· Blackbird ·
Apenas dos meses antes de dar a luz, Amelia no esperaba encontrarse de nuevo cara a cara frente a Lord Voldemort. Aquella perspectiva era precisamente lo que la había instado a hacer las maletas de manera apresurada años atrás y largarse sin decir adiós. Quería alejarse a sí misma de todo aquello y proteger su nueva vida de encontronazos indeseados como aquel.
Pero se dijo que aquella sería la última vez. Habló sin dudar ante su presencia, midiendo con sumo cuidado su tono de voz para aparentar seguridad, a pesar de que sentía que él podía mirar a través de sus intenciones. Que, al igual que ella, era capaz de saber si alguien mentía.
Solo que Amelia dijo la verdad. Por primera vez, después de veintitrés años, Amelia fue sincera cuando uno de ellos le preguntó algo verdaderamente importante. Su mirada no flaqueó lo más mínimo, ni tampoco la mano que reposaba sobre su pronunciada barriga, mientras enunció las palabras que podrían sentenciar a miles de personas y darle un giro irreversible a la guerra.
Por primera vez, Amelia puso las necesidades de su familia, la buena, por delante de todos los demás. Sabía que, si no contaba lo que sabía, ellos serían capaz de arrebatarle lo que más quería en un abrir y cerrar de ojos. Sin dudar. Y ella lo había dado todo por protegerlo.
Se arrepentiría de aquello para siempre. Pasaría noches en vela años más tarde, recordando lo pequeña que se sintió ante aquella mirada de serpiente que la observaba como si fuera algo maravilloso. Recordaría el regocijo y la inquina en los ojos de sus padres y su hermano mayor mientras la escuchaban relatar algo que la hacía sentirse humillada. Disfrutaban más de su desgracia que del acto que estaba teniendo lugar. Recordaría, también, la mirada apenada de Alfred antes de dejar que hurgaran en su mente para comprobar que lo que había contado Amelia era cierto.
Lord Voldemort les dejó marchar, pero jamás se fue de la cabeza de Amelia. Le acompañaría todas las noches de todos los días de su corta vida. Su sonrisa siniestra aparecería en todos sus sueños, cada noche cuando arropara a su hija, recordándole lo que había dado a cambio de su protección.
No se arrepentía, pero sentía esa misma aversión por sí misma que sintió en el avión de camino a Chicago años atrás. Esa desazón provocada por el egoísmo, por ponerse a sí misma por delante de Eva y de Sybill. Ahora había puesto a Emma por encima del futuro de cientos, miles de nacidos de muggles. Le había dado a Lord Voldemort el conocimiento sobre cómo matar a su verdadero enemigo. Fuera quien fuera.
Ese mismo egoísmo era el que sentía Eva en ese momento. 20 de abril era la fecha que había marcado en su calendario hacía meses, la última vez que había podido ver a Sirius. En aquella ocasión, se habían marchado de manera precipitada porque habían escuchado un estallido y gritos cerca de Gringotts. El ambiente estaba cada vez más tenso, y los periódicos anunciaban una nueva muerte —si es que había suerte de que fuera solo una— cada día. Verse era tan arriesgado como gritar en mitad de una reunión de seguidores de Voldemort que estaban en contra de lo que estaba ocurriendo.
Eva se sentía terriblemente egoísta porque había obligado a su hermana a entregar esa información tan sumamente esencial. Había llevado a su familia, aquello que Amelia más detestaba, a su propio hogar. Había provocado que hirieran a Alfred y había forzado a su hermana a venderse a cambio de su propia seguridad. Se reprochó durante noche tras noche aquella desesperación que la había llevado a buscar la ayuda de su hermana para deshacerse de su propio embarazo o para que la convenciera de seguir adelante. Se reprochó el ser tan débil.
Y esa horrible sensación de impotencia y culpabilidad son como la pólvora. Como el fuego que hace hervir el contenido del caldero. Eva se encamina ese 20 de abril enfundada en un abrigo que oculta su figura y sujetando un bolso en el que lleva una gran parte de su armario, sus partituras más preciadas y un único libro: Emma, de Jane Austen. Aquel que le dejó Amelia. Lo lleva siempre para acordarse de ella y de su sacrificio; igual que siempre lleva las uñas de color granate oscuro en su honor.
Está decidida a hacerlo. A largarse de una vez por todas. A dar el salto más suicida de todos por proteger lo que lleva en su interior, igual que su hermana hizo un mes atrás. Secretamente, da ese salto también por sí misma. Porque se lo merece. Porque lleva años reprimiéndose y clavando las uñas en la tierra para evitar caerse. Tiene que intentarlo de una vez. Tiene que extender sus alas e intentar echar a volar.
Sirius la espera en el callejón. Eva estudia su figura desde lejos y la memoriza: observa la forma de sus hombros, las ondas de su cabello negro, la elegancia de su postura. Siempre piensa que, por mucho que Sirius se esfuerce por ser un rebelde y por ser la oveja negra, una parte de él siempre será el verdadero y legítimo heredero de la casa Black. Nunca podrá quitarse la alta alcurnia de encima, por mucho que le pese.
Lo estudia desde lejos como si fuera aquella la última vez que lo va a ver, cuando tiene la intención de que sea todo lo contrario. Le va a decir que sí a la pregunta que lleva más de un año haciéndole sin parar. Se va a ir con él de una vez por todas.
Cuando se abrazan, Eva esconde la nariz en su clavícula y aspira. Su perfume presenta la misma contradicción que su postura: huele a grasa y gasolina de su motocicleta muggle, pero también huele a bergamota y a almizcle. Una fragancia cara, con gusto.
Sirius hunde sus uñas, con restos de grasa que no ha conseguido quitarse a pesar de haber frotado incesantemente, en el cabello negro de la nuca de Eva. Acaricia la trenza hasta donde le permite la extensión de su brazo. Le gusta tanto su pelo que sueña con perderse en él.
—Vámonos —suplica Eva.
Sirius abre los ojos con conmoción. Se aleja lo suficiente como para mirarla bien a la cara y tuerce las cejas, mostrando su vacilación.
—¿A dónde quieres ir?
—Lejos, Sirius. Vámonos y no miremos atrás.
Cuando Sirius sonríe, Eva se siente capaz de todo. El vacío que tiene que saltar le parece más estrecho. Le parece, incluso, posible, aterrizar sana y salva al otro lado. Con esa sonrisa, Eva estaría dispuesta a volver a casa y enfrentarse a sus padres. Mataría a su hermano si Sirius se lo pide. Nunca se sintió tan segura de sí misma como se siente junto a Sirius. Quiere decírselo: nunca fui feliz hasta que apareciste tú.
Le llena el corazón de energía. Se siente viva, por primera vez en mucho tiempo. Le castañean los dientes por los nervios, siente el estómago danzando en su interior, como si quisiera saltar de pura emoción.
A miles de kilómetros, al otro lado del océano, Amelia siente algo muy similar. Sin que Eva lo sepa, su felicidad se proyecta en la mente de su hermana y la hace sonreír con el mismo alivio sobre su camilla. Está sudorosa, odia tener que estar de piernas abiertas frente al tío de Alfred y jura y perjura que no tiene fuerzas para empujar una vez más, pero se decide a hacerlo porque, si Eva puede sonreír así, ella también puede hacerlo. Ella puede darle la bienvenida al mundo a su hija y nombrarla en honor a su hermana pequeña, con el nombre de su personaje literario favorito y con su misma inicial.
—Ya casi lo tienes, Mel —la anima Alfred, sabiendo que la pronunciación de su apodo ya no llamará a los mortífagos a la puerta de su casa. Nunca debieron levantar el hechizo protector el día de su boda, pero, de nuevo, Amelia confiaba en que su hermana quisiera buscarla. Siempre confiaría en ella, a pesar de los errores que cometiera.
—Un poquito más, vamos, vamos. —Rebecca Wytte, su nueva vecina, sujeta su otra mano. Viven en la casa de al lado en Greylock Hills, su nueva residencia, y ella tiene una niña de apenas siete meses en casa que se llama Arianne. Han prometido que sus hijas se criarán juntas.
Amelia asiente. ¿Desde cuándo es incapaz de hacer algo? Ella sabe que saldrá bien. Que pronto sujetará en brazos a una preciosa niña de ojos verdes con la misma sonrisa amable de Alfred. No puede esperar a tenerla junto a ella, y por eso empuja un poco más.
Esa misma felicidad que siente Eva al ver sonreír a Sirius es la que provoca su caída en picado.
Pasa de la euforia más placentera a la desolación más devastadora.
Porque, de repente, sin previo aviso, Sirius deja de sonreír. Y Eva deja de creerse capaz de saltar, o de hablar, o de hacer nada.
—¿Qué ocurre?
Ve la negativa en su mirada antes de que él se atreva a formularla. Ve el recorrido de su nuez en su garganta, tragando con dificultad. Observa con el peor de los pesares cómo su mano deja de sujetar su cadera para buscar refugio en el bolsillo de su gabardina. Ese gesto parece que le aleje de ella unos cuantos kilómetros. Cuando Eva le vuelve a mirar a los ojos, no tiene ni idea de quién es la persona que tiene enfrente.
—No puedo irme ahora.
Se detiene el tiempo. Eva intenta inspirar para ver si así el segundo siguiente pasa más rápido, pero el aire parece no querer entrar en sus pulmones. Se ha quedado retenido, igual que siente que se le ha quedado parado el corazón. Tiene ganas de darse un puñetazo en el pecho para reavivar lo que se ha quedado muerto. Tiene ganas de darse otro en la mejilla, para hacerse reaccionar y recordarse que siempre había pensado que ese momento llegaría. Que Sirius no querría estar con ella.
—¿Por qué?
Esa interrogación va más allá de por qué no puede irse ahora. Eva le pregunta por qué está rompiéndole el corazón así, sin más. Cuando, hace apenas un minuto, la abrazaba como si su vida dependiera de ello.
—La Orden.
Eva no entiende esas palabras. Le suenan a una estupidez sin saber lo que significan, porque son la causa de su caída en desgracia.
—Me he unido a La Orden del Fénix para luchar contra Él, Evie. Últimamente está más fuerte que nunca, pensamos que tiene algún tipo de arma y... No puedo marcharme ahora.
—Sí puedes —le recrimina ella. Nota el sabor de la sangre en su lengua después de haberse mordido las mejillas con fuerza por la rabia y el despecho—. Lo que pasa es que no quieres hacerlo conmigo.
—No digas tonterías, Eva.
Eva.
—¡Tonterías! —brama ella. Da otro paso atrás y lo siente a otros cientos de kilómetros. Le será imposible saltar sin caerse—. ¡Llevas más de un año pidiéndomelo y ahora, cuando yo quiero, son tonterías!
—¡Estamos en guerra! ¿En quién me convierto si me largo ahora cuando más me necesitan?
—En Amelia, Sirius, te conviertes en Amelia —rebate ella, con la furia encendiendo su mirada—. Y, ¿sabes qué? ¡Que Amelia ha hecho su vida y se ha casado y va a tener una niña y...!
Sirius bufa al escuchar aquello. Ese resoplido suena igual que el crujido del corazón de Eva.
—Yo no quiero esas cosas, Eva, ¿o es que no me conoces? Yo quiero luchar y ser parte de algo más grande, no tengo sueños tan pequeños—explica él, pasándose las manos por el cabello—. No voy a dejar de lado a mis amigos, mi familia, por huir de todo y salvarme el culo. No soy así.
—Ellos son tu familia, ¿no? Yo no soy nada...
Sirius alza la mirada. Se arrepiente de lo que ha dicho.
—Eso no es cierto, Eva. Tú también lo eres todo para mí. Podemos estar juntos sin tener que dejarlo todo atrás, ¿sabes? La Orden te puede proteger.
—La Orden se puede ir a la mierda.
Eva se lleva la mano al estómago para proteger a su bebé. Sirius ni siquiera se da cuenta, porque no tiene ni idea de qué ha incitado a Eva a querer marcharse de repente. Ni siquiera se plantea que aquello que acaba de jurar no querer, es precisamente lo que Eva más quiere.
—¿No puedo tener ambas cosas, Eva? ¿No puedo luchar y defender a la gente que quiero y tenerte a mi lado?
Eva siente ganas de escupir. O de gritar, pero siente que si grita, se desmoronará. Que la bola de odio, reproches y arrepentimiento que siempre tiene en su interior saldrá por fin y la dejará vacía. Quiere gritarle que no es justo que la ponga en esa posición. Que le hace parecer la mala, cuando no lo es.
—No puedo quedarme aquí, Sirius. No lo entiendes.
—Tú tampoco lo entiendes, Evie. Nada me gustaría más que poder estar contigo, perdidos en algún sitio donde nadie nos conozca, pero no puedo hacerlo. No ahora.
—Tiene que ser ahora.
—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado desde las navidades pasadas?
Esperan una hija. Eso ha cambiado. La de Amelia, está a punto de llegar. Solo le quedan unos empujones más.
—Yo he cambiado, Sirius. O me dices que sí, o será un no definitivo.
—Evie...
—Sirius.
Se miran a los ojos. Eva siente que su análisis ha terminado por completo. Que se ha aprendido su figura y su rostro y sus gestos a la perfección y por eso no necesita mirarlo ni un segundo más. Cuando Sirius vuelve a hablar, suena a despedida. Eva ha imaginado ese momento cientos de veces, pero nunca pensó que sonara igual que un disparo directo hacia su pecho.
—Lo siento, Evie.
En un pueblo de Massachussets, a las 12:24 de la mañana del 20 de abril, nace Emma Rose Blackwood. Lleva el nombre que más le gusta a Eva y la flor que tanto le recuerda a Alfred. Lleva un apellido que a Amelia le agrada mil veces más que el que solía acompañar a su propio nombre con anterioridad. Casi parece de una vida que ya no existe. El contador se pone a cero ahora que sostiene a su hija en sus brazos.
Al tenerla en su regazo, Amelia ve imágenes de una niña de pelo castaño y trenzas que vuela sobre la escoba como si no la necesitara para hacerlo. Es una niña que sabe extender sus alas y sabe hacer felices a los demás con solo una sonrisa. Sabe que ha merecido la pena mientras la sostiene en sus brazos.
—Hola, pajarito —susurra, acariciando con sumo cuidado la punta de su nariz. Alfred ahoga un sollozo de emoción.
En aquel callejón tenebroso de Londres, lo que sostiene Eva es su corazón. Siente que ya no lo necesita, porque ha dejado de hacer su función. Siente que se ha roto en mil pedazos y nunca, jamás, podrá volver funcionar. Sin embargo, cuando cierra sus ojos, casi siente a Amelia sosteniendo a su niña en brazos. Y eso la lleva a colocar una vez más la mano sobre su vientre.
Se decide que le dará su corazón solo a ella, a Bella. Que no volverá a amar a nadie que no sea esa niña. Que le dará la vida que no tuvo y el amor que ella jamás recibió. Que se asegurara de hacer lo que sea para que ella sea feliz, feliz de verdad. Lejos de esa familia que jamás la querrá.
Sin saberlo, las dos hermanas sostienen el futuro en sus manos. Se prometen entregar su cariño absoluto a sus hijas.
Sin saberlo, las dos hermanas firman, así, su sentencia de muerte. Incluso cuando crucen al otro lado, jurarán y perjurarán que jamás se arrepentirán de dar su vida a cambio de la de sus hijas.
Eva diría que, a veces, el amor, aunque es esperanzador y es placentero, duele. Te diría, con los ojos cargados de lágrimas y una sonrisa que derrocha melancolía, que no hay nada más devastador que el amor.
Amelia diría que, a veces, el amor, aunque es egoísta y es amargo, es incondicional. Te diría, mirándote bien a los ojos para que la escuches y sujetándote las manos con fuerza para darle peso a su argumento, que el amor es aquello que jamás muere y siempre permanece.
Me despido en el siguiente capítulo ↪
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