Iridiscencias
El final había llegado, la última hora se acababa poco a poco, segundo a segundo, milésima a milésima.
Tres majestuosas aves alzaban el vuelo rumbo hacia el destino que habían estado esperando desde hacía años.
El enfrentamiento era infranqueable. Las aves se habían preparado para aquel momento durante toda su vida.
Una joven de cabello castaño como la madera de los abetos, la piel clara como la nieve y los ojos azules como el hielo surcaba los cielos a lomos de la primera ave, Articuno.
Voraces, las alas del ave se tragaban el viento y lo escupían entre sus plumas como cristales helados que brillaban y caían meciéndose al son de sus iridiscencias.
Sus piruetas audaces parecían no temer a la muerte, pues la prudencia había dejado a las dos almas errantes de lado.
Allá por donde sus alas eran batidas, la estela helada de aurora y azul claro se mezclaba con el paisaje, helando su belleza en un instante eterno, congelando el momento bajo cristales de hielo.
El aliento helado de la ventisca dejada a su paso se cernía sobre todo a su alrededor, y era pues, la determinación quien henchía sus rostros, el coraje quien batía sus alas, la cordura quien circulaba por su sangre helada. El momento de la batalla se acercaba, ineludible; y las ansias de llevarlo a cabo les carcomían de la manera más deliciosa que pudiesen experimentar.
La estampa que dejaban no era otra que una bella y dulce nieve, heladora de vida, que manchaba las almas hasta dejarlas sin su propia presencia.
El hielo conservaba lo que alguna vez estuvo vivo, mas dejando un interior carcomido por el frío, tan helado que resultaba imposible hallar en él un atisbo de vida.
Era un hielo implacable, sin caos, todo tan bello como un poema escrito a la perfección, con unos versos y unas rimas tan detalladas como si de la solución a un problema matemático se tratase.
Los cristales de hielo, abstractos y exactos al mismo tiempo no tenían piedad, y tras su larga cola y sus bellas alas no dejaban de aparecer, engulliéndolo todo, como si su apetito no se saciase hasta el final de la batalla que estaba aún por librarse.
Más allá de la vista del hielo, en una lejanía aún inalcanzable alzábanse unas alas hechas de truenos y rayos, una tormenta sin lluvia con centellas y relámpagos.
Un ave que entre vertiginosas piruetas rompía el viento en electricidad, un ave con un jinete tan audaz como ella misma; un ave que era dueña de las tormentas y del desorden, un desorden tan ordenado que inspiraba el peor de los temores.
Traía consigo una estampa gris oscura sobre las montañas altas de cumbres heladas, e incitaba a todo aquel que presenciase su vuelo a danzar con ellos al son del temor y del miedo de la fuerte tormenta que sumíase en los cielos ya tornados oscuros. La tormenta perfecta, el implacable rayo; traía consigo aquella ave un caos desordenado, Zapdos.
Ejecutando un vuelo perfecto, arrastrando las nubes consigo y con más de mil y un relámpagos embravecidos, Zapdos ascendió hasta el comienzo de los cielos, con aquel tornado de rayos la primera vez formado y aprendido.
Batía sus alas, alejándose de las cumbres del paisaje montañoso, veíanse en la lejanía campos bellos aún por destruir, paisajes hermosos que pronto habrían de ser sumidos en un caos tan tremendo como el propio fin del mundo. Y más lejos aún, en una distancia sólo perceptible por un ave, divisábanse dos estelas contrarias, una de un hielo eléctrico y otra de un fuego helado.
Y estas dos estelas, aunque aún se encontraban demasiado lejanas podían ser percibidas por los ardientes rayos de Zapdos, quien ansiaba ganar velocidad para llegar cuanto antes al lugar de encuentro de las tres.
Se detuvo en la cima del mundo, en la cumbre del cielo, para comenzar un descenso en picado tan rápido que el sonido se fracturaba a su paso, tan rápido que la luz que emitían sus rayos no parecían más que un parpadeo en el firmamento.
Las montañas se acercaban a gran velocidad, a la par que se alejaban a medida que la distancia en horizontal que los separaba se hacía más grande.
Envueltos en destellos y centellas, ave y jinete eran uno de nuevo, surcaban valles, colinas, pequeñas casas, lagos y todos los lugares adentrándose cada vez más en las entrañas del continente.
Un arroyo tranquilo que con suavidad surcaba las tierras, y cuyo ronroneo calmaba el ulular de los vientos entre las hojas verdiplatas de los chopos dejó su cauce por unos instantes, para levantar toda su agua al cielo al paso de Zapdos.
Tal era la velocidad de aquella ave de rayo y trueno, que el agua se levantaba al paso de su cuerpo de luz. Tal era la fuerza de su impulso que las hojas de los chopos no pudieron aguantarlo a su ascenso y volaron por los aires, en un remolino de nubes grises, rayos, centellas y miles de conciertos caóticos dirigidos por unas alas del color del sol que antes cubría el cielo; pues no eran sólo ellos quienes se acercaban, unas nubes negras seguíanles el paso por detrás.
Mientras tanto, Articuno se agitaba. Tanto la joven como él sentían el trueno acercarse, en una nube de rayos y centellas luminosas, con tal potencia caótica y destructora capaz de romper el hielo más duro.
Articuno se detuvo en el aire, batiendo sus alas para mantenerse sobre las prominentes colinas y valles bajo ambos. Su batir de alas desprendía ligeros cristales de hielo, que se cernían sobre la hierba de las colinas cual manto helado de cariño, respetuoso a la par que destructor.
No obstante, el grácil y elegante vuelo de Articuno había acabado. La tormenta perfecta se acercaba, y no iban a ser menos contra su mayor adversario, el rayo ardiente.
Emprendieron el vuelo, ascendiendo a gran velocidad, en círculos. La velocidad era el fuerte de Zapdos, pero a la hora de idear estrategias de vuelo era Articuno quien vencía la batalla.
Con cada giro se formaba una espiral de nieve, una espiral de ventisca, de hielo, de pavor, de poderío. La estela de cristales brillantes era ahora una terrible ventisca del único hielo capaz de helar una llama.
Cuando las alas del ave rozaron el techo de nubes grises, estas se tornaron blancas con destellos azules; hasta bajar tanto la temperatura que el granizo y la nieve se hicieron uno para formar una espiral a su alrededor.
Si Zapdos formaba una tormenta, Articuno creaba ventiscas largas e implacables de hielos eternos y vientos helados, que lejos de destruir como el caos de las tormentas dejaba un rastro de nieve helada, congelando todo a su paso.
Las ventiscas de Articuno eran como un recuerdo preservado en un colgante de cristal, eterno y eternamente fallecido.
A gran velocidad, la espiral de hielo y nieve se acercaba al encuentro de la segunda de las tres aves, helando ríos, helando montes, helando valles, helando el cielo, el viento, y toda esperanza de victoria.
Mientras el encuentro inminente de Zapdos y Articuno se preparaba a velocidades extremadamente altas, la experiencia observaba desde la distancia, quieta, impasible, cual llama inquieta pero quieta consumiendo el aire a su alrededor, consumiéndose a sí misma.
Moltres y el fuerte hombre de piel de ébano se encontraban en una calma intranquila, como aquella precedida por la más fuerte de las tempestades.
La paciencia se agotaba, el nerviosismo era palpable, y así como una ráfaga de viento podía apagar una llama, las estelas de nieve y rayos amenazaban con apagar las suyas.
Todo debía culminar de una vez por todas, la compostura en aquellos momentos daba igual, y tanto Moltres como su esbelto y experto jinete sabían que la calma ya poco importaba. El momento había llegado.
Desde la cumbre más alta, desde las entrañas de las tierras que sobrevolaban una llama indomable alzaba las alas ante aquel que la había domado, como si de un grito de lucha se tratase, dando comienzo a la batalla.
El hombre de semblante serio subió a lomos del ave, y ambos envueltos en el calor de las llamas volaron sin dilación hacia el campo de batalla.
El viento ardía, el cielo se partía en cenizas y las nubes se resquebrajaban al paso de semejante llama.
El batir de sus alas hacía arder el mundo desde sus más indómitos adentros, mediante el calor interno que lo proveía de vida.
Las tres aves sumaban la tierra y la vida que en ella había; sus ardientes entrañas, su chispeante superficie y sus helados cielos.
Las tres estelas avanzaban a tanta velocidad que el sonido apenas llegaba a alcanzar sus cuerpos.
Fuego, hielo y electricidad viajaban a través del espacio, deteniendo el mismísimo tiempo tras su batir de alas. Los tres jinetes diatorsionaban el caos convirtiéndolo en el orden y belleza absolutos, rompían los ideales, en pos de una verdad incierta; se detenían entre la noche y el día, en medio del ocaso para aprovechar hasta el último rayo de oro que pudiesen brindarles las refulgencias de la luz; combatían la muerte y librábanse de la vida; volaban imbatibles sobre tierras y océanos; todo para librar su batalla definitiva.
El momento final se acercaba tras estelas ardientes, centelleantes y heladas.
La distancia entre las tres aves era ya tan corta que las tres podían verse entre ellas; audaces, temerosas, impacientes.
La joven de ojos helados se inclinó hacia delante a lomos de su respectiva montura, y lo mismo hicieron los dos hombres.
Las gélidas alas de Articuno se envolvieron en auroras boreales, haciendo gala de gracilidad, elegancia, belleza y ante todo; una precisa inteligencia estratega del más intrigante de los hielos.
Las centelleantes alas de Zapdos se envolvieron en truenos, relámpagos y rayos; se envolvieron en tormentas y tempestades tan caóticamente ordenadas y rebosantes de poder como la mismísima electricidad.
Las ardientes alas de Moltres se envolvieron en cenizas, brasas y humo; se envolvieron en elegantes llamas cual melodía de jazz, tan desordenadas, imperfectas, hermosas e impredecibles como el mismísimo fuego.
La batalla había comenzado, y las tres aves se disponían a placar con todo su poder henchido en sus alas a las otras dos. El hielo capaz de congelar el mismísimo fuego, el fuego capaz de hacer desvanecer en humo a las centellas, y las centellas capaces de hacer arder el hielo.
Tal era el impulso, la velocidad y destreza de las aves y los jinetes hechos uno, que el impacto igual por parte de los tres les impulso en una triple estela de los tres poderes.
Se separaron de nuevo. La batalla seguía, ajena a lo que poco a poco se cernía sobre las tres aves.
La joven guió a Articuno a dar el primer paso, que persiguió a Moltres. El tercer jinete, perspicaz, decidió evadir el placaje helado de Articuno persiguiendo a Moltres, quien a su vez siguió a Articuno.
Así, las tres aves guiadas en su codicia, se persiguieron hasta crear un tornado de penuria para aquel que bajo este se encontrase. Un tornado de nieve, rayos, y fuego al mismo tiempo; algo tanto elegante, grácil y caótico como destructivo.
Los tres poderes combinados tornaron la espiral definitiva de un brillo plateado, un platino tan intenso, tan agudo, tan exacto que atravesaba el alma de las tres aves sometidas a la esclavitud de la batalla eterna.
Las tres aves encontrábanse en igualdad de condiciones. Sus poderes no tenían comparación, pero sí eran iguales entre ellos.
La plata se hizo con los cielos, la persecución continuaba en vano. Un rayo hielo de Articuno alcanzó las alas de Moltres, helando su fuego y haciéndole perder energía. No obstante, un lanzallamas de Moltres alcanzó a Zapdos; partiendo en humo sus centellas y bajando su velocidad. Sin embargo, uno de sus rayos alcanzó a Articuno, haciendo que tanto su jinete como el ave debilitasen su poder invernal.
No había salida, y los tres jinetes eran conscientes de ello. Si seguían así, la batalla duraría para siempre, su tornado plateado se perpetuaría cual condena eterna, cual esclavitud para sus almas.
Articuno se agotaba poco a poco, mas resistía porque la vida le iba en ello. Zapdos se encontraba en las mismas, desfallecía con cada batir de alas; y las llamas de Moltres se iban apagando poco a poco. Pero la condena era eterna, el tornado seguía girando, y era imparable a la par que invatible.
Sin embargo, un leve destello llamó la atención de los tres combatientes. Un destello que iluminó las tinieblas de la apresadora plata, un destello dorado de la calidez del sol.
Un cuarto batir de alas, una fuerza inocua que con su brillar opacaba el de los tres poderes juntos.
Una ráfaga de viento se cernía sobre el tornado, tan poderosa que resultó incluso capaz de parar la batalla entre las tres aves. Alarmados, los tres jinetes se detuvieron en pleno vuelo.
Bajo sus cuerpos, en tierra firme los destrozos que el tornado y la tormenta plateados habían dejado eran indescriptibles. Ya no era la gracilidad, ni la elegancia, ni el caos; era la desdicha, la condena y las ataduras de la destrucción.
La figura de un ave envuelta en oro opacó furias en llamas, tempestades y ventiscas.
Las alas del ave se abrieron y un resplandor de todos los colores existentes invadió los corazones de las tres aves, ahora inamovibles, atónitas ante la presencia de la majestuosidad alada. Ho-Oh.
Su batir de alas, su mirada cargada de misericordia no era equiparable ni por la del mismísimo Arceus. Y tal viento, tal fervor, calmaba sus almas agitadas para llenarlas de la llama irisada de la complacencia.
Habían pasado sus tres vidas preparándose para la batalla, una batalla no tan flamante como esperaban que los habría sometido a una esclavitud eterna, llenando de tristeza y frustración los corazones de aquellos a los que el tornado de platino de su batalla alcanzaba en tierra.
Era el momento de aceptar la verdadera derrota ante sus propios corazones. La única batalla que habían librado era aquella contra la condena de su propia lucha.
El brillo de Ho-Oh invadió las tierras destruidas y calmó los cielos. Lo que las tres aves habían hecho a las tierras de las que él era dueño, era imperdonable.
Articuno, Zapdos y Moltres mirábanse con un nuevo vínculo, el vínculo de la alianza más certera existente.
Y, tras intercambiar una última mirada tanto entre ellos como con Ho-Oh, emprendieron un último vuelo; un vuelo hacia tierras lejanas, un vuelo donde su tornado plateado no sólo se hiciese implacable, sino que algún día lograse hacer frente a las llamas irisadas de Ho-Oh.
Y así, las tres aves prosiguieron con su entrenamiento, su lucha eterna para vencer a aquel que les había perdonado; sin ser conscientes de la esclavitud a la que estaban sometiéndose a sí mismos, la esclavitud de la batalla eterna. Y así estuvieron, perdidos en montañas heladas, en mares de tempestades, en ardientes volcanes, por y para siempre.
FIN
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