❧ 82


Las paredes de la cabaña parecieron cernirse sobre mi cabeza cuando escuché a la Dama del Lago hablar con tanta libertad sobre mi madre, dándome a entender que ella estaba... viva. Una mezcla de sentimientos encontrados se agitó en mi pecho ante tal posibilidad.

Mis manos empezaron a temblar no de anticipación, sino de miedo. Aquellos meses que habían transcurrido desde que Morag hubiera sido la primera en desvelar aquella verdad tan dolorosa sobre mi auténtica naturaleza —y todo lo que había venido después, tras ser rescatada por Rhydderch y conducida hacia Qangoth, con su familia— pude dejar aquel asunto a un lado, enfocándome en recuperar a mis amigos. Había podido relegar a un segundo plano mis propios orígenes, el misterio de por qué mi padre era fae... y por qué me había hechizado a mí, a su hija.

Y la idea de que mi madre siguiera con vida, en algún punto de Mag Mell... Tampoco supe cómo reaccionar a esa noticia. No sabía nada de ella, ni siquiera los motivos que le habían empujado a abandonarnos. ¿Se acordaría siquiera de nosotros? ¿Sabría que mi padre había muerto a manos de los soldados del Círculo de Hierro?

¿Habría formado su propia familia...?

La mirada de la Dama del Lago se dulcificó, quizá atisbando el conflicto interno que sus palabras habían despertado en mi interior.

Una parte de mí deseaba fervientemente interrogar a la fae, exprimir hasta el último detalle o información que tuviera sobre mi madre. Sin embargo, el miedo que había empezado a extenderse por todo mi cuerpo me retuvo.

Porque no estaba preparada para recibir algunas respuestas. Para entender de una vez por todas mi pasado, quién era en realidad.

—¿Estás preparada para conseguir lo que has venido a buscar? —como si hubiera sido capaz de leer mi pensamiento, la pregunta de la Dama del Lago hizo que me removiera con inquietud.

De manera inconsciente me vi buscando a Rhydderch, dirigiendo mi mirada hacia la puerta cerrada que conducía a su estrecho cuarto. El príncipe fae me había prometido ayudarme a descubrir mi verdad y, aunque sonara muy egoísta, teniendo en consideración el modo en que lo había tratado, le necesitaba a mi lado en aquel momento, aportándome el valor que a mí parecía faltarme.

La mirada de la fae siguió mi misma dirección.

—Él no puede acompañarte —me advirtió—. Es algo que debes hacer tú sola.

Aparté los ojos de la puerta y los clavé en su rostro, sin terminar de entender del todo sus palabras.

—Antes... antes quiero asegurarme de que está bien.

Un brillo de comprensión iluminó sus ojos dorados; después asintió, dándome a entender que esperaría hasta que estuviera preparada.

El silencio se extendió entonces entre nosotras.

—Dijisteis que tarde o temprano nuestros caminos se cruzarían —recordé tras unos instantes sintiendo cómo el ambiente parecía cargarse de algo extraño que me hizo volver a retorcerme con incomodidad—. ¿Nos... nos conocíamos de antes?

La Dama del Lago ladeó la cabeza en un gesto pensativo.

—Supongo que el shock de lo sucedido aquel día no te permite recordarlo todo con claridad —murmuró, casi para sí misma—. No fueron las mejores circunstancias, pequeña espina...

Algo en mi interior volvió a agitarse cuando me llamó de ese modo, pero me centré en su respuesta. En el día en que, supuestamente, nuestros caminos se habían cruzado por primera vez.

—¿Aquel día...?

Los ojos dorados de la fae se clavaron entonces en mis muñecas, en las cicatrices que las rodeaban. Contuve el impulso de cubrírmelas, intentando asimilar lo que estaba tratando de decirme con ese elocuente gesto.

—¿Vos estuvisteis la noche del incendio? —comprendí con voz ahogada.

Los recuerdos que Rhydderch había logrado liberar inundaron mi mente, haciendo que mi estómago se revolviera de angustia y horror. Imágenes del incendio... de los soldados separándome del cuerpo sin vida de mi padre... arrastrándome y luego colocándome aquellos grilletes que me habían quemado y abrasado la piel... Jadeé, buscando aire mientras el eco de una voz femenina resonaba en mis oídos.

«No debisteis entrar en mi bosque...»

Mi asustada mirada se topó con los astutos ojos dorados de la fae, que permanecía imperturbable al otro lado de la mesa.

—Aquella voz que oí... —empecé a hilar mis propios pensamientos, encajando las piezas. ¿Cómo era posible que no lo hubiera descubierto antes? Tendría que haberlo adivinado cuando Rhydderch me mostró sus propios recuerdos—. Erais vos.

La Dama del Lago asintió con serenidad.

—Este bosque se convirtió en mi hogar cuando... cuando tuve que dejarlo todo atrás —pareció lidiar con sus palabras, mostrando su esfuerzo a la hora de elegirlas cuidadosamente—. He estado observándote desde que llegaste, pequeña espina; al igual que al fae que estaba contigo, protegiéndote. Fue él quien trató de buscarme para buscar una alianza que pudiera brindarte una mayor protección; fue él quien, cuando le permití encontrarme, me contó quién eras en realidad y lo importante que era mantenerte a salvo y escondida. Y esa noche, cuando supe que unos humanos habían decidido atacar, no dudé un segundo en acudir en tu ayuda. Lamentablemente, no pude hacer lo mismo por tu guardián... Pero me prometí honrar su memoria cumpliendo la palabra que le di cuando acudió pidiéndome ayuda.

Tragué saliva con esfuerzo, sintiendo que aquella información se escurría entre mis dedos. La Dama del Lago se había referido a mi padre como «guardián», había hablado que yo era importante, por algún extraño motivo. ¿Quizá por lo que protegía el hechizo dentro de mi cabeza? ¿Sería esa información, esos recuerdos bloqueados, lo que me convertía en alguien valioso, alguien a quien proteger con su propia vida, incluso?

La fae extendió sus dedos sobre la superficie de la mesa, su mirada se había ensombrecido repentinamente.

—Solamente dejé a uno de los soldados con vida —continuó con su relato, haciendo que mi vello se erizara al no atisbar ni un leve timbre de arrepentimiento en su voz—. Modifiqué ligeramente sus recuerdos sobre aquella noche, sobre lo que había sucedido en realidad... El bosque no parecía ser seguro para ti, no después de que os hubieran encontrado. Así que indagué en la cabeza de ese soldado y vi que pertenecía al Círculo de Hierro, aquel cuerpo de élite del ejército de Merahedd. Uno de los reinos que participó en el sangriento ataque a Elphane hace dieciocho años. Creí que escondiéndote en aquel reino, a la vista del propio monarca, podría protegerte hasta que estuvieras preparada... o hasta que el hierro que había en esa ciudad debilitara la magia que hay en ti, pequeña espina.

»Así que hice que ese soldado te condujera a un lugar seguro para una niña huérfana y recé para que los antiguos elementos velaran por tu futuro. Sin embargo, meses después de aquella noche, me vi en la obligación de abandonar mi territorio cuando las noticias de lo sucedido en los Reinos Humanos me hizo entender que algo estaba pasando. Algo que siempre ha estado moviéndose entre las sombras, maquinando para su propio beneficio.

Mi corazón empezó a aporrearme dentro del pecho al comprender que había sido la Dama del Lago quien, gracias a su magia, había manipulado a lord Ephoras para que no acabara con mi vida, tal y como le había ordenado su superior, sino que me llevara consigo, dejándome en el primer orfanato que se encontrara en Merain. ¿Sería eso el motivo de su inquina hacia mí? ¿Me habría reconocido? ¿O simplemente le recordaba a esa niña a la que había abandonado, movido por la magia de una fae?

Aquel cúmulo de preguntas me hizo sentir más confusa todavía.

—Todo cobrará sentido, pequeña espina —intentó tranquilizarme—. Solamente tienes que dar el paso.

—¿Rhy...?

Mi voz sonó menos segura de lo que hubiera deseado. Tras aquella primera conversación con la Dama del Lago, abrumada por la cantidad de información que había compartido conmigo, la fae parecía haberse apiadado de mí, permitiéndome rehuir su presencia con la excusa de pedirme que comprobara el estado del príncipe.

No había dudado un segundo en apartarme de la mesa y prácticamente abalanzarme hacia la puerta de madera que conducía a su cuarto. El corazón pareció encogérseme hasta el tamaño de un puño cuando vi la silueta recortada de Rhydderch aovillado sobre el colchón. La noche estaba cayendo al otro lado del ventanuco, desvelándome que habían pasado horas desde nuestra llegada. Desde que la Dama del Lago me había brindado algunas respuestas.

Di un par de tímidos pasos hacia el camastro.

—¿Rhydderch...?

El cuerpo del príncipe se removió ante mi segundo llamado, haciendo que mi pulso trastabillara. Un gemido suave se le escapó al fae cuando trató de incorporarse sobre el colchón, haciendo saltar todas mis alarmas.

—No deberías hacer esfuerzos —le advertí, cruzando el poco espacio que me separaba de él para impedir que se moviera.

No pude evitar que mis ojos se desviaran hacia las heridas, cuyo aspecto parecía mucho más halagüeño que cuando la Dama del Lago había empezado a curárselas. Aún había rastros de tierra y sangre adheridos a su piel, cuya palidez aún era visible a la luz que se colaba desde el ventanuco. Sin embargo, quizá la fae podría emplear su magia para terminar de hacer que sanaran.

Un silencio incómodo empezó a formarse entre los dos, haciendo que el reducido tamaño de aquel habitáculo pareciera disminuir todavía más. Prácticamente había huido de la otra sala y la Dama del Lago por no estar preparada para hacer frente a las respuestas que las fae guardaba sobre mi pasado... y ahora no sabía si había sido la decisión correcta. No cuando la mirada adormilada de Rhydderch me hacía sentir de aquel modo tan miserable.

—Veo que has recuperado la consciencia —dijo una voz a mis espaldas, sobresaltándome.

Miré por encima del hombro, descubriendo a la Dama del Lago apoyada sobre el quicio de la puerta, observando al príncipe con un gesto casi maternal. Rhydderch pareció mascullar algo y la fae sacudió la cabeza, atravesando los pocos metros para comprobar por sí misma el estado de las heridas.

Relegada a un discreto segundo plano, me aparté de ambos para que la Dama del Lago tuviera más margen. La observé repasar con el dedo índice algunos de los surcos, asegurándose de que todo estuviera yendo conforme lo planeado; de manera inconsciente sentí que sobraba en aquel lugar. En aquel refugio.

Retrocedí un paso con sigilo, queriendo escabullirme por segunda vez, cuando la avispada mirada dorada de la Dama del Lago se desvió en mi dirección de un modo que me hizo quedarme clavada en mi sitio.

—Trae un par de trapos húmedos, por favor —me pidió.

Con un seco asentimiento, di media vuelta y abandoné el cuarto, dejándolos a solas.

Me tomé mi tiempo mientras cumplía su petición. Traté de controlar el ligero temblor que empezó a extenderse por mi cuerpo, la presión que parecía aplastar mis pulmones, arrebatándome el aliento; busqué apoyo en la mesa de madera, con el propósito de recuperar el control.

Alejé la voz de la Dama del Lago desvelándome cómo había terminado en aquel orfanato de Merain después de que la cabaña y el cadáver de mi padre fueran pasto de las llamas; cómo había logrado sobrevivir al ataque que habían perpetrado aquellos miembros del Círculo de Hierro al que había considerado mi hogar.

No quise seguir indagando, desmigajando todas y cada una de sus palabras.

No quise seguir tirando de esas hebras sueltas que había dejado en sus relatos, quizá con la intención de que sacara mis propias conclusiones al respecto.

Encontré el material que necesitaba y deshice mis pasos con cuidado hacia el pequeño dormitorio del príncipe, quedándome a un paso de la puerta cuando logré atisbar el intercambio de susurros entre Rhydderch y la Dama del Lago:

—Sabías que el único modo de detener a un trevohrot es congelándolo, Rhy —estaba diciéndole en aquel instante la fae, en tono de reproche. No se me pasó por alto el apelativo con el que se refirió al príncipe y que solamente había visto usar a su familia y a Calais—. Congelándolo y luego partiendo la madera de su centro para poder acceder a su núcleo, carbonizándolo.

Aferré con mayor energía los trapos húmedos que había cogido, ignorando cómo el líquido empapaba mi ropa.

—Eran demasiados —escuché la fatigosa respuesta de Rhydderch.

—Eran demasiados —coincidió con el príncipe la Dama del Lago, suavizando su tono de voz— y tus prioridades estaban en otra parte.

—Verine estaba desprotegida —se trató de justificar Rhydderch—. Por supuesto que mi prioridad era la de salvar su vida a toda costa.

Sus palabras me desestabilizaron. Después de haberle arrastrado a aquel nido de monstruos, la única preocupación del príncipe había sido mi seguridad. A pesar de todo lo que había sucedido entre nosotros, no había dejado de pensar ni un segundo en mí.

Oí a la Dama del Lago dejar escapar un suspiro antes de que decidiera golpear la puerta con contundencia, haciéndoles saber de mi regreso.

La fae me pidió que pasara, como si no les hubiera interrumpido en mitad de una conversación privada. La mirada apagada de Rhydderch me buscó al atravesar el umbral, siguiendo todos y cada uno de mis movimientos; tendí a la Dama del Lago los paños húmedos que había traído conmigo, pero ella los rechazó con un aspaviento de mano y se puso en pie.

La contemplé con un gesto de incomprensión, sin entender del todo qué pretendía. Incluso Rhydderch parecía igual de perdido que yo con aquel movimiento por parte de la fae.

—Necesito ir a comprobar algunas cosas —se excusó, lanzándonos una elocuente mirada tanto al príncipe como a mí.

Luego, sin darnos opción tan siquiera a replicar, abandonó el dormitorio, asegurándose de cerrar la puerta tras de sí; una sutil encerrona para que pudiésemos tratar de limar asperezas o, al menos, intentarlo. Apreté los paños húmedos de manera inconsciente en mi puño ante la perspectiva de la idea de estar los dos a solas después de cómo había ido nuestro anterior encuentro, antes de que la Dama del Lago decidiera intervenir.

Ninguno de los dos dijo nada.

Rhydderch estaba sentado en el borde del colchón. Alguien —quizá la Dama del Lago— había encendido una vela, haciendo que el cuarto estuviera algo más iluminado; gracias a ello pude comprobar que la fae parecía haber cumplido con su palabra, usando su propia magia para acelerar la curación de las heridas: los surcos sanguinolentos y rojizos que cruzaban su pectoral y rodeaban la parte superior del bíceps hasta alcanzar su omoplato se habían convertido en líneas rosáceas.

Me aclaré la garganta, incapaz de mantener mi vista en un punto fijo por más de unos segundos. La humedad de los paños seguía empapando la tela, arrancándome un escalofrío.

—He traído... he traído algo para que puedas quitarte la suciedad —dije al final, rompiendo el silencio. Al ver que Rhydderch se limitaba a lanzar un vistazo a los pedazos de tela que sostenía, di un tímido paso en su dirección—. Puedo... puedo ayudarte. Si me dejas.

Todo el valor, toda la rabia que me había impulsado horas antes, después de que hiciéramos aquel alto en el curso del río, se había esfumado. Los últimos sucesos parecían haberme drenado toda la valentía, dejando en su lugar aquel nudo de nervios en la boca de mi estómago.

Además, mi oferta era lo mínimo que podía ofrecerle, teniendo en consideración cómo se había arriesgado por salvarme la vida.

El príncipe dejó escapar un sonido que interpreté como un asentimiento. Con un titubeo, terminé de recorrer los pocos pasos que me separaban del camastro y tomé asiento, con unos centímetros de distancia de su cuerpo.

—Tienen mucho mejor aspecto —añadí, creyendo que una conversación trivial serviría para aligerar el ambiente—. La Dama del Lago ha hecho un buen trabajo con las heridas.

Rhydderch no respondió, con sus ojos ambarinos clavados en un punto cualquiera de la pared que había frente a nosotros. Tomé una temblorosa bocanada de aire antes de acercar el tejido húmedo del paño a la zona herida, presionando con suavidad y arrastrando sobre la piel para limpiar los restos de la escaramuza.

De nuevo, el silencio se hizo entre nosotros. Continué eliminado sangre reseca y sangre, cuidando de no presionar demasiado fuerte las franjas rosáceas que la Dama del Lago había curado gracias a su poder. El nudo que sentía alrededor de mi garganta se estrechó cuando pensé en el príncipe fae, en cómo sobrellevaría de ahora en adelante la imagen de aquellas cicatrices... Los recuerdos que siempre llevarían aparejados no eran en absoluto agradables.

—Debería haberte escuchado —dije entonces, con los ojos fijos en lo que estaba haciendo. La situación entre nosotros estaba tensa; aquel hilo que nos había unido se había enrevesado tanto que no sabía si tendría solución—. Es culpa mía que acabáramos en aquel nido; me convertí en una carga para ti... Es culpa mía que te hirieran —mis ojos se nublaron a causa de las lágrimas. El dique que había estado conteniendo mis emociones amenazaba con estallar en mil pedazos—. Estas cicatrices son... también son culpa mía. Podríamos haber muerto por mi culpa —concluí a media voz—. Todo esto es por mi propia culpa, por no haber sido suficiente.

De no haber estado allí, Rhydderch habría sido capaz de enfrentarse a esas criaturas. No habría tenido que preocuparse de protegerme las espaldas, de limitar sus movimientos para que yo no resultara herida. Habría podido desplegar por completo su poder, siguiendo las instrucciones de la Dama del Lago para derrotar a los trevohrot.

Quizá, en el fondo, no me había mentido.

Quizá le importaba.

Quizá debería haberle dejado hablar aquella noche en la terraza.

—Por suerte para nosotros, Ayrel intervino a tiempo y nos salvó a ambos —la voz de Rhydderch sonaba débil. Cansada.

Traté de ignorar el pellizco que me produjo la cercanía con la que pronunció el nombre de la Dama del Lago, una prueba más de lo unidos que parecían estar. No era asunto mío.

—Estoy en deuda contigo, Rhydderch —susurré, sin atreverme a mirarlo—. Yo... Gracias.

El príncipe fae dejó escapar un siseo cuando se encogió de hombros, quizá por la tirantez de las cicatrices.

—No hay ninguna deuda, Verine —se limitó a responder.

El silencio volvió a hacer acto de presencia, casi tangible. Sus últimas palabras parecieron rasparme por el tono plano que utilizó.

—Fue la Dama del Lago quien me salvó la noche del incendio —le desvelé, intentando arrancarle algo más al príncipe. Intentando ignorar aquel aire distante que le rodeaba y que parecía ser distinto en aquella ocasión—. Ella era la voz que oímos en mis recuerdos antes... antes de que el hechizo nos... nos expulsara.

Aquello pareció captar la atención de Rhydderch, que desvió sus ojos ambarinos hacia mi rostro.

—Dejó con vida a uno de los soldados y usó su magia para que me... para que me llevara a un lugar seguro en Merain —continué, lidiando con mi propia voz—. Así fue cómo acabé en aquel orfanato.

Algo se retorció en mi pecho cuando vi un brillo de lástima en su mirada.

—Ella me aseguró que conoce a mi madre —agregué, deseando redirigir la conversación a un tema que no implicara hablar de aquellos primeros años en el orfanato; en cómo mi camino se cruzó con Altair... y lo que vino después—. Al parecer, está viva. En alguna parte de Mag Mell.

Me forcé a seguir limpiándole la suciedad, fingiendo que aquella demoledora noticia no me afectaba en absoluto.

—¿El hechizo...? —la pregunta de Rhydderch sonó cautelosa, al igual que la mirada que me lanzó.

La vergüenza por mi propia cobardía hizo que mis mejillas empezaran a arder.

—No... No he podido hacerlo —respondí con voz temblorosa, delatándome a mí misma—. Tengo miedo de lo que pueda esconder el sortilegio.

—Te prometí que te ayudaría a descubrir la verdad, sea cual sea —las palabras del príncipe hicieron que las comisuras de mis ojos escocieran—. Estaré a tu lado en ese momento.

Mi corazón empezó a latir a mayor velocidad, azuzado por aquella promesa que me había hecho en el pasado.

—Y luego me aseguraré de que puedas regresar a Merahedd con tus amigos y el heredero.

* * *

AAAAAAAAAAAAAAA ESTAMOS A 2 (DOS) CAPÍTULOS DE SALIR DE DUDAS Y LAS PIEZAS YA ESTÁN EMPEZANDO A ENCAJAR POCO A POCO!!!! (es posible que en algunos capis veamos doble punto de vista jeje)

¿Cómo vamos al otro lado de la pantalla? ¿Casi sin uñas como yo de que llegue ese momento?

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