❧ 74
El tiempo empezó a acuciarnos. Apenas restaban un par de días de nuestra estancia en aquel lugar y no había conseguido dar con una mísera pista que pudiera conducirnos al arcano; después de que Calais saliera tras Rhydderch, yo me había quedado en los aposentos, todavía tratando de entender el encontronazo con el príncipe, además de lidiar con... todo.
Ninguno de los dos apareció hasta que se hizo bien entrada la noche. Había cenado completamente sola en la terraza de la sala común, forzándome a dar cada bocado y sin apenas prestar atención a la panorámica que se extendía frente a mí, con todas aquellas luces de la Plaza de la Seda titilando y las telas agitándose por la suave brisa nocturna; los manjares que habían dejado ante mí se convertían en ceniza dentro de mi boca. La culpa se había quedado instalada en el fondo de mi pecho, haciendo que se sintiera pesado.
A pesar del tiempo que había transcurrido desde que Rhydderch se había marchado del dormitorio —y poco después lo hubiera hecho Calais—, no había conseguido comprender qué había sido exactamente lo que había empujado al príncipe fae a tener esa reacción. Las discusiones entre ambos se habían vuelto algo habitual en nuestra dinámica; el regreso de Rhydderch a su hogar —y a todo lo que eso conllevaba— había hecho mella en su actitud... y tampoco es que yo se lo hubiera intentado poner fácil. Sin embargo, aquella discusión había sido, de algún modo que se me escapaba, diferente.
Los dos habíamos llegado mucho más lejos a la hora de intentar herir al otro.
El sonido de la puerta principal arrastrándose sobre el suelo, seguido del pesado golpeteo de un par de pasos, hizo que el corazón arrancara a latirme con violencia. Porque sabía a quiénes pertenecían... y no estaba equivocada cuando me giré sobre la silla: Rhydderch apenas lanzó un vistazo en mi dirección antes de desaparecer en su propio dormitorio; Calais, por el contrario, me miró con una expresión cargada de lástima antes de seguir a su prometido.
Aguardé unos instantes en silencio, pero ninguno de los dos regresó a la sala común. Abandoné por completo la idea de terminar la cena, con el estómago cerrado; la imagen del príncipe fae no se desvanecía de mi mente, torturándome. ¿Qué había en mis palabras que tanto le había molestado a Rhydderch? Había sido sincera al acusarle de su maldita hipocresía, de cómo su enfado era injustificado cuando él también había estado jugando a ese mismo juego prácticamente desde que me había salvado de morir ahogada.
Masajeé mis sienes con la esperanza de que Calais saliera del dormitorio de Rhydderch para reunirse conmigo, brindándome algunas respuestas. Sin embargo, nadie vino.
Finalmente me di por vencida, optando por refugiarme en mi propio dormitorio. Una sensación amarga agitó la cena de mi estómago cuando pensé en Calais y Rhydderch a unos metros de distancia, ambos solos. Era evidente que el príncipe querría tener a su prometida cerca y que el lugar de Calais aquella noche estaba a su lado. Pero las ideas que burbujeaban en el fondo de mi mente...
No era asunto mío y estaba comportándome de un modo casi irracional. Lo que pudiera pasar entre ellos no debía importarme lo más mínimo, había decidido aparcar cualquier asunto que pudiera estar relacionado con Rhydderch, Calais o su compromiso.
Sin la silenciosa presencia de Gwynna, me desnudé sola y sustituí el vestido de aquel día por uno de los camisones que Calais había incluido dentro de mi guardarropa; después me deslicé bajo las suaves sábanas de mi cama y traté de conciliar el sueño.
No supe cuánto tiempo transcurrió hasta que oí el sigiloso susurro de la puerta abriéndose y el golpeteo de las zapatillas de Calais. La escuché moverse por nuestro dormitorio, el sonido de sus pasos acercándose hacia mi cama; procuré que mi respiración no se alterara cuando creí sentir su silenciosa presencia a mi espalda. Me pregunté si diría algo...
Pero Calais se alejó de nuevo y yo me pregunté si no se habría creado la primera brecha entre nosotras, con ella tomando partido por Rhydderch.
❧
—Verine, respecto a lo que pasó ayer...
Los dientes de mi tenedor chirriaron contra la fina porcelana al escuchar el inesperado intento de Calais de romper el silencio. Tras su llegada al dormitorio, ninguna de las dos hizo nada; por la mañana, la camarilla de doncellas nos había salvado de esa incómoda situación que parecía perseguirnos sin piedad. Ella no había dado muestras de encontrarse molesta conmigo o de querer cambiar su actitud hacia mí: me había preguntado con educación si quería unirme a un desayuno y yo había aceptado casi de forma automática.
Rhydderch, por el contrario, no había dado señales de querer participar. Su rastro parecía haberse esfumado desde la noche pasada y yo no me veía con fuerzas suficientes para preguntarle a su prometida.
Hasta que ella había estado dispuesta a tocar ese tema en cuestión.
Alcé la mirada para contemplar sus ojos verdes. Una diminuta parte de mi subconsciente había estado elucubrando sobre qué había podido pasar entre ambos en todo el tiempo que estuvieron solos, hasta que Calais decidió regresar a nuestro dormitorio. Otra parte, la más sensata, no había dudado un segundo en obligar a apartar ese tipo de pensamientos de mi cabeza... y en especial aquellos que, entremezclados con un ramalazo de rabia, se cuestionaban qué derecho tenía el príncipe fae a comportarse de ese modo tan dramático.
—Rhy no quiso entrar en muchos detalles —continuó Calais y vi cómo desviaba la vista hacia la panorámica de la Plaza de la Seda a la luz del día—. Pero parecía... parecía realmente afectado.
Fruncí el ceño. ¿Rhydderch se habría guardado para sí el motivo que le había empujado a reaccionar de ese modo? No tenía ningún motivo de peso para sentirse así, no cuando prácticamente todos mis secretos quedaron al descubierto y él siempre que se veía atrapado salía huyendo, haciendo que esa actitud aumentara todavía más la distancia que había empezado a separarnos. Porque ese fino vínculo que antaño nos unía estaba deshilachándose poco a poco, amenazando con romperse.
—Pensé que tú tendrías más información que yo —mi respuesta sonó más cortante de lo que pretendía; en esta ocasión, la culpa recaía en otros hombros, no en los de Calais—. No en vano eres su prometida.
Ella parpadeó con sorpresa, quizá abrumada por el tono que había empleado. Vi una sombra triste planear sobre su mirada, el peso del arrepentimiento hizo que separara los labios para disculparme, pero Calais se me adelantó al decir:
—Últimamente Rhy se ha mostrado más reservado de lo habitual conmigo —extendió el brazo para tomar una de las copas de vidrio llena de zumo y dio un sorbo, como si necesitara esos segundos para continuar hablando—. Antes no tenía problema en compartirlo todo, pero ahora...
No se me pasó por alto el fugaz vistazo que lanzó en mi dirección. Apreté la mano en la que sostenía el tenedor de forma inconsciente, captando el sentido de ese fugaz gesto por su parte. ¿Estaba responsabilizándome de aquel cambio en el príncipe? ¿O acaso estaba culpándome? La frustración que arrastraba desde la noche anterior hizo que deseara responder a Calais, pero el sonido de la puerta hizo que perdiera la oportunidad de hacerlo.
La estúpida idea de que pudiera ser Rhydderch quedó descartada al ver que su prometida me dirigía una mirada llena de confusión. Sabía que la ausencia del príncipe no se alargaría mucho más, en especial cuando el momento para colarnos en las mazmorras para liberar a mis amigos se encontraba tan cerca y aún estaba pendiente perfilar algunos detalles sobre cómo hacerlo sin hacer saltar las alarmas.
Una de las doncellas de Calais que pululaba por el dormitorio salió para atender la llamada. Ni Calais ni yo nos movimos de nuestros asientos, ambas tensas de pies a cabeza; la sensación se incrementó cuando la joven cruzó la sala común y salió a la terraza con expresión circunspecta.
—Una invitación del príncipe Cormac para lady Verine —anunció a media voz.
❧
El peso de la daga que Taranis me había regalado se bamboleaba en su funda a cada paso que daba. El abierto interés del príncipe de Antalye hizo que, en un movimiento casi inconsciente —motivado por los recelos que el propio Rhydderch guardaba sobre el susodicho—, me hiciera esconder aquella arma bajo las faldas del vestido que llevaba.
Un solícito sirviente había esperado al otro lado para conducirme al punto de encuentro, una zona de difícil acceso al público general y que se encontraba en el pabellón destinado a la familia real y los más allegados. El propio Cormac me había llevado hasta aquel rincón del palacio la mañana anterior, después de que hubiéramos abandonado los jardines y decidiera confiarme el funesto destino que les aguardaba a mis amigos por parte de su padre.
Me fijé en que ascendíamos hacia una planta superior y que allí apenas había concurrencia. En las dos salidas que habíamos realizado los días pasados, Cormac no había mostrado ningún reparo en que nos vieran juntos; algunos de los miembros de la corte habían mostrado su interés al ver a uno de sus príncipes socializando conmigo, una de las invitadas de su familia. Y, aunque habían guardado las distancias, había podido percibir sus miradas en la lejanía.
Mi guía se aclaró la garganta cuando alcanzamos unas discretas puertas al fondo del pasillo. Me quedé parada a una distancia prudente mientras el sirviente llamaba a la puerta con los nudillos y anunciaba nuestra presencia en el pasillo; unos segundos más tarde, la inconfundible voz de Cormac nos daba paso desde el interior.
Aferré faldas del vestido de manera inconsciente cuando el sirviente abrió la puerta, cediéndome el paso. El príncipe me esperaba apoyado contra un pesado escritorio, con los brazos cruzados y una sonrisa amistosa; me sorprendió descubrir que Cormac había decidido citarme en un despacho similar al que habíamos utilizado en Qangoth para pulir nuestro plan de rescate junto con Rhydderch, Calais, Kell y Taranis.
Tragué saliva al contemplar el entorno. Un par de estanterías sin apenas nada en ellas respaldaban una de las paredes, el resto de la sala estaba casi vacía y no atisbé ningún cuadro o tapiz sobre el resto de muros desnudos.
A todas luces parecía un despacho que no solía ser usado habitualmente.
Devolví mi atención al príncipe, que aguardaba inmóvil en la misma posición. Hasta que no escuché el sonido de la puerta cerrándose a mi espalda, Cormac no hizo movimiento alguno. El peso de la daga que llevaba al muslo, protegida por una improvisada funda que había fabricado con un generoso trozo de tela, pareció duplicarse cuando el príncipe fae se apartó del escritorio y dio un paso hacia donde yo me encontraba detenida.
—Lady Verine —me saludó.
Incliné la cabeza en un gesto de respeto, conteniendo a duras penas las ganas de retorcer el tejido de la falda bajo mis dedos. Mi conversación con Calais sobre Cormac y los recelos de Rhydderch respecto al príncipe se repitió como un eco en mi cabeza después de escuchar que Cormac quería verme; la prometida de Rhydderch no había hecho ningún comentario cuando acepté la invitación, limitándose a lanzarme una mirada mientras yo abandonaba la terraza para prepararme.
Quizá llevar conmigo la daga que me había regalado Taranis había sido una medida excesiva, pues Calais difería de la opinión que tenía su prometido respecto a Cormac, pero una parte de mí no había podido evitar tomarla del rincón del baúl donde había decidido esconderla para atármela al muslo con aquel improvisado método.
—Alteza.
—Estaba preocupado por vos, lady Verine —sus siguientes palabras me pillaron con la guardia baja—. Estuve valorando seriamente enviar a nuestro sanador de confianza a vuestros aposentos para que me asegurara que os encontrabais bien...
—El príncipe Rhydderch tuvo la amabilidad de acompañarme hasta nuestros aposentos —le recordé, intentando no apartar la mirada de sus ojos. Del fino anillo plateado que bordeaba su iris—. Se aseguró de que mi doncella cuidara de mí —mentí con fluidez, rezando para que Cormac no advirtiera mi engaño—. Solamente necesité el resto del día para poder descansar y recuperar fuerzas.
La sonrisa que había adornado los labios del príncipe fue desvaneciéndose hasta que se convirtió en una fina línea.
—Entiendo que os afectara conocer la verdad tras este inesperado viaje diplomático —me dijo en tono casi paternal—. No es fácil asumir que podemos estar a las puertas de un enfrentamiento...
Tragué saliva de nuevo. El príncipe había confundido mi reacción en aquel pasillo con la preocupación de la hipotética amenaza de los humanos cuando, en realidad, todo se centraba en mis amigos y su seguridad.
Cormac dio otro paso hacia mí y yo me tensé. Sus ojos verdes me estudiaron de pies a cabeza con atención; por algún extraño motivo, su escrutinio hizo que sintiera que el despacho empezaba a empequeñecer a nuestro alrededor y las paredes iban estrechándose poco a poco.
El príncipe me rodeó y la sensación de alarma creció en mi interior. Percibía a Cormac como una amenaza y mis extremidades estaban rígidas, los años de instrucción hicieron que recolocara mi posición con discreción y que espiara la silueta del fae por el rabillo del ojo, intentando no perderlo de vista.
—Los prisioneros fueron un hueso duro de roer —continuó y el poco desayuno que había ingerido aquella mañana, antes de que aquel sirviente interrumpiera mi momento con Calais, se agitó en el fondo de mi estómago—. A pesar del deplorable estado en el que llegaron... mostraron cierta resistencia a darnos algunas respuestas.
El sonido de los pasos de Cormac resonó a mi espalda, delatando el rumbo del príncipe hacia mi izquierda. La tensión que había empezado a asfixiarme se incrementó, haciendo que me costara mantener mi fachada de aparente calma.
—¿Conocéis el Círculo de Hierro, milady? —me interrogó el príncipe.
Giré el cuello en su dirección, vigilando sus pasos. La sensación de que Cormac estaba tramando algo aumentó cuando vi que sus ojos verdes no se apartaban de mí y que en su expresión no había ni un ápice de la amabilidad que hacía unos momentos había mostrado.
—Es uno de los cuerpos de élite dentro del ejército de uno de los Reinos Humanos —respondí con esfuerzo, sin saber si era eso lo que realmente quería que respondiera—. Estuvo involucrado en el ataque a Elphane donde murió la princesa heredera.
Cormac asintió, complacido.
—Imaginad la sorpresa y el horror al descubrir su símbolo en los desastrados uniformes que llevaban los humanos —agregó con tono sombrío y el vello se me erizó—. Mi padre temía que su presencia aquí, en los Reinos Fae, repitiera la misma historia de hace dieciocho años atrás...
Un escalofrío de anticipación descendió por mi espalda cuando Cormac terminó de rodearme para detenerse frente a mí, dejándonos cara a cara. Pese a su juventud y los pocos años de diferencia que nos llevábamos, en aquel momento me pareció mucho más adulto de lo que realmente era.
Y mucho más peligroso.
—Mi padre me eligió a mí para llevar a cabo el interrogatorio de los prisioneros —el pavor se abrió paso a través de mis entrañas al contemplar la mirada vacía de Cormac, al escuchar el eco de las advertencias de Rhydderch sobre el hijo de Alastar—. Uno de ellos, en un honorable intento de proteger a sus compañeros, se ofreció a ser el primero; dijo que sería capaz de resistir cualquier tortura. Cualquier castigo. Tras descubrir su identidad, supuse que aquel gesto tan heroico era una muestra más de la educación que había recibido para dirigir su reino cuando llegara el momento —una risa amarga salió de sus labios y la cabeza empezó a darme vueltas al saber, sin duda alguna, quién de ellos se habría sacrificado—. La mente humana es más frágil de lo que creía. Sin un ápice de magia con el que poder protegerse, me resultó insultantemente sencillo colarme en sus pensamientos.
Fue como si me hubiera quitado el aire de golpe.
—Está prohibido —balbuceé, recordando lo alterada que se había mostrado Calais después de descubrir que había permitido que Rhydderch se colara en mi mente no una, sino dos veces—. Ningún fae puede introducirse en una mente ajena gracias a su poder.
La comisura izquierda del labio de Cormac se retorció en algo similar a una mueca de desdén.
—La amenaza que supone la guerra es causa suficiente para cruzar ciertos límites si eso sirve para proteger a nuestras gentes —se justificó, helándome la sangre.
Un sonido de sorpresa se quedó atascado en mitad de mi garganta cuando el príncipe empleó sus habilidades de fae. No tuve la más mínima oportunidad de huir cuando me aferró por la parte superior de los brazos, obligándome a retroceder hasta que la parte baja de mi espalda golpeó el borde del escritorio.
Cormac inclinó su rostro hacia el mío, mostrándome los colmillos afilados en un gesto amenazante.
—Preguntadme qué es lo que vi entre sus recuerdos, lady Verine —me exigió.
El pánico se desató en mi interior al contemplar una cara del príncipe que había logrado mantener oculta.
—Preguntadme.
Un temblor sacudió mi cuerpo ante el tono imperioso que empleó.
—¿Qué visteis? —obedecí a media voz.
—Os vi a vos, lady Verine —respondió con un gruñido—. Vi vuestro rostro entre sus recuerdos, por mucho que se esforzó en intentar protegerlos de mí. Vos sois el miembro perdido de la compañía, la chica que supuestamente murió ahogada cuando esos rastreadores dieron con vosotros y lanzaron su ataque para capturaros.
Sentí una punzada en el pecho al descubrir que Altair y el resto creían que había muerto en aquella emboscada. Pero aquello no sirvió para aplacar el temor a que mi mayor secreto hubiera quedado al descubierto y que Cormac había sabido desde el principio quién era yo, empleando esa ventaja para jugar conmigo. Para intentar camelarme y hacerme caer en su trampa.
—Fue toda una sorpresa encontraros aquella noche, pululando por los pasillos de palacio —apostilló el príncipe y yo traté de ganar distancia entre nuestros cuerpos, pese a que estaba atrapada entre Cormac y el escritorio—, convertida en la dama de compañía de la prometida del príncipe de Qangoth. Creí que mi mente estaba jugándome una mala pasada, que quizá los recuerdos de ese humano se hubieran quedado entremezclados con los míos y ahora estuviera viéndoos aquí, en Gwelsiad.
Procuré mantener a raya mis nervios, casi evocando la voz de mi instructor ladrándonos órdenes. Sabía que el príncipe me superaba en fuerza y que no estaba tan desvalido como podía aparentar; sus manos me atenazaban como grilletes, pero sin llegar a ser un agarre doloroso. Sus colmillos, por el contrario...
Di gracias a los antiguos elementos de que no se hubiera percatado del arma que yo ocultaba bajo la ropa.
—Es curioso —dijo entonces Cormac, obligándome a devolverle toda mi atención—. Has conseguido llegar muy lejos con tu mentira, lo que me hace pensar que...
Con el fae sumido en su propio monólogo, elevé la pierna en la que no llevaba oculta la daga para hacerle creer que iba a darle una patada, tanteando su reacción. Tal y como había creído, el acto reflejo de Cormac fue soltar uno de mis brazos para detener mi movimiento sosteniéndome por el muslo; aproveché ese momento para aferrar la empuñadura y tirar de ella con violencia, ignorando el roce del filo sobre mi piel.
Los ojos verdes del príncipe se abrieron de par en par cuando coloqué la punta sobre su garganta.
—Soltadme ahora mismo —le ordené, templando el temblor que amenazaba con sacudir mi mano.
La mirada de Cormac alternó entre la daga que sostenía y mi rostro. El desdén que había mostrado hacía unos segundos se había desvanecido al ver aparecer el arma; lentamente, dejó de retenerme, aunque me mantuvo atrapada contra el escritorio.
—No puedes matarme —afirmó, aunque no sonó del todo convencido.
Presioné un poco más la daga contra su cuello y le vi tragar saliva.
—Estás en territorio enemigo, Verine —me recordó—. Y, por si lo has olvidado, soy un príncipe.
—Haceos a un lado, Alteza —le pedí, remarcando su título a propósito.
Quizá debería emplear aquella pequeña ventaja para intentar obtener más información pero, en aquel instante, mi corazón latía desbocado y lo único que deseaba era salir huyendo. Para colmo, el príncipe pareció dudar unos segundos antes de obedecerme con sumisión, apartándose y brindándome un margen por el que poder escabullirme hacia la puerta.
—Estáis cometiendo un error... —fue lo último que escuché decirle a Cormac antes de que me lanzara de cabeza para alcanzar la salida del despacho.
Contra toda lógica, el fae no se abalanzó sobre mí para retenerme y yo no perdí un momento en comprobar si me seguía los pasos o no. Empujé con violencia una de las pesadas hojas de madera y salí al pasillo, jadeante; apreté con mayor decisión la daga y eché a correr. Un sabor amargo inundó mi boca mientras atravesaba los pasillos casi a ciegas, sin rumbo fijo; las sienes me punzaban ante la idea de que, muy posiblemente, el regente lo hubiera descubierto. ¿Habría hablado Cormac con su padre aquella misma noche, después de reconocerme en los pasillos? La decepción me embargó al saber que el interés del príncipe y sus buenos modales no habían sido más que una sucia treta para acercarse a mí, para guiarme hacia su propia trampa. De no haber estado armada... ¿Habría intentado atraparme en aquel despacho? ¿Y si el sirviente tenía órdenes de ir a buscar a los guardias mientras Cormac me entretenía? En tal caso, debía darme prisa. Debía avisar a mis aliados de lo sucedido, antes de que pudieran adelantárseme.
Aturdida por aquel inesperado giro en los acontecimientos y por el burbujeo constante de pensamientos sobre Cormac y sus oscuros planes, no pude reaccionar al tiempo antes de que mi cuerpo colisionara con otro. Alcé la daga en un movimiento casi automático, lista para atacar, y mi cuerpo se quedó paralizado por la sorpresa.
Rhydderch me estudió de pies a cabeza con un brillo de alarma. Sus ojos ascendieron desde la punta de las zapatillas que llevaba hasta detenerse en la daga que todavía sostenía ante mí, con el filo apuntándole.
—¿De dónde has sacado ese arma? —fue lo primero que salió de su boca. Abrí la boca para responderle, pero su atención se había visto desviada hacia la falda de mi vestido—. ¿Y por qué estás sangrando?
Pero aquellas dos cuestiones no eran importantes, no cuando había un asunto mucho más grave que debía conocer.
—Cormac lo sabe todo.
* * *
Pero qué ta pachando aquí?????
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