NUEVE - EL PUNTO FINAL

Durante todo el resto de la jornada, Luke no podía sentirse de peor manera.

Casi no había comido nada en todo el día, en cuanto salió de la tienda de santería —luego de devolver la cruz de plata— se dedicó a dar vueltas con su camioneta por la zona costera de San Francisco, con la ansiedad y el miedo recorriéndole el cuerpo, volviéndose loco. Tiró el paquete de sal a medio usar en un contenedor de basura, y luego se sentó en el muro costero de la bahía, mirando hacia el horizonte con las manos en los bolsillos, aun palpando el reloj. Había oleaje, el agua se hallaba inquieta, como si supiera de alguna manera que él estaba cerca junto con su carga maldita. A lo lejos, donde la línea de agua terminaba en el horizonte, se podía vislumbrar una tormenta, por lo que era posible que a la noche lloviera, para colmo de males.

Su mente fluctuó a todo lo sucedido por enésima vez en aquellos días. Si lograba salir con vida, ¿qué haría luego de esto? Se preguntó. Lo primero sería arreglar la situación con su familia, más que nada con su padre. No podría explicarle nada acerca del reloj, no le creería, pero Luke estaba convencido que se hallaba bajo la influencia maligna del aparato y su dueño. ¿De qué otra forma, sino, podía escuchar voces en su cabeza? Además de reaccionar como lo había hecho, y su reciente afición a beber ron. Eso no era propio de él, jamás lo había sido.

Lo segundo que haría, sin duda, era abandonar el hobbie del submarinismo. Había aprendido la lección, y aún resonaban en su cabeza las palabras que le había dicho aquel hombre moreno en la santería: "Hay cosas que es mejor que permanezcan perdidas", y pensaba respetarlo de aquí en más. Nunca se había imaginado que iba a creer en cosas esotéricas o espirituales, pero ahora tenía una visión diferente de dicho mundo, lo había experimentado en carne propia, había sentido el dolor en sus huesos y había visto cosas paranormales. Y aunque al principio creyó que estaba alucinando, o que había perdido la cabeza por completo, lo cierto era que todo eso estaba allí. Roland Skurtz lo perseguía a diario, reclamando una pertenencia que era suya, que había estado en su bolsillo durante su muerte y que al parecer, le había acompañado de alguna manera al más allá, al igual que el olor característico del tabaco o a ciertos perfumes acompañan a algunas personas al fallecer.

Mientras esperaba a que las horas pasaran, Luke no dejaba de mirar a su alrededor como un psicótico. Algunos de los transeúntes que pasaban haciendo sus caminatas diarias o sus rutinas de trote lo miraban al pasar, seguramente creyendo que era un adicto en plena paranoia o abstinencia. El aspecto que llevaba no era el mejor, para colmo de males. Las violetas ojeras que sombreaban sus ojos crecían exponencialmente, el golpe en el rostro continuaba mostrando un color amarillento violáceo, y no dejaba de sudar por los nervios y la ansiedad de lo que debería hacer después, a las nueve y cuarenta y una de la noche. A veces, entre el ciclista que pasaba por delante suyo, o por detrás de la señora mayor que paseaba a su perro caniche, Luke podía ver la sombra de Roland Skurtz mirándole fijamente. Siempre a lo lejos, siempre por el rabillo del ojo o en breves fracciones de segundo, pero siempre allí, para que supiera que no le perdía pisada ni le quitaba los ojos de encima. Esos ojos inexistentes en sus cuencas vacías, supurantes de gusanos.

La media tarde cayó, progresivamente, y luego el anochecer. Cada minuto era una tortura para él, cada minuto le parecía un paso más cerca del matadero, e imaginó que así se debía sentir un condenado a muerte que sabía cuál era su final. Se imaginó al transcurso del tiempo como una gran y gigante bola de acero, imposible de detener, al igual que era imposible intentar coger el viento entre los brazos. A paso lento, volvió a su Ford estacionada a un lado de la calzada, y subiendo del lado del conductor, encendió el motor. Antes de arrancar, miró el espejo retrovisor y al igual que muchas otras veces durante el día, Roland Skurtz estaba allí, en los asientos traseros, mirándole inmóvil y en silencio.

Condujo durante unos minutos con la frente perlada de sudor, alternando rápidas miradas entre la calle que se extendía por delante de su coche y los asientos traseros de la camioneta. El espectro no abandonaba la imagen en el reflejo del espejo por nada del mundo, y a estas alturas del partido, el sentimiento de desesperanza comenzaba a invadirle poco a poco. ¿Y si el hecho de arrojar el reloj de nuevo al agua no detenía la horrible persecución de aquella entidad? Se preguntaba. No estaba seguro de por qué lo dudaba, como si de alguna forma, aquel ser estuviera metiéndose dentro de su cabeza para crearle inseguridades y hacerlo flaquear. No tenía pruebas de aquello, pero tampoco tenía ninguna duda, podía sentirlo en cada fibra de su ser de forma tan segura como podía sentir el viento sobre su piel.

Al llegar al comienzo del puente, estacionó en la esquina donde la avenida hacía su cruce de calles principal, apagó el motor y descendió de la Ford. Caminó con las manos en los bolsillos echando rápidas miradas furtivas por encima de su hombro, viendo la silueta de aquel espectro por el rabillo del ojo. Sin mirar atrás, dobló la esquina y avanzó hacia el puente, aquella estructura de metal rojo que le había marcado la vida para siempre. A su lado, el tráfico era intenso, pero Luke no prestaba atención ni a las bocinas ni al ruido de los motores que iban y venían, solo caminaba como un autómata hacia adelante, esquivando gente que iba y venía en ambas direcciones.

Enfiló hacia la pequeña acera que había a las orillas del puente, protegida por la barrera de seguridad que separaba el tráfico de las personas, y comenzó a cruzar. El puente medía tres kilómetros, por lo que tendría que ir a la parte más alta, y arrojar el reloj desde allí. Transitar un kilómetro y medio a pie no era demasiado, y aunque en otro contexto podía haber disfrutado el viaje caminando despacio y disfrutando las vistas, lo cierto era que avanzaba esquivando personas, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, como si tuviera algún tipo de prisa.

Al llegar a la mitad del puente en su punto más alto, Luke se acercó a la gruesa barandilla de hierro, y miró hacia abajo. Estaba a más de sesenta metros de altura, y por un momento sintió vértigo, más que nada al imaginar lo que debía haber sido arrojarse desde allí. Sacó el reloj de su bolsillo y miró la hora, eran las ocho y media de la noche, aún faltaba más de una hora de espera. Volvió a guardar el aparato y tamborileó con los dedos encima del acero de la baranda, mirando el agua.

Durante la espera no pudo evitar pensar en la cantidad de personas que se habían quitado la vida, exactamente en el mismo punto en el cual él se hallaba. Muchas personas desesperadas por la crisis económica, quizá. Otros con problemas personales graves, como la depresión o la soledad, o simplemente algún que otro hijo de puta esquivando el brazo de la ley, como era el caso de Roland Skurtz. Lo cierto era que no sabía si por las leyendas o por la gran carga negativa que poseía aquel sitio, el aire se le antojaba denso y pesado. Miró de reojo en ambas direcciones, y comprobó que el espectro maldito que le perseguía ya no estaba, o al menos no se dejaba ver tras la espalda de la gente que iba y venía, como si tuviera algún tipo de respeto por el lugar.

El tiempo pasó, de forma inexorable, como todos los días. Luke comenzó a bajar la guardia, quizá por el aburrimiento de la espera o porque había dejado de ver a la entidad oscura de Skurtz. Con los ojos clavados en el agua y los antebrazos apoyados en la barandilla, dejó la mente completamente en blanco y se perdió en sus propios pensamientos aleatorios, hasta que algo en particular logró sacarlo de su distraído sopor: había dejado de escuchar el ruido del tráfico a su espalda, y ya no sentía el murmullo de las conversaciones en la gente que transitaba por el puente.

De pronto se sintió minúsculo y tremendamente vulnerable, al notar que el terror volvía a dominarle apresándolo en sus garras. Sacó presuroso el reloj de su bolsillo, y miró la hora. Nueve y cuarenta y una de la noche. Allí se definiría todo, pensó. Al levantar la mirada comprobó que el cielo se hallaba rojo como los días anteriores, con aquel extraño e infernal color. No se oían los grillos nocturnos, no corría una sola brisa de viento. El puente parecía oxidado y derruido, y al mirar a su alrededor comprobó que estaba completamente solo.

Comenzó a sentir murmullos provenientes en todas direcciones, voces que se oían por todos lados como si surcaran el aire, y entonces a la distancia lo vio. Allí estaba el espectro de Roland Skurtz, a unos cien metros de su posición y con sus ropas negras de siempre, levitando a pocos centímetros del suelo. Luke sostuvo el reloj en la mano, balanceándose como un péndulo gracias a la cadena de oro. Sentía la piel de la espalda y el pecho impregnados en frio sudor, pero no se dejaría vencer tan fácilmente.

—Luke —escuchó, por detrás suyo.

Se giró tan rápido como podía sobre sus propios pies. Allí, de pie en el medio del puente, estaban sus padres y también su hermana, Evelyn. No podía ser posible, pensó. Aquello no tenía ningún tipo de sentido.

—¿Qué hacen aquí? ¡Es imposible, ustedes no son ellos! —exclamó.

—Claro que somos nosotros, hijo —respondió su madre, asintiendo con la cabeza—. Hemos venido a ayudarte, entendemos perfectamente por lo que estás pasando y te estuvimos esperando durante todo el día. ¡Debías habernos dicho esto con tiempo!

—Esto no tiene ningún sentido, aléjense de mi —miró hacia atrás, el espectro negro de Skurtz seguía allí, a la distancia, como un silencioso espectador.

—Debes saltar, Luke —dijo su padre, caminando hasta él. Este lo miró sin comprender.

—¿Qué?

—Debes saltar, solo así podrás acabar con todo esto. No quiere el reloj de vuelta, eso no es suficiente, debes entregarte junto con él. Salta, Luke. Por el bien de todos nosotros, termínalo de una vez.

Asustado, solo retrocedió un paso, luego dos. Sus padres seguían avanzando hacia él como si no tuvieran ningún tipo de expresión en el rostro. No sabía si eran ellos realmente siendo controlados por esta funesta entidad, o en realidad eran simples ilusiones de tan malvada aparición.

—No, no lo haré. ¡Aléjense de mí! —gritó. Lo único que en aquel momento atinó a hacer fue murmurar la oración del Padre Nuestro a medida que retrocedía, y entonces ocurrió.

Corrieron en dirección a él a una velocidad imposible, dando un chillido que no era en absoluto humano. Se abalanzaron arrastrándolo por el suelo, golpeándolo en el pavimento, y debido a la violencia con la que le atacaron, Luke dejó caer el reloj. Intentó cubrirse con las manos y los brazos, pero al mirar el rostro de sus padres, vio lo mismo que ya conocía de días anteriores: en su rostro no había ningún rasgo facial, solo una masa amorfa de piel como una horrenda mascara viviente, sin ojos, nariz ni boca.

Intentó defenderse lo mejor que pudo, y una parte de su alocada mente comprendió que había sido un error haberle devuelto la cruz de plata al hombre de la santería, porque ahora no tenía ningún tipo de protección contra estas criaturas. En el forcejeo, le rasguñaron el rostro con violencia y su cabeza golpeó contra el bordillo de la acera destinada para los peatones. Su frente comenzó a sangrar, se le metió sangre al ojo haciéndole picar y nublar la vista. En medio de la lucha, pudo ver el reloj tirado en el suelo, tenía que acceder a él como fuese posible.

En medio del forcejeo, pudo notar que lo levantaban en ascuas por los brazos y las piernas. Lo lanzaron hacia adelante, Luke rodó por el suelo como si fuera un saco de papas y extenuado, trató de arrastrarse tan rápido como sus adoloridas extremidades le permitían. Hasta que al fin, pudo alcanzar el reloj, en el mismo instante en que aquellas entidades volvían a lanzarse encima de él. Sin embargo, dominado por un golpe de adrenalina gracias a la desesperada lucha por su supervivencia, Luke se puso de pie y corrió hacia la barandilla de acero, antes que pudieran alcanzarlo.

—¡Basta, Roland! —exclamó. —¿Quieres el reloj? ¡Entonces ve a por él, es todo tuyo, pero déjame en paz!

Sin dudarlo, lo lanzó al agua. El espectro de Roland Skurtz dio un chillido tan antinatural como los esbirros que había invocado para atacarle. Rápido como una centella, la oscura aparición se elevó y voló como una bala hacia el agua, zambulléndose junto con el reloj. Luke se acercó a mirar por la barandilla, vio el agua revolverse y bullir como si cientos de pirañas se estuvieran devorando un delicioso trozo de carne. Y entonces, la paz absoluta.

Al observar a su alrededor, vio que las apariciones con la forma de su familia ya no estaban, y dando un suspiro de alivio, apoyó la frente ensangrentada encima de sus antebrazos, que descansaban en el frio acero rojo. Sintió el calor de las lágrimas en sus ojos, y entonces una voz, que le hizo dar un salto del miedo.

—Señor, ¿se encuentra bien?

Miró a todas partes. El tráfico iba y venía, el cielo nocturno era normal, la gente también caminaba en ambas direcciones, aunque un par de personas se habían acercado a mirarle, de forma preocupada. Frente a sí, tenía un hombre cuarentón, con una cámara de fotos Nikon colgada en el cuello.

—¿Qué hora es? —le preguntó, de forma desesperada. El tipo miró su reloj de pulsera, un deportivo digital.

—Las nueve y cuarenta y ocho, señor. ¿Está usted bien? Su frente está...

Luke no lo dejó terminar de hablar.

—¿Todo está bien? ¿Ya se ha ido? ¡Por favor, dígame que todo terminó! —exclamó. El tipo lo miró con un poco de miedo, creyendo que estaba drogado o vaya uno a saber qué demonios.

—Señor, no sé de lo que me habla —le respondió—. Ha estado aquí parado, con la cabeza apoyada en sus brazos, de repente comenzó a chillar y gritar como un loco. ¿Quiere que le pida una ambulancia? Creo que necesita ayuda.

Luke entonces volvió a sonreír, y cerrando los ojos levantó los puños hacia el cielo, vitoreando como si estuviera celebrando algo que solo él mismo podía entender. Algunas personas, principalmente jóvenes curiosos que justo pasaban por allí, habían comenzado a filmarlo con sus teléfonos celulares. Seguramente en pocas horas más se convertiría en el meme del momento, pensó. La verdad era que no le molestaba en lo más mínimo.

—Lo único que necesito es dormir —afirmó—. Dormir y olvidarme de toda esta locura.

A medida que se alejaba caminando de nuevo hacia la entrada del puente, respiró hondo, el frescor de la noche y el olor al agua oceánica le invadieron los pulmones ampliamente. Y por acto reflejo, metió la mano en el bolsillo de su pantalón, buscando el maldito reloj de oro.

Pero allí no había nada. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top

Tags: #onc2022