❧ 94

—Rhydderch, ocupa el lugar que te corresponde.

Las primeras palabras del rey resonaron como el golpe de un látigo. Contemplé al príncipe fae, que continuaba a mi lado, sin entender muy bien qué pretendía su padre; a unos pasos de distancia, la reina observaba a su hijo con un gesto de preocupación bastante parecido al que tenía Taranis. La expresión de Kell era inescrutable y, a juzgar por su apariencia, tampoco parecía herido tras la emboscada.

Durante unos segundos no se oyó nada más que el eco de la orden de Máel Cador, pero Rhydderch se mantuvo a mi lado, con la cabeza erguida y devolviéndole la mirada a su padre con un brillo de desafío en sus ojos ambarinos.

—Rhydderch —la voz de su padre resonó con fuerza. Una orden que provenía del rey de Qangoth.

El príncipe fae tuvo la osadía de mover los pies para adoptar una postura mucho más firme junto a mí, entrelazando las manos a su espalda y tensando la línea de sus hombros.

—Estoy en el lugar que me corresponde, mi rey.

Un sonido ahogado brotó de los labios de su madre, que contemplaba a Rhydderch con una mezcla de emociones arremolinándose en sus ojos ambarinos. Su padre entrecerró los ojos con visible molestia por el desacato que estaba mostrando su hijo menor. Taranis permanecía en silencio, observándonos con cautela.

—Tus palabras no hacen más que ensuciar el compromiso, Rhydderch —le dijo Máel Cador, bajando el primer escalón del estrado en el que estaban los tronos—. Después de lo que ha sucedido con Calais, ¿tienes la desfachatez de faltarle el respeto de este modo... por una simple mestiza?

Me tensé de pies a cabeza al advertir la dureza en el tono de voz del rey al referirse a mí. La amabilidad que mostró en el pasado había quedado por completo olvidada después de que la vida de la prometida de Rhydderch hubiera sido puesta en peligro; dudaba que el peso de la palabra de Calais tuviera ahora algún valor, dejándome desprotegida ante la ira del monarca.

El padre de Rhydderch bajó otro escalón más ante la atenta mirada del resto de la familia real.

—La dejaste a un lado —le recordó Máel Cador y en sus ojos no había más que incomprensión y un poso de decepción al contemplar a su hijo menor—. La abandonaste para marcharte con ella —hizo un gesto de cabeza en mi dirección—. Dejaste atrás y apartaste a tu prometida por una desconocida.

Rhydderch encajó el golpe con entereza.

—Os di las respuestas de por qué tuvimos que separarnos del convoy, mi rey —replicó con un timbre firme, sin titubeos—. Y no deis por supuesto que no sufro por lo sucedido.

Me encogí inconscientemente. Rhydderch había mantenido su promesa de querer acompañarme a ver a la Dama del Lago, pese a todo lo que había sucedido entre nosotros; a ojos de su familia, el príncipe me había escogido por encima de su futura esposa. De la persona que amaba, que había escogido libremente con el propósito de compartir su vida.

La mirada del rey se deslizó entonces hacia mí.

—Mi hijo dijo que su propósito al separarse de la comitiva era liberarte —compartió conmigo en tono frío—. ¿Es eso cierto?

Tragué saliva, sintiendo mi corazón acelerándose. Rhydderch no había mencionado qué había hablado con sus padres antes de que ellos quisieran verme, simplemente me dijo que les había dado parte de la verdad. Me maravilló descubrir el manejo del príncipe fae para hacerlo: Rhydderch no le había mentido a sus padres al decir que el motivo de separar nuestros caminos de la comitiva con la que viajábamos de regreso a Mettoloth era mi... liberación; era cierto que había querido hacerlo, al menos respecto del sortilegio del que era presa.

Así que bajé la mirada al suelo y respondí:

—Lo es, Majestad.

No estaba diciendo ninguna mentira, sólo una parte enrevesada de la verdad. El eco de un gruñido bajo me hizo levantar de nuevo la mirada: Taranis había abandonado su posición junto a la reina para acercarse al borde del estrado; sus ojos ambarinos resplandecían de enfado. Como si hubiera atisbado que no habíamos sido del todo sinceros.

—Interesante decisión por parte del príncipe, ¿no es cierto? —me preguntó el rey—. En especial después de haber logrado rescatar a los humanos que viajaban contigo...

Me erguí de golpe al escuchar que el rey estaba al corriente de lo que habíamos hecho en Antalye, además de recuperar el arcano. Alterné la mirada entre Taranis y Kell, sospechando que el príncipe extranjero era la persona que había hablado de más, compartiendo con el monarca todo lo que había sucedido... y que podría justificar la emboscada.

El cuerpo de Rhydderch se movió con rapidez, interponiéndose entre Máel Cador y yo como una barrera protectora. Por la rigidez de sus músculos, intuí que, en la conversación previa que habían mantenido, nadie le había mencionado nada al respecto. Una información cuidadosamente guardada para ponernos a prueba.

Una prueba que, a todas luces, no habíamos pasado en absoluto.

Con la única visión de su espalda, no podía ver la expresión del rostro del príncipe fae. Sin embargo, la de su padre sí: pese a la máscara que llevaba, la expresión de un rey, en sus ojos gris y verde, podía leerse el dolor por descubrir que su hijo le había mentido.

—Padre, por favor...

—No, Rhydderch —le interrumpió el rey—. Le abrimos las puertas de nuestro hogar, la aceptamos entre nosotros después de que Calais intercediera por ella... ¿Y este es su modo de mostrarnos gratitud? —Máel Cador negó con la cabeza, respondiendo a su propia pregunta—. No podemos confiar en ella... ni tampoco en ti —le dio la espalda entonces a su hijo, dirigiéndose hacia los fae que nos observaban desde el estrado—. Los privilegios con los que contaba la... mestiza quedan revocados por completo. Tras los últimos sucesos, es evidente que no merece la protección de lady Calais; por lo que su promesa queda anulada desde este mismo momento. ¡Guardias!

El sonido de unas puertas chirriando y los apresurados pasos de los fae entrando a tropel por accesos secretos con los que contaba el salón del trono hizo que me pegara a Rhydderch, sintiendo mi desaforado pulso latiendo en mis oídos. El estómago se me hundió al ver al nutrido grupo de guardias que habían acudido a la llamada del rey, rodeándonos y apuntándome con sus armas.

No había forma de escapar de ellos.

La expresión de Máel Cador se endureció cuando giró para observarnos a su hijo y a mí. Pero, de nuevo, era su mirada la que le delataba: estaba sufriendo por la situación; por la orden que tendría que dar. Porque, por mucho que le partiera el corazón, el destino de Rhydderch era el mismo que el mío.

Mis pies se movieron por sí solos, rodeando el cuerpo del príncipe para quedar entre él y su padre. Los guardias se tensaron ante aquel osado movimiento por mi parte, cerrando aún más el cerco que formaban y levantando las armas en mi dirección.

—Majestad, por favor —le pedí, alzando la voz—. Si debéis castigar a alguien... es a mí. Por haberos mentido, por haber ocultado...

—¡No! —exclamó Rhydderch con horror, aferrándome por el hombro para detenerme. Sus ojos ambarinos estaban llenos de pavor por la idea de que pudiera sacar a la luz mi secreto. Pero ¿de qué otro modo podría salvarnos? Si los reyes me entendían... Si comprendían mi historia... Aunque mi corazón se retorcía ante la idea de mostrarme, por no estar preparada todavía, estaba lista para arriesgarme con el único propósito de protegerlo.

Máel Cador nos observaba a los dos alternativamente, con el ceño fruncido.

—Padre, por favor —le suplicó Rhydderch—. Por favor...

Aquella última súplica, no obstante, no iba dirigida al rey, sino a mí. El príncipe fae estaba pidiéndome con esas dos palabras que no lo hiciera; que no sacrificara mi secreto por nada del mundo, ni siquiera para salvar nuestro destino. Pero yo estaba dispuesta a hacerlo, porque Rhy no había dudado un segundo en hacer lo mismo por mí.

Máel Cador negó con la cabeza, dándonos la espalda de nuevo.

—Llevad a la chica a las mazmorras —les ordenó a sus hombres, dirigiéndose hacia el estrado desde donde el resto de la familia real contemplaba todo lo que sucedía con distintas expresiones—. Y encerrad a mi hijo en sus aposentos hasta nuevo aviso. Ya veremos si separados se muestran más comunicativos a la hora de decirnos toda la verdad.

Pude percibir la magia de Rhydderch estallando a nuestro alrededor antes de que su poder hiciera erupción. Sin embargo, y como si se hubiera anticipado a sus propios planes, Taranis apenas tardó un segundo en aparecer junto a su hermano menor, rodeándole el cuello con un brazo y reduciéndolo antes de que su ataque llegara a consumarse; vi a los dos príncipes forcejear mientras un par de guardias abandonaban su posición dentro del cerco para tratar de acercarse a mí.

El pánico me recorrió las venas al contemplar los distintos frentes abiertos que había ante mí: por un lado, la escena de Rhydderch forcejeando contra el príncipe heredero mientras éste parecía estar inclinado sobre su oído, susurrándole algo; por otra parte, al rey observándome de un modo que no dejaba dudas respecto a cómo había pasado a verme casi como a una enemiga. Por no mencionar a los guardias, que ya se encontraban más cerca de donde estaba aún tratando de asimilar la inesperada reacción del príncipe fae.

La fugaz idea de usar mi propio poder pasó por mi mente. Sin embargo, las imágenes de cómo mi fuego descontrolado se había extendido por la madera hizo que un doloroso nudo se retorciera en mi estómago, apagando levemente la llamada de mi magia; si hacía uso de ella, existían muy altas probabilidades de que perdiera el control... De que pudiera causar verdadero daño. El miedo a que realmente pudiera herir a alguien hizo que me quedara congelada.

No me resistí cuando dos guardias me cogieron por los hombros con fuerza, empujándome hasta que quedé arrodillada sobre el duro suelo. Mi pecho se encogió al ver cómo los ojos ambarinos de Rhydderch se apagaban levemente cuando otro guardia, al ver que Taranis había logrado detenerlo, le ponía sobre las muñecas unos pesados grilletes; el cuerpo del príncipe se desplomó contra su hermano mayor, sin fuerza.

Me partió el corazón ver cómo el rey le arrebataba su magia de ese modo, cómo tuvo que apartar la vista al ver a su hijo menor en brazos de su heredero, esposado como si fuera un criminal.

—Rhy...

Su mirada se encontró con la mía antes de que una cortina de oscuridad se interpusiera entre nosotros, sacándome de la sala del trono y alejándome de él.

Un suspiro escapó de mis labios y apoyé la nuca contra la piedra de la pared. Mis captores no habían dudado un segundo en cumplir los deseos de su señor, conduciéndome a una diminuta celda en un rincón oscuro de las mazmorras del castillo; al menos, no me habían esposado como a Rhydderch, quizá creyendo que una simple humana como yo no era ninguna amenaza estando encerrada.

En aquel cubículo cerrado, sin tan siquiera un resquicio que diera al exterior, sentí que el tiempo se deformaba. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que los guardias del rey me habían abandonado allí, dejándome a solas con mis propios pensamientos. La imagen de un Rhydderch desmadejado en brazos de Taranis no dejaba de perseguirme en la oscuridad; incluso cuando cerraba los ojos, no podía deshacerme de esa maldita escena.

Y todo por mi culpa.

No debería haber dudado. No debería haber permitido que el miedo a mi propio poder tomara las riendas. Rhydderch había sido el más rápido en reaccionar después de escuchar el veredicto de su padre; su magia había hecho erupción y, de no haber sido por Taranis, lo hubiera conseguido. El ataque del príncipe fae habría servido de distracción, permitiéndonos huir...

«¿Y luego qué, Vesperine?», una voz muy parecida a la de la reina Nicnevin habló dentro de mi mente. «¿Qué habría sucedido después de que hubieras obligado a Rhydderch a huir contigo?»

Habría convertido a Rhy en un traidor a ojos de su familia.

Habría obligado al rey a dar caza a su propio hijo por ayudar a escapar a una prisionera.

Habría alejado a Rhydderch de sus padres y su hermano.

Me estremecí al pensar en las consecuencias. La sola idea de que, por mi culpa, Rhy pudiera perderlo todo... Pegué las rodillas a mi pecho, tiritando por el frío que hacía allí abajo; aún llevaba uno de los viejos vestidos que me había proporcionado Calais a mi llegada a Qangoth. Cuando todavía el rey me toleraba porque no les había causado ningún problema.

Pensé en Altair y mis amigos. Me forcé a imaginarlos a todos atrapados en otra celda a kilómetros de distancia, en otro reino. El padre de Rhydderch sabía que los habíamos liberado... y que los habíamos perdido junto al arcano; cualquier posibilidad de contar con su apoyo para tratar de salvarlos se había esfumado.

Y yo había terminado donde debería haber estado desde un principio: convertida en una prisionera a la espera de que se decidiera qué iban a hacer conmigo.

Mis dedos rozaron la piedra que aún permanecía oculta bajo el vestido; el último regalo de Ayrel antes de despedirnos. Por fortuna, los guardias no me habían registrado y, aunque lo hubieran hecho, dudaba que hubieran reconocido la joya que colgaba de mi cuello, confundiéndola con una baratija. Sin embargo, la piedra de energía era mucho más. Un leve calorcillo fue suficiente para saber que continuaba funcionando, ayudando a mantener el sortilegio de Rhydderch en su sitio.

Y quizá pudiera usarla para dejar a un lado mis temores, utilizando mi magia para poder escapar de esa celda...

El sonido de unos pasos resonó en la oscuridad, haciendo que perdiera el hilo de mis pensamientos y me tensara. Con el cuerpo encogido en aquella zona del reducido espacio con el que contaba, observé la negrura hasta que una figura apareció al otro lado de las barras de metal.

—Mi tía Aeron no está nada contenta con la noticia de que han atentado contra la vida de su hijo.

El corazón se hundió un poco dentro de mi pecho al reconocer a Taranis. El príncipe heredero, ajeno a mi desilusión, se acuclilló frente a mi celda, haciendo resonar algo metálico que llevaba entre las manos.

—¿Te han enviado a torturarme? —le pregunté en un murmullo.

—La concepción de Kell no fue... sencilla —continuó hablando Taranis, ignorando mi pregunta deliberadamente—. Como reina de las Tierras Salvajes, sabía que una de sus obligaciones era proporcionar un heredero o una heredera que continuara con el nuevo linaje que instauró, después de abandonar la sangrienta lucha por el poder de los Vástagos de Hielo —hizo una breve pausa, meditando sus próximas palabras—. Aunque no sé toda la historia al completo, sé que no tuvo... que no tuvo una vida sencilla y que quedó marcada para siempre. Así que... cuando nació Kell, tanto ella como su compañero decidieron que no habría más.

Apoyé la barbilla sobre mis rodillas, contemplando a Taranis a través de la distancia que nos separaba. El hermano de Rhydderch había compartido conmigo parte de la complicada historia de Kell y su familia, incluyendo los rumores que corrían sobre la posible identidad de su padre. Me pregunté si no estaría haciéndolo para intentar despertar algo de simpatía por el príncipe extranjero.

—¿Y eso qué tiene que ver con... todo?

—Que la reina de las Tierras Salvajes hará cualquier cosa por salvaguardar y proteger a su único hijo —me contestó con simpleza—. Y lo que ha sucedido nos ha puesto a todos en una tesitura muy complicada. En especial a Elphane.

Me tensé, sintiendo un sabor amargo en la punta de la lengua. Si Taranis estaba siendo sincero, dejando entrever la decisión que podría haber tomado la monarca del territorio vecino, estábamos a las puertas de un gran enfrentamiento.

—¿Va a tomarlo como un acto de agresión por parte de Elphane? —le pregunté.

—Es muy posible, Verine.

La crudeza de su respuesta hizo que se me entrecortara la respiración.

—¿Por qué me estás contando todo esto?

—Simplemente pensé que querrías saber el destino de tus amigos si las Tierras Salvajes decide convertir a Elphane en su objetivo —dejó escapar un suspiro cargado de pesar—. Y para que supieras que mi padre no tiene intenciones de mover un solo dedo por ellos.

Sus palabras no me pillaron por sorpresa después de lo sucedido en la sala del trono, pero sí hicieron que sintiera un leve aguijonazo en el pecho ante la confirmación de mis sospechas.

Tragué saliva para intentar deshacerme de aquel amargo sabor que aún seguía en mi boca.

—¿Cómo está Rhydderch?

Tras saber que Altair y el resto habían sido condenados al más completo olvido por parte de Qangoth, mi mente no pudo evitar recordar al príncipe fae.

Taranis cambió de posición.

—No está siendo un prisionero ejemplar como tú, Verine —me contestó y creí distinguir una leve nota de preocupación—. El rey ha ordenado que permanezca en sus aposentos, con los grilletes de hierro para dejarle sin magia, además de haber colocado a un par de guardias en la puerta para impedir que pueda cometer alguna estupidez... Como venir hasta aquí.

La culpa volvió a atenazarme al oír que Rhydderch no se había rendido después de que su padre hubiera decidido castigarle, aunque con menor severidad. Casi pude visualizarlo en su antesala, golpeando y gritando a la puerta mientras exigía que le dejaran salir.

—¿Sabes? Mi hermano fue muy inteligente al no querer apartarse de ti en la sala del trono —las meditabundas palabras de Taranis hicieron que me tensara de forma inconsciente—. Su presencia enmascaraba la tuya, impidiendo que nadie fuera consciente del ligero cambio... ¿Qué fuisteis a hacer cuando os separasteis de la comitiva? Sé que Rhy dijo que lo hizo para liberarte, pero los dos sabemos que no estaba diciendo la verdad... o, al menos, no toda —gracias a mi visión fae pude ver cómo entrecerraba los ojos con sospecha—. ¿Qué hicisteis en realidad?

Me arrastré por el suelo de la celda, poniendo más distancia entre los dos.

—Rhydderch estaba siendo sincero: quiso liberarme —respondí, evasiva.

Taranis olfateó en mi dirección.

—Hay algo distinto en ti —insistió, reacio a querer darse por vencido—. Ya no noto ese... toque antiguo.

—Quizá he terminado por aceptar mi verdadera naturaleza y el tiempo que he pasado en los Reinos Fae me ha ayudado a que desaparezca —insinué, deseando que no siguiera presionando sobre ese tema.

Una media sonrisa asomó en los labios del príncipe heredero, como si hubiera entendido que no conseguiría arrancarme ninguna información.

—Quiero ayudarte, Verine —me aseguró y escuché un sonido metálico antes de que un inconfundible aroma a guiso caliente flotara a través del aire frío de las mazmorras—. Al igual que quiero ayudar a Rhy.

* * *

AY AY AY AY AY SEÑOR

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