo así a Yakull...

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