❧ 80
Ninguno de los dos dijo nada cuando las familiares —y altas— copas de los árboles del bosque nos dieron la bienvenida, una vez el velo de sombras con el que Rhydderch nos había rodeado hubo caído.
Tampoco dijimos nada cuando el príncipe fae hizo que nuestra montura se internara aún más en la espesura, dejando atrás la claridad que se colaba a través de las orillas del Gran Bosque.
Un silencio incómodo se convirtió en nuestro nuevo compañero de viaje mientras continuábamos avanzando. Los brazos de Rhydderch me rodeaban mientras sostenía las riendas; la distancia entre nuestros cuerpos era ínfima, permitiendo que el calor que desprendía se filtrara a través de mis propias prendas. La cercanía entre ambos removió ciertos recuerdos en mi mente... Recuerdos indeseados. Lo sucedido un par de noches atrás me perseguía; el príncipe fae había intentado que habláramos de ello en la terraza privada de nuestros aposentos en Gwelsiad, pero yo preferí no escucharle.
Al dolor que sentía en el pecho se le había sumado la mortificación por el modo que perdí el control. No debería haberlo permitido, tendría que haberme apartado y dar por zanjada la noche, marchándome a mi dormitorio y dejándolo atrás. Pero no, había optado por complicar aún más las cosas entre el príncipe y yo.
Y Altair...
—Estamos cerca del curso del río que atraviesa el bosque —la voz de Rhydderch resonó a mi espalda y su pecho vibró al compás de las palabras—. Su refugio no se encuentra lejos y podemos permitirnos hacer un pequeño alto en el camino, si estás conforme.
Hundí las uñas en el cuero del pomo, agriada por su comportamiento. Rhydderch parecía haber optado, como tantas otras veces, por volver a guardar las distancias, escudándose de nuevo en su actitud fría y educada, dirigiéndose a mí para lo imprescindible e ineludible. Pero ¿qué derecho tenía a sentirse ofendido, para actuar así? Era él quien se había apartado primero antes de que las cosas fueran a más. Era él quien, después de poner algo de distancia entre nosotros, había optado por una charla insustancial, para después despacharme educadamente, mandándome de regreso a mi dormitorio.
Era él quien había elegido a Calais como compañera aquella noche, tras haberse deshecho convenientemente de mí.
Rhydderch no tenía ningún motivo para sentirse insultado, yo sí. Porque me sentía humillada y utilizada; porque había contradicho mis propias palabras con aquel maldito desliz, quizá demostrándole más de lo que hubiera deseado. Porque ese momento entre los dos había significado algo para mí., cuando era evidente que para él no. Aquellas palabras dulces parecían haberle allanado el camino, haciendo que aquel cúmulo que llevaba arrastrando desde que empecé a ser consciente de que Rhydderch no era el enemigo que me había obligado a creer se hiciera difícil de ignorar.
Y lo había intentado.
Los antiguos elementos sabían que había intentado reprimirme, ahogarme en la culpa que siempre me asaltaba al estar en su presencia... o, más frecuentemente, en la de Calais.
Viéndolo en retrospectiva, quizá empecé a intuir los motivos que habían empujado a Rhydderch a ese drástico cambio de comportamiento. El príncipe había perdido el control aquella noche, se había visto ahogado por sus propios secretos... por el dolor que le provocaban sus errores; y yo había estado allí, escuchándole, dándole la liberación que parecía necesitar de la carga que llevaba sobre los hombros. Convirtiéndome en la vía de escape que le ayudaría a lidiar con sus propios fantasmas. Me había besado con la esperanza de escapar de sus pensamientos, de alcanzar una breve tregua consigo mismo aquella noche.
Y luego había comprendido que se trataba de un funesto error.
Rhydderch se había apartado al ser consciente del error que estaría cometiendo si se permitía continuar, si me arrastraba a su cama y ambos cedíamos a aquel impulso descarnado. Quizá eso era lo que habría intentado explicarme si le hubiera dado la oportunidad.
—O si lo prefieres podemos continuar —añadió el príncipe, al ver que no había respondido a su idea inicial.
Hundí un poco más las uñas en el cuero y tomé una profunda bocanada de aire.
—Deberíamos parar —le contesté, intentando mantener un tono neutro—. Yo... necesito un descanso.
Aquellas últimas cuarenta y ocho horas habían sido una vorágine tan caótica que todavía no había conseguido asimilarlo todo. Aún me costaba pensar en Altair y el resto fuera de aquella celda, siendo protegidos por Kell y sus hombres; aún me costaba creer que nuestra misión en Antalye hubiera tenido éxito y el arcano no estuviera en manos de Alastar.
Aún no estaba preparada para el final de aquel viaje, para el encuentro con la Dama del Lago.
Aún no estaba lista para conocer quién era en realidad.
—Está bien —accedió Rhydderch a media voz.
Ninguno de los dos dijo nada más.
❧
Fui la primera en descender del caballo, prácticamente saltando de la silla. El camino hasta el punto que había señalado el príncipe donde hacer un alto lo habíamos hecho en el más profundo —e incómodo— de los silencios; Rhydderch había procurado moverse lo mínimo indispensable y mi cuerpo había terminado entumecido después de intentar imitarle, procurando evitar cualquier roce innecesario entre nuestros cuerpos. Como si no supiera exactamente cómo era sentir su contacto en mi propia piel.
Me apresuré a alcanzar la orilla mientras el príncipe desmontaba con mucha más calma que yo, dirigiendo al animal hacia la corriente para que pudiera saciar su sed. Por el rabillo del ojo intuí la silueta de Rhydderch a una distancia prudencial mientras me inclinaba y hundía las manos en el agua, agradeciendo su frescura.
No estaba siendo un viaje sencillo.
Ignorando su presencia de forma deliberada, traté de sofocar el calor que llevaba arrastrando desde que nos habíamos despedido de Calais y Glyvar. Humedecí mi nuca y luego mi rostro, sintiendo la mirada de Rhydderch clavada en todos y cada uno de mis movimientos.
—¿Tienes algo que decir? —le espeté, desviando mi vista en su dirección.
El príncipe frunció los labios, cruzándose de brazos en actitud defensiva.
—¿Ahora sí tienes ganas de hablar conmigo? —respondió a mi pregunta con otra.
Las pequeñas piedras de la orilla se clavaron en mi piel al incorporarme.
—Eres tú el que ha decidido volver a comportarse así, como siempre sueles hacer cuanto estás molesto con algo —hice notar, acompañando mis palabras con un elocuente aspaviento.
Sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor, dándome la razón sobre el motivo de su cambio de actitud. Me tragué una expresión triunfal, limitándome a enarcar ambas cejas.
—Fuiste tú quien no quiso aclarar las cosas cuando acudí a ti anoche, antes de marcharme con Calais —me recordó, dolido.
Imité su postura, cruzándome de brazos. En la balaustrada, junto a Faye, me había pillado con la guardia baja, intentando airear un poco la herida que me había provocado; había podido aguantar la breve charla insustancial previa, pero no había sucedido lo mismo cuando el príncipe quiso abordar ese tema en cuestión. Mi frustración me había cegado, empujándome a interrumpirle de ese modo, huyendo de la terraza poco después.
—Pero ahora lo entiendo —continuó Rhydderch. Me fijé en lo vulnerable que parecía junto al caballo, aferrándose a las riendas con una mano y la otra sobre el pecho, como si le costara hablar—. Entiendo por qué no dijiste nada, por qué guardaste silencio... —cerró los ojos un instante antes de que su mirada ambarina se volviera a clavar en mí con una intensidad abrumadora—. Es él, ¿verdad? El heredero de Merahedd.
Retrocedí un paso, sin entender muy bien qué trataba de decirme. Sabía que estaba refiriéndose a Altair y, por unos segundos, mi cuerpo se quedó agarrotado por el temor de que Rhydderch estuviera acusándome de mantener una relación clandestina con él. Como si la simple idea le resultara abominable. Como si la simple posibilidad me convirtiera en una mujerzuela a sus ojos.
Alguien que no había dudado un segundo en acercarse a Altair para aprovecharse de su posición.
—No se trataba sólo de una cuestión de honor —continuó Rhydderch ante mi mutismo—. No se trataba sólo de salvarlo por el deber... Era algo personal. Porque tú y él... Por los antiguos elementos, no debería haber escuchado a Calais; no debería haberle hecho caso.
El temor fue diluyéndose en confusión. Las recriminaciones que había esperado escuchar, las que siempre me habían perseguido en Merain durante el tiempo que Altair y yo estuvimos viéndonos, cruzando los límites de nuestra amistad, no llegaron. Incluso la mirada que había creído que encontraría en el príncipe no era tal: los ojos ambarinos del fae me contemplaban de un modo que hizo que sintiera cómo mi pecho se hundía.
—Malinterpreté... Lo malinterpreté todo —se corrigió entre dientes, agobiado por ello. Por ese supuesto error que decía haber cometido—. De haberlo sabido... Me hubiera mantenido al margen —luego sacudió la cabeza, intentando serenarse. Era como si hubiéramos retrocedido a esa maldita noche y el fae se viera sobrepasado por todo lo que se guardaba para sí—. No debí actuar de ese modo. No debí dejarme llevar así, Verine. No cuando era posible que no estuvieras pensando en mí.
Una sensación desagradable y pegajosa empezó a extenderse por todo mi cuerpo al escuchar la disculpa del príncipe, al ver cómo cuadraba los hombros y ocultaba sus sentimientos tras un muro de hielo en su mirada y una expresión indescifrable.
—¿De qué estás hablando? —mi voz casi salió en un susurro.
Una pequeña grieta apareció en su rostro, mostrando que no era tan indiferente como quería hacernos pensar a ambos.
—Hace dos noches decidí abrirme por completo, confesándote el mayor de mis secretos, para demostrarte que no... que no quería ser el tipo de persona que me acusaste de ser —noté el esfuerzo que puso para que su voz no flaquera ni temblara—. Antes de que las cosas fueran a más quise... —se aclaró la garganta—. Necesitaba escuchar si era algo recíproco, si tú también sentías algo por mí. Sin embargo, te quedaste en silencio. Y lo hiciste porque estás enamorada de él, de Altair.
El eco de sus últimas palabras resonó en el bosque. Un escalofrío me sacudió de pies a cabeza, haciendo que estrechara aún más los brazos a mi alrededor; Rhydderch continuaba a unos metros de distancia, intentando recomponerse tras aquella demoledora confesión.
—¿Y por eso elegiste a Calais? —la pregunta escapó de mis labios con dureza—. ¿Optaste por la vía fácil, príncipe?
Rhydderch frunció el ceño y yo esbocé una sonrisa desdeñosa.
—¿Ahora vas a hacerte el olvidadizo? —le acusé. Una parte de mí todavía estaba intentando encontrar el modo de manejar aquella inesperada revelación, pero la otra, que continuaba dolida, tomó las riendas de la situación—. Os escuché, Rhydderch. Escuché cómo llegaba Calais y luego... luego oí cómo os marchabais juntos, a tu dormitorio.
Hice una pequeña pausa para recuperar el aliento, para no dejar que aquellas emociones que había logrado retener dos noches atrás consiguieran ahogarme. Seguía sintiéndome dolida por su comportamiento... e incluso ahora se le había sumado la decepción al atisbar los motivos que parecían haberle empujado a pedirle a su prometida que le acompañara, mientras yo estaba en la otra habitación.
—Pasó la noche contigo —le acusé y, al atisbar un leve temblor en mis palabras, me hundí las uñas en los brazos para no flaquear.
—Sí, lo hizo —me confirmó.
Aquella frase se clavó en mi pecho como si Rhydderch me hubiera apuñalado por su propia mano. Decía que sentía algo por mí... pero no había dudado un segundo en elegir a otra persona para calentar su cama, en comportarse de aquel modo tan cobarde con el único propósito de buscar consuelo y una salida. Los ojos se me humedecieron y, antes de que el fae pudiera ver las lágrimas, le di la espalda.
Sentí que el mundo se tambaleaba a mi alrededor al primer paso.
No quería estar cerca de Rhydderch en aquel instante. El príncipe había estado en lo cierto al acusarse a sí mismo de ser una mala persona, al advertirme de que no lo conocía todo de él. Pero ¿qué esperaba de alguien que había estado tan cegado por su propia rabia que había manipulado a su mejor amiga para alejarla de su hermano mayor y así hacerle daño?
—Verine... —ignoré su llamada y di otro paso, sin rumbo fijo. Sin importarme dónde me llevaban mis pies—. ¡Verine, por favor!
Seguí caminando, alejándome más y más del príncipe fae, haciendo oídos sordos a sus gritos a mi espalda.
Pero mi huida no me llevó muy lejos.
Rhydderch afianzó su agarre sobre mi capa, rodeándome hasta que quedamos cara a cara. No me importó que viera mis ojos llenos de lágrimas, tampoco que fuera testigo de mi expresión desolada. En aquel momento, no me importó nada.
—Calais no se merecía que la usaras de ese modo tan rastrero y ruin, sabiendo que ella no te negaría nada por el fuerte vínculo que compartís —le dije con la voz tomada, a punto de agrietarse bajo el peso de un sollozo—. Y yo tampoco me merezco nada de esto, Rhydderch.
Una sombra de incomprensión cruzó sus ojos ambarinos, oscureciéndolos.
—Dime algo —le pedí, sintiendo un nudo en el estómago ante la perspectiva—. ¿Sirvió para algo? ¿Acostarte con ella te proporcionó lo que buscabas?
Me miró con incredulidad y yo aproveché ese segundo en que bajó la guardia para deshacerme de la capa, esquivando su cuerpo con habilidad y acelerando el ritmo para internarme en el bosque. Sequé con furia las primeras lágrimas que se deslizaban sobre mis mejillas, maldiciéndome por mi debilidad.
A unos metros de distancia pude escuchar el crujido de las ramas bajo el apresurado paso de Rhydderch, quien no parecía querer darse por vencido.
—Es cierto que esa noche Calais me acompañó a mi dormitorio, pero no... no nos acostamos, Verine —ignoré su desesperada justificación, el tono de súplica—. Simplemente hablamos.
Se me escapó un bufido de incredulidad.
—Ella puede confirmártelo —insistió Rhydderch y yo aceleré el paso para aumentar la distancia entre nosotros. Esquivé ramas y raíces mientras vagaba sin rumbo fijo—. Le confesé que había decidido sincerarme contigo, tal y como me aconsejó... Y que las cosas no habían ido como yo esperaba... ¡Verine!
Su grito de advertencia hizo que le mirara por encima del hombro, con una mueca desdeñosa. Aún sentía las mejillas húmedas por las lágrimas pero, al menos, mis ojos estaban levemente nublados por las que había conseguido retener. No confiaba en la palabra de Rhydderch, no podía. ¿Qué clase de conversación se alargaba toda la noche? Mi estómago se removió al recordar cómo la voz de Calais había resonado a mi espalda, después de haber despertado en el dormitorio que compartíamos sola, con su cama sin tocar.
—Verine, por favor —una nota de temor se adivinaba en la llamada del príncipe a mi espalda—. No deberíamos alejarnos del curso del río, esta zona del bosque es...
Lo que fuera que tuviera pensado añadir quedó en el aire cuando tropecé con una raíz que, hubiera jurado, hacía unos instantes no estaba a unos centímetros de mis pies y me tambaleé a través de la espesura para recuperar el equilibrio.
Mi instinto pareció despertar cuando conseguí no caer, descubriendo un extraño claro que me resultaba ligeramente familiar. Los troncos de los árboles me causaron un escalofrío al ver que su corteza era de un extraño tono pétreo; un inesperado crujido hizo que retrocediera un paso, internándome aún más en aquella zona despejada.
Rhydderch no tardó mucho en atravesar la línea de árboles, uniéndose a mí... con fuego ardiendo en sus palmas. Alterné la mirada entre aquel peligroso elemento y sus ojos iluminados por su propia magia.
—No te muevas, Verine —aquello no era una súplica, sino una orden.
La actitud que había mostrado apenas unos segundos atrás, pidiéndome que le creyera, había sido sustituida por un gesto adusto y tenso. El fuego subió de intensidad, lamiéndole la piel hasta su muñeca sin herirle.
El crujido que había escuchado antes volvió a repetirse, esta vez más cerca de nosotros.
—¿Qué está pasando? —la voz me salió en un susurro desconcertado.
—Esto es un nido de trevohrot —fue la única respuesta que recibí por su parte, con la mirada escaneando nuestro alrededor.
Tragué saliva, confundida por su escueta contestación. Sin embargo, no fue necesario que entrara en más explicaciones: con un nuevo y poderoso coro de crujidos, lo que había confundido por tétricos troncos de árboles se movieron a la par, desvelando su engaño. Porque no eran árboles, sino unas escalofriantes criaturas con cierto parecido a ellos. Un fugaz vistazo me hizo percatarme de unas peligrosas garras al final de unos raquíticos brazos.
—Son viejos —escuché que decía Rhydderch frente a mí, pero yo no podía apartar la mirada de la criatura que estaba más cerca. En sus ojillos amarillos con iris rojos bordeando unas alargadas pupilas.
La tierra pareció temblar ligeramente cuando uno de ellos arrancó con violencia su pata, mostrando una extremidad parecida a una raíz, similar a la que parecía haberse interpuesto en mi camino por arte de magia.
—¿Rhy...?
—¿Llevas contigo algún arma? —me interrumpió el fae y ambos compartimos una rápida mirada.
Palpé mi pierna hasta dar con la empuñadura de la daga que había terminado por llevar siempre conmigo. Se la mostré al príncipe, que asintió con un gesto de desaliento, como si no fuera suficiente. Como si aquella arma no sirviera de nada contra aquellos trevohrot, como los había llamado Rhydderch.
Su mirada ambarina conectó con la mía de nuevo y en ella vi un deje suplicante.
—Quédate cerca de mí —me pidió—. Por favor.
Con la garganta reseca, lo único que fui capaz de hacer a modo de respuesta fue asentir. Un fugaz brillo de alivió cruzó su mirada cuando vio que contaba con mi cooperación, al menos para salir de allí.
—Acércate, rápido.
Trastabillé hasta que mi brazo rozó el suyo y pude sentir la oleada de calor que desprendía su fuego. La única vez que había sido testigo de cómo el príncipe había hecho uso de su magia en un combate fue el día en que Calais y resto dieron con nosotros en aquella cueva.
Tomé una temblorosa bocanada de aire, consciente de lo inútil que le resultaba en aquel momento. Pese a ser una mestiza, no podía usar magia... no podía usar magia por mí misma; durante el enfrentamiento contra los fae de Morag, había podido acceder a ella por medio del arcano, quien había actuado como conducto.
Sin embargo, aquella vez no contaba con él.
Observé a Rhydderch extender los brazos para hacer que el fuego que latía en sus palmas siguiera alimentándose de su poder y creciendo, hasta adoptar dos flamantes y destructivas llamas. Con el ceño fruncido por la concentración, el fae lanzó el primer ataque, en forma de anillo. Me pegué a su espalda al sentir el abrasador latigazo del fuego rodeándonos, formando un círculo protector.
Traté de buscar en mi interior aquel vínculo que había unido con la magia en el pasado, que me había permitido percibirla. Traté de encontrar los hilos que logré utilizar a mi favor para enfrentarme a Faurak en aquel mismo bosque.
Pero no sentí nada.
Sin el arcano estaba vacía.
Trastabillé cuando el hombro de Rhydderch golpeó el mío mientras el príncipe intentaba retroceder. La muralla de fuego que había usado como elemento disuasorio a aquellas criaturas no parecía estar siendo muy efectivo: al otro lado de la cortina flamígera atisbé los retorcidos cuerpos de los trevohrot moviéndose hacia nosotros, intentando alcanzarnos.
Un gemido ahogado escapó de mi garganta cuando uno de ellos logró atravesar uno de sus finos brazos, como si el fuego no le afectara lo más mínimo. Una de las manos de Rhydderch me empujó con premura para que me situara a su espalda y el fae usara su propio cuerpo para protegerme. Sus ojos seguían iluminados por la magia, haciendo que el círculo de dorado que bordeaba su pupila pareciera oro líquido.
—No funciona y no sé cuánto tiempo podré mantener el fuego a nuestro alrededor —masculló para sí mismo, recorriendo con la mirada el poco espacio del claro que estaba en el interior del anillo de fuego—. Ella me dijo... Maldita sea.
Su exabrupto hizo que volviéramos a tropezar el uno con el otro. Su mano trataba de guiarme a ciegas, alejándome de las afiladas garras del trevohrot que tenía medio cuerpo entre las llamas.
—El fuego no les afecta.
El rostro de Rhydderch se contrajo en una mueca ante mi obvia observación. Sus manos volvieron a iluminarse con fuego y lanzó otra oleada hacia el que estaba más cerca de nosotros, haciéndole retroceder. Su madera no prendía, sino que parecía azuzarlos a volverse más y más salvajes a cada golpe que recibían.
Tras la espalda del príncipe contemplé nuestro alrededor. El fae tenía que cuidar cada uno de sus ataques ígneos si no quería desatar un incendio que pudiera acabar con nuestras vidas; su rostro estaba perlado de sudor y su expresión empezaba a delatar las primeras muestras de fatiga. Mantener el anillo estaba consumiendo toda su magia... y no estaba sirviendo para nada.
—Rhydderch...
No pareció escuchar mi voz. Con un gruñido de esfuerzo, hizo retroceder a otro trevohrot mientras nos empujaba a nosotros a hacer lo mismo. Aunque el resto de criaturas se mantenían a raya, dejando que aquel espécimen siguiera hostigándonos, sabía que estaban esperando la oportunidad idónea, el momento en que estuviéramos más vulnerables, para poder abalanzarse en grupo.
—Nos están rodeando —dije, viendo cómo se estaban recolocando para formar un semicírculo a nuestro alrededor. No tardaríamos mucho en toparnos con la hilera de árboles, y entonces ahí estaríamos perdidos.
Antes de que pudiéramos escabullirnos, los trevohrot se lanzarían con sus garras y nos destrozarían.
Miré la expresión de angustia de Rhydderch, su mirada inquieta mientras intentaba protegernos a ambos hasta con la última gota de su poder. El príncipe sabía que no había escapatoria posible...
Que aquel era nuestro fin.
Aquel pensamiento me robó el aliento. Apenas fui consciente de cómo uno de los trevohrot que estaba a una distancia de mí alargaba sus garras en mi dirección, quizá viendo en mí el eslabón débil; mi cuerpo dio una sacudida cuando la silueta de Rhydderch se interpuso, cubriéndome con su cuerpo; mis ojos se abrieron de par en par por el horror de contemplar cómo las garras arañaban la carne de su brazo, arrancándole un grito de agonía.
A modo de respuesta, el príncipe lanzó otra llamarada para hacerle retroceder y ganar unos metros de distancia. Nos miramos el uno al otro mientras el olor a sangre —su sangre— se extendía entre los dos y mi estómago se revolvía por la conmoción y la impresión de su inesperado gesto. De haberse arriesgado de ese modo por mí.
—Verine...
No terminó la frase. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor y se llevó una mano a la zona donde las garras de la criatura habían encontrado su piel; mi mirada horrorizada se quedó clavada en el líquido rojizo que manchó sus dedos antes de ser consciente de cómo su magia empezaba a fallar.
El anillo de fuego empezó a perder fuerza, empequeñeciéndose. El pánico hizo que mi pulso se acelerara, dejando que mis ojos trataran de encontrar una salida. A mi lado, el príncipe fae dejó escapar un siseo entre los dientes, aferrándose a la zona herida; el brillo que había iluminado su mirada estaba apagándose.
—¿Rhy...? ¡Rhy!
Tuve que apresurarme a extender mis brazos para frenarle antes de que su cuerpo golpeara el suelo. Su rostro estaba perlado de sudor y la respiración se le escapaba en agitados jadeos, como si le costara tomar una sola bocanada... o le doliera ese simple gesto.
Con el fae fuera de juego, su magia se extinguió y el muro se apagó, haciendo que perdiéramos su endeble protección contra los trevohrot. Las garras de las criaturas chasquearon y sus patas emitieron un crujido cuando empezaron a cercarnos contra uno de los árboles. De manera inconsciente me moví para usar mi propio cuerpo como barrera entre ellos y el fae.
Él había intentado salvarme la vida... Le habían herido por mi culpa.
—Verine... Tienes que huir.
Sus palabras, arrastradas a causa del dolor, me provocaron un vuelco en el pecho por las implicaciones que suponían.
—No voy a dejarte atrás y tú...
Algo me aferró por el hombro, haciendo que mi frase finalizara en un grito ahogado. Antes de que comprendiera qué estaba sucediendo, una luz blanca estalló a nuestro alrededor, cegándome.
* * *
Sólo un par de cosas que decir:
- Lloro en Las Cuatro Cortes
- Amo el drama y los malentendidos
- Cierta fae con aires de alcahueta aparece en el próximo capítulo
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