Capítulo VIII: La fortaleza secreta de los Emerick
Las clases de la semana habían terminado y los estudiantes tenían dos días libres para descansar, estudiar y realizar las tareas pendientes, pero el clima ofrecía la sensación de querer descansar por los cielos nublados y la brisa fresca provocada por la calmada lluvia de esa mañana. Como en todo fin de semana, entre los pasillos se sentía un ambiente de armoniosa tranquilidad, no se podía ver ni un alumno corriendo o a algún prefecto regañando.
En cambio Edward no estaba para nada tranquilo, apenas y sí podía dormir en las noches que era la única hora en la que no era carcomido por las voces en su cabeza que se fortalecieron tras leer la carta reveladora escrita por su verdadera madre. No obstante, la culpa que sentía por gritarle a la directora también lo dejaba intranquilo, necesitaba expiarse de ello, algo que sí podía hacer a diferencia de tener respuestas que no las encontraría en la academia.
Edward llamó a la puerta del despacho de madame Weisz.
—Adelante —dijo ella desde adentro.
Miranda quedó perpleja al ver que se trataba de Edward.
—Buenos días —saludó el menor tímidamente.
—Buen día, Edward, ¿sucede algo?
—Quería disculparme con usted por gritarle anoche, me dejé llevar por mis emociones y no medí el alcance de mis palabras —expresó él, avergonzado pero con sinceridad—. Aunque usted no sea mi madre de sangre, usted me cuidó, me crio, me educó y me dio un lugar donde dormir y fui un tonto y un ingrato por no valorar eso, así que espero que pueda perdonarme.
—Ambos hicimos cosas de las que no estamos orgullosos —reflexionó la directora—. Te quité la oportunidad de conocer sobre tus orígenes injustamente porque no era mi derecho decidir sobre eso. Yo también lo siento y espero que puedas perdonarme.
Una pequeña sonrisa se dibujó en el rostro de Edward.
—¿Un abrazo por los viejos tiempos? —propuso extendiendo sus brazos.
—Por los viejos tiempos —repitió Weisz asintiendo con la cabeza.
Ambos sintieron que ese abrazo fue de los más memorables que habían tenido en veinticinco años.
—Confío en que ya sepas más sobre tu pasado —comentó la mujer tras terminar el abrazo.
Vladimus no creyó conveniente compartir con nadie sobre todas las revelaciones que venían en la carta, tendría que ocultar algunas cosas.
—Me enteré de cosas muy interesantes como mi nombre completo y que provengo de Inaruma como el fundador de la escuela.
—¡Fascinante!
—Por cierto, quería decirle que mi amigo Catesby del reino de Akelsta me invitó a su reino en vacaciones y en verdad quisiera ir —mintió el muchacho.
Akelsta, conocido como el reino más frío del mundo, colinda con la Región del invierno Eterno, una zona que está tan al norte que es gélido, con grandes cañones de hielo por doquier y nevadas intermitentes, lugar donde de acuerdo a la carta, se encuentra una fortaleza en la que probablemente se encontraba su madre, la única persona que podía darle todas las respuestas que necesitaba.
—Suena bien, hij... es decir, Edward.
—No hay problema si sigue diciéndome "hijo".
Y la directora sonrió agradecida por no perder al joven por completo.
—A todo esto, ¿te gustó el pastel de avellana? —preguntó, curiosa.
—Por supuesto, es mi favorito.
* * *
Para Edward le fue sencillo mover los hilos para que su plan quedara impecable. Solamente le tuvo que decir que quería conocer los reinos de sus amigos empezando por Akelsta. Catesby sin sospechar, gustoso avisó a su hogar que traería a un invitado. Pasaron las semanas y cuando menos lo pensaba, el semestre terminó. La hora de la despedida llegó, pero los amigos se acordaron verse pronto para la boda Hyun.
Emerick y Sørensen subieron a la aeronave real de Akelsta y emprendieron el viaje lejos de la academia y la isla Unitor. Durante el trayecto al reino más frío del mundo, Vladimus comenzó a leer sobre la historia de Inaruma en libros que tomó de la biblioteca de la escuela. Se centró en la época de transición del trono entre la dinastía Emerick y la dinastía Henzollern. Al parecer la familia Henzollern era de clase noble muy cercana a la realeza a través de un lazo de amistad. El cambio se dio en la época de Reeve III, recordado como el rey desdichado porque enfermó de gravedad y no podía gobernar Inaruma y sus descendientes habían nacido con defectos mentales lo que los hacía incapaces de tomar el mando de un reino entero, por eso el rey Reeve III le cedió la corona a Octavius Henzollern, siendo el primero de su linaje en tomar el trono inarumano.
Edward comenzó a dudar de que los libros de historia decían pues recordaba bien que su madre le advirtió en la carta que existían muchas mentiras en torno a la sucesión y sí eso era cierto, entonces la historia de Inaruma estaba llena de patrañas y el resto del mundo fue vilmente engañado.
—Te ves algo distante, Edward —notó Catesby cuando el frío ya se sentía—, ¿estás bien?
—Para serte honesto, no —admitió el inarumano—. En mi cumpleaños la directora Weisz me dio una carta con mi nombre que fue dejada junto a mí cuando me dejaron en la academia.
—¿Qué decía la carta? —inquirió el akelstiano con intriga.
—Era muy ambigua, decía que en la Región del Invierno Eterno encontraría respuestas.
—Eso es muy extraño y peligroso —opinó Sørensen—. No me digas que piensas ir, es decir, ¿qué harás si no encuentras esas respuestas?.
—Debo intentarlo, Catesby, necesito respuestas de quién soy en realidad y si no encuentro nada, al menos no viviré en arrepentimiento por no hacer un esfuerzo, puedes entenderlo, ¿verdad?
—Lo entiendo, Edward, en serio, pero es un lugar peligroso para que vayas tú solo... a no ser de que no vayas solo, déjame que te acompañe junto con el Guardia Real algunos protecciors.
La segunda fase del plan se estaba arruinando y aún no se ejecutaba. Vladimus tenía que arreglárselas para que nadie más lo acompañara en caso de que se encontrara con los Emerick fugitivos, su familia.
—¡Ni lo pienses! —negó de inmediato el muchacho de ojos grises—. Esto es algo que debo hacer solo, además puedo cuidarme solo ya que soy muy hábil con la magia, puedo usarla para protegerme y no podría perdonarme si te pasa algo por mi culpa.
—¡Pero no puedes ir solo a ese lugar!
—No soy un chico indefenso —declaró Edward con la voz quebrada—, además he anhelado toda mi vida respuestas y por primera vez en mi maldita vida estoy cerca de obtenerlas y no quiero perder esa oportunidad porque me creas débil.
—¿Qué? No, Edward, no creo que seas débil, en realidad eres de las personas más hábiles y capaces que he conocido. Disculpa si te hice creer lo contrario.
—Sólo prométeme que no le dirás a nadie más sobre esto y que me dejaras ir solo a la Región del Invierno Eterno.
—Tú ganas —accedió Catesby—. Es que quería cuidarte, es todo.
—Lo sé y te lo agradezco, además usaré la capa de piel de oso negro, así que una parte me acompañara en mi travesía en busca de respuestas.
—Lamento interrumpir, jóvenes —dijo el Guardia Real de Akelsta—, solamente les quería anunciar que pronto descenderemos.
Los jóvenes agradecieron la información y se apresuraron a ir a la cubierta para ver el aterrizaje en el helado suelo akelstiano. Edward miró la alegre expresión de Catesby de estar de regreso en casa y cómo su felicidad aumentaba al ver que su familia lo esperaba y se preguntó si así se sentiría si encontraba a su madre en la fortaleza secreta de los Emerick. Había una manera de averiguarlo y esa era aventurarse entre la nieve y el hielo.
Cada día durante dos semanas Vladimus se aventuró por la Región del Invierno Eterno, caminando sobre hielo y enfrentando tormentas de nieve. Llevaba consigo una brújula que Catesby hechizó para que apuntara a Akelsta y la capa que le regaló su amigo sobre otras cuatro de diferentes animales, todas ellas encantadas para transmitir calor al tacto. Cada día el muchacho se adentraba más en la zona, familiarizándose más con esta cada día más. Desafortunadamente, no encontraba rastros de la fortaleza o de su madre y cuando iba a rendirse, reparó en algo peculiar.
A lo lejos vio un misterioso ser, era alto y de apariencia parecida a un proteccior. Entonces Emerick recordó que en la carta decía que la fortaleza era custodiada por monstruos y sintió su corazón latir más rápido por la emoción que le daba la esperanza de que ese gigante hecho de hielo fuera uno de los guardianes de la fortaleza. Se acercó tan rápido como las circunstancias se lo permitieron y cuando el proteccior de hielo reparó en su presencia se puso en posición amenazadora pero al retener su vista en el humano se mostró más dócil.
Edward escuchó detrás pasos pesados y al volverse hacía ellos se dio cuenta que eran otros dos protecciors. Al verse rodeado no supo si estaba de verdad a salvo o no, pero su duda se disipó cuando los seres hicieron una reverencia ante él.
—Hola —los saludó con aire de confusión—, mi nombre es Edward Vladimus Emerick Galot y estoy buscando una fortaleza, esa fortaleza pertenece a mi familia, ¿la conocen?
Los protecciors asintieron y comenzaron a caminar hacía el noroeste. Emerick empezó a seguirlos por el camino que sus pasos le dictaban. Durante un rato siguieron hasta que se detuvieron frente a una cueva.
—Bueno, supongo que es ahí —habló para sí antes de adentrarse en la cueva.
La cueva era enorme mas no tan profunda y Edward juraría que por dentro era más grande que por fuera. Al final del todo se podía ver una gran placa en forma de un pentágono perfecto, que a juzgar por su aspecto, parecía estar hecha de obsidiana. En el centro de la placa había una "E" grabada en el centro idéntica a la que se encontraba marcada en el lacre negro de la carta. Entonces, con la sensación de que se estaba acercando, el joven se paró sobre la placa pero no sucedió nada.
—Opet —probó con ese hechizo.
De repente la placa empezó a moverse hacía abajo y en cuestión de segundos Vladimus dejó de ver la gran cueva, pues todo fue reemplazado por techos y paredes altas, todo hecho de obsidiana. El lugar tan era oscuro y frío como la cueva y la única luz que combatía esa oscuridad era aquella que se filtraba desde la cueva y bajaba donde la placa comenzó a descender. Para el joven Edward esa oscuridad no lo atemorizaba, incluso le inspiraba tranquilidad como si estuviera en casa. Dio un paso fuera de la placa y una luz púrpura comenzó a iluminar parcialmente la estancia, al buscar el origen de la iluminación notó los cristales incrustados en la pared que reconoció como gemas Fosfran.
Las gemas Fosfran, de acuerdo con lo aprendido en la academia, eran de apariencia similar a una amatista y emiten su característica luz purpura cuando detectan movimiento.
Conforme avanzaba, el lugar era iluminado por las gemas Fosfran sumiendo la espaciosa habitación en una perfecta penumbra. En el extremo más lejano se encontraba una imponente puerta hecha igualmente de obsidiana. Al abrirla, Emerick se encontró con una sala que no era tan grande como la habitación anterior, aunque conservaba las paredes con las gemas Fosfran incrustadas y el techo de obsidiana. La sala tenía cincuenta sillas de respaldo alto colocadas en torno a una mesa pentagonal, pero no había nadie más que él.
—¿Hola? —llamó haciendo que su voz se convirtiera en un eco.
No hubo respuesta.
—¿Hola? —volvió a intentar.
Silencio y nada más.
Edward continuó recorriendo cada rincón de la fortaleza secreta en busca de más puertas, más habitaciones y de algún rastro humano pero no pudo encontrar nada más allá que la entrada y el comedor extraño. Fue ahí que volvió a recordar la carta de su madre que temía por su vida y que no tenía la seguridad de sobrevivir y no se equivocaba porque de lo contrario estaría ahí como ella prometió. Su padre, su madre y probablemente todos los Emerick habían muerto a manos de la dinastía Henzollern.
Toda su vida, el muchacho supo que estaba solo pero mantenía la esperanza de que eso algún día eso cambiara, pero ahí esa ilusión fue brutalmente destruida y el sentimiento que dejó en él fue devastador. Rindiéndose ante la cruel realidad y la soledad, Edward se dejó caer al gélido piso de obsidiana, abrazó sus rodillas y dejó que su llanto saliera de sus ojos grises. Estaba solo más nunca por eso nunca iba a cambiar jamás.
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