| epílogo |
Incapaces de seguir retrasando por más tiempo el momento, di luz verde a los consejeros para que enviaran los primeros mensajes. Todo mi cuerpo temblaba de miedo y excitación a partes iguales ante la posibilidad de que pudiera salir mal. El resto parecía optimista al respecto; el Consejo de la Reina, si bien no lo manifestó en voz alta, alabó mi decisión cuando acudí a ellos para comunicársela.
Solté un suspiro, sin apartar la mirada del enorme bloque de piedra tallada que había a unos metros de distancia. Habíamos acordado seguir guardando luto por la reina conforme dictaban las normas de Elphane y, mientras el cadáver quemado del cuerpo robado por el rey Alder había ardido hasta convertirse en cenizas, el de mi madre había sido trasladado a esa cámara privada.
El cuerpo de la reina de Elphane descansaba sobre la superficie, cubierto por una liviana sábana blanca hasta que la obra en piedra estuviera terminada. Una de las pocas órdenes que di antes de que mi futuro prometido se apiadara de mí, tomando las riendas y ocupando temporalmente mi lugar; sólo hasta que el dolor por la pérdida mitigara y me repusiera para convertirme en lo que todos esperaban de mí.
La futura reina de Elphane.
Aunque ninguno de los dos lo había mencionado, mi futuro prometido era consciente de cómo había estado rehuyéndolo desde que se anunció frente al Consejo de la Reina la decisión que había tomado respecto al ambicioso plan que habían dejado sobre la mesa, buscando una alianza con Merahedd.
Tampoco había podido ver mucho a Rhydderch.
A nadie, en realidad.
Me había aferrado a la soledad con uñas y dientes. La rabia, el dolor y todos esos oscuros sentimientos que continuaban atascados en mi interior me empujaban a recluirme, a alejarme de todo el mundo, en especial del príncipe fae. Una situación que no había hecho más que empeorar después de que aceptara la propuesta de los consejeros. Porque una parte de mí no estaba preparada para verle... y darle la noticia antes de que los rumores llegaran a sus oídos.
La promesa que le hice en el lago de Ayrel se repitió dentro de mi cabeza, haciendo que el peso que llevaba arrastrando desde hacía días me recordara que seguía estando allí, aplastándome los pulmones.
El sonido de la puerta arrastrándose sobre el suelo de piedra me puso en alerta. No había muchas personas que conocieran aquella habitación, que terminé convirtiendo en mi refugio privado; por unos segundos pensé en Altair, quien no había querido apartarse de mi lado desde que conseguimos arreglar las cosas y me brindó la oportunidad de ser sincera, contándole todo lo que no pude mientras estuvo prisionero del rey Alder.
Ladeé el rostro, con la esperanza de descubrir los familiares ojos azules de mi mejor amigo, pero el corazón se me detuvo cuando los que vi tenían otra tonalidad.
Ambarinos con un círculo dorado.
La garganta se me estrechó al reconocer a Rhydderch devolviéndome la mirada desde la entrada, dubitativo. Al ver que no decía nada, dio un tímido paso hacia el interior; mi cuerpo se tensó inconscientemente, al mismo tiempo que esa irritante voz que oía dentro de mi cabeza empezaba a despertarse al percibir la presencia del príncipe fae.
Durante unos segundos el silencio nos envolvió, volviéndose cada vez más pesado e imposible de ignorar.
Taranis había regresado a Qangoth un par de días atrás, justificando su marcha en la preocupación que debían sentir los reyes y Calais después de aquella abrupta partida de su heredero, acompañado de un nutrido grupo de soldados de su más entera confianza, a causa del mensaje de auxilio que envió el propio Rhydderch al recibir el mío.
Cuando recibí la noticia de la despedida del príncipe heredero de Qangoth, temí que su hermano menor también le acompañara. Sin embargo, él había permanecido en Elphane, completamente solo.
A la espera.
Observé cómo, al ver que ninguno de los dos parecía tener intenciones de romper el silencio, el príncipe fae reunía el valor suficiente para adentrarse todavía más en la cámara funeraria. No se me pasó por alto la dirección de su mirada, como tampoco el leve gesto de nerviosismo al contemplar el cuerpo cubierto de la reina. Rhydderch había acudido en mi ayuda y, aunque podría haber dejado atrás los dos cadáveres, no lo hizo: los arrastró junto conmigo, poniéndose en peligro.
«Debería habernos dejado a todos allí —susurró esa maldita voz que había terminado por volverse mi única compañía las últimas semanas—. Debería haber dejado que las llamas me consumieran.»
Apreté los labios con fuerza y sacudí la cabeza, intentando alejar ese pensamiento... y los que vendrían después. Rhydderch continuaba detenido a unos metros de distancia, como si quisiera respetar mi espacio.
—No quería molestarte —dijo entonces el príncipe fae, en un murmullo—. Sé que sueles bajar hasta aquí porque te sientes más cómoda.
Presioné aún más mis labios al ser consciente de cómo Rhydderch seguía conociéndome tan en... profundidad. Un ramalazo de molestia me sacudió, haciendo que el veneno que seguía guardando en mi interior se agitara con emoción, deseando ser dirigido hacia aquel objetivo.
Opté por ponerme en pie, sacudiéndome las faldas del vestido. Habían tenido que confeccionarme un apresurado guardarropa de luto para que pudiera guardarlo apropiadamente, mientras que continuaban trabajando en el que usaría una vez llegara a su fin, pues me había negado a seguir utilizando las prendas de la fallecida reina.
—¿Qué es lo que quieres, Rhydderch?
Por dentro me sentí horrorizada al escuchar lo seca y tajante que resultó mi voz. Sin embargo, era como si alguien hubiera decidido tomar las riendas de mi cuerpo: me sentía lejana, atrapada en un pequeño rincón mientras dejaba que hicieran conmigo lo que quisieran.
Un fugaz rayo de incomprensión cruzó la expresión del príncipe fae. Mi comportamiento demasiado abrupto lo había tomado con la guardia baja, pero no permitió que mi salida de tono le amedrentara.
—Hablar —dijo con sencillez, dando otro paso en mi dirección—. Darte la enhorabuena, quizá.
«Lo sabe», aquel pensamiento me atravesó el corazón como una flecha. Noté un ligero temblor en las manos mientras me obligaba a mantener un gesto neutral y el caos estallaba dentro de mi cabeza.
—Mi coronación está lejos de ser celebrada —apunté, malinterpretando a propósito sus palabras—. No con la muerte de la reina estando tan... reciente.
Una media sonrisa triste y cargada de decepción se formó en los labios de Rhydderch.
—Pensé que, después de todo lo que hemos compartido, al menos tendrías el detalle de ser sincera.
Y tendría que haberlo hecho, pero no encontré la fuerza suficiente para enfrentarme a él —como estaba sucediendo en aquel preciso instante— para decírselo de manera personal. Convenciéndole —y convenciéndome— de que estaba tomando la decisión acertada; que Rhydderch no merecía estar unido al desastre en el que me había convertido.
Que no era justo que le arrastrara conmigo a la oscuridad.
Me quedé paralizada mientras el príncipe fae acortaba la distancia que nos separaba y tomaba asiento. Unos segundos de titubeo por mi parte después, le imité... dejando un pequeño espacio de separación entre nuestros cuerpos.
—Taranis ha tenido la amabilidad de hacerme saber que el mensaje en el que el Consejo de la Reina quería hacer el anuncio de tu compromiso con... Altair —le costó pronunciar el nombre de mi futuro prometido y yo fingí no ser consciente de ello—. Aunque las malas lenguas dicen que, en un principio, iba a ser con Gareth.
La molestia que había sentido empezó a crecer en mi interior al contemplar el perfil del príncipe fae. ¿Acaso no era evidente qué había venido buscando...?
—¿Eso es lo que quieres, Rhydderch? ¿Echarme en cara mi decisión? —le espeté, sin rebajar el tono lo más mínimo—. ¿Recriminarme que no te haya elegido? ¿Es eso?
«¿Qué otro motivo iba a tener si no?», escuché que me susurraba mi propia voz dentro de la cabeza. Rhydderch siempre había tenido la confianza de que pudiera elegirle a él, se había esforzado para guiar mi decisión y salir ganador... Y ahora que había visto que todos sus esfuerzos habían sido en vano.
Rhydderch me miró como si no me reconociera, como si estuviera delante de una completa desconocida.
—¿Realmente piensas que yo...? —ni siquiera fue capaz de terminar la pregunta, contemplándome de hito en hito.
Mi parte más racional sabía que Rhydderch jamás me lo reprocharía. Desde que le pedí tiempo, había respetado mi deseo y me brindó el espacio que creía que necesitaba, un gesto con el que intentaba demostrarme que no haría nada que pudiera hacerme sentir presionada. Sin embargo, no era capaz de deshacerme de esa voz... de esos pensamientos que no dejaban de atosigarme, forzándome a creer lo contrario.
Era más sencillo si quería alejarlo de mí.
—¿Cómo no hacerlo? —le espeté, dedicándole un vistazo desdeñoso—. Usaste a tu mejor amiga como venganza contra Taranis. ¿Qué no serás capaz de hacer conmigo?
Le demudó el rostro al escuchar el rastrero golpe bajo que le lancé, valiéndome de la confianza que el príncipe fae había depositado en mis manos al confesarme la verdad detrás de su compromiso.
Tragó saliva, con esfuerzo, pero yo no había terminado de liberar todo aquello que había procurado mantener convenientemente retenido.
—Altair es la mejor decisión —esgrimí y noté un dolor físico en el pecho, sobre el corazón—. ¿Qué puedes ofrecerme tú? ¿Una tregua? ¿La paz entre humanos y fae? No eres más que un segundón que disfruta intentando llamar la atención de todo el que le rodea... No eres nadie a pesar de tu título. Deberías encontrar tu propio camino, en vez de divertirte dando tumbos sin dirección.
Quise retroceder en el tiempo, borrar de mi mente el dolor que vi en la expresión de Rhydderch cuando le eché en cara y utilicé como armas arrojadizas parte de todas las confesiones que había compartido conmigo. Luego sentí un enfermizo calor de satisfacción al comprobar que había tenido éxito.
Que había logrado mi propósito de alejarlo por completo de mí.
Quizá para siempre.
Creí que Rhydderch no dejaría las cosas así; que, al menos, respondería a mis hirientes palabras, que me atacaría con la misma virulencia que yo.
Pero él no dijo ni una sola palabra.
Sus ojos ambarinos me contemplaron en silencio, juzgándome sin necesidad de hablar... o responder. Mi cuerpo atenazado se quedó clavado en el suelo mientras el príncipe fae se incorporaba, dándome la espalda y marchándose sin lanzarme siquiera un último vistazo.
Demostrándome que mis acusaciones habían sido en vano, simples mentiras. Porque Rhydderch había cambiado, a pesar de todo; había logrado avanzar sin la ayuda de nadie más que sí mismo.
Y yo jamás sería capaz de hacerlo, pues estaba entregándome de buena gana a ese pozo de oscuridad que estaba tragándome poco a poco.
❧
Nadie lo mencionó, pero supe que se había ido. Sin una sola palabra de despedida, seguramente al amparo de la oscuridad, Rhydderch no tardó mucho en abandonar Elphane después del modo en que le traté en aquella cámara mortuoria, frente a los cuerpos de mis padres.
—¿Estás preparada? —me preguntó Altair, estrechando mi mano.
Su rostro no era capaz de ocultar la felicidad que sentía en aquellos instantes. Cuando le confesé los planes que guardaban mis consejeros para intentar frenar las posibles represalias que querría tomar Merahedd al saber la verdad sobre el príncipe heredero, se mostró horrorizado... al igual que Gareth cuando me reuní para exponerle la situación. Sabía que era absurdo que pudiera aceptar, incluso tan siquiera detenerse a valorar la idea. Además, un compromiso entre los dos sería incómodo; no nos conocíamos el uno al otro. Y Gareth, que había recuperado su libertad después de tanto tiempo estando atrapado en aquel ataúd de cristal, se vería en la misma situación... pero en una prisión distinta.
Así que Altair aprovechó las circunstancias para ofrecerse a sí mismo en sustitución de Gareth, provocando que ciertos recuerdos de la noche del baile en el que me coló se agitaran en el fondo de mi mente. No era el príncipe heredero de Merahedd, pero sus vínculos con los reyes podrían ser suficientes para mediar con su tío y ayudar a limar las asperezas que pudieran existir entre los dos reinos.
Cuando el propio Altair se presentó en la sala del consejo para exponer su idea y hacer la petición formal, algunos de los miembros mostraron ciertos reparos. Reparos que no tardaron en desvanecerse al aceptarlo como mi futuro prometido y yo dejé que empezara a ganar más relevancia dentro de la corte.
Me obligué a repetir la pregunta de Altair, sintiendo un extraño nudo en la garganta. ¿Estaba preparada?
—No los hagamos esperar más tiempo —respondí, evasiva.
El tío de Altair había puesto el grito en el cielo al recibir la misiva en la que los consejeros habían intentado resumir los puntos más importantes. No recibió bien ninguna de las dos noticias, pero Altair se impuso al recordarle que no era su padre y que tenía la edad suficiente para tomar sus propias decisiones... como elegirme a mí.
Tras un tenso intercambio, en el que el propio Gareth se vio en la obligación de intervenir, las aguas parecieron relajarse. Si bien los reyes de Merahedd no viajarían hasta Elphane para formar parte de la ceremonia, siendo testigos de aquel solemne momento, habían dado a Altair algo similar a su beneplácito. A cambio de un par de concesiones.
Por eso Gareth había abandonado Elphane, junto al resto de mis amigos y un pequeño grupo de soldados, en dirección al Gran Bosque. Le habíamos dado la palabra al tío de Altair de respaldar el viaje del príncipe heredero hasta la frontera, donde ya estarían esperándole un destacamento de hombres enviados por el propio rey de Merahedd.
Así que allí estábamos, a un paso del discreto salón que los consejeros y Altair habían escogido para llevar a cabo el compromiso.
Mi futuro prometido me dedicó una sonrisa dulce antes de que tomara la iniciativa y empezáramos a caminar hacia el interior de la estancia, donde un reducido grupo ya estaba esperándonos para actuar como testigos.
Todos los invitados se giraron al escuchar el sonido de nuestros pasos. Estuve a punto de titubear al recibir aquella oleada de atención, tanto de desconocidos como de caras conocidas. Altair nos condujo hasta el centro de la estancia y me rodeó hasta quedarse detenido frente a mí.
Esperé a la llegada de la oleada de euforia, el dulce sabor de la felicidad de haber obtenido, por fin, el final por el que tanto había luchado. Esperé y esperé a sentir ese calor, esa corriente de energía desmedida mientras le sostenía la mirada a un sonriente Altair.
«Aquella triquiñuela que empleamos la noche del baile... No lo era, no del todo.»
El eco de la voz de mi mejor amigo no funcionó como debería de haberlo hecho. Sin embargo, decidí aferrarme al optimismo con el que había intentado de consolarme al conocer mi destino: quería a Altair. Ante todo, era mi mejor amigo; al descubrir mi verdadera naturaleza, uno de mis mayores miedos había sido perderlo una vez lo supiera. Y, cuando amenazó con hacerse realidad, me había partido el alma la posibilidad de que eso pudiera separarnos para siempre.
Había luchado por ello, por Altair. Por lo que había habido entre nosotros.
Noté un molesto escozor en los ojos al ver cómo mi mejor amigo hurgaba en el bolsillo interno de su jubón. Sabía lo que estaba buscando porque su madre lo había enviado en una de las últimas misivas que habíamos recibido desde Merahedd.
La joya relució bajo un tímido rayo del sol que se colaba desde uno de los ventanales.
El mezquino pensamiento de agradecer que él no estuviera allí, entre la multitud, viendo cómo Altair sostenía el anillo, me atravesó con la fuerza de un rayo. Mi crueldad lo había alejado, haciendo que regresara a su hogar... junto a los suyos.
Todo el mundo guardó un silencio sepulcral cuando mi futuro prometido tomara mi mano con delicadeza, alzándola lo suficiente para poder deslizar la reliquia familiar que lady Elleyre le había hecho llegar a su único hijo —la única señal que necesitaba Altair para saber que su madre respetaba la decisión que había tomado— sobre mi dedo.
Formalizando nuestro compromiso.
Convirtiéndolo en un anuncio para todos aquellos testigos reunidos a nuestro alrededor.
Una sonrisa débil se formó en mis labios al contemplar la expresión de absoluta felicidad que tenía Altair.
Y volví a repetirme las mismas palabras en las que había encontrado cierto consuelo.
Altair era la mejor decisión.
FIN DEL PRIMER LIBRO
* * *
5 años
400.125 palabras
856 páginas
Y por fin hemos acabado esta parte historia ;w;
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