Capítulo II: Discreción y manifestación

La directora Weisz era una mujer estricta y decidida que había dedicado más de diez año a la Academia para Magos y Brujas Reales. Con la aparición del libro que encontró Edward, muchas cosas estaban en riesgo, siempre y cuando su presencia no fuera revelada por ninguno de los testigos que podían ser todas las personas que estaban en el castillo porque vieron a Edward y probablemente notaron el libro que tenía consigo, después de todo, la portada no es una muy discreta precisamente, además vieron también a la profesora caminar con un libro pegado a su pecho y no era difícil hacer una conexión entre ambos hechos.

Podría ser cualquiera o podría ser nadie, eso era algo que no podía determinar con exactitud. No era conveniente interrogar a todos los estudiantes ni a todos los profesores, siendo que esto podría levantar sospechas y entorpecería las actividades diarias de la escuela. Lo único que podía hacer era rogar por discreción a las personas que fue seguro que sí vieron el libro. Ellos eran los únicos testigos seguros.

Cuatro eran las personas que compartían la mesa con la profesora Weisz y con Edward. El profesor Barrows, quien era el subdirector de la escuela y los tres prefectos de la escuela, el señor Slumber, la señora Gooseberry y el señor Bunyip. Ellos cuatro, aunque eran miembros de la Academia, le eran leales a sus respectivas naciones y por ello informarían que el libro prohibido que se creía perdido se encontraba en la escuela, si es que no lo habían hecho ya.

La profesora Weisz prefirió arriesgarse al menos con esos cuatro testigos, esperando que el asunto no llegara a más y se fuera olvidando. Con un poco de esperanza y un nudo en el estomago, citó a los cuatro testigos en su despacho al terminar las clases del día. Para entonces, el sol se ocultaba en el horizonte y el despacho estaba alumbrado por la luz de decenas de velas. Cuando escuchó que llamaban a su puerta, permitió el acceso y se preparó para lo que sea que fuera a suceder.

—Gracias por venir —dijo la directora—. ¿Gustan una taza de té?

—No, gracias —rechazaron el subdirector y dos de los prefectos.

—Yo si le acepto la taza —accedió la señora Gooseberry.

La señora Gooseberry era una mujer delgada con la estatura de la profesora Weisz, de tez blanca, cabello oscuro y largo que acostumbraba a llevarlo en una trenza y ojos marrones oscuros.

La directora hizo que una de las tazas y una tetera llena de té caliente que se encontraban sobre una bandeja de plata flotaran en el aire. La tetera vertió sobre la taza algo de té y regresó a la bandeja.

—¿Azúcar y crema? —preguntó la directora.

—No, gracias.

La taza voló hasta la señora Gooseberry, quien la tomó de inmediato para darle un sorbo moderado.

—Madame Weisz, ¿cuál es el motivo por el que nos llamó? —inquirió el subdirector Barrows.

El subdirector era un hombre alto de treinta y siete años, era delgado, con piel morena, usaba barba, sus ojos eran marrones en un tono oscuro y su cabello era corto de color castaño oscuro.

—Supongo que se hacen una idea, considerando lo que Edward encontró esta tarde.

—El libro prohibido —complementó el profesor Barrows.

—Así es, ese libro que se creía perdido de repente apareció en la isla y ahora no sé qué hacer.

—¡¿Está diciendo que cree que uno de nosotros trajo es maldito libro aquí?! —exclamó el señor Bunyip con cierta indignación.

El prefecto Bunyip, conocido entre los estudiantes como "el hombre topo", era un hombre testarudo y cascarrabias a punto de entrar a la tercera edad. Era de estatura media, su piel era ligeramente morena, tenía una pequeña joroba en su espalda, su cabello era largo, delgado y castaño, sus ojos azules eran pequeños, el hombre era lampiño con una nariz de gancho y unos dientes chuecos en su rostro.

—No, tonto, madame Weisz está preocupada de que alguno de nosotros vaya a avisar a su reino que el libro está en la Academia, ya que eso nos traería problemas y luego habría un conflicto sobre qué reino debería debería tener el libro lo que repercutiría en una guerra —aclaró la prefecta.

—¿Entonces por qué no destruimos el libro y ya? —sugirió Bunyip.

La directora sacó del cajón el libro y lo puso sobre su escritorio.

Flamire —conjuró sin que sucediera nada.

—Así que es cierto, es indestructible —señaló el señor Slumber.

El señor Slumber era el prefecto más querido entre los estudiantes de la Academia. Tenía la misma edad que la directora Weisz, era más alto que el señor Bunyip pero no tanto como el subdirector. Su piel era morena, sus ojos era color ámbar y su cabello negro ya estaba veteado de canas.

—Seré franca con ustedes —retomó la directora—, todos vieron el libro y entiendo que su simple presencia resulta peligrosa y es un asunto del Parlamento Mundial, pero les pido esto, no como su superior, sino como una persona preocupada por el futuro de esta Academia y del mundo, que mantengan discreción al respecto y eso incluye, me temo, a sus respectivos reinos.

—Por mi parte no se preocupe, madame Weisz —comentó la prefecta tras darle otro sorbo a su té—, al igual que usted me preocupa lo qué podría pasar si se descubre que el libro está aquí, así que no diré nada.

—Yo también seré discreto al respecto —aseguró el señor Slumber—. Estoy consiente de que podría considerarse como traición a mi reino, pero es por un bien mayor.

—¡Qué rayos, yo no diré nada, no soy idiota, sé lo que podría pasar si se sabe! —exclamó el prefecto Bunyip.

—Muchas gracias a todos —sonrió la profesora más aliviada—. ¿Usted qué dice, profesor Barrows?

—Respeto la decisión de todos, pero no la comparto, sin ofender —afirmó el subdirector, serio—. Lo siento, pero creo que esto es algo que se debe saber, no somos las personas correctas para decidir algo como esto. Si eso es todo, me retiro. Buenas noches a todos —se despidió antes de abandonar el despacho de la directora.

Todos miraron el libro sobre el escritorio y supieron que ya no debía salir del castillo y debía estar en un lugar en el que no llamar la atención.

—¿Qué haremos con eso? —preguntó el prefecto Slumber.

—Ustedes no harán nada —declaró la directora—, aunque agradezco su discreción, considero que entre menos sepan será más seguro, en caso de que todo se sepa y se salga de control.

Los prefectos entendieron la postura de su superiora y abandonaron el despacho. La profesora tuvo algún tiempo para planear todo y vio una oportunidad para ocultar el libro. Cuando todos los alumnos estén en sus dormitorios, pondría el libro junto a la estatua del fundador aprovechando que tenía muchos libros.

En el corazón del castillo, se encontraba una estatua hecha de oro del fundador de la Academia para Magos y Brujas Reales que fue puesta ahí como un homenaje cuando cumplía un año de haber fallecido. En vida, el fundado era un hombre apasionado por el estudio y se caracterizaba por siempre estar leyendo, por ello se le muestra en la estatua con un libro entre sus manos junto a una torre de otros más. Entre tantos libros hechos de oro, se podía encontrar el escondite perfecto.

Los pasillos de la escuela poco a poco se fueron vaciando mientras la oscuridad de la noche ascendía en el cielo. Cuando el silencio se apoderó del castillo, la directora salió de su despacho con el libro prohibido a hurtadillas hasta llegar frente a la estatua. Con un hechizo, retiró el libro que se encontraba en la cima de la torre y con otro hechizo modificó la apariencia del libro prohibido para que pareciera estar hecho de oro. Así, la profesora Weisz dejó el libro prohibido oculto a simple vista.

Caminó hasta la habitación que compartía con Edward, siendo esta la más grande y la mejor de todo el castillo. Cuando la mujer entró se encontró con el niño intentando levantar una canica con magia.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Me dio curiosidad cómo sería usar magia y recuerdo que me contó que todos tienen la capacidad de hacer magia, entonces decidí intentarlo haciendo flotar esta canica —explicó el menor—. Levirarun —conjuró sin éxito.

En el rostro de la direcotra se dibujó una sonrisa.

—No podrás lograrlo porque pronuncias mal el hechizo —explicó—. Repite después de mí, levitarum.

Levitarum —repitió Edward—, levitarum, levitarum, levitarum, levitarum.

Entonces la canica que tanto el niño tanto quería hacer flotar comenzó a levantarse del suelo. Al ver la primera manifestación de su magia, se emocionó y perdió la concentración lo que hizo que la canica cayera.

—Lo lograste, bien hecho.

—¡Fue fantástico! —confesó el pequeño—. ¿Puede enseñarme más hechizos?

La mujer se conmovió por el repentino interés del niño hacía la magia y se dijo a sí misma que no podía negarle la enseñanza y asintió, provocando que Edward se emocionara incluso más de lo que ya estaba.

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