| prólogo |

La noche había caído al otro lado del gran ventanal que había en mi dormitorio y yo aguardaba con impaciencia su llegada, sentada al borde del colchón y balanceando mis pequeños pies sin alcanzar el frío suelo. Mis niñeras se habían apresurado a quitarme el vestido que había llevado aquella mañana, haciéndolo casi desaparecer para que mam no viera las manchas y el bajo completamente descosido; nadie quería contrariarla, y que adivinara que me había escabullido de mis tutores para jugar con Elvariel cerca del bosque e intentar ver los pucas que allí habitaban haría que mam pudiera enfadarse con las niñeras, por no haber tenido el suficiente cuidado de vigilarme, y conmigo.

Alisé la falda de mi camisón y dirigí mi mirada hacia las lámparas que colgaban de las paredes. Aún era demasiado pequeña para emplear mi magia, pero había escuchado a escondidas la conversación entre mam y dda sobre cuando llegara mi momento de que mis tutores fueran sustituidos por otros que pudieran ayudarme a controlar mi poder, mostrándome cómo emplearlo; una parte de mí estaba ansiosa por ello, especialmente después de ver lo poderosa que era mam.

Drainddu —la melodiosa voz de mi madre llegó desde la antesala.

Controlé mi entusiasmo mientras ella cruzaba las puertas de mi dormitorio y me dedicaba una sonrisa. Su vestido flotaba a cada paso que daba y algunos de sus mechones de cabello oscuro habían sido recogidos y trenzados con cintas de color plateado, haciendo que sintiera un poco de envidia por ello; sus ojos grises eran amables y el halo oscuro que rodeaba sus pupilas pareció lanzarme un destello, aunque sabía que era un efecto óptico. Aquel pequeño anillo alrededor de los ojos era un distintivo de nuestro reino.

De Elphane.

Mam —respondí alzando mis brazos.

La reina se acercó hasta mí y me cogió, acunándome contra su pecho y permitiéndome jugar con algunos de sus mechones. Aquel era nuestro pequeño ritual de todas las noches: las niñeras me preparaban para irme a la cama, se marchaban hasta la mañana siguiente y mam venía hasta mi dormitorio para contarme una historia antes de irme a dormir.

—Mi pequeña espina —susurró mi madre mientras yo me acurrucaba en la calidez que desprendía—. Es la hora.

Me dejó de nuevo sobre el mullido colchón de mi cama y me ayudó a que me colara entre las cálidas mantas. Después se sentó a mi lado y empezó a alisar las arrugas del tejido mientras pensaba con qué historia deleitarme aquella noche; por mi parte, yo me recoloqué sobre las almohadas, impaciente por empezar.

Me fijé en cómo su dedo trazaba los contornos que formaban los dibujos de las mantas, en el leve brillo que desprendía su piel. Magia.

Las sombras que había a su espalda empezaron a moverse, retorciéndose hasta formar diversos tipos de siluetas. Aplaudí encantada con aquel espectáculo, casi boquiabierta de la emoción; nunca tenía suficiente de ver a mam utilizar su poder.

—Érase una vez —la voz de mamá adoptó el timbre que siempre empleaba para contar historias: bajo y algo grave—, la historia de una pequeña princesa que, algún día, estaba destinada a convertirse en reina. Sin embargo, su reino estaba asolado por una guerra tan duradera que ya casi nadie parecía recordar cuándo había empezado...

Las sombras con las que antes mamá había jugado se crecieron de tamaño, cambiando hasta adoptar una forma humanoide; su voz pareció fundirse con la oscuridad y su magia se encargó del resto, haciendo que mi dormitorio se desvaneciera y dándome la sensación de que habíamos abandonado el castillo, llegando a otro lugar.

Uno muy lejano.

Aquel sitio no se parecía en absoluto a Elphane y las criaturas que me estaba mostrando mamá no eran como nosotros: sus ojos no tenían ningún tipo de anillo alrededor de la pupila; el arco de sus orejas era redondeado y sus pieles no parecían desprender ningún tenue brillo que alertaba de que la magia corría por sus venas.

Mis tutores me habían enseñado lo que eran: humanos. Nuestros ancestrales enemigos, con los que llevábamos tanto tiempo en guerra que ya nadie recordaba otro período en el que hubiésemos estado en paz; mamá siempre se había referido a ellos como criaturas inferiores sedientas de poder. De ambición. Quizá por eso luchaban contra nosotros: para robarnos nuestros secretos, expandir sus reinos humanos y hacernos desaparecer, consiguiendo Mag Mell para sí mismos.

La voz de mamá me llegó a través de la ilusión de aquel asentamiento humano, tan similar al nuestro... pero a la vez tan distinto: allá donde dirigiera mis inocentes ojos veía hierro. Una sustancia letal para nosotros, los seres feéricos, y una información ventajosa que los humanos habían decidido explotar.

Atendí a las palabras que flotaban sobre mí mientras continuaba contemplando el tránsito de humanos.

—Pero para que la joven princesa pudiera convertirse en reina tenía que guardar un secreto y protegerlo incluso con su propia vida —la voz de mi madre me rodeó y sentí un escalofrío bajando por mi espalda—: en lo más profundo de su palacio, un joven príncipe estaba retenido a causa de la traición de sus iguales hasta que fuera devuelto lo que había sido robado tanto tiempo atrás.

Me removí sobre mi sitio, incómoda de repente. Aquella historia era nueva y había algo en ella que me inquietaba profundamente, en especial cuando los humanos del cuento cambiaron hasta formar cinco siluetas con coronas sobre sus cabezas; quise que la ilusión de mamá se desvaneciera, quería que hiciera desaparecer las sombras y me abraza, cambiando de cuento a uno mucho más feliz. Como el de la Guardiana del Pozo Blanco, que liberaba a la joven princesa de un encantamiento que mantenía su poder incapacitado.

Pero no fui capaz de decir nada y mi madre continuó con su relato.

—En tiempos de paz, y como prueba de nuestra buena fe hacia los humanos, los faes les brindamos parte de nuestro conocimiento —el tono de mi madre se volvió sombrío—. Ellos no eran como nosotros, no podían acceder y utilizar la magia que nos rodea; por eso mismo les mostramos los arcanos, poderosos artefactos que canalizaban la magia y les permitía emplearla de un modo similar al nuestro.

»Movidos por su ambición, los humanos rompieron sus promesas, llevándose consigo nuestros arcanos. Los tres reyes de los reinos fae, furibundos por el engaño y la traición, juraron como venganza el reclamar a uno de los príncipes de los reinos humanos y mantenerlo cautivo en sus tierras hasta que les fuera devuelto lo que había sido robado.

Escuché un chasquido de dedos y las imágenes que mam había ido mostrando (las siluetas de los reyes humanos y la de los reyes fae) se disolvieron en volutas oscuras, permitiéndome contemplar de nuevo mi dormitorio. El rostro de mamá estaba serio cuando la miré.

—Los humanos son frágiles, sus vidas son relativamente cortas en comparación con nosotros —prosiguió y alzó su mano para acariciar mi mejilla— y olvidan con demasiada facilidad. Pero nosotros no olvidamos, como tampoco perdonamos: la guerra entre humanos y fae es antigua y no terminará hasta que los arcanos robados nos sean devueltos. Mientras tanto, nuestro deber es seguir reclamando príncipes y retenerlos con nosotros a modo de compensación por los actos deshonrosos que cometieron en el pasado. Ellos nos robaron algo importante, y nosotros hicimos lo mismo.

Tragué saliva.

—¿Qué sucede con los príncipes? —me atreví a preguntar.

Los labios de mamá formaron una sonrisa, pero no su sonrisa amable, la que siempre reservaba para mí, sino una que resultaba grotesca y que hacía que sus colmillos parecieran mucho más alargados y feroces.

—No vuelven a ver la luz del día.

La conversación quedó en suspenso porque escuchamos el inconfundible sonido de las campanas resonó a través del ventanal. Tanto mi madre como yo giramos la cabeza en la misma dirección, tensas; las campanas repiqueteaban en contadas ocasiones, y nunca anunciaban nada bueno.

Mamá se puso en pie y frunció el ceño, atenta a la serie de tañidos que llegaban desde el exterior. Luego sus labios se curvaron en una mueca de absoluta sorpresa... e incomprensión.

No sabía qué estaba sucediendo, pero el aspecto de mamá mudó de repente, adoptando la postura erguida que había visto cuando se reunía con sus consejeros o con los nobles de la corte. Incluso con los emisarios de los otros dos reinos.

Era la postura de una reina que se enfrentaba a un grave problema.

Se me escapó un gemido cuando las puertas del exterior se abrieron con brusquedad y mi padre apareció con el rostro constreñido por la preocupación. Aún llevaba las ropas de la mañana y estaban arrugadas; sus ojos grises no tardaron en clavarse en mamá, luego repararon en mí y su preocupación aumentó.

—Las tropas de Agarne han llegado —anunció con agitación—. Y no vienen solos: también traen algunos soldados de Merahedd.

Mis padres compartieron una larga mirada cargada de entendimiento.

—Su rey no tiene intenciones de mostrar ningún tipo de piedad —agregó papá y sus ojos se posaron en mí un fugaz instante—. Desmontará el castillo piedra a piedra hasta encontrar a su hija...

Un ramalazo de pánico me recorrió de pies a cabeza, recordando la truculenta historia con la que mamá me había recompensado apenas unos minutos antes de ser interrumpidas por la llegada de papá. En ella los reyes faes secuestraban príncipes y princesas humanos a modo de represalia por el robo de los arcanos...

No pude continuar con aquel hilo de pensamiento, ya que mi madre me tomó por los hombros y me obligó a que la mirara fijamente.

Drainddu —el apelativo con el que solía referirse a mí no sonó tan cariñoso como otras veces—, quiero que te escondas y no salgas hasta que yo vuelva a buscarte. ¿Me has entendido?

Pestañeé antes de poder asentir, haciéndole saber que sí.

Mi madre me sonrió y me ayudó a llegar hasta la pared de piedra que había en el lado opuesto del ventanal. La vi llevar la palma a una de las piedras, que se encontraba más desgastada si te fijabas bien, y luego la presionó, accionando el mecanismo que hizo que se moviera, desvelando un estrecho pasadizo.

Vi a mi padre lanzarme una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora antes de que mi madre me introdujera en aquel oscuro lugar y la pared de piedra regresara a su sitio, dejándome allí encerrada.


Aovillada y con la espalda firmemente presionada contra la pared, obedecí a mi madre y esperé en aquella oscuridad, sintiendo cómo mi corazón temblaba dentro de mi pecho y al otro lado de la puerta que cubría el pasadizo escuchaba un fuerte estrépito, como si estuvieran poniendo todo mi dormitorio patas arriba, además de un coro de voces masculinas que me resultaban desconocidas y que sonaban enfurecidas.

Me sobresalté cuando aquellas voces se repitieron más cerca de donde estaba escondida, haciendo que chocara contra la piedra y estuviera a punto de soltar un chillido. Por debajo de la puerta cerrada del pasadizo vi la sombra de varios pares de botas yendo y viniendo, dándome la sensación de que estaban buscando algo.

Recordé que papá había mencionado a un rey... y también a su hija. ¿Acaso aquellos hombres que se encontraban allí creían que mi dormitorio era el lugar idóneo donde esconder a la princesa que los había conducido hasta aquella habitación, mi habitación?

Cerré los ojos con fuerza y me tapé los oídos cuando el cúmulo de sonidos aumentó al otro lado de la pared de piedra, murmurando para mí misma. Rezando para que no encontraran la piedra que abría el pasadizo y se toparan conmigo escondida.

No supe cuánto tiempo transcurrió hasta que unas manos se apoyaron en las mías, que continuaban presionando mis oídos para ahogar cualquier sonido, haciendo que diera un brinco y me revolviera de manera inconsciente, creyendo que eran los hombres que antes había escuchado. Cuando abrí los ojos me topé con el rostro sucio de mi madre.

El estómago se me revolvió al ver algunas quemaduras en su cuello y manchas carmesíes en su cara.

—Mi pequeña espina —susurró.

Me ayudó a salir del pasadizo y un gemido escapó de mi garganta al contemplar el destrozo que habían producido en mi dormitorio. Las telas rasgadas, los muebles volcados... algunos de mis juguetes rotos; todo aquello estaba extendido por el suelo, provocándome una extraña presión en el pecho.

Mamá me guió hacia donde estaba mi cama, a la que habían apuñalado hasta sacar parte de su relleno, y me obligó a que tomara asiento. Sus manos sujetaron mis mejillas con firmeza, haciendo que mis ojos quedaran clavados en los suyos y no pudiera mover la cara para romper el contacto visual.

A su espalda reconocí la voz de papá, sonando extrañamente perturbada.

—Nicnevin —pronunció el nombre de mamá casi como una súplica—. En nombre de los dioses antiguos, ¿estás segura de lo que vas a hacer?

Los anillos de los ojos de mi madre se iluminaron y el brillo de su piel se incrementó, siendo más perceptible. Alzó sus manos en mi dirección y las apoyó con cuidado sobre mi pecho, allí donde latía mi apresurado corazón.

—Es la única salida, Malmin —respondió mi madre y pude ver una pena devastadora en el fondo de sus ojos, haciendo que me sintiera inquieta de repente—. El rey de Agarne ha jurado destruirnos, y posiblemente consiga el apoyo de los otros cuatro reinos humanos para continuar. Elphane ya no es un lugar seguro para nuestra hija; ninguno de los tres reinos fae lo es.

Escuché los pasos de mi padre y vi que asomaba por encima del hombro de mi madre.

—Si le diésemos lo que el rey busca... —insinuó.

Pero el rostro de mi madre se convirtió en una máscara de piedra al oír la salida que estaba ofreciéndole mi padre, la que quizá nos hubiera salvado de aquella destrucción que los humanos habían creado allí, en Aramar, la capital del reino de Elphane.

—Los reyes de los tres reinos fae estamos unidos por un juramento a la corona a la promesa que hicieron nuestros ancestros —dijo, tajante—. Estamos obligados a cumplir con ello hasta que se nos devuelva lo robado. Sin excepción —añadió cuando intuyó que mi padre iba a protestar—. Y eso significa proteger la ubicación de los cautivos a toda costa, Malmin.

Él pareció encogerse y dirigió sus ojos cansados hacia mí. Su aspecto no distaba mucho del de mi madre, y se adivinaba un peso nuevo sobre sus hombros; un aura de pesadez que lo hacía parecer más pequeño de lo que realmente era.

Mi madre volvió a concentrarse en mí.

—Mi pequeña espina, ¿recuerdas la historia que te conté sobre los príncipes humanos cautivos? —asentí varias veces—. Muy bien, tienes que prometerme que no le contarás esto a nadie.

—Lo prometo —dije, obediente.

Los labios de mi madre se curvaron en una sonrisa.

—Y tienes que prometerme otra cosa —repuso y creí ver el brillo de sus lágrimas en sus ojos grises—: que me obedecerás, ordene lo que te ordene.

El miedo empezó a reptar por mi columna, pero me obligué a asentir.

Las palmas de las manos de mi madre se tornaron cálidas y algo dentro de mi pecho se sacudió. La miré sin entender qué estaba sucediendo, pero ella no dijo nada; cuando miré a mi padre, él apartó la mirada.

—Este lugar ya no es seguro, ni para ti... ni para el resto de linajes de los reyes fae —me explicó con cuidado—. Los reyes humanos se han vuelto demasiado osados y han decidido señalaros como sus objetivos. Nosotros... nosotros estamos atados por un juramento antiguo y no podemos... no podemos romperlo. Por eso mismo voy a enviarte lejos, a un lugar donde estés protegida. A un lugar donde puedas estar a salvo hasta que puedas regresar.

La calidez aumentó y mi rostro se contrajo en una mueca de dolor cuando la magia de mi madre se adentró aún más profundamente en mi interior. Una sensación de ardor se extendió por mi cuerpo, arrancándome un gimoteo.

—Te quiero, drainddu —susurró mi madre—. No lo olvides.

Traté de ser fuerte, pero el dolor se tornó en una auténtica agonía al sentir cómo el calor se filtraba en mis huesos, alcanzando mis extremidades. Abrí la boca y dejé escapar un alarido mientras intentaba apartarme de mi madre y su magia; chillé y pataleé, intentando alejarme de todo aquel torbellino de dolor que sacudía mi cuerpo y corría por mi sangre como si fuera lava líquida. Las manos de mi padre salieron de la nada, apretándome contra el colchón, sujetándome para que mi madre continuara con lo que fuera que estuviera haciendo.

Supliqué, pero mi voz se rompió a causa de los sollozos.

—Es lo mejor, Malmin —escuché que le decía mamá a papá—. Ella es la única al trono y no pienso permitir que caiga en otras manos...

No pude seguir escuchando porque la oscuridad me tragó entera.


Antes de nada, creo que tengo que verme en la obligación de hacer un pequeño aviso: para los que no me conozcáis, soy dramática. Mucho. Demasiado. Todos y cada uno de mis libros están tocados por la obra y gracia de nuestro señor El Drama, algunos en mayor medida (ejem, ejem, Las Cuatro Cortes, ejem, ejem) y otros en menor medida.

La cuestión es la siguiente. ¿Eres capaz de aguantar el drama? Perfecto, sigue leyendo, endurece tu corazón y sé inmune gracias a las cantidades ingentes que suelo volcar en mis obras.

¿Te asfixias al ver el sufrimiento? ¿Cada vez que ves la notificación de actualización estás al borde del disgusto, porque sabes que vas a tener una buena dosis de dramón? ¿Notas que tu corazón está al borde del colapso y estás valorando seriamente asesinar a la escritora para brindarte un poco de paz? La solución está al alcance de tu mano: cierra la historia y relájate, navega por Wattpad, quien te ofrecerá multitud de opciones.

¿Por qué hago esto? Porque quiero curaros de espanto y no estar leyendo continuamente cómo os lleváis las manos a la cabeza por la cantidad de drama que inyecto en mis historias.

Y a todo esto, tengo pendiente de subir un pequeño resumen de cómo es Mag Mell, con sus cinco reinos humanos y sus tres reinos fae.

Bye bye.

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