❧ 62
Sus palabras resonaron en la habitación, haciendo que mirara al príncipe con cierto escepticismo, ignorando convenientemente la poca distancia que existía entre nuestros rostros y los puntos exactos donde tenía apoyadas sus manos. Aún me costaba desprenderme de la seguridad que había mostrado Calais cuando le pregunté al respecto y ella me desveló que no se trataba más que de un mito.
—Es real, Verine —repitió Rhydderch, como si hubiera adivinado el hilo de mis pensamientos... o hubiera leído la duda en mi mirada.
Mi atención regresó al rostro del príncipe, a sus extraños ojos ambarinos. Su voz había sonado demasiado segura, demasiado convencida de ello. Pero ¿cómo era posible? ¿Cómo era posible que una criatura salida de los más antiguos mitos de los fae pudiera ser real?
—Confía en mí.
Sentí un escalofrío deslizándose por mi cuerpo, erizándome el vello. No era la primera vez que Rhydderch que me pedía que lo hiciera: aún recordaba lo mal que salió en aquella ocasión, en la cueva. Sin embargo, ¿acaso el príncipe fae no lo había intentado? ¿No había intentado cumplir con su palabra cada vez?
Un suspiro tembloroso escapó de mis labios.
—Necesito algo más tangible que tu palabra esta vez —le dije.
Si era cierto que existía esa mujer, la Dama del Lago, y que era tan poderosa como para romper cualquier tipo de sortilegio, necesitaba pruebas. Rhydderch frunció el ceño ante mi repentina petición, dejando que el silencio se extendiera entre ambos.
—Puedo demostrártelo —respondió el príncipe fae tras unos segundos—. Pero tienes que prometerme que no dirás nada de esto a nadie. A nadie —recalcó con firmeza.
Me pregunté qué peligro suponía lo que Rhydderch tenía en mente para pedirme que le diera mi palabra de que mantendría en secreto lo que fuera a mostrarme, dejando incluso fuera a la propia Calais. Nos sostuvimos la mirada mientras el príncipe fae aguardaba una respuesta por mi parte.
Tragué saliva antes de decir:
—No lo haré. Lo prometo.
Rhydderch asintió, como si no necesitara nada más que aquella promesa. Me sorprendió la rapidez con la que me había creído, como si confiara lo suficiente en mí para saber que cumpliría con lo prometido.
—Cierra los ojos y, sobre todo, no te asustes.
Llegó mi turno de fruncir el ceño. El príncipe me instó con un gesto de cabeza a que hiciera lo que me había dicho y, tras unos dubitativos segundos por mi parte, dejé que mis párpados se fueran cerrando poco a poco. Mi pulso se disparó de manera inconsciente ante mi ceguera y el hecho de recordar la poca distancia que había entre nuestros cuerpos ¿Acaso aquella calidez que parecía sentir en el rostro, cerca de mis labios, era el propio aliento de Rhydderch?
—Relájate.
¿Su voz había sonado más cerca o eran imaginaciones mías? No era capaz de obedecer aquella simple y sencilla orden. Notaba los latidos irregulares de mi corazón en los oídos y temí que el fae también pudiera escuchar mi errático pulso. Rhydderch no habló de nuevo y yo usé ese silencio para intentar despejar mi mente, alejar aquellos intrusivos pensamientos que habían hecho que los nervios me atenazaran; inspiré hondo y retuve el aire unos segundos, intentando que mi corazón regresara a su ritmo normal.
Repetí el proceso varias veces hasta que, poco a poco, la agitación que había estado acechándome fue desvaneciéndose hasta desaparecer.
—Abre los ojos.
La suave voz de Rhydderch sonó un poco más lejos en aquella ocasión. Tomé una nueva bocanada de aire antes de hacerlo, chocando directamente con sus iris de color ambarino y el hipnotizador círculo dorado que bordeaba la pupila; fue entonces cuando entendí qué estaba tramando el príncipe fae. Qué prueba pretendía mostrarme en relación a la misteriosa Dama del Lago.
El familiar aguijonazo traspasó mis sienes pero no sentí un hilo del que podía tirar, como pasó la última vez: ahora era yo la que estaba siendo arrastrada, conducida hacia alguna parte.
—Una última cosa —me costó distinguir las palabras de Rhydderch a través del pitido—: no grites.
No entendí bien el sentido de sus palabras hasta que sentí mi visión ennegrecerse y el suelo desaparecer bajo mis pies. Perdí el control sobre mi propio cuerpo y me desvanecí en la oscuridad.
❧
Estaba en un bosque. Pero no en un bosque cualquiera, sino en el Gran Bosque: algo dentro de mí tenía la certeza de que era aquel lugar; lo podía sentir en los huesos. Por unos segundos me sentí desorientada ante aquel cambio drástico de escenario, en un pestañeo había pasado de encontrarme en el dormitorio de Rhydderch a estar en plena naturaleza.
Un crujido a mi espalda hizo que me pusiera en tensión. Giré el cuello con lentitud para espiar por encima de mi hombro, topándome con un niño encogido sobre la hojarasca; el estómago me dio un vuelco al contemplar el ovillo en el que se había convertido, el ligero temblor que sacudía su cuerpo. No tardé mucho en reconocer aquel cabello rubio surcado de mechones de distintas tonalidades, como tampoco los iris ambarinos y rodeados por un fino halo dorado abiertos de par en par, contemplando su alrededor con un brillo que parecía pavor.
Sabía lo que había hecho Rhydderch conmigo: empleando su propio poder, había hecho que yo me introdujera en su mente. En sus recuerdos.
«Aún recuerdo bien ese momento —la voz del príncipe fae resonó en mis oídos—: mi magia apenas había despertado y mi abuelo no dudó un segundo en recordarme delante de un nutrido grupo de nobles lo decepcionado que estaba de mí, lo lento que mi poder estaba madurando en comparación con mi hermano. Sin mostrar un solo ápice de compasión dijo que no era más que una mala semilla, que jamás lograría germinar... No como Taranis.»
El estómago se me encogió de nuevo al escuchar la amargura con la que Rhydderch había compartido conmigo otro fragmento de su pasado. Observé a su versión más joven en el suelo, intentando contener las lágrimas y contemplando el bosque con gesto asustado.
«Sólo quería encontrarme bien lejos de sus comentarios, de su palpable decepción —continuó el príncipe fae—. Así que me escabullí a un rincón y cerré los ojos. Deseé huir del palacio, de Qangoth... De mi vida —hizo una breve pausa casi pensativa—. Ahora sé que fue mi magia la que reaccionó en aquel instante, conduciéndome hasta el Bosque de los Árboles Infinitos. Mi padre nos llevó en una ocasión al bosque y, quizá, mi mente infantil encontró este lugar como un refugio seguro, ya que en aquel viaje solamente estuvimos la familia: mis padres... y Taranis.»
Mi mirada seguía clavada en un Rhydderch niño, que había empezado a removerse y estirar sus extremidades. Aún continuaba sintiendo el nudo en la boca de mi estómago al intentar imaginar el infierno en el que habían convertido su infancia, con el eco de la voz del príncipe repitiéndose en mis oídos.
El chico terminó de incorporarse, moviendo la cabeza en todas las direcciones. El pavor que antes había adivinado en sus ojos se había aplacado lo suficiente para dejar atisbar un brillo de asombro asomando en ellos. Le vi entreabrir los labios y soltar un sonido estrangulado.
«Estaba aturdido —Rhydderch volvió a retomar el relato de aquel recuerdo—. No era consciente de lo que yo mismo había hecho. Al principio ni siquiera fui capaz de reconocer el bosque al que mi magia me había conducido.»
El niño consiguió ponerse en pie, tambaleándose.
—¡Mam! —aquel grito desesperado resonó en el bosque y aquella palabra hizo que algo se removiera en mi cabeza—. ¡Dda!
El joven príncipe continuó llamando a sus padres en ese idioma antiguo que, sin saber cómo, había podido reconocer. La voz de su versión adulta no volvió a escucharse, dejándome a solas con la desgarradora imagen de un niño que lo único que quería era volver a casa e intentaba asimilar lo que había sucedido.
Le seguí mientras se internaba en el bosque, gritando el nombre de sus padres. Aquella zona que atravesaba era demasiado frondosa, había raíces que sobresalían del suelo, ramas bajas que tenías que apartar; una sensación fría se extendió por mi interior al contemplar nuestro alrededor mientras los gritos de desesperación del joven príncipe subían de intensidad.
Al frío se unió el malestar. Con la vista clavada en la espalda de un Rhydderch casi niño, aumenté la velocidad para tratar de alcanzarlo. Sabía que no podía interceder por ser un recuerdo, pero quise gritarle una advertencia. ¿Acaso no era consciente de que sus gritos podrían atraer a cualquier tipo de criatura? Saboreé algo amargo al imaginar a Rhydderch siendo atacado, indefenso...
Frené de golpe al percibir un ligero cambio en el ambiente. Estudié el bosque, buscando el origen de la amenaza invisible que había presentido; el príncipe fae continuó corriendo a ciegas, ajeno por completo.
—¿Rhy...? —susurré, pero no obtuve respuesta.
Mi corazón aceleró su ritmo al atisbar una sombra moviéndose a toda velocidad entre los árboles, persiguiendo a un incauto Rhydderch. No obstante, el joven príncipe parecía haber sentido al intruso que le perseguía: miró hacia atrás en un par de ocasiones, cambiando el rumbo e internándose aún más en la oscuridad.
Temí que pudiera estar yendo directo a una trampa.
Continuamos corriendo un par de metros. Presa del pánico, el joven Rhydderch había perdido por completo el foco, zigzagueaba entre los gruesos troncos y comprobaba cada pocos instantes si había logrado deshacerse de su misterioso perseguidor; tan obcecado se encontraba en ello que no vio la enorme raíz que pareció brotar del suelo a unos pasos de distancia. Mi grito de advertencia fue coreado por su exclamación de sorpresa cuando perdió pie y acabo rodando por la hojarasca, terminando en un claro donde los árboles de ramas raquíticas y casi desnudas que se asemejaban a afiladas garras.
Por el rabillo del ojo vi a la sombra que había estado guiando a Rhydderch abandonar las sombras: era una mujer. Una fae, me corregí un instante después, al descubrir las puntas picudas de sus orejas y el rápido vistazo de unos colmillos afilados; llevaba el cabello suelto, de un rico tono rubio dorado, hasta la cintura. Vestía únicamente una sencilla túnica blanca.
Pero fueron sus ojos, de un tono más intenso que su cabellera, lo que me produjeron una extraña impresión... porque tenía la incómoda sensación de que no era la primera vez que los veía.
La fae se acercó con lentitud hacia donde estaba tendido Rhydderch, con los ojos llenos de lágrimas y el cuerpo temblando a causa de los sollozos de pavor contenidos, y le mostró las palmas en actitud conciliadora.
—No tengas miedo —su voz era dulce, al igual que su mirada—. No voy a hacerte daño.
Observé al príncipe. Rhydderch estaba mudo, contemplando a la desconocida con una expresión que oscilaba entre la conmoción y el asombro; ella le dedicó una media sonrisa y dio un tímido paso en su dirección, tanteando la reacción del niño. Poco a poco, y siempre midiendo cada uno de sus movimientos, la fae fue acortando la distancia hasta que terminó arrodillada junto al príncipe.
—Estás herido —observó la fae, bajando su hipnótica mirada dorada hacia las manos de Rhydderch. En la caída, para frenar el golpe, el niño parecía haber usado sus manos, arañándose las palmas.
El príncipe dejó escapar un sonido estrangulado al contemplar las pequeñas heridas.
—Lo único que pedí fue huir a un lugar seguro —gimoteó—. Y ahora quiero volver a casa.
La sonrisa de la misteriosa fae menguó unos centímetros al escuchar las lastimosas palabras del niño. La vi exponer sus palmas, pidiéndole con ese silencioso gesto a Rhydderch que apoyara las suyas encima; el joven príncipe dudó unos segundos antes de obedecer. Fruncí el ceño al atisbar una ligera tensión en el cuerpo de la desconocida ante el contacto.
—Primero voy a curar tus heridas —le dijo entonces— y después te ayudaré a regresar.
Rhydderch asintió varias veces, agradecido. Su inocencia infantil hizo que un cosquilleo recorriera todo mi cuerpo, entremezclándose con el ramalazo de recelo que la postura de la mujer había despertado con su extraña reacción.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella.
Las mejillas del niño se colorearon.
—Rhydderch.
La fae asintió, sin perder la sonrisa.
—Encantada de conocerte, Rhydderch —le susurró en tono suave, amigable—. Yo soy la Dama del Lago.
❧
Mi cuerpo empezó a caer hacia atrás cuando Rhydderch rompió la conexión entre nosotros. Aquella experiencia parecía haber absorbido toda mi energía, dejándome desmadejada como una muñeca de trapo; la mano del príncipe apoyándose en la parte baja de mi espalda, sosteniéndome con firmeza, me salvó del golpe.
Con la respiración agitada a causa de lo que había sucedido hacía apenas unos segundos, solamente pude sostenerle la mirada mientras intentaba asimilar todo lo que me había mostrado.
Era real...
Apenas fui capaz de registrar el sonido de la puerta principal abriéndose y una familiar voz pronunciando el nombre del príncipe. Con movimientos torpes, lo único que pude hacer fue girar el cuello para descubrir a Kell en el umbral, todavía con una mano en el picaporte, y sus ojos azules estrechándose al descubrirnos en una situación a todas luces comprometida: yo aún estaba apoyada contra el pesado escritorio de Rhydderch, con la mano del príncipe sosteniéndome por la parte baja de la espalda y la respiración entrecortada.
No quería ni imaginarme la impresión que debía dar.
—¿Interrumpo algo? —preguntó con forzada cortesía, mirándonos a ambos alternativamente.
—Estaba esperándote, Kell —respondió Rhydderch con absoluta tranquilidad, sin mover un solo músculo.
Por la expresión que puso el otro fae, supe que no le había creído.
Mortificada por la idea errónea que había empezado a formarse el heredero de las Tierras Salvajes, empujé a Rhydderch con discreción para ganar algo de distancia entre nosotros. El asunto de la misteriosa Dama del Lago quedó relegado a un segundo lugar tras la interrupción de Kell y el repentino calor que estaba ascendiendo por mi cuello.
Con un encogimiento de hombros, el fae cerró la puerta a su espalda y se dirigió hacia el escritorio. Su desconfiada mirada no paraba de desviarse cada poco segundos en mi dirección.
—Quizá debería regresar más tarde —opinó, demostrando una pizca de recelo.
A mi llegada, Rhydderch me había confundido con Kell, con quien había acordado reunirse. La curiosidad por saber a qué se debía ese encuentro casi clandestino hizo que deseara fervientemente que el príncipe no me despachara de allí.
—Verine también está involucrada en esto —le confió, apartando la mano de mi espalda para apoyarla sobre la madera, justo junto a mi cadera. El calor que había sentido en el rostro se incrementó cuando nuestras miradas se cruzaron—. A decir verdad, todo esto es por ella.
El corazón se me detuvo durante unos segundos, haciendo que el temor a que las cosas pudieran malinterpretarse aumentara. Por el modo en que me miró Kell, no me costó mucho adivinar qué estaba pasándosele por la mente.
—Rhy... —empezó el fae con cautela.
—Necesito que viajes con nosotros, Kell —le interrumpió Rhydderch, lanzándole una mirada cuyo significado no pude discernir, pero él sí—. Y necesito que nos ayudes a liberar a ciertos prisioneros de Alastar...
* * *
BUENAS BUENAAAAAAAAS
Bienvenidos otro finde más a este embrollo que nos lleva persiguiendo desde hace un par de capis. Tal y como adelanté... en este hemos podido averiguar que:
1) La Dama del Lago es real y no un mito
2) Rhy la conoce desde prácticamente era un niño
3) La mujer es importante y hay pequeños detallitos que pueden conectarse con otras de mis historias para darnos una pista sobre qué es en realidad (ahí lo dejo)
4) Nana disfruta sembrando el caos diciendo cosas como las del punto 3)
¿Soy la única que adora ese incómodo momento en el que los protas son interrumpidos y todo parece gritar a los cuatro vientos que estaba pasando algo... cuando no es así? (Kell seguramente quería haberse largado pitando de allí creyendo que, efectivamente, estaba interrumpiendo algo, pero no lo que él piensa je)
Como siempre, os leo con interés y tal que así porque sembrar el caos y la duda is my passion:
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