❧ 81

Cuando el fogonazo se disipó, los trevohrot que habían estado a punto de destrozarnos a Rhydderch y a mí se habían desvanecido, dejando en su lugar la inusitada imagen de la orilla de un lago. Mi piel se erizó al sentir algo en el aire, algo parecido a... magia. Sin embargo, no era la misma sensación que me había transmitido el poder de Rhy... o el de resto de fae con los que me había topado. Aunque no supiera cómo, de algún modo intuía que este tipo de magia era distinta.

El quejido que dejó escapar el príncipe, a quien continuaba presionando contra mi cuerpo, me hizo devolverle toda mi atención. Su rostro estaba pálido y su expresión no era capaz de esconder el dolor que debía sentir; parecía estar cerca de perder por completo el conocimiento. La sangre que manaba de las heridas que le habían provocado las garras de esa criatura continuaba manando de ellas, manchándonos a ambos; el estómago se me agitó desagradablemente al notar aquella pegajosa humedad adhiriéndose a mi piel. Recordándome que yo había sido la causante.

Que yo era la responsable de todo aquel desastre.

—Rhy...

«Tienes que huir...»

La voz del príncipe, llena de aquel cansancio y resignación, como si ya hubiera sabido de antemano que no tendríamos una sola oportunidad de salir con vida, al menos los dos, hizo que me aferrara a su cuerpo, suplicando a los antiguos elementos para que hubiera al menos una pequeña esperanza de poder salvarle.

—Vamos, arriba —una desconocida voz femenina sonó imperiosa a mi espalda, desvelando que no estábamos solos en aquel extraño lugar—. Necesito que me ayudes a llevarlo dentro.

Un leve timbre de familiaridad hizo que me pusiera tensa antes de girar el cuello en su dirección, haciendo que un sonido inarticulado brotara de mis labios resecos. Sus ojos dorados se abrieron de par en par cuando nuestras miradas chocaron la una con la otra; aquella mujer —aquella fae— no me era desconocida, aunque no nos conocíamos personalmente.

Porque era la misma fae que me había mostrado Rhydderch en sus propios recuerdos, la misma mujer que le había encontrado en el bosque siendo niño.

Los años no parecían haber tenido ningún efecto en ella, manteniéndola como un fiel reflejo de la imagen que había visto dentro de la cabeza del príncipe. Su cabello dorado se movió cuando ladeó la cabeza, escrutándome con aquellos ojos que parecían ser más antiguos que su propia apariencia.

—Sois vos —se me escapó.

La Dama del Lago siguió contemplándome con una expresión hermética, haciéndome sentir incómoda. Luego Desvió la mirada hacia Rhydderch, cuya respiración se había vuelto fatigosa y parecía encontrarse cada vez más cerca de la inconsciencia.

—Ahora no es el momento —dijo, casi para sí misma—. Ayúdame a llevarlo dentro —repitió su orden.

Se situó junto a mí para echarme una mano con el príncipe. Me incorporé a duras penas, sosteniendo su peso, y la fae se aseguró de servirle de apoyo por el otro costado; con el pulso acelerado por su simple presencia, le cedí por completo las riendas de la situación, dejando que fuera ella la que me guiara.

Fue entonces cuando me fijé en la cabaña que había a unos metros de nosotras. Una edificación lo suficientemente amplia para que la Dama del Lago pudiera vivir con cierta comodidad. Cuando sus pasos empezaron a conducirnos hacia ella, me permití estudiar un poco más nuestro entorno.

La sensación que me había embargado al descubrirme en aquel lugar volvió a envolverme. No estaba equivocada al creer intuir una extraña magia inundando el ambiente, como una barrera protectora. Por el rabillo del ojo espié a la fae y mi garganta se estrechó un poco al descubrir algunas manchas de la sangre de Rhydderch en la tela blanca de la túnica que vestía.

No era ningún mito.

Los recuerdos del príncipe no habían sido ningún engaño.

La Dama del Lago era real.

Tragué saliva cuando la fae empujó con premura la puerta principal de la cabaña, permitiéndome echar un primer vistazo a su interior: se trataba de una austera sala central con una gran chimenea tras una pesada mesa de madera. El espacio estaba organizado, pero denotaba que aquella estancia solía ser usada con asiduidad.

La mujer chasqueó la lengua, interrumpiendo mi escrutinio.

—La mesa —fue lo único que dijo.

Obedecí en silencio. Entre las dos conseguimos arrastrar a Rhydderch hacia allí y tenderlo sobre la superficie de madera; me hice a un lado, dejando que la Dama del Lago inspeccionara el estado del príncipe. Ella apoyó una mano sobre su frente con cuidado, comprobando su temperatura; mis nervios amenazaron con desbordarme cuando llegó el turno de las heridas. Observé a la mujer apartar los jirones de la túnica de Rhydderch para tener una mejor visión de sus heridas.

Mi estómago volvió a retorcerse cuando pude ver los profundos surcos que aquella criatura había causado con sus garras.

—Tenéis que salvarlo —las palabras, la súplica implícita en ellas, brotaron antes de que fuera consciente de lo que estaba haciendo. De a quién me estaba dirigiendo—. Pagaré cualquier precio si salváis su vida.

De haber estado el príncipe consciente, su reacción no se habría hecho esperar: ofrecer un acuerdo de tal calibre era una completa locura; muchos fae estarían relamiéndose de satisfacción de haber recibido una oferta así. Pero a mí no me importó lo más mínimo: una vida por una vida, si fuera necesario.

Pese a nuestra enrevesada relación, Rhydderch había intentado protegerme a toda costa y aquél había sido el resultado.

La Dama del Lago clavó de nuevo sus ojos dorados en mí, evaluándome.

—¿Sabes lo que estás ofreciéndome? —me preguntó, muy seria.

—Soy consciente de ello y os doy mi palabra de que la cumpliré si me ayudáis a salvar la vida del príncipe.

Su mirada volvió a recorrerme de pies a cabeza, con un brillo de interés en aquella ocasión.

—Por suerte para ti, no será necesario —desveló tras unos instantes en silencio—. Las heridas no son mortales.

Mis ojos alternaron entre los surcos sanguinolentos de carne levantada que rodeaban desde la zona del omoplato, pasado por el bíceps y alcanzando parte del pectoral de Rhydderch hasta el rostro de la Dama del Lago.

—Su magia... Fue como si se hubiera apagado su poder —concluí con un estremecimiento, recordando cómo el brillo en la mirada ambarina del príncipe se había esfumado paulatinamente.

La mujer se inclinó hacia Rhydderch y empezó a deshacerse de la túnica que cubría la parte superior de su cuerpo. El príncipe parecía ajeno a todo, con la piel cubierta por una fina capa de sudor, suciedad y sangre.

—Las garras de los trevohrot son su arma más peligrosa —me confió mientras continuaba con la inspección de las heridas, frunciendo el ceño por la concentración—. Anula nuestra magia —hizo una pausa para alejarse de la mesa donde estaba tendido Rhydderch, en dirección hacia un rincón que parecía ser una discreta cocina. No pude hacer otra cosa que contemplar cómo empezaba a trastear—. Son criaturas formidables, como habéis podido comprobar, además de ser muy difíciles de derrotar... Por lo que algunos fae solían conjeturar que la sustancia que los vuelve tan letales contra nuestro poder es el hierro.

Una teoría que podía ser plausible, teniendo en consideración que el hierro era mortífero para ellos... y para los mestizos, como yo.

—El hierro nos envenena y quema —continuó la Dama del Lago, regresando junto a mí con un cuenco, varios trozos de tela y un par de frasquitos apretados en su puño. No se me pasó por alto la mirada que lanzó a mis muñecas, como si hubiera sabido de mis cicatrices—. Aunque eso tú ya lo sabes, pequeña espina.

El modo en que se dirigió a mí hizo que algo se removiera dentro de mi cabeza, como si no fuera la primera vez que oía a alguien llamándome así. Sin embargo, sonó extraño saliendo de sus labios. Erróneo.

Sin embargo, mis alarmas saltaron cuando fui consciente de las implicaciones de sus palabras, de lo que había tras ellas.

—Sabéis entonces que soy una mestiza —afirmé, sin rodeos.

La Dama del Lago me observó de tal forma que me removí con incomodidad. Como si sus iris dorados me atravesaran, alcanzando mi interior; viendo más allá de mi apariencia.

—Tarde o temprano nuestros caminos iban a cruzarse, pequeña espina —fue lo que dijo—. Pero las respuestas que estás buscando deberán esperar un poco más.

Procuré ocultar la inquietud que me produjo escuchar que, de algún modo que todavía ignoraba, ella había estado esperando que nos encontráramos... y que podía responder a aquellas preguntas de mi pasado que habían empezado a perseguirme al ser consciente de que el momento había llegado.

La Dama del Lago me hizo un gesto impaciente con la mano, pidiéndome que me acercara a su lado. Observé con una mezcla de recelo y curiosidad cómo usó su magia para llenar de agua el cuenco de madera que había traído consigo de la zona de la cocina; sus ojos se iluminaron como los de Rhydderch, pero con mayor intensidad; un extraño regusto se extendió por mi boca, haciendo que apretara los labios para contener una mueca. Introdujo con cuidado los trozos de tela antes de descorchar el primer frasco, haciendo que un potente aroma inundara el interior de la cabaña.

—No será agradable —me avisó la fae, con su atención puesta en un trozo de tela empapado en el agua del cuenco—. Necesito limpiar en profundidad las heridas para que no haya rastros de la sustancia que recubre las garras de esas criaturas en su piel que pueda interferir en la curación —ladeó la cabeza, observando entonces los arañazos—. Es muy posible que queden cicatrices.

Rhydderch no parecía ser muy vanidoso en relación con su aspecto. Sin embargo... dudaba que le resultara a agradable descubrir que tendría que lidiar con la imagen de aquellos arañazos, sabiendo qué los había provocado. Un recordatorio de cómo había salvado mi patética vida, de lo inútil que había resultado cuando nos vimos rodeados por aquellas tétricas criaturas.

Tragué saliva, sin poder decir nada.

—Muchacho incauto —escuché que mascullaba la Dama del Lago, hacia el inconsciente príncipe. Luego su mirada volvió a mí—. Será doloroso para Rhydderch. Por eso mismo tú vas a intentar mantenerlo inmóvil mientras yo me encargo de curarle las heridas.

Mordí el interior de la mejilla, echando un vistazo al cuerpo tendido del fae sobre la mesa. Me situé donde la mujer me indicó y coloqué mis palmas sobre el pecho de Rhydderch, tomando una temblorosa bocanada de aire; desde aquella distancia pude contemplar la masacre que las garras del trevohrot habían causado sobre la piel del príncipe. Los bordes de los desgarros parecían haberse ennegrecido, como si los afilados extremos de aquellas armas le hubieran... quemado.

La sangre reseca no era capaz de ocultar las capas más rosadas que había al descubierto, provocándome un leve mareo. La Dama del Lago había dicho que su vida no corría peligro, pero aquella visión —los recuerdos que traía consigo— estaba causándome náuseas por la culpa. Había sido un obstáculo en aquel claro, un impedimento para que Rhydderch pudiera actuar con libertad; el príncipe fae había estado demasiado pendiente de mí, haciendo que bajara la guardia. Un error que le había costado caro.

Y que hubiera aumentado de no haber sido por la proverbial intervención de la Dama del Lago, que nos había salvado a ambos.

—¿Preparada? —la voz de la mujer me hizo salir de mi ensimismamiento.

Tragué saliva por segunda vez, asintiendo.

No lo estaba. En absoluto.

El cuerpo de Rhydderch dio una sacudida cuando la Dama del Lago presionó el trozo de tela sobre la carne destrozada. El rostro del príncipe se contrajo en una mueca de agonía mientras yo intentaba presionarlo contra la mesa, impidiendo que se moviera e interrumpiera la laboriosa tarea de la fae. En algún momento, quizá debido al dolor, Rhydderch abrió los ojos, clavándolos en mí.

Mis manos temblaron cuando leí en su mirada el tormento que estaba sufriendo. La Dama del Lago no mostraba ni un atisbo de duda mientras limpiaba en profundidad las heridas, asegurándose de eliminar por completo la sustancia que se había quedado adherida en su piel.

Las venas del cuello de Rhydderch se hincharon cuando la fae tuvo que ahondar un poco más en uno de los arañazos. El príncipe apretó con fuerza los dientes, permitiéndome contemplar sus colmillos afilados casi rozando su labio inferior. Notaba un molesto escozor en la comisura de mis ojos y un pesado nudo en la garganta. Aquel sufrimiento era por mi culpa; pese a mis años de instrucción en el ejército de Merain, no había hecho nada. Todo lo que había aprendido, lo que se había convertido en mi vida, no había servido en absoluto.

Porque me había quedado paralizada, viendo cómo Rhydderch hacía uso de su magia para intentar protegernos a ambos.

Porque el príncipe había forzado su propio poder hasta el límite, pidiéndome en el último momento, tras ser consciente de la funesta realidad de aquel enfrentamiento, que huyera. Que le dejara atrás mientras él sacrificaba toda su energía para darme una oportunidad.

—¿Estás... estás llorando? —el susurro cargado de esfuerzo de Rhydderch hizo que me focalizara de nuevo en su rostro.

Un siseo de dolor se le escapó un instante después, justo cuando la Dama del Lago inclinaba su cuerpo para poder acceder a su espalda y proceder de nuevo con la limpieza de sus heridas.

Contemplé sus ojos ambarinos, nublados por la agonía. Algunos mechones de su largo cabello se le habían pegado alrededor del rostro, enmarcándoselo; su piel dorada parecía mucho más pálida, no sabía si por la falta de sangre... o porque su estado era más grave de lo que pensábamos.

No parecía haber recuperado del todo la consciencia, a juzgar por su timbre pastoso y la mirada desenfocada.

—No estoy llorando —le respondí, con voz ronca.

—Príncipe idiota —la voz de la Dama del Lago me distrajo. Incluso la expresión de Rhydderch se contrajo al escucharla hablar—. Sabías qué hacer. Sabías cómo detenerlos, pero...

—Quería protegerla —fue la trabajosa respuesta de Rhydderch.

Aquellas dos simples palabras hicieron que el peso que sentía sobre mis hombros pareciera triplicarse. La mirada que me lanzó la fae tampoco ayudó a aliviar la carga, haciéndome sentir más culpable y responsable de lo sucedido.

—Necesito que le sostengas —dijo entonces la mujer— para poder aplicarle bien el ungüento.

Asentí de nuevo y, con su ayuda, incorporamos a Rhydderch. El príncipe apoyó su cabeza contra mi esternón; su agitada respiración y el sudor que cubría su piel hizo que mi preocupación aumentara.

—¿No podéis usar vuestra magia para curar sus heridas? —le pregunté a la Dama del Lago.

—Puedo hacerlo, pero una vez el ungüento cumpla con su propósito y limpie cualquier rastro que pueda quedar —contestó, hundiendo un par de dedos en el interior del frasco para mostrarme, un instante después una sustancia gelatinosa de un tono terroso—. Esto tampoco va a ser agradable para él —añadió para sí misma.

No lo fue.

Las manos de Rhydderch se aferraron a mi cintura casi en un movimiento reflejo. Mi pulso se agitó ante aquel inesperado contacto, en especial por la presión de sus dedos contra el tejido de mi túnica. Mi traicionera mente optó por jugarme una mala pasada, trayendo consigo ciertos fragmentos de hacía dos noches. Me reproché mi propia actitud, el modo en que mi cuerpo parecía reaccionar a Rhydderch. El príncipe estaba sufriendo a causa del efecto que parecía surtir aquel ungüento sobre sus heridas y yo... yo no había podido evitar acordarme de aquel encuentro entre los dos.

—Un poco más —murmuró la Dama del Lago.

Un sonido ahogado escapó de los labios de Rhydderch y sentí algo húmedo sobre mi pecho. Alejando aquellos intrusivos pensamientos que habían empezado a rondar por mi mente, pegué al príncipe más contra mí. Como si así pudiera protegerle del dolor, deseando poder hacer algo para aliviarle realmente.

Me tensé cuando vi a la fae apartarse, con una expresión sombría. El nudo de la garganta pareció crecer al descender mis ojos hacia sus manos, descubriéndolas llenas de sangre reseca; ella se limitó a hundirlas en el cuenco de agua, lavándolas con fruición hasta que salieron limpias.

—Lo único que podemos hacer ahora es esperar —me dijo a mí.

Observé la mesa sobre la que estaba tendido. La respiración del príncipe parecía haberse calmado y sus manos ya no se aferraban a mí con la misma urgencia que antes; aquel lugar no me parecía el lugar idóneo donde Rhydderch realmente pudiera descansar hasta que el ungüento hiciera su efecto.

Como si la fae hubiera leído mis pensamientos, dijo:

—Su cuarto es esa puerta.

Contuve mi curiosidad mientras arrastraba a Rhydderch hacia el lugar que la Dama del Lago había señalado. En aquella ocasión tuve un poco más de cooperación por parte del príncipe, quien deslizó pesadamente sus pies mientras me usaba de apoyo, tambaleándose como un recién nacido dando sus primeros pasos. Empujé con cautela la puerta que conducía al dormitorio de Rhydderch y me topé con una escena que me resultó dolorosamente familiar: era un espacio pequeño y austero, como el resto de la cabaña, con espacio suficiente para que cupiera un catre en una de las esquinas y un desvencijado arcón a sus pies que parecía hecho por el propio Rhydderch, por muy extraña que me resultara la idea.

En cierto modo, me recordó a la habitación en la que había vivido en los barracones del ejército.

Conduje al príncipe hacia el camastro y le ayudé a tumbarse de costado, procurando que las heridas quedaran al aire, sin tela que entorpeciera su curación. De manera inconsciente le aparté algunos mechones del rostro, recolocándoselos tras sus orejas puntiagudas. El esfuerzo de caminar por su propio pie hasta allí parecía haberle arrebatado las pocas fuerzas que había conseguido reunir; con los ojos cerrados, en aquel instante me recordó al niño que había sido en el pasado. Vulnerable... y solo, muy solo.

Con los dedos acariciando su cabello largo, desvié la mirada de su rostro y estudié aquel espacio. Me sorprendía que, habituado a los aposentos que tenía en el castillo, aquel pequeño rincón reflejara más de Rhydderch que su otro dormitorio: me fijé en los papeles que tenía apilados cerca del camastro, los familiares trazos del príncipe; eran bocetos del mapa que había visto colgado en su sala común de Qangoth... pero también descubrí retratos de una fae parecida a la Dama del Lago. De otros fae que me resultaban por completo ajenos.

¿Qué clase de relación unía a Rhydderch con la Dama del Lago? Ella lo había encontrado en el bosque por primera vez, después de que la magia del príncipe se descontrolara en su desesperado intento de huida; sin embargo, Rhydderch no había compartido conmigo nada más. Parecía que aquel encuentro accidental de años atrás se había ido fraguando en un vínculo mucho más cercano... hasta el punto de que la Dama del Lago parecía haberle abierto las puertas de su hogar, cediéndole una parte para que el príncipe construyera allí su refugio.

Un lugar donde poder encontrar la paz que necesitaba cuando las cosas en la corte se ponían tensas.

Estudié de nuevo aquel habitáculo, consciente de que el príncipe parecía usarlo a menudo. Aquel desorden que podía atisbarse en algunas zonas delataba que Rhydderch pasaba tiempo en aquel lugar... y que no había pasado mucho desde la última vez que lo visitó.

Tras comprobar que todo estaba en orden, que Rhydderch parecía estar profundamente dormido, me levanté con cuidado y abandoné la habitación con el mayor sigilo posible, regresando a la otra sala. La Dama del Lago parecía haber aprovechado mi ausencia para poner un poco de orden, limpiando el desastre de sangre y tierra que había dejado Rhydderch sobre la mesa.

El pulso se me aceleró cuando la puerta del dormitorio se cerró a mi espalda con un audible chasquido, llamando su atención. Los ojos dorados de la fae se clavaron en mí a través de la distancia que nos separaba.

—De entre todas las posibilidades... jamás hubiera llegado a imaginar que Rhydderch te traería consigo —fue lo primero que dijo, ladeando la cabeza en un gesto pensativo—. Los antiguos elementos son caprichosos, sin lugar a dudas. Qué interesante que vuestros caminos decidieran cruzarse en este preciso momento.

Sus palabras me inquietaron, pese a que no entendí su significado. Ella parecía haber insinuado que habíamos estado destinadas a conocernos en algún instante, lo que inclinaba a pensar que...

—¿Conocíais a mi padre?

El rostro de la Dama del Lago se contrajo en una ligera mueca.

—No conté con ese placer, pequeña espina.

Mi corazón se aceleró mientras pensaba en mi siguiente pregunta.

—¿Y a mi madre?

Un ligero temblor sacudió la comisura de sus labios y su mirada pareció suavizarse al sostenérmela.

—Todo el mundo conoce la fama de tu madre, pequeña espina —fue su enigmática respuesta—. Incluso aquí llegan rumores e historias sobre ella.

* * *

ALOOOOOO Y FELIZ 2024 PEQUEÑAS FLORES DE MI JARDÍN!

Ante tan solemne momento como lo es el fin de este año 2023 y entrada del nuevo, me dije ¿qué mejor ocasión de hacer una doble actualización sorpresa, aliviando así parte de la histeria que dejé ayer con el capi de Thorns?

Espero de verdad que este año 2024 sea mejor que el que dejamos atrás y que se cumplan vuestros propósitos y metas. Mil gracias por estar ahí en cada capítulo, de verdad

(alguien más está en modo panic attack por el hecho de que quedan 3 capis hasta el 84 y las cositas que ya se han dejado de entrever en este?)

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