Capítulo 15
Jabu se aclaró la garganta; Luan y la princesa se separaron un tanto avergonzados tras aquel primer beso. Por un instante olvidaron donde se encontraban, sumidos en un momento de ensueño.
―Lo siento ―se disculpó el chico con una sonrisa, pues no pretendía interrumpir―, solo quería avisarles que vamos a comenzar el descenso.
―Gracias, Jabu. Estaremos atentos.
―¿Desean que les haga una foto antes de bajar? ―propuso.
―Por favor. ―Caroline, ruborizada de pies a cabeza, le tendió su cámara fotográfica―. Gracias.
Jabu tomó la instantánea que reflejaba una franca sonrisa de Luan mientras tomaba por el talle a Caroline, quien, todavía enrojecida, descansaba su cabeza sobre el pecho de él.
El descenso lo hicieron sin problemas, aunque a Caroline le daba cierto cosquilleo en el estómago. Intentaba no mirar hacia abajo y tampoco a Luan, pues no sabía qué decirle. A pesar de ello, permitió que el sudafricano la protegiese con su abrazo todo el tiempo. Estando así se sentía segura y feliz.
En el valle los estaba esperando otra camioneta 4x4 con el logo del hotel. La pareja se despidió de Jabu con agradecimiento, y subieron al auto. Se sentían un tanto extraños, aturdidos, alegres, y sin saber qué les depararía la vida.
―¿Y ahora qué hacemos? ―preguntó Caroline.
―Tenemos dos opciones ―respondió Luan―, o regresemos al hotel o te quedas el resto del día de safari conmigo. Tú decides.
Caroline no pensó mucho la respuesta:
―Me quedo contigo.
―¡Estupendo! ―Pocas veces Luan se había sentido tan eufórico―. Esperaba que dijeras eso, y he mandado a traer provisiones para nosotros dos ―explicó mientras señalaba la parte trasera de la camioneta.
―Has pensado en todo.
―Tal vez ―respondió enmarcando el rostro de la princesa con sus manos―, aunque hay cosas que me han tomado por completo desprevenido. ―Se refería al beso, ambos lo sabían, pero Caroline no estaba preparada aún para hablar de ello.
―¿Me prestas tu teléfono para llamar a Justin?
―Por supuesto. ―Luan se lo tendió de inmediato―. ¿No trajiste el tuyo?
―No, necesitaba desconectarme de todo.
―¿Incluso de tu equipo de seguridad? ¿No tendrás problemas con ellos? ―repuso frunciendo el ceño.
―Los chicos son de confianza, no sucederá nada. Solo le diré a Justin que demoraré más de lo previsto y que se encargue de tranquilizar a Charlie y a los demás.
―Oh, Charlie ―Luan sonrió―, he visto que sucede algo entre ellos.
―Yo también lo he percibido, espero que salga bien. Ambos lo merecen.
―Nosotros también lo merecemos.
Ella lo miró a los ojos, pero no pudo responder, ya que del otro lado de la línea un somnoliento Justin tomaba la llamada. Eran las seis y media de la mañana, y por los bostezos era evidente que lo acababa de sacar de la cama.
Caroline le pidió que la ayudara a mantener a su equipo tranquilo, a pesar de que demoraría un poco más de lo previsto, y si bien Justin no dudó en animarla a continuar con su paseo, le recomendó que también llamara a Charlotte. Caroline lo pensó por un instante, y finalmente lo hizo. La jefa de su equipo de seguridad, ajena a todo, se preocupó muchísimo de saber que la princesa había salido y no solo eso, que no pensaba regresar hasta más tarde. Intentó pedirle que le compartiera su ubicación, pero Caroline se negó. Necesitaba este momento a solas con Luan, y nada ni nadie atentarían contra su paz espiritual.
La joven terminó la llamada, no sin antes prometer que en la tarde regresaría. Le devolvió el teléfono a Luan con una sonrisa, dispuesta a disfrutar de su día juntos.
―Adelante.
El biólogo puso el auto en marcha y condujo en silencio por varios minutos. Caroline se distrajo mirando la vegetación, las aves, hasta que en momento dado debieron detener el auto pues un grupo de rinocerontes se hallaba cruzando la vía. Los animales los miraron con interés y malhumor, pero no fueron agresivos.
Caroline no tenía miedo, se levantó del asiento y tomó fotos sin bajar el auto. Luan no se lo había comentado, pero en la camioneta llevaba un rifle, y algunos tranquilizantes, en caso de que tuviesen algún altercado, si bien no eran frecuentes.
―El primero de los cinco grandes ―le dijo Luan―, ojalá podamos ver muchos más y sea nuestro día de suerte.
―Es nuestro día de suerte ―le respondió ella sonriendo y con la cámara en mano.
―Quedan pocos en el mundo en estado salvaje; el rinoceronte negro y el de Sumatra son los más amenazados ―le contó―. Los cazan mucho por sus cuernos. Se cree que moliéndolos se obtiene un polvo que puede curar ciertas dolencias como el reumatismo. ¡Es un horror pensar así y cazarlos por eso!
―Lo siento mucho...
―Yo también; por fortuna en Timbavati están seguros, aunque a veces se han escabullido cazadores furtivos.
―¿Y los han atrapado?
―No siempre; lamentablemente a veces llegamos tarde ―contestó con pesar―. La reserva es un área bastante grande que se une con el Kruger. Es difícil tener control de todo, pero lo intentamos por el bien y la seguridad de los animales.
Caroline lo admiraba cada día más, aunque no se lo dijera. Volvió a sentarse a su lado y continuaron el trayecto cuando los rinocerontes terminaron de cruzar. Luan se dirigió a los márgenes del río Timbavati, que ofrecía un espectáculo hermoso. Del otro lado de la ribera, unos elefantes tomaban agua y se bañaban utilizando su trompa. Un grupo de búfalos también merodeaban por el lugar, pastando tranquilamente.
La camioneta se hallaba bajo la sombra de un árbol, pues el Sol comenzaba a sentirse más con el paso de la mañana. Luan aprovechó la oportunidad para buscar en la parte de atrás algo de comer. Le brindó a Caroline un paquete de muffins y una bebida helada de arándonos.
―Gracias.
―Imaginaba que tendrías un poco de hambre.
―Así es.
Comieron en silencio, Caroline con la mirada perdida hacia los elefantes. Más atrás de ellos un par de jirafas corrían por la sabana. Era increíble que pudiesen alcanzar aquella velocidad, a pesar de ser tan altas.
―Carol... ―Él colocó un mechón de su cabello por detrás de la oreja y acarició su mejilla. Ella lo miró a los ojos: las esmeraldas africanas que tanto le gustaban. En lugar de hablar le dio un beso.
No habían vuelto a besarse desde el globo, pero incluso con los pies en la tierra la sensación continuaba siendo la misma. Estar con él era demasiado hermoso, aunque podía comprender sus miedos, del mismo modo que ella aún tenía los suyos.
―No pensemos demasiado en esto ―le propuso muy cerca de sus labios―. Tal vez si reflexionamos mucho nos gane el miedo, y yo no quiero que el temor a intentarlo me aparte de ti.
―Yo no quiero que nada me aparte de ti, Caroline, pero hay demasiado en contra...
―No hay nada en contra.
―Vives en otro país, África solo será una parte de tu vida.
―Una parte importante de mi vida ―contestó―, o tal vez mi vida entera.
―Carol... ―Él aún tenía dudas, tenía el corazón demasiado herido―. ¿Y Franz?
Ella se apartó un poco cuando escuchó su nombre. Luan tenía derecho a preguntar, a fin de cuentas, Franz había sido alguien muy importante para ella.
―A veces es difícil reconocer cuando el amor se ha muerto, pero el nuestro tiene dado el golpe de gracia. Además de lo que ya conoces, Maximilien me ha advertido de algo que nos llevó a una pelea muy seria.
―¿De qué te advirtió?
―Al parecer Franz tiene otra relación; mi hermano no tiene pruebas y no ha querido ser concluyente al respecto, pero confío en él con mis ojos cerrados, mucho más de lo que podría confiar en Franz. Él se ha ofendido, por supuesto, pero yo no podía sostener esta relación por más tiempo sobre la base de una mentira o de un posible engaño. De cualquier forma, lo que sucedió no guarda relación con nosotros. No estoy aquí contigo por despecho o por el corazón roto, estoy contigo porque lo necesito y me haces feliz. ―"Porque te quiero" le parecía demasiado precipitado, tal vez, pero lo pensó y lo sintió en su corazón.
―Entonces no tengo que preocuparme por nada, solo por continuar haciéndote feliz, del mismo modo que yo lo soy cuando te tengo a mi lado ―le contestó con voz queda.
―De aquí en lo adelante seremos solos los dos, los responsables de labrarnos el camino, que nos llevará tan lejos como nos dicten los sueños. Lo demás, no importa.
―Quiero creer en eso, que lo demás no importa... Aquí, perdidos del mundo, con el río Timbavati de testigo, quiero confiar en que seremos los arquitectos de ese futuro.
―Timbavati de testigo entonces ―le dijo ella con una sonrisa mirando por un instante al río. Cuando giró de nuevo el rostro se encontró con los labios de Luan, más ardorosos que nunca, porque esta vez tenía más motivos para confiar en el destino, en la providencia, en la vida...
―Caroline, mira ―le dijo de pronto apartándose de ella y señalando con el dedo a unos metros de distancia―. ¡Es Oliver!
El hermoso león blanco se acercaba lentamente a beber agua a pocos metros de ellos. Caroline lo había visto en una diapositiva de la exposición de Luan, pero era mucho más hermoso de lo que recordaba. ¡Majestuoso y especial con su níveo color! La pareja compartió una mirada cómplice y sonrieron alegres, Caroline sabía que toparse con un león blanco, para la tradición sudafricana, era augurio de buena suerte. Y eso necesitaban para su amor: muy buena suerte.
Luan y Caroline anduvieron por los distintos senderos en busca de animales y de excelentes sitios para hacer fotos. En las siguientes horas divisaron a una manada de licaones, que eran conocidos como el perro salvaje africano.
En la rama de un árbol, durmiendo una apacible siesta, hallaron a un guepardo, que ni siquiera se inmutó con su presencia. Eran difíciles de hallar, así que Caroline no lo pensó dos veces antes de apretar el obturador. Con este avistamiento, ya tenían la fortuna de haberse encontrado con los cinco grandes, pero esa meta no supuso en lo más mínimo el final del viaje.
Almorzaron a las tres de la tarde, mientras observaban a unos hipopótamos en una parte del río. Luego continuaron camino, sin rumbo fijo. Cada vez que paraban, Luan hallaba oportuno descanso en sus besos, la abrazaba muy cerca suyo y podía notar como sus caricias la privaban del aliento. Caroline terminaba con las mejillas ruborizadas, y con una amplia sonrisa que lo instaba a continuar. A amarla sin temor, a pretenderla sin considerarse menos, a soñar con ella...
Dos horas después, se toparon con una manada de leones en la distancia, y a dos cachorros, no tan pequeños, que se notaban en el grupo.
―Son hermosos.
―Los veo a ellos y pienso en Gertrude. ¡Pronto tendrá los suyos!
―Y tú probarás el éxito de tu protocolo ―le dijo ella orgullosa dándole un abrazo. Luan le robó un beso.
―Carol, hay algo que me preocupa... ―hizo notar después―. En esta área no tengo señal, y temo que exista algún problema. Nos hemos ausentado por bastante tiempo, y aunque tengo la radio...
―Todo estará bien ―le dijo Caroline confiada―. Quisiera ver el atardecer contigo...
―Me encantaría, pero mejor lo vemos desde casa. En lo que vamos retornando quiero parar en un sitio especial para mí.
―De acuerdo.
Luan puso a cargar su teléfono en la camioneta, pues además de la falta de señal se estaba agotando la batería. Cuando terminó de hacer esto, encendió el motor y condujo por cerca de media hora. Caroline, a su lado, no tenía deseos de regresar, se sentía como en una burbuja y no quería despertar de ese sueño que estaba viviendo a su lado.
A lo lejos podía observarse un árbol inmenso, de más de diez metros de alto, y con un ancho tronco.
―Hacia él nos dirigimos ―le explicó Luan―. Es un baobab. Mi abuelo decía que tenía centenares de años, y que pueden vivir hasta mil.
―¡Es impresionante! ―exclamó Carol cuando se acercaron.
―La leyenda cuenta que el baobab era el árbol más bonito de todos, y muy diferente a la forma que le conocemos. Un día el baobab decidió crecer más y más, para llegar al cielo y ser como los dioses. Estos, al comprender que con su crecimiento estaba privando del Sol al resto de los árboles, lo castigaron quitándole su belleza.
―Sin embargo, es hermoso a su manera. ―Caroline le tomó varias fotos mientras se acercaban.
―Es peculiar, único. Tiene una belleza propia.
―La primera vez que leí acerca del baobab lo hice con El Principito. Él estaba preocupado porque los baobabs, al crecer, destruyeran su hogar.
―Lo conozco, es una licencia creativa. En realidad, los baobabs no son peligrosos, y sí muy importantes para la naturaleza. De pequeño leía El Principito, pero también escuchaba las leyendas de mi abuelo.
―¿El padre de Quentin o de Kande?
―El padre de Kande, mi abuelo negro. Me decía que debemos estar conformes por como somos y no ambicionar ser como los otros... Mi abuelo sabía que la discriminación me afectaba mucho, pues era un niño y no entendía muchas cosas. Ahora agradezco su sabiduría.
―No tienes que envidiarle nada a nadie, Luan ―le dijo ella con ternura―. El color de tu piel es hermoso... No imaginas lo atractivo que es.
―¿Soy atractivo? ―repuso él riendo y subiendo una ceja.
―Un poco ―Ella también rio y le dio un beso antes de bajar de la camioneta.
El árbol era gigantesco en altura, y su tronco era muy ancho, tanto que había que caminar bastante para recorrerlo por completo.
―Ven, quiero mostrarte algo. ―Luan la tomó de la mano y rodearon el árbol hasta un punto determinado. El biólogo hizo a un lado una hiedra que cubría aquel lado del baobab, dejando al descubierto una especie de puerta.
―¿Qué es?
―Muchos baobabs son huecos en el interior. Mi abuelo construyó un pequeño refugio para mí dentro de él. ¿Te animas a entrar?
―¡Por supuesto! ―exclamó la princesa.
"¿Por qué no había hecho nada semejante cuando era niña?" Lo cierto es que tuvo una infancia bastante tranquila, ajena a aquellas fascinantes aventuras que Luan había vivido con su familia.
El biólogo se auxilió con un cuchillo para abrir la puerta. Tomó una linterna del pequeño bolso que llevaba a cuestas e iluminó el interior.
Caroline demoró un poco en habituarse a la oscuridad, aunque luego percibió que no estaba del todo en tinieblas. Unas pequeñas rendijas en la madera filtraban la luz. Había una mesa de madera con sillas, una alhacena y una hamaca que colgaba sujeta a dos postes.
Luan encendió pequeñas lámparas de aceite que colgaban en botellas de vidrio. El ambiente que crearon era muy íntimo, como si se tratasen de luciérnagas sobrevolando el interior del baobab.
―Jamás pensé que me hallaría dentro de un árbol. Este sitio es precioso y está muy bien conservado.
―Lo mantengo limpio, y vengo con regularidad. Sigue siendo mi refugio. ―Luan la llevó hasta la alhacena y tomó de ella una bolsa de frutos secos para compartir―. ¿Tienes hambre?
―No. ―Caroline se acercó más a él y le dio un beso, tan intenso que hizo que la bolsa se le cayera al suelo.
Las manos de Luan bajaron por su espalda, acariciándola por encima de la tela.
―¿A cuántas mujeres has traído a aquí? ―le preguntó al oído.
―Tú eres la primera ―confesó.
Aquella declaración bastó para que Caroline sonriera y Luan continuara con el peligroso juego que habían comenzado. Sus manos exploraron por debajo de la tela, pero el espacio era demasiado exacto. Siguiendo un súbito impulso, comenzó a desabotonar la blusa de la princesa, mientras la observaba a los ojos. La luz de las lámparas de aceite se reflejaba en sus pupilas, y aquel fuego que destellaba en su mirada lo hizo proseguir, tanteando con torpeza cada botón que, vacilante, se iba abriendo finalmente a él.
Caroline hizo lo mismo: desabotonó uno a uno los botones de su camisa, dejando al descubierto aquella piel de bronce con la que tanto había fantaseado en los últimos días. Un suspiro salió de sus labios, más aún cuando sintió que se quedaba frente a él vestida únicamente por el sujetador blanco que llevaba.
―Eres hermosa ―expresó él, con la voz demasiado turbada.
―Tú también. ―Caroline jaló su camisa hasta dejarla caer al suelo. La imagen de Luan la hacía estremecer. Él era perfecto. Colocó la mano encima de su pecho, y exploró cada centímetro con las palmas de sus manos. Hervía, como la forja del bronce, como un volcán a punto de explotar, pero el peligro no le importaba en lo absoluto; se inclinó sobre él para besarle el lado izquierdo del pecho donde se hallaba su desbocado corazón.
Luan no pudo contenerse, la hizo incorporar para besarla apasionadamente mientras la cargaba con un rápido ademán. Caroline se afincó a sus caderas con sus piernas dobladas y se dejó trasladar hasta quedar encima de la mesa. Luan continuó besándola, bajó por su cuello, llegó hasta la entrada de sus pechos y no se detuvo... El baobab era su refugio, testigo de sus sueños infantiles, pero ahora, también, era el refugio de los dos.
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