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Se sentía en paz, flotando en la oscuridad como si fuese el agua salada, pero no sabía si tenía los ojos abiertos o, por el contrario, estaban cerrados.

Cuando el tiempo dejó de importar, cuando terminó de contar más allá de los diez mil mentalmente desistió de intentarlo, empezó a analizar su situación. Solo pudo sentir que estaba bien, libre de dolores musculares por años de actividad constante, libre de los lúgubres recuerdos que asaltaban su mente cada vez que cerraba los ojos.

Si esto era estar "muerto" como tal, explicaría la falta de molestias físicas, pero no las mentales. No había sido una buena persona en vida, era un asesino y por todas las vidas que había segado se merecía ir al infierno y pudrirse ahí, aunque estar en un sitio cálido peleando sin descanso y con una buena música de fondo le atraían mucho más que la otra alternativa.

— Pelayo Beleric de la Espada, — Aquellas palabras atravesaron el denso puré que era aquella oscuridad hasta llegar a él, solo para hacerle recordar su propio nombre. — ¿Te consideras bueno o malo?

Aquel puré de oscuridad empezó a moldearse, adoptando el aspecto de un rostro sombrío, de cejas delgadas y mandíbula afilada. El contorno de sus ojos, compasivos, se aclararon suavemente hasta alcanzar una tonalidad gris clara.

— Soy un asesino, he matado muchas veces. No creo que necesites que te responda a la pregunta.

— Sé lo que hiciste y el porqué. Pero te he preguntado tu propia opinión, si necesitas un recordatorio para aclarar tus ideas podemos ir.

A su alrededor todo comenzó a moldearse adoptando un paisaje desértico al pie de una cordillera rojiza, uno que era demasiado familiar para su gusto. Construido al resguardo de un saliente, un pequeño cobertizo de adobe rectangular se mantenía al resguardo del implacable sol del medio día. Los berridos de las cabras se alzaban desde los senderos ascendentes, adornados por los esporádicos arbustos a medio comer.

Frente a la cabaña, y ante la presencia esotérica de Pelayo, se encontraba un niño pequeño, de piel morena y ojos inocentes, concentrado en comprender que era el cordel que apresaba sus muñecas mientras los adultos hablaban entre sí. Supo reconocerse en su niñez y el momento que representaba su entorno, no fue uno agradable.

Las caras de sus padres se encontraban borrosas, ocultas bajo un nubarrón de oscuridad, salvo por los turbantes y mantos blancos que cubrían sus cabezas ocultando sus pelos. Él tercero, un hombre a finales de los cuarenta, de piel morena, turbante adornado con hilo de plata y barba canosa hablaba sin parar, elogiando la decisión de los progenitores, terminando por entregarles un grueso fajo de billetes ocres a la par que recogía el extremo del cordel de las manos de su padre.

— Durante años los condenaste, los odiaste por venderte a un esclavista aun siendo el hijo mayor. Tanto que olvidaste tu nombre verdadero, olvidaste sus caras y a todo tu árbol genealógico.

Claro que los odiaba, lo condenaron a luchar por cada segundo de su vida. Fueron los primeros en repartir sus cartas, crecer como un esclavo y perder la inocencia, y jamás intentaron recuperarlo.

Antes de poder emitir un gruñido, o cualquier otro, las caras de sus padres se despejaron de aquel borrón, y lentamente empezaron a detallarse. La cara afilada de su madre, con la tez morena, con la piel seca se veía demacrada por el hambre. Sus ojos almendrados se encontraban cerrados, dejando que sus lágrimas se quedaran en sus pestañas atrapadas por el polvo.

Su padre, de tez clara y con unos ojos feroces, se encontraba peor que su esposa. Las mejillas marcaban las siluetas de sus dientes, y los huecos dejados por las piezas faltantes, mientras que sus brazos temblaban ante el peso del cordel.

Lo único común entre ambos era latente en ellos, y por una vez la perspectiva contemplando todos los datos. Sus padres lo vendieron por la desesperación, ellos se morían de hambre mientras él estaba en un mejor estado de nutrición, y explicaría porque nunca trataron de reencontrarlo.

— Pero ellos murieron una semana después de venderte, al igual que muchas otras familias de la región, nunca tocaron el dinero. Les pesó más la conciencia.

El entorno volvió a cambiar, abandonando la amplitud del campo por un entorno más cerrado, detallando la entrada a una caverna custodiada por una oxidada verja de hierro remachada por varias placas de distintos grosores. Las edificaciones estaban excavadas en la roca, a su vez reforzadas por vigas u otras edificaciones metálicas, hasta unirse a las externas formando un pequeño fortín oculto entre los numerosos desfiladeros.

Cerca de la puerta se encontraba un numeroso grupo de niños, vistiendo telas de artillería mientras aguantaban bajo el ardiente sol del mediodía.

El capataz de la guarnición saludo al mismo hombre que lo había comprado, tratándolo con reverencia, y guiándolo hacia un palanquín para abandonar la estructura más allá de lo que se podía ver.

Con un golpe de silbato la guarnición se movilizó sobre los paseos de guardia, asentándose en las pasarelas mientras preparaban sus armas, hasta que una pequeña sección de la verja se deslizó hacia la derecha. Gracias a su posición la luz no lograba penetrar en las tinieblas.

El murmullo ante el movimiento armado se afianzó en el grupo. En ese momento Pelayo no entendía la multitud de idiomas y dialectos, incluso ahora le costaba traducir la multitud de lenguas.

— Aquí creciste, aquí aprendiste y aquí sufriste.

La mayoría de los rostros continuaron sin ningún detalle o siquiera una característica, ya fuera porque los esclavos estaban rapados o que los miembros de la guarnición ocultaban sus rostros con amplios turbantes anaranjados, todo empezó con el ensordecedor disparo a espaldas del grupo y, como una enfermedad, el miedo se extendió entre los niños. Obligándolos a correr directamente a la única apertura que vieron.

Desde su sitio contempló como el grupo corría a su alrededor, ignorándolo y solo preocupándose de ponerse a salvo. Debido a la estrechez de la entrada muchos se empujaban mutuamente o trataban de colarse, y en su pánico las primeras víctimas en caer murieron aplastadas por los centenares de pies.

Una vez al otro lado una extensa red de cuevas descendentes oscuras y húmedas les dio una gélida bienvenida. Las pocas fuentes de luz que iluminaba escasamente la entrada, permitiendo a todos ver algo más que sus propias narices, provenían de las lámparas dentro del paseo de ronda gracias a los estrechos orificios en las rocosas paredes.

Esta vista trajo un vil y amargo recuerdo a su mente. Fue gracias a esas malolientes cuevas que conoció el significado de morirse de algo. En el Pozo se daban la mitad de las raciones para un cuarto de los esclavos, obligando a matar para tener algo que llevarse a la boca. Sus primeras cicatrices fueron en los recovecos más oscuros, todas al perder su comida.

Las escenas pasaban ante sus ojos en un simple patrón, ser apaleado y comer las migajas que podía recolectar. Todo mientras su aspecto se iba deteriorando, con el paso de las escenas el cuerpo gordito de su niñez había sido sustituido por un aspecto esquelético y con el vientre hinchado. Sus ojos, que una vez tuvieron el brillo de la inocencia, eran sombríos y temerosos casi esquivos.

Su cuerpo estaba sucio con los rastros de sangre, orina y excrementos adheridos a su ropa, los más fuertes lo habían humillado al golpearlo y usando su ropa para limpiarse. Algo que no había beneficiado a sanar sus heridas, aun en su vejez podía sentir la picazón bajo la piel cicatrizada.

Como el más débil de todos fue expulsado a las cavernas más profundas, y más alejadas de la entrada. En aquella oscuridad se dejó desvanecer, dejando que el frío se adentrará aún más dentro de su cuerpo. No mantenía muchos recuerdos de aquellos días, tampoco eran sus favoritos, así que su único recuerdo fiable era la existencia de estrellas en el techo.

Algo que había mantenido el recuerdo era la presencia de musgos fluorescentes en los techos y esta no fue la excepción. Gracias al brillo de aquel musgo el interior de la gruta era visible tras adaptar la vista a la oscuridad y sólo entonces se podía apreciar la mitad de la extensión de esta.

Sus paredes, suavizadas por el paso del agua por dios sabe cuánto tiempo, se elevaban más allá de la visión, pero tenía las tres paredes contenían el interior en una forma triangular. Más de la mitad de la superficie estaba ocupada por un lago de aguas oscuras y traicioneras, gracias a los desniveles se habían formado pozas grandes y pequeñas ocultas bajo el nivel del agua. Solo en la orilla se podían vislumbrar los pequeños habitantes del lago. Peces y cangrejos adaptados a la oscuridad y al aislacionismo de la caverna bajaban lentamente por la masa de agua subterránea como silentes espectros blancos.

Nunca se había detenido a apreciar la belleza que existía, sin embargo, nunca encontró tiempo para hacerlo, era más beneficioso en aquel entonces tratar de aventurarse en los territorios de los otros y robar sus migajas. Ni siquiera se preocupó por saber cuánto tiempo había sobrevivido, durante mucho tiempo no se aventuró más allá de las cuevas cercanas y lo que encontró en ellas no fueron buenas noticias. Los esqueletos y cuerpos de los antiguos lotes estaban esparcidos por ellas, como si fueran fosas comunes, y el hedor estaba impregnado en las paredes, pero el hambre lo había empujado a saquear todo lo que pudiese encontrar.

Todo el tiempo que pasó ahí abajo, profanando a los muertos y temiendo a los vivos, había afectado a su mente hasta quitarle todo, todo menos el odio.

Durante mucho tiempo usó el odio como energía para mantenerse vivo, odiar a sus padres por venderlo, odio a sus compañeros por verse obligado a vivir como un ser inferior a los humanos. Odio a su dueño por mandarlo al Pozo y se odiaba a sí mismo por ser tan débil.

Ese odio lo mantuvo vivo en el Pozo, tanto que en el momento que su cuerpo dejó de seguir sus órdenes impulso a su corazón para seguir trabajando. Fue su odio el que despertó su afinidad, fue el cebo que atrajo a su espíritu y fue el mismo que llenó su mente para suprimir su miedo.

Libre del miedo se arrastró hacia las orillas del lago, hundiendo sus manos en la helada agua, para obligarse a esperar a que algún pez o cangrejo pasase cerca. Esas fueron las primeras comidas; insípidas, crudas y babosas. Comió hasta llenar su estómago y en bastante tiempo pudo dormir sin aplastar su vientre.

A sus ojos no era un recuerdo agradable, mucho menos cálido, pero fue la segunda carta que le dieron. Sabía lo que era estar en lo más bajo, sabía que era darse el golpe al bajar de clase y conocía el dolor constante de ver cómo su vientre se hinchaba y sucumbía a la inflamación.

Y una vez más la escena cambió manteniendo las cavernas más estrechas y secas, esparcidos por los suelos los cuerpos inertes decoraban la caverna. Los gritos de los esclavos luchando entre sí, dividiendo aún más las múltiples facciones restantes.

Esta vista solo trajo una sonrisa a los labios de un joven Pelayo, una sonrisa más similar al acto de mostrar los dientes entre los animales. Lentamente, había recuperado sus fuerzas, mejorando sus nulas habilidades para mantenerse en silencio como un carroñero a la espera de que el depredador saciara su hambre o a la oportunidad de ver una debilidad en una presa herida.

En su mente no recordaba quién lideraba cada bando, tampoco es que le hubiese importado, pero sí recordaba el momento exacto. La primera vez que había matado a alguien de forma directa y apenas lograba recordar algo de esa primera víctima, para su propia vergüenza.

Desde su posición, apostado sobre un saliente, vigilaba una de las escasas vías de huida de uno de los bandos con un viejo fémur amarillento sujeto con su mano izquierda. Acunado por las sombras y estando atento al ritmo de la batalla. Los gritos resonando y distorsionando en las cavernas sacudían su mente, solo ahora con los años pesando en su cabeza podía distinguir entre las voces, y era visible el dolor palpitante en su cabeza en su yo más joven. No tenía ninguna duda sobre el motivo, era una de las pocas cosas que recordaba con claridad.

Buscaba vengarse, obligar a aquellos que lo degradaron a tenerle miedo de que no vuelvan a salir de los agujeros más profundos. Tal y como él había hecho desde que llegó, como él había sufrido el hambre y el dolor.

La batalla había empezado a inclinarse hacia uno de los bandos, aplastando a los caídos a golpes o pisándolos, obligando a los remanentes del perdedor a huir por cualquier ruta disponible y para la desgracia de un pequeño grupo tomaron la ruta que vigilaba.

Sus pasos eran una mezcla entre estar calzado y quienes carecían de cualquier tipo de calzado, de marcha apresurada y sin rumbo más allá de no quedarse separado del grupo.

Seguirles el rastro no fue una tarea difícil, entre el estruendo y las conversaciones le resultaron de ayuda perfecta para recorrer los estrechos pasajes y túneles laterales. Todos ellos fueron descendiendo más y más, solo alumbrados por las antorchas portadas por los líderes.

Cuando casi llegaron a los límites de la red de cavernas llegó su oportunidad.

Una niña mayor se encontraba tumbada y gritando de dolor sobre varios esqueletos, una de sus piernas estaba perforada por varias costillas mientras que sus manos estaban llenas de piedras y astillas de hueso. Fue su primera trampa, no fue bonita y mucho menos elaborada que sus futuras creaciones, y había cumplido con su propósito.

Mientras ella seguía gritando y llorando el infante se deslizó fuera de las sombras, aun con aquella sonrisa.

— ¿Te acuerdas de mí? — Su tono, dulce y suave, consiguió atraer el interés de la mente de la niña, apartando la del dolor, todo para que el impacto de la cabeza redondeada del fémur impacte en su pierna sana, a la altura de la rodilla. — Porque yo sí me acuerdo de ti.

Ese punto desencadenó todo su odio y rencor, alimentando su satisfacción al escucharla gritar aún más alto pidiendo que se detuviese, balanceando con más fuerza su garrote. Con cada impacto deformaba más el cuerpo de su víctima, hasta que dejo de hablar, y no conforme con ello recogió un trozo puntiagudo de hueso mientras se sentaba encima de su abdomen. Con las manos juntas sujetando su nueva arma empezó a acuchillar el blando torso de la menor hasta estar cubierto de sangre.

Ya fuese por la adrenalina o la euforia de ver sangrar a quien empezó su caída lo llenó de felicidad, en su pequeña cabeza ese acto fue aquel que logró envalentonar le para buscar más víctimas. Entró al Pozo como un niño inocente, y salió como un monstruo rencoroso.

La última carta que recibió solo podría vivir si demostraba ser más fuerte que los demás.

— ¿Qué aprendiste de todo esto, Pelayo?

— Aprendí el precio de vivir como un humano, aprendí a sobrevivir como un monstruo.

Cuando todo volvió a la oscuridad sintió la presión de ser el objetivo de su mirada, como el peso de su silencio acompañado por su rostro inescrutable.

Contra su propia creencia en vida no estaba ni nervioso ni sentía miedo, al contrario, estaba tranquilo y sereno.

— Mi vida fue mía, al igual que mis acciones. Jugué con las cartas que me dieron, de haber sido otras habría jugado de otra forma. Todo para vivir como un humano digno.

La muerte continuó impasible, meditando el peso de sus acciones y sus palabras. Sus ojos se cerraron mientras su contorno se difuminó hasta perderse en la oscuridad, abandonado el espíritu del juzgado en la oscuridad. Solo y lejos de cualquier guía empezó a contar mentalmente para mantenerse ocupado; diez, cien, mil, diez mil, ...

Incluso ante las deidades el ser puesto en espera era algo que le hervía la sangre, ni siquiera los gobernantes de las alianzas se atrevieron a hacerlo esperar.

Entonces dio el primer paso, tras romper las barreras que le impidieron avanzar, para enfrentarse a la oscuridad. Su cuerpo, si es que podía llamarse así, se sentía muy pesado incluso bajo la influencia de su mente.

Mientras avanzaba en aquellos recuerdos más sentía que se alejaba del sendero de la deidad. La caverna que durante un año fue su territorio se materializó a su alrededor, desde el tufo a humedad y moho hasta el molesto goteo de las estalactitas. Aun con su nuevo lastre recorrió los senderos visibles, aplastando los viejos huesos o ignorando los cadáveres a su alrededor.

Su ascenso fue lento, obligado a buscar caminos y pasajes adecuados para su cuerpo, acompañado por una mejora del aire, alejándose del olor a podrido, húmedo y cerrado. A su alrededor las figuras del resto se fueron distorsionando sus cuerpos hasta que solo fueron simples sombras sin detalles, sus voces fueron sustituidas por el ruido de la estática. Sus acciones, antes tan detalladas y claras se volvieron cómo una secuencia de fotografías. Se sentía como estar atrapado en un videojuego de terror Ainu de los sesenta, ni siquiera uno mediocre.

Sin detenerse avanzó en aquella nebulosa, obligando a las sombras a su alrededor a desvanecerse con la simple presencia de su aura, hasta llegar a la entrada. Lejos de vislumbrar el techo pulido por los canteros, solo percibía una luz blanca, inmaculada e imperturbable. Algo en su interior le avisaba de que debía detenerse, que debía cesar en su intento de ir en contra de los designios de los dioses y cumplir con la espera impuesta por Azael. Por el contrario, otra parte le instaba a subir y abrazar a su suerte.

De todas formas, iría directo a los infiernos, si perderse en el purgatorio era su suerte la abrazaría. La elección estaba hecha, arder en calderos por toda la eternidad o adentrarse en el reino de los monstruos para participar en una pelea sin fin hasta ser despedazado.

Sus manos rozaron aquella luz, siendo invadidas por una calidez paranormal, mientras empezaba a trepar hacia su libertad. Subió y subió hasta que la luz logró iluminar todo su cuerpo. El calor y la suavidad se adhirieron a su piel, como un fiel compañero de viaje, hasta ser una constante.


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