Capítulo X: Perdiendo el camino

Vladilus estaba parado junto a su maleta sobre la cubierta del Estela Plateada e inhaló fuerte de la brisa marina cuando vio la isla Unitor en el horizonte y a la Academia para Magos y Brujas Reales. El castillo, aquel que por muchos años había llamado hogar, se veía tan pequeño desde aquella distancia. Por su mente pasaron todos los buenos recuerdos que tenía del castillo, desde que era apenas un niño inquieto que exploraba cada rincón de la isla hasta las risas junto con sus amigos. No pudo evitar entristecerse porque ya no podría tener más momentos como ese y le daría la espalada a todo lo que ya tenía por su legado.

Escuchó una serie de pasos detrás y no se molestó en mirar atrás.

—Como puedes darte cuente esta nave no vuela, así que espero que la isla tenga un puerto donde arribar —habló el capitán Geoffrey—. Si no, me veré en la penosa necesidad de pedirte que nades hasta la orilla, niño.

—No será necesario, capitán, en la parte este de la isla hay un viejo puerto —informó el muchacho

—Bien, entonces.

La Estela Plateada continuó su curso hacía la isla Unitor y el capitán ubicó el puerto y tal y como Edward advirtió, tenía un aspecto antiguo, en parte por el tiempo pero más que nada porque estaba abandonado. Desde que los barcos convencionales fueron reemplazados por la aeronaves los puertos marítimos comenzaron a ser menos usados y en la isla Unitor se llevó hasta el extremo, debido a que en la actualidad las familias reales usan aeronaves para transportarse.

—Este es el final de tu viaje, niño —anunció el capitán del barco mientras su tripulación preparaba la nave para que Edward desembarcara.

—Un placer hacer negocios con usted, capitán Geoffrey —asintió Edward tomando su maleta.

—El placer fue todo mío —sonrió el mayor de forma burlona. Sentía una gran satisfacción de haber conseguido un buen pago por una tarea más que sencilla.

El inarumano no agregó nada más y desembarcó de la Estela Plateada. Los tablones de madera del puerto rechinaban a cada paso que daba, lo que provocaba una sinfonía desagradable. Respiró profundo, soltó su maleta y se detuvo para mirar el braco que lo había traído.

Aquedzum —conjuró Emerick moviendo sus manos formando círculos en el aire. 

El mar comenzó a elevarse alrededor de la Estela Plateada y los tripulantes comenzaron a entrar en pánico.

—¡¿Qué estás haciendo, niño?! —interrogó el capitán y en su voz podía escucharse una mezcla de temor y enojo.

—¡Nuestros negocios no terminan hasta que yo lo digo! —respondió el menor, dibujándose una sonrisa en su rostro.

Con su magia creó una gruesa esfera de agua alrededor del barco del tamaño justo para la embarcación.

Icielum.

Y la esfera de agua comenzó a congelarse hasta convertirse en hielo sólido. Satisfecho de haber aprisionado temporalmente su transporte a su reino natal, dio media vuelta, agarró su maleta y continuó su camino hasta el castillo. En caso de que tuviera que conquistar Inaruma por la fuerza, requería de magia tanto poderosa como desconocida y en la Academia era el único lugar en la Tierra en que podía tener acceso a ella, como ya lo había hecho años atrás.

Edward caminó hasta las puertas de aquel castillo al que amó tanto, pero no podía continuar de brazos cruzados cuando sabía la terrible verdad. Abrió las puertas y caminó por los pasillos y como eran vacaciones, no había estudiantes ni prefectos, así que sus pasos resonaban en un eco intimidante. El muchacho podía recordar que años atrás encontró un libro misterioso flotando en el mar y al recuperarlo se encontró con un libro de encantamientos que en su momento no podía entender, pero ahora que había estudiado magia, podía entender que la magia contenida en ese libro no era nada convencional.

—¿Edward? —llamó una voz familiar que lo sacó de sus pensamientos.

—Hola, ma... Madame Weisz —replicó el susodicho de forma cordial, mirando a la directora de la Academia. Para ese punto, ya no se sentía correcto llamarla «madre», algo que desanimó un poco a la profesora, quien se encogió de hombros pero en su rostro mantuvo firme su expresión de alegría.

—No esperaba que llegaras tan pronto, creí que disfrutarías más de Chang-Yhing.

—Ya era hora de regresar.

—¿Por qué no nos acompañas en el comedor? —invitó Miranda—. Estamos tomando té.

Y ambos caminan con dirección al comedor.

—¿Quiénes? —inquirió Vladilus un poco nervioso de que hubieran más personas 

—El profesor Barrows está aquí.

—¿No debería estar de vacaciones?

—Así fue, pero regresó —contó vagamente la directora, quien se mostraba un tanto inquieta—. Teníamos asuntos pendientes que resolver.

Después de tantos años juntos, Edward que consideró a Weisz como su madre, pudo llegar a conocerla bien y podía darse cuenta de que algo sucedía y no era algo malo, pero decidió respetar su privacidad pues ya no quería fortalecer más el vínculo que compartía con ella.

El subdirector estaba sentado en la misma mesa que acostumbraban los prefectos, la directora y él en tiempo de clases. Regresó la mirada hacía la salida al escuchar otros pasos que no eran de madame Weisz y al ver de quién se trataba, sonrió.

—Bienvenido de vuelta, Edward.

—Buen día, profesor Barrows.

—¿Sabes? Justo estábamos hablando de ti.

—¿De verdad? —dijo el inarumano, intrigado, mientras se sentaba en la silla que solía usar cuando era niño y se sentaba junto a Miranda en aquella misma mesa.

—Sí, verás...

El subdirector fue interrumpido cuando madame Weisz carraspeó notoriamente fuerte.

—Cuéntanos, Edward, ¿cómo estuvo tu viaje? —cambió de tema la dama mientras tomaba asiento.

El muchacho empezó a contar su experiencia y sus vivencias en Akelsta omitiendo su búsqueda por la Región del Invierno Eterno y el descubrimiento de la fortaleza de su familia para finalizar con la boda de Hyun.

—Sin embargo, sentí que era hora de regresar —finalizó—. Aunque estoy intrigado, digo, ¿por qué hablaban de mí?

El profesor Barrows miró a Miranda. Se comunicaban a través de su mirada, solamente ellos entendían su silencio y Edward miraba eso sin lograr descifrar de qué se trataba. Finalmente, la profesora Weisz suspiró.

—Yo le digo —accedió y luego miró al muchacho que consideraba su hijo—. Edward, el profesor Barrows y yo hemos trabajado juntos durante muchos años y más allá de nuestra relación profesional, hay un aprecio entre nosotros que desde algún tiempo se ha estado transformando en algo más... íntimo.

—Comprendo —asintió lentamente Emerick—. Están enamorados.

—Así es, Edward —confirmó Barrows con una sonrisa que iluminó su semblante—. Antes de que llegaras, estábamos charlando sobre decírtelo antes que a los demás y fuiste muy oportuno.

—Sí que lo fui. Pero, ¿por qué era tan importante que lo supiera primero?

—Porque aunque no seamos de la misma sangre, yo siempre te consideraré como mi hijo y eres muy importante para mí, por eso quería que fueras la primera persona en enterarse de esto que es también importante en mi vida —explicó la directora.

El inarumano sintió un vuelco en el corazón ante esas palabras al tiempo en que su semblante se suavizaba, tornándose melancólico y aunque una parte de él quería corresponder esos sentimientos, no podía bajar la guardia. Aunque quizás podría intentar conseguir lo que quería por las buenas.

—Lo lamento mucho, profesora Weisz, pero ya no puedo seguir haciéndole esto y créame que siempre agradeceré que me haya cuidado y me haya educado todos estos años y por ello siempre será importante para mí —la voz de Edward comenzó a quebrarse—. Pero debo ocuparme de algo importante.

Los ojos de madame Weisz se tornaron llorosos.

—No nos contaste todo, ¿cierto?

—Me temo que no. Sólo diré que regresé por algo muy específico y solamente usted puede dármelo.

—¿Qué estás buscando con exactitud, Edward? —inquirió Barrows.

—Cuando era niño encontré un libro en el mar y lo traje a la Academia, no recuerdo que sucedió con él, pero estoy seguro que usted sí —confesó con su mirada puesta fijamente a la dama.

—Edward, sea lo que sea que creas lograr con él, no vale la pena —advirtió—, ese libro es peligroso y no trae nada bueno, solamente perderás todo lo que ya tienes.

—¡Ya perdí todo! —exclamó el muchacho en un ataque errático que ni él mismo veía venir—. Pero no todo está perdido y por eso necesito ese libro.

—Lo lamento, Edward, pero no te diré dónde está.

Una lágrima comenzó a rodar por la mejilla izquierda del muchacho debido al horrible acto que estaba apunto de ejecutar.

—No me haga hacer que no quiero hacer, por favor.

La profesora Weisz se estaba derrumbando por dentro, en sus ojos se podía ver que retenía las lágrimas pero algunas lograron escaparse. Ella sabía las consecuencias de usar la magia que estaba plasmada en ese libro prohibido lo sabía entonces y lo sabía antes cuando Edward trajo el libro dentro de la escuela años atrás.

Vladilus notó la determinación de madame Weisz y rápidamente extendió su brazo con la mano abierta en dirección al profesor Barrows pero a la altura de su cuello. Entonces, el subdirector comenzó a sentir como si estuviera siendo estrangulado, como si la garganta se cerrara.

—¡Basta! —ordenó Miranda levantándose de golpe.

—No trate de detenerme, directora, si intenta algo le rompo el cuello —amenazó Edward cerrando un poco su mano, asfixiando más al profesor Barrows.

Los instintos del profesor eran tomar aire, pero la magia que era infringida en su cuello le impedía el paso. Sentía una profunda agonía que aumentaba en cada momento.

—N-no... No digas —logró decir con dificultad.

—¡No pienso perderte, Mortdecai! —dijo la profesora, cediendo ante el llanto y el sufrimiento de su amado—. ¡Está junto a la estatua de Drumonar Unitor!

—Oculto a simple a vista —meditó Edward en voz alta mientras levantaba su otro brazo—. Fainayar.

Una luz azulada salió de su mano libre que provocó que ambos profesores se desmayaran, así que ya no había objeto de seguir torturando a Mortdecai. Sintiendo que el corazón se le salía del pecho, miró a su alrededor, de verdad creyó que podía conseguir el libro por las buenas pero al ver que no podría ser así, decidió hacerlo por la malas y todavía no terminaba.

Vladilus, aún con lágrimas en sus ojos, tomó las frentes de sus profesores y cerró los ojos para concentrarse y entrar a sus mentes. Así como hizo con Catesby, comenzó a desmemorizar a Miranda y a Mortdecai, con la diferencia de que eliminó sus recuerdos desde el punto en que él arribó a la Academia en lugar de reemplazarlos, pues no tenía tiempo que perder. Cuando terminó soltó a sus víctimas el brillo en sus venas desapareció y al abrir sus ojos vio la sangre salir por sus narices, esta vez con mayor abundancia que la vez que desmemorizó a su amigo. Como último gesto de cariño por la mujer que siempre lo quiso como un hijo, limpió la nariz de ambos con la manga de su saco negro.

Perdóneme —susurró a Weisz cuando se disponía a dejar el comedor, prometiéndose a sí mismo que sería la última vez que mostraría esa fragilidad cuando tuviera que hacer cosas malas.

Edward en verdad no quería tener que llegar a hacer atrocidades como las que hizo y mucho menos llegar a hacer algo peor, pero también estaba dispuesto a hacerlas de ser necesario. Nadie podría tomarlo en serio si seguía mostrando esa fragilidad, así que debía enterrarla en lo más profundo de su ser.

Abandonó el comedor y de nueva cuenta sus pasos retumbaban en forma de eco por los pasillos. Llegó hasta el corazón del castillo y se paró frente la estatua hecha de oro de Drumonar Unitor, el descubridor de la isla y el fundador de la Academia para Magos y Brujas Reales y comenzó a observarla detenidamente y reparó en la pila de libros, de oro también, que tenía junto.

Revelia —conjuró pasando su mano por los libros.

Y el libro que se encontraba hasta arriba perdió su apariencia y después de años, el libro prohibido fue liberado. Emerick lo tomó entre sus manos y sintió como si fuera la primera vez que lo hacía. Lo miraba y comenzó a recordar su cubierta hecha de cuero negro y su peculiar pero inquietante portada: siete cuernos que rodeaban un círculo que era interceptado por líneas que, ahora que veía con atención, formaban un símbolo similar a una estrella.

El muchacho recordó ver ese símbolo en algún libro de historia, era el símbolo de un grupo secreto de hechiceros malvados, "los siete majestuosos", pertenecientes a la élite de un reino lejano. El libro pertenecía a ellos y según se dice en él estaban inscritos hechizos jamás vistos y por ello se le conoce como el libro prohibido. En la caída de los siete, el libro se perdió y hasta ahí llegaban los libros de historia porque nadie sabía que se encontraba en la Academia y mucho menos nadie sabía lo que sucedería.

Empezó a hojear el libro para familiarizarse con él y los encantamientos que contenía y así ver cuál podría serle útil en el futuro. Entre tanto, abandonó la Academia y caminó hacía el puerto donde la Estela Plateada y toda su tripulación yacía atrapada en una esfera de hielo. Por el camino, el irnarumano siguió leyendo maravillado, pues los hechizos contenidos en el libro prohibido eran mejor de lo que imaginó. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro cuando se encontró con el hechizo Contrólitus.

El hechizo Contrólitus tiene la capacidad de controlar las mentes. Quien lance el hechizo debe tener una gran concentración y un buen control de la magia, ya que es derivado de los hechizos de desmemorización, con la diferencia de que no se requiere que la víctima esté en un estado sereno, lo que lo hace más complejo.
Entrar en la mente humana durante la vigilia o en un estado intranquilo es más complicado, por lo que el hechicero debe forzar la magia para introducirse en la mente de la víctima, quien sufrirá de dolores de cabeza agudos y sus ojos se tornaran rosados.
Una vez en la mente de su víctima, el hechicero se sentirá aturdido, lo que podría causar confusión, pero deberá mantenerse centrado, de lo contrario la conexión se romperá. El hechizo permite enviar las órdenes del hechicero a la mente de la víctima a través de la mente, de forma que la víctima crea que son pensamientos propios.
Para activarlo se debe apuntar a la altura de la cabeza de la víctima y decir el hechizo. Un rayo rosado saldrá disparado de la mano del hechicero. Se debe imaginar la con la mayor precisión posible la acción que se debe realizar para que la víctima la imite.
Advertencia: La cantidad de víctimas que pueden ser controladas por un hechicero a la vez dependerá del poder de cada uno, pero se recomienda no exceder de cinco personas a la vez.

Edward llegó al puerto y con un hechizo descongeló la esfera lo que provocó que el agua cayera sobre el navío y su tripulación que estaba furiosa, pero eso no le importó y siguió acercándose.

—Pagarás muy caro por eso, niño —amenazó el capitán Geoffrey desfundando su espada y corriendo hacía el muchacho.

—Yo creo que no —contradijo el portador del libro prohibido extendiendo su brazo a la cabeza de su atacante—. ¡Contrólitus!

Un rayo rosado salió disparado velozmente de su mano y chocó contra la cabeza del capitán quien se paró en seco de su acción. Edward sintió una presión sobre su cuerpo, supo que era su magia que trataba de penetrar la mente del hombre, así que se concentró más y el capitán gritó de dolor, dejó caer su espada para llevar sus manos a su cabeza. De repente, Edward se sintió aturdido y un poco mareado. Se tambaleó porque no podía mantenerse de pie y los tablones de madera crujían, lo que era una tortura para él. Tomó aire y reparó en que los esbirros de Geoffrey se acercaban, fue entonces que imaginó una forma de salvar su pellejo.

El capitán levantó su espada, se volvió a su tripulación y se puso la espada en el cuello.

—¡Deténganse ahora o me cortaré el cuello! —ordenó, lo que tuvo una obediencia instantánea—. Ahora asquerosa bola de ratas, prepárense para otro viaje y el que moleste o le toque un pelo a nuestro invitado, yo mismo lo asesinaré, ¿entendido?

La tripulación asintió.

—¿Cuál es nuestro destino, capitán? —preguntó uno.

—El reino de Inaruma. ¡Leven anclas!

—¡A la orden, capitán! —exclamaron.

Los marineros tomaron sus puestos y se prepararon para zarpar con rumbo a Inaruma. El capitán Geoffrey se quitó la espada del cuello y subió a bordo seguido de Edward quien no dejaba de sonreír con satisfacción porque estaba más cerca de recuperar el legado que a su familia le fue arrebatado.

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