❧ 63
Kell observó a Rhydderch, estupefacto. Mi expresión no debió ser muy distinta a la del príncipe fae extranjero, a juzgar por la mirada alternativa que nos lanzó Rhydderch. Sus palabras aún resonaban en mis oídos mientras un pesado silencio se instalaba sobre nosotros. Mi traicionero corazón dio un vuelco al ser testigo de lo comprometido que estaba el joven fae con la causa, intentando por todos los medios cumplir con su palabra de ayudarme a liberar a mis amigos.
—Rhy —le tanteó Kell, usando un tono lento y cauto—, ¿eres consciente de lo que estás diciéndome?
El aludido retrocedió un paso y me permití tomar una bocanada de aire, aún conmocionada por descubrir hasta dónde estaba dispuesto a llegar Rhydderch.
—Lo soy —afirmó con rotundidad.
Los fríos ojos azules de Kell se desviaron en mi dirección. Desde nuestro atropellado primer encuentro, no sabía con exactitud qué opinión podía guardar el heredero de las Tierras Salvajes de mí; en aquel momento, cuando nuestras miradas chocaron la una contra la otra, no me quedó ninguna duda de que me estaba responsabilizando de la decisión de Rhydderch, señalándome como culpable del desastre de proporciones épicas que el príncipe podría desencadenar con su idea.
—No estás pensando con objetividad —le contradijo Kell—. No sabes lo que supondría para tu padre... para Taranis... para Qangoth... Podrías desatar un conflicto entre los dos reinos.
Kell, como príncipe heredero, había sido educado, entre otras artes, en la diplomacia. Conocía de primera mano las consecuencias que podría desatar su primo si continuaba adelante. Y yo también sabía que las cosas podrían ponerse muy feas si Alastar descubría lo que Rhydderch pretendía hacer con sus valiosos prisioneros.
Una parte de mí era consciente del peligro en el que pondríamos la misión de recuperar el arcano si los planes de liberar a Altair y al resto salían mal. Pero otra, la más egoísta, se negaba a permitir que mis amigos pudieran pudrirse en aquella celda de Antalye.
No podía hacerlo.
—Alastar no sospechará de nosotros cuando sepa que se han desvanecido —le aseguró Rhydderch, para sorpresa de Kell y mía—. No encontrará ninguna pista que pueda vincular nuestra visita a la desafortunada huida de los prisioneros.
Kell no parecía en absoluto convencido con la seguridad que mostraba Rhydderch al hablar. Se cruzó de brazos en actitud defensiva y me lanzó otra mirada de mal disimulado desdén.
—Creo que deberíamos mantener esta conversación en privado —dijo entonces, hablando entre dientes—. Ahora mismo no estás pensando con claridad.
No fue difícil leer entre líneas: estaba pidiéndole con educación a su primo que me despachara para que pudiera hacerle entrar en razón. Respecto a la segunda parte... Decidí ignorarlo deliberadamente.
—Puedes hablar con total libertad, Kellavar —no me pareció buena señal que Rhydderch se dirigiera a su primo por su nombre completo.
El fae dejó escapar un sonido casi desesperado.
—Estupendo —masculló casi para sí mismo, antes de añadir en voz audible—: Sé que sientes debilidad por las causas nobles, no en vano la salvaste a ella —no me hizo falta mirarle para saber que estaba señalándome a mí—. Pero no puedes arriesgarlo todo por una misión suicida, Rhy. Alastar no es idiota y lo sabes. De igual modo que sabes que puede unir las piezas y llegar a la verdad. ¿Y qué sucederá entonces? Habrás antepuesto tu propio egoísmo a tu pueblo... No vale la pena, Rhy. La vida de esos prisioneros no es tan importante como las vidas de todos los que pertenecen a Qangoth.
Apreté los puños, notando un ramalazo de rabia por la indiferencia con la que había mencionado a mis amigos.
—Esos prisioneros son mis compañeros —le espeté a Kell, abandonando mi mutismo—. Son personas inocentes que se han visto arrastradas a este mundo... a esta situación —me corregí a mí misma, notando cómo me temblaba la voz— por vuestra culpa. Fueron los fae quienes nos tendieron una emboscada que ha terminado conduciéndonos a todo este maldito lío.
—Alguien como tú no sería capaz de entender la responsabilidad de cargar con la vida de miles de personas, de velar por su seguridad —me siseó con molestia. Luego hizo una pausa y yo contuve el aliento de manera inconsciente—. Lo único que has hecho desde que apareciste en la vida de Rhy es hacer que pierda el foco en lo realmente importante.
Su recriminación fue como si me hubiera abofeteado. Abrí y cerré la boca en varias ocasiones, intentando defenderme de su última acusación; Kell no parecía estar dispuesto a mostrar ni un ápice de piedad, por lo que aprovechó mis patéticos balbuceos para añadir:
—No eres más que un problema.
El príncipe fae desapareció de mi campo de visión cuando Rhydderch se interpuso entre ambos, convirtiéndose en un improvisado muro para los dos.
«Estás acomodándote demasiado deprisa, Verine —canturreó una voz dentro de mi cabeza—. En el pasado no habrías permitido que un hombre se dirigiera a ti de ese modo... Ni siquiera aunque tuviera una corona sobre su cabeza». Una inesperada oleada de calor trepó por mi rostro al ser consciente de la razón que tenía: las semanas que había pasado en el palacio, después de ser convertida en una invitada de la Corona, parecían haber estado pasándome factura; de haberse dado esa misma situación en Merain, no habría dudado un segundo en demostrarle el tipo de problema en el que podía convertirme.
—Ya es suficiente, Kellavar —intervino Rhydderch, con un tono cargado de autoridad.
«¿Es eso lo que necesitabas? —continuó susurrándome esa voz que pertenecía a mi subconsciente, azuzándome con aquella falsa dulzura con la que recubría sus palabras—. ¿Un príncipe fae que saliera en tu defensa...?»
Movida por un repentino impulso, mis pies se pusieron en marcha, esquivando a Rhydderch para enfrentarme cara a cara a Kell. El joven fae me repasó con la mirada, aún con ese brillo desdeñoso en el fondo de sus iris azules.
—¿Problema? —repetí entre dientes, apretando los puños contra mis costados—. Me gustaría verte intentando deshacerte del problema que supongo —le desafié.
Kell dio un paso en mi dirección, aceptando la promesa de un enfrentamiento que se adivinaba en mis palabras. El desdén fue sustituido por un chispazo de rabia contenida, como si estuviera deseoso de enfrentarse a mí.
—Deberías cuidar tu lengua y conocer cuál es tu lugar, fuil mheasgaichte —me espetó, recordándome al modo en que Vako me trató en el bosque, empleando su posición y la sangre noble que corría por sus venas—. Que la generosidad de mi familia no te haga olvidar a dónde perteneces.
De nuevo fue como si hubiera vuelto a abofetearme pero, en aquella ocasión, mi sangre empezó a hervirme por el enfado.
—Vuestra sangre azul me importa una mierda. Lo mismo que vuestros lujos... este maldito palacio... o este puñetero reino —las palabras brotaron de mis labios como si llevara mucho tiempo reteniéndolas, pero la rabia me espoleaba a continuar despotricando contra aquel pretencioso—. Tú estás dispuesto a hacer cualquier cosa por proteger a tus seres queridos, pues bien: yo también voy a hacer lo mismo por mis amigos —no me importó lo más mínimo que sonara a amenaza... y las consecuencias que tendría si Kell decidía hablar de ello a los reyes.
—Suficiente —la voz de Rhydderch resonó con mayor intensidad, cortante como el filo de un cuchillo—. Los dos.
Kell dejó escapar un bufido, pero no insistió; yo me limité a cruzarme de brazos y fulminar al príncipe extranjero con la mirada.
—No vuelvas a dirigirte a ella de ese modo —le ordenó Rhydderch, provocando que la expresión de su primo se torciera en una mueca de disgusto—. Y no vuelvas a llamarla mestiza con ese término tan despectivo.
La tensión que había empezado a llenar el ambiente pareció volverse mucho más tangible. No necesitaba que Rhydderch se pusiera una resplandeciente armadura para defender mi honor, desde muy pequeña lo había hecho por mí misma; sin embargo, decidí morderme la lengua y tragarme el reproche que ardía en la punta de mi lengua. Porque tampoco era justo para el príncipe fae, quien solamente estaba haciéndolo por ¿nuestra amistad? Aquel frágil vínculo que nos unía parecía haberse fortalecido, a pesar del último bache que habíamos tenido.
Kell alternó la mirada entre ambos, intentando mitigar la rabia que corría por sus venas y que parecía haber derretido la capa de hielo que había cubierto sus ojos azules. Yo traté de imitarlo, tragándome mi propio enfado y frustración por los recelos del príncipe extranjero a convertirse en un aliado más a la causa de rescatar a mis amigos de las garras del regente.
—Soy plenamente de lo que estoy haciendo, Kell —retomó la conversación Rhydderch, suavizando su tono y empleando de nuevo el diminutivo por el que se dirigía a su primo—. He estado pensando en ello y tengo un plan. Un plan que no nos pondrá en riesgo.
Kell se cruzó de brazos en actitud defensiva, guardando todavía sus dudas. Sin embargo, se mantuvo en silencio, permitiendo que el príncipe fae continuara desgranando lo que había planeado para liberar a Altair y el resto sin que Alastar pudiera sospechar de nuestra autoría.
—Tú y un par de tus hombres viajaréis con nosotros en calidad de soldados —empezó Rhydderch, apoyando la palma sobre la mesa—. Seréis el señuelo para cuando tengamos que sacar de Antalye a los prisioneros —la expresión de Kell se volvió recelosa al escuchar el papel que jugaba dentro del plan del príncipe—. Es evidente que las mazmorras del palacio de Antalye delatarían cualquier uso de magia, así que nos colaremos allí a la vieja usanza y los sacaremos de allí del mismo modo —me echó un vistazo especulativo—. ¿Sabes forzar una cerradura, Verine?
Me removí sobre mis pies, consciente de la intensa mirada que estaba dirigiéndome Kell. Nuestro anterior encontronazo no había caído en el olvido y el príncipe extranjero estaba deseoso de dar con cualquier excusa que pudiera beneficiarle en su reciente campaña contra mí.
—Sé cómo hacerlo —reconocí a media voz.
Durante los años que viví en el orfanato, antes de que Altair me abriera las puertas del ejército, busqué la protección y compañía de los huérfanos de mayor edad. Los más pillos nos habían mostrado a aquellos niños que les seguíamos ciegamente algunos trucos... como abrir cerraduras. Habían sido trabajos sencillos, puertas que no tenían mayor complejidad; cuando llegó el momento de abandonar la vida del orfanato, mudándome a los barracones donde empezaría mi instrucción, hubo ocasiones en las que tuve que echar mano de aquella peculiar habilidad que había aprendido.
Sin embargo, no sabía si eso sería suficiente para lo que Rhydderch tenía en mente. ¿Y si las cerraduras de las mazmorras de palacio estaban protegidas por magia? Me resultaría imposible abrirlas.
—¿Y qué sucedería en el caso de que sus habilidades para forzar cerraduras no fueran suficientes? —inquirió entonces Kell, como si hubiera leído mis pensamientos.
—Las cerraduras no están protegidas por ningún tipo de sortilegio —le aseguró Rhydderch, con una certeza que me resultó demasiado optimista... y un tanto sospechosa—. Verine podrá forzarlas sin que haga saltar ninguna alarma. Las celdas están pensadas para contener a prisioneros fae que puedan intentar huir haciendo uso de su poder, no para un simple grupo de humanos. Aprovecharemos eso para fingir que ha sido una fuga organizada por ellos, sin ningún tipo de presencia mágica.
Kell seguía sin parecer convencido, ni siquiera después de haber escuchado que las guardas mágicas de las celdas solamente reaccionaban a la magia y que las mazmorras del palacio estaban enfocadas a criaturas mágicas, un pequeño resquicio que Rhydderch había sabido cómo usar a su favor.
—Será una zona vigilada —apuntó el heredero de las Tierras Salvajes.
Una media sonrisa se formó en los labios del príncipe fae.
—Pero no demasiado —le respondió— porque eso llamaría la atención de cualquiera. Tenderemos una trampa para distraer a los guardias lo suficiente y poder colarnos en las mazmorras. Alguno de nosotros se quedará fuera para repetirlo y permitirnos salir; los conduciremos a un lugar seguro y allí haremos el intercambio.
La expresión de Kell no varió ni un ápice. Entrecerró los ojos en dirección a su primo, desmigajando en su mente el plan que había ideado Rhydderch para liberar a mis amigos. Por mi parte, no pude evitar pensar en todo lo que podría salir mal y en las pocas posibilidades que tendríamos si eso sucedía.
Finalmente, Kell dejó escapar un bufido desdeñoso.
—Rhy, por los antiguos elementos y estrellas —maldijo entre dientes—. Cualquiera diría que no prestaste atención de niño a tus tutores de estrategia... Si ese es tu magnífico plan, he de decir que es una bazofia.
Rhydderch no pareció en absoluto molesto con las duras palabras que le había dirigido.
—Por eso acudo a ti, Kell —respondió, dedicándole una sonrisa encantadora—: para que me ayudes a perfilarlo.
El aludido se cruzó de brazos, echándome una rápida ojeada.
—Y lo haré... —mi pulso pareció acelerarse al escuchar cómo Kell aceptaba brindarnos su ayuda para mejorar el plan que había ideado Rhydderch—. Si primero me concedes una conversación en privado.
El corazón pareció hundírseme hasta el estómago cuando el príncipe extranjero dio su precio. Un ramalazo de recelo me sacudió de pies a cabeza: era la misma jugada que había empleado momentos antes, cuando le había hecho la misma petición. Desvié mi atención hacia Rhydderch, quien parecía estar sopesando la oferta de Kell.
Sin embargo, si realmente el heredero de las Tierras Salvajes era lo que necesitábamos para darle forma y tener alguna garantía real de éxito en liberar a mis amigos, aceptaría sin lugar a dudas el dejarlos a solas para que pudieran hablar.
—Os dejaré a solas —decidí antes de que el príncipe fae pudiera decir nada.
Dirigí un asentimiento de despedida a Kell al mismo tiempo que sostenía aquellos ojos azules que parecían querer atravesarme como si fueran dos dagas de hielo. Tampoco le di la oportunidad a Rhydderch de intentar detenerme: aprovechando su aturdimiento inicial por mi claudicación, esquive su cuerpo y rodeé el escritorio, encaminándome hacia la salida.
Accioné el picaporte sin atreverme a mirar a mi espalda y, en el último momento, mientras salía al pasillo, dejé entornada la puerta lo suficiente para poder escucharles a ambos. Me alejé un par de pasos, apoyando la pared en la espalda de piedra y tomando una temblorosa bocanada de aire, intentando asimilar todo lo que había sucedido en el interior de la habitación que acababa de abandonar.
Me había enfrentado a un príncipe fae cuyo poder y fuerza superaba con creces la mía. Aún recordaba la fugaz visión de sus colmillos, un poco más afilados que los de Rhydderch, y el escalofrío de temor que había bajado por mi espalda al imaginarlos clavándose en mi carne, desgarrándola con brutalidad. Presioné la palma de mi mano en el punto en el que sentía a mi corazón latiendo desenfrenadamente: una posible alianza con Kell quedaba por completo descartada después de lo ocurrido.
—Rhydderch, escúchame —como si lo hubiera invocado con el pensamiento, la voz del príncipe extranjero se coló por el resquicio abierto, llegándome con la claridad suficiente para distinguir de qué hablaban—. Entra en razón. Por favor.
Por algún extraño motivo, la súplica que se adivinaba en la última frase que había pronunciado me hizo sentir culpable. Responsable, incluso.
—Kell...
—No, Rhydderch —le interrumpió el otro, severo—. Dime algo: ¿has pensado en Calais en algún momento?
—¿En Calais? —repitió el príncipe fae, perdido.
—¿No te has parado a pensar en cómo le está afectando todo esto? —Kell continuó hablando, como si su primo no le hubiera interrumpido—. ¿En qué posición la deja? Las habladurías que se iniciaron con su llegada... con el hecho de que Calais diera su palabra para protegerla... Toda esta preocupación por una desconocida... La corte ha empezado a murmurar sobre esa chica, sobre cómo es posible que esté siendo tratada con la misma deferencia que si fuera un miembro más de la familia real.
Creí escuchar a Rhydderch soltando un bufido desdeñoso.
—Rhydderch —Kell pronunció el nombre del príncipe fae con un tono tajante—. Tu prometida es el centro de todas las conversaciones. Vuestro propio compromiso está poniéndose en entredicho desde la llegada de la mestiza. La corte no deja de susurrar sobre cómo pareces estar anteponiendo a vuestra invitada por encima de tu propia prometida.
—El compromiso es un asunto privado entre Calais y yo —se defendió Rhydderch—. La llegada de Verine no...
—Sí lo ha cambiado todo —le cortó Kell y sonó más molesto—. Estás dispuesto a llevar a Qangoth al borde de un enfrentamiento por una chiquilla que desaparecerá de tu vida una vez haya conseguido su objetivo —el joven fae suspiró—. Puedo entender que haya llamado tu atención, que sea una novedad... Pero ese interés que sientes hacia la mestiza terminará desapareciendo tarde o temprano y es posible que, para ese momento, hayas perdido a alguien que realmente ha estado a tu lado todo este tiempo y por quien valía la pena luchar.
—Tú no lo entiendes, Kell.
Me pegué más contra la pared al intuir un extraño timbre en las palabras de Rhydderch. Desde que fui arrastrada hasta Mettoloth y descubrí que Calais era la prometida del príncipe fae, no pude evitar comprobar la gran pareja que hacían. Si bien al principio pensé que se trataba un compromiso organizado por las familias de ambos, Llynora no había dudado un segundo en ponerme al tanto sobre la romántica historia que compartían Calais y Rhydderch: había sido el príncipe fae quien quiso comprometerse con ella, pidiéndole su mano al general del rey sin dudarlo ni un instante. Los dos habían crecido juntos, sin contar con Taranis, por lo que aquel final estaba más que asegurado.
Y ahora mi aparición parecía haber puesto patas arriba la tierna y dulce historia de los enamorados. Sin embargo, Calais nunca me había reprochado por ello... y la confianza que parecía tener en Rhydderch era ciega, pues no había mostrado ni un ápice de celos o desconfianza ante algunas situaciones que podrían haberse malinterpretado. Pero ¿y si todo aquello había sido una cuidada máscara? ¿Y si las continuas murmuraciones de la corte, sin duda alguna malintencionadas, estaban empezando a resquebrajar la seguridad que había mostrado Calais?
—Mi compromiso es un asunto privado —repitió Rhydderch—. Calais lo sabe todo sobre mí y no hay nada que le haya ocultado desde la aparición de Verine. Ella es consciente de mis intenciones.
—¿Y cuáles son esas intenciones? —preguntó Kell, quisquilloso. Sabía la impresión que dábamos Rhydderch y yo; lo que las acciones del príncipe fae habían despertado dentro de la corte, lo que había dado paso a esos rumores que Kell había insinuado y que ponían a Calais en una posición delicada.
—Ayudar a Verine a liberar a sus amigos, tal y como prometí —no se me pasó por alto que omitió deliberadamente su segunda promesa: conducirme hasta la Dama del Lago para que nos diera las respuestas a por qué había un bloqueo mágico en mi mente.
—¿Y si lo conseguimos? —presionó Kell.
—Será libre de elegir su camino —contestó Rhydderch sin un asomo de duda en la voz—: volver a los Reinos Humanos con sus compañeros... o quedarse en los Reinos Fae si quiere saber más sobre sus orígenes.
* * *
Boeno, boeno, boeno... Parece que Kell no es tan encantador como al principio
Creo que no soy la única que está mosca con todo este asunto del famoso compromiso, ¿es así? (traducción: quiero leer vuestras teorías al respecto)
Por cierto, creo que tenemos claro lo que se viene:
(y sí, habrá un poco de acción)
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