❧ 85
La oscuridad que había salvaguardado mi pasado fue consumida por el fuego que empezó a consumirme. Imágenes, rostros, voces... Todo lo que el sortilegio había bloqueado salió en tropel, inundándome. Me asfixié con el peso de mis recuerdos, de mi vida, mientras intentaba poner algo de orden en el caos que había traído consigo la desaparición del hechizo.
Sumado al desorden que se había organizado en mi mente, estaba aquel ardor abrasador que aún parecía adherirse a mis huesos. La presión que sentía en mi pecho mientras un rostro en especial inundaba cada rincón de mi cabeza, ocupándolo todo.
Era una mujer.
Una fae.
Su tez era clara y su gesto, adusto. Era la expresión severa que usaba cuando quería mostrar autoridad, la que había visto desde pequeña emplear a los huesos más duros de roer, en especial los nobles que se mostraban más inquisitivos con su forma de llevar las riendas; sin embargo, ese gesto se suavizaba cuando estaba conmigo. Sus facciones se relajaban y dejaban de tener esa dureza que tantas habladurías y rumores dentro de nuestro hogar.
En esos momentos, cuando dejaba a un lado la máscara que empleaba frente a la corte, mostrándose tal y como era realmente. Su cabello, que yo había heredado, estaba entretejido con finos hilos de plata, que hacían juego con el color de sus iris, que resaltaban con aquel círculo negro que los bordeaba.
«Te quiero, drainddu —el eco de su susurro me desgarró, pues era la última imagen que guardaría de ella, aunque no lo hubiera sabido hasta aquel preciso momento—. No lo olvides.»
Pero ella me había obligado a hacerlo. Para protegerme del ataque de Agarne y sus aliados, mi madre me había hechizado de aquel modo, arriesgando su propia vida, para que tuviera una oportunidad de sobrevivir; había renunciado a mí, poniéndome en manos de otra persona, para evitar que el rey de Agarne pudiera dar conmigo, tomando una vida por otra vida.
Mi pequeña espina.
Así era como mi madre me llamaba cariñosamente, cuando estaba lejos de la corta. Cuando venía a mi dormitorio por las noches, dispuesta a contarme sus historias antes de que llegara la hora de irme a dormir.
Sin embargo, en aquel último recuerdo, en mi viejo dormitorio, antes de que mi madre me ordenara que me escondiera, había algo extraño. Algo que no terminaba de encajar del todo.
Aunque no sabía el qué.
❧
Habíamos terminado por llevarla a mi estrecho dormitorio. Dejé su cuerpo exánime sobre el camastro, notando un extraño nudo en la garganta; conteniendo aquella agobiante sensación que me impelía a gritar hasta hacerme daño. Porque no entendía qué había sucedido... o no quería entenderlo.
La imagen de las orejas puntiagudas de Verine no dejaba de dar vueltas en mi cabeza, confundiéndome. El silencio en el que se había sumido Ayrel tampoco ayudaba lo más mínimo.
Observé a la chica tendida sobre la cama, ignorando el cúmulo de sentimientos contradictorios que luchaban en mi interior.
—¿Nos ha estado engañando todo este tiempo? —pregunté.
«¿Ha estado engañándome todo este tiempo?», dije para mis adentros. Sintiendo una extraña presión en el pecho al valorar esa posibilidad; ella había estado fingiendo ser quien no era todo aquel tiempo, incluso con los humanos que formaban parte del grupo en el que viajaba. Ella había estado fingiendo después de que yo la rescatara de aquel ataque a traición, permitiendo usar esa apariencia falsa para proteger su secreto...
Ayrel me dedicó una mirada que hizo que me avergonzara de mis propios pensamientos.
—Sabes que un sortilegio de ese tipo es demasiado poderoso para mantenerlo en todo momento, que hubiera agotado toda su energía, de ser el caso —me respondió a media voz.
Desvié la vista de nuevo hacia el rostro de Verine, con la ardiente vergüenza creciendo en mis entrañas. Ayrel estaba en lo cierto al afirmar que ese tipo de hechizos, pese a ser magia común, no era algo que pudiera estar al alcance de todo el mundo; Verine, si realmente había sido una fae desde el principio, no habría podido mantener el engaño durante tanto tiempo.
—¿Cómo es posible, entonces? —quise saber.
Hubo unos segundos de silencio por parte de la fae.
—No soy la persona adecuada para responder a esa pregunta —fue su contestación—. Es ella la que debe contarte su historia. Su verdadera historia.
❧
Poco a poco fui recuperando la consciencia. El ardor que se había extendido por mi interior parecía haberse aplacado, dejándome solo un leve eco en los huesos; notaba una punzante sensación en las sienes, además de la cacofonía de voces e imágenes que todavía se entremezclaban en mi mente. Todas las piezas parecían haber ocupado su respectivo lugar, permitiéndome conocer lo que el bloqueo que mi madre —ahora lo sabía con certeza— había colocado en mis recuerdos para impedir que alguien pudiera descubrir quién era en realidad.
Los párpados me pesaban cuando intenté separarlos. Lo último que alcanzaba a ver dentro de mi cabeza, antes de que la Reliquia lo hiciera saltar todo por los aires, había sido a mí misma alargando mi brazo hacia el espejo, dejando que su frío contacto se extendiera desde mi muñeca hasta mi hombro.
Un molesto zumbido se instaló en mis oídos mientras me forzaba a abrir los ojos. No sabía si continuábamos en aquella diminuta habitación donde Ayrel mantenía ese poderoso objeto escondido; no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que hubiera perdido el conocimiento, una vez el sortilegio se rompió.
El eco de unos susurros pareció abrirse paso a través del zumbido. Mi cuerpo parecía encontrarse en algún sitio cómodo, lo que me hizo pensar que alguien debía haberme trasladado fuera de la habitación.
Traté de moverme, notando cierta inestabilidad en mis extremidades.
—¡Verine! —aquella exclamación ahogada provino de algún punto que no alcanzaba mi empañada visión.
Unas manos me sostuvieron por los hombros, ayudándome a mantenerme erguida. Alcé la mirada, encontrándome con la expresión preocupada de Rhydderch; sin embargo, su gesto mudó a uno de estupor cuando nos contemplamos cara a cara.
Y lo supe.
De algún modo supe por qué había reaccionado de ese modo, haciendo que su piel pareciera palidecer al observarme. Porque mis ojos negros nunca habían sido de tal modo: mis iris eran grises, bordeados por un círculo negro; el sortilegio había extendido la aureola que rodeaba mis iris hasta cubrir mi color original. Escondiendo de ese modo la señal que delataba quién era en realidad.
La prueba definitiva que delataba mis verdaderos orígenes.
—Imposible —escuché que dijo el príncipe, incapaz de apartar su mirada de la mía.
Noté la garganta reseca cuando traté de hablar.
—No, no lo es.
Las manos de Rhydderch me soltaron con cuidado y le vi tragar saliva.
—La reina de Elphane solamente tenía una sola hija —murmuró el príncipe, casi para sí mismo—. Y ella murió. Fue asesinada en el ataque de Agarne contra Elphane.
Entendía su reticencia a llegar a la conclusión más evidente. La historia de la masacre que provocó Agarne era bien conocida tanto en los Reinos Humanos como en los Reinos Fae; todos sabían el alto precio que había tenido que pagar la reina de Elphane, la pérdida que la sumió en la oscuridad más absoluta e hizo que cerrara las fronteras de su territorio.
Todo el mundo creyó que la princesa, la heredera, había sido asesinada aquella noche.
Los rumores sobre cómo sus guardianes habían dado con el pequeño cadáver de la niña, tan desfigurado y ensangrentado que habría sido imposible reconocerla de no haber sido por las prendas que llevaba.
En aquel instante recordé a aquel preso de las mazmorras de Gwelsiad, sus delirantes palabras a través de la oscuridad que reinaban en aquellos cavernosos pasillos; el hombre había mencionado aquel terrible episodio, preso de sus propios fantasmas.
«Pobre princesa heredera... Pobre niña... Fueron sus guardianes quienes encontraron su cadáver sobre la cama, tan lleno de sangre y destrozado... Una masacre, dijeron... Y la reina...»
Pero aquel prisionero también había mencionado a la princesa de nuevo, también un incendio y una cabaña. Ese fae había sido testigo de lo sucedido la noche en que el Círculo de Hierro asesinó a mi supuesto padre y prendió fuego al que había considerado mi hogar. Era el único que había sabido que la princesa de Elphane seguía viva, oculta en el bosque. Un extraño nudo se anudó en mi estómago al pensar en él, al saber que no habían sido desvaríos; que ese hombre estaba diciendo la verdad, aunque todo el mundo creyera que estaba loco.
—No murió aquella noche, Rhydderch —le contradije, sintiendo cómo mi voz raspaba contra mi garganta. Algo afilado —quizá la punta de alguno de mis colmillos— rozó mi labio inferior, provocándome un leve escalofrío de incomodidad, pues no estaba acostumbrada a ellos, a su longitud—. Porque está aquí, frente a ti.
—Está diciendo la verdad, Rhy —intervino entonces Ayrel, quien había permanecido al margen hasta ese momento—. Ella es la princesa de Elphane...
—Vesperine —completé a media voz.
Mi auténtico nombre sonaba extraño a mis oídos. Había pasado la mayor parte de mi vida respondiendo a «Verine», pero el eco de mi verdadera identidad me resultaba todavía ajena, como si estuviera hablando de una persona distinta. De una completa desconocida.
La confusión y el desconcierto se abrieron paso entre las facciones del príncipe fae. Estaba costándole asimilar la misma idea que me a mí empezaba a aterrarme: que yo era la princesa que tendría que haber muerto aquella noche. Yo era la heredera de Elphane.
La única hija de la reina Nicnevin.
—Hywel me contó que la reina le ordenó que se llevara a la pequeña después de haberla hechizado con aquel poderoso sortilegio de Magia Antigua —habló Ayrel, pronunciando por primera vez el nombre de mi padre. La fae no mentía, no podía hacerlo; no había compartido con nadie ese detalle—. Tenía miedo de lo que estaba sucediendo. Tenía miedo de que Agarne regresara de nuevo, por lo que decidió fingir que su hija había muerto aquella noche para mantenerla a salvo. Si ocultaba su verdadera naturaleza, su pasado, la niña podría tener una oportunidad de sobrevivir.
Rhydderch parecía más confuso a cada instante que pasaba, mientras Ayrel me ayudaba a encajar todas las piezas. Aunque el sortilegio estaba roto y había recuperado todos mis recuerdos, había ciertas zonas oscuras que, debido a las trágicas circunstancias, mi mente había parecido bloquear. Además de información que solamente Hywel había conocido, al ser mi protector.
Los ojos ambarinos del príncipe no parecían ser capaces de sostenerme la mirada durante más que unos segundos. De manera inconsciente marcó las distancias entre ambos, retrocediendo y apartándose de la cama; un aguijonazo de dolor me atravesó el pecho al creer atisbar una fractura en nuestro ya inestable vínculo.
—Todo este tiempo... —susurró Rhydderch casi para sí mismo, sacudiendo la cabeza.
Me mordí el labio inferior, con desazón. No sabía qué estaba pasándosele por la mente a Rhydderch; no era sencillo asimilar que una princesa que el mundo había considerado muerta, asesinada de un modo brutal y sanguinario, en realidad todavía respiraba... atrapada bajo un hechizo que la hacía parecer completamente humana.
—Eres tú —exhaló entonces Rhydderch, mirándome a los ojos—. La princesa de Elphane.
La misma sensación de extrañeza sacudió mi corazón al escucharle referirse a mí de esa forma. Aún no terminaba de acostumbrarme a ello... y una parte en mi interior tenía miedo de que no pudiera hacerlo; que no consiguiera ser Vesperine, que esa persona —fuera quien fuese antes del sortilegio— hubiera desaparecido para siempre, dejándome a mí en su lugar.
Bajé la mirada a mi regazo, azorada al escuchar al príncipe fae refiriéndose a mí por mi verdadera naturaleza.
—Lo soy...
Aunque no me sintiera de ese modo. Era posible que por mis venas corriera la sangre de Elphane, pero yo había pasado demasiado tiempo lejos de aquel lugar; todo lo que había aprendido de niña se había convertido en un borrón de mi mente. Mi educación no se acercaba en absoluto a lo que se esperaba de una princesa.
—Vesperine...
El sonido de mi nombre saliendo de los labios de Rhydderch chirrió en mis oídos. Alcé mi mirada suplicante hacia sus ojos ambarinos, intentando hacerle ver lo extraño que me resultaba todo aquello.
—Fierecilla —dijo entonces el príncipe a media voz, lo suficientemente bajo para que sólo yo pudiera escucharlo. Todo mi cuerpo pareció relajarse al oír cómo me llamaba de nuevo—, estás conmocionada y todavía tienes mucho que asimilar...
A cámara lenta, vi cómo se incorporaba. El pánico a la idea de que me dejaran a solas con mis propios pensamientos —con el caos que se había desatado dentro de mi cabeza, asfixiándome bajo el peso de lo que el sortilegio había bloqueado todos aquellos años— hizo que me moviera de manera inconsciente, aferrándolo por la muñeca para frenarlo.
La sorpresa era evidente en los ojos ambarinos de Rhydderch cuando me devolvió la mirada.
—No me dejes sola de nuevo —le pedí, suplicante.
«No me dejes sola nunca más.»
* * *
ALOOOOOOOOOOO. PASEN, PASEN, POR FAVOR, Y PÓNGASE CÓMODES
Porque vuestros príncipes fae fugitivos favoritos han vuelto
(para les que os mordíais las uñas, os dije que el 20 de enero adelantaba los dos capítulos que estaban pendientes hasta llegar al 84 pero que eso significaba que los sábados que tocara Thorns NO habría capítulos. Para les que aún no lo saben: cada sábado alterno La Nigromante y ésta, de ahí que haya pasado tanto tiempo.)
No obstante, después de este pequeño paréntesis, PASEMOS A DESGRANAR EL CAPÍTULO DONDE CONFIRMAMOS YA POR FIN TODAS LAS TEORÍAS EN LAS QUE HE INTENTADO POR TODOS LOS MEDIOS QUE OS DESPISTARA ANTE LO EVIDENTE
/y un punto que quizá me resulta cuanto menos interesante: descubrimos por fin el auténtico y verdadero nombre de Verine porque en el anexo estaba emborronado jejejejejeje/
Agarraos queridos gorrioncillos, que estamos enfilando la recta final de la historia Y VIENEN CURVAS
(Baste añadir que retomamos desde ahora el plan original: sábado sí, sábado no capítulo. También si hay alguien que está con La Nigromante decirle que tiene que entrar un poco en hiatus y que he paralizado las actus porque he estado petada de trabajo y solamente he podido avanzar en Thorns. Mil perdones, pero os prometo que estoy en ello para intentar traeros capítulo nuevo de LN)
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