❧ 61

La idea de que viajaría junto a Rhydderch y Calais, fingiendo ser una de las damas de compañía de ésta última, me costó de asimilar. Y más aún saber que aquel drástico cambio de decisión por parte del rey había sido gracias a la extraña cooperación que habían mostrado los dos príncipes. Los dos. Sabía que le debía una disculpa a Rhydderch y quería que aquella situación incómoda donde el príncipe fae me ignoraba por completo se disipara.

Sentía que le había fallado de algún modo, al haberme permitido creer la historia que Máel Taranis había compartido conmigo sobre por qué la relación entre ambos hermanos estaba tan dañada. Pero el heredero había sonado tan sincero...

Un discreto golpecito por parte de Calais me hizo dejar mis pensamientos en suspenso y volver a centrarme en aquel despacho. El monarca parecía habernos dispensado y la prometida de Rhydderch me estaba advirtiendo que había llegado el momento de marcharnos de allí; al igual que los dos príncipes.

Agaché la cabeza en actitud sumisa y seguí a Calais de regreso al pasillo. A mi espalda podía escuchar el eco de los pasos de Taranis y Rhydderch; ninguno dijo nada al abandonar la sala, dejando atrás a un meditabundo rey.

Calais, haciendo gala de nuevo de sus modales, aguardó a los príncipes. Aún parecía encontrarse tan conmocionada como yo hacía unos instantes, después de que el padre de Rhydderch anunciara que me uniría al viaje hacia Antalye; sin embargo, pareció reunir el valor suficiente para encarar a su prometido y a Taranis con los brazos cruzados y una expresión circunspecta.

—¿Era por esto por lo que te mostrabas tan esquivo, Rhy? —Calais no dudó un segundo en enfrentar el problema de cara, dirigiéndose hacia el susodicho—. ¿Por haber convencido a tu padre para que Verine nos acompañe, haciendo que el riesgo aumente para ella...?

—Verine era nuestra mejor opción si queríamos tener una oportunidad de encontrar al arcano, Calais —intervino Máel Taranis, que estaba junto a Rhydderch, aunque manteniendo las distancias.

Era la primera vez que escuchaba al príncipe heredero dirigiéndose de ese modo tan cercano a la joven fae, dejando a un lado la formalidad con la que siempre le había visto tratarla. Calais no pareció darle mayor importancia, ya que clavó su penetrante mirada verde en el Taranis.

—Una oportunidad que podría costarle muy cara —no dio su brazo a torcer, ni siquiera ante él—. El día en que llegó a Mettoloth creó un gran alboroto —removí los pies con incomodidad al recordar mi comportamiento—. Su presencia ha generado un gran interés y tanto Llynora como yo hemos intentado aplacar los rumores, esconder que es una humana...

—Mestiza —la corrigió Rhydderch.

Calais frunció los labios.

—Una información que todos nos hemos encargado de guardar celosamente —puntualizó la fae y luego sacudió la cabeza—. ¿Qué creéis que pasará si alguien descubre la verdad? ¿Qué le pasará a ella?

—Estará cerca de nosotros, Calais —intentó tranquilizarla su prometido—. Nuestras respectivas magias servirán para cubrir su rastro. Y, como fingirá ser tu dama, permanecerá protegida en los aposentos en los que nos instalen.

Aquello llamó mi atención. ¿Acaso esas eran mis únicas opciones cuando viajara con ellos? ¿Quedarme a su lado... o estar encerrada? Unirme a la compañía que marcharía hasta Antalye era mi única oportunidad de buscar a mis amigos, de liberarlos. Dirigí mi atención hacia Rhydderch, quien había evitado deliberadamente desde que puse un pie en el despacho de su padre.

—¿Ese va a ser mi papel? —le pregunté, directa—. ¿Como si fuera una simple herramienta que usar en el momento oportuno...?

Los ojos ambarinos de Rhydderch se desviaron por primera vez hacia mí, reconociendo mi presencia. El ambiente pareció tensarse cuando nuestras respectivas miradas chocaron la una con la otra. El nudo de culpabilidad no tardó en aparecer, recordándome la expresión de absoluta decepción con la que me había observado dos días atrás, antes de abandonar mis aposentos y empezar con aquella actitud esquiva.

—¿Y qué propones, Verine? —ignoré la punzada de molestia que me causó ver cómo pronunciaba mi nombre de nuevo—. ¿Que nos presentemos contigo ante el regente, cuando él tiene a tus amigos como prisioneros por considerarlos una amenaza?

Mis dientes chirriaron cuando supe que tenía razón. Alastar había atrapado a mis amigos y a lord Ephoras, quizá en el intento desesperado de regresar a la frontera del bosque que pertenecía a los Reinos Humanos; si viajaba con ellos en primera línea, mostrándome ante el regente... Lo echaría todo a perder. Condenaría a Altair y al resto; incluso a Calais y Rhydderch.

La tensión que empañaba el aire entre nosotros pareció volverse opresivo mientras el príncipe fae y yo continuábamos sosteniéndonos la mirada. La culpa menguó al ver la actitud que tenía conmigo: orgullosa. Digna de alguien de su posición.

Separé los labios, con la perfecta réplica preparada, pero el movimiento del cuerpo de Máel Taranis en la periferia de mi campo de visión me distrajo unos segundos que el príncipe heredero aprovechó para intervenir.

—Calais, creo que deberías acompañar a Verine a sus aposentos para empezar a preparar su equipaje.

Con esfuerzo, aparté la mirada de Rhydderch para fijarla en su hermano mayor. El fae mostraba una actitud muy diferente a la del príncipe, intentando mediar entre ambos; de nuevo tuve una mezcla de sentimientos encontrados. ¿Era un truco? ¿Era una actuación por parte de Taranis para continuar con su papel de hermano dolido? La velada de su cumpleaños, cuando se reunió conmigo a solas, no parecía estar fingiendo al compartir un pedazo de su pasado. Como tampoco parecía haberlo hecho en ocasiones posteriores. Sin embargo, no podía quitarme de la cabeza lo que Rhydderch me había confiado sobre su infancia.

La prometida de Rhydderch, que hasta ese momento se había mantenido en un segundo plano, observando nuestro breve intercambio desde su posición, pareció encontrarse de acuerdo con la propuesta de Máel Taranis. Con una media sonrisa, entrelazó nuestros brazos y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.

—Taranis tiene razón —le secundó, buscando aligerar el ambiente tan tenso que empezaba a rodearnos—. Tenemos que preparar tu equipaje y convertirte en mi nueva dama de compañía.

Llynora continuaba en los aposentos de Calais cuando hicimos un pequeño alto en ellos. La prometida de Rhydderch le hizo un breve resumen de lo sucedido en el despacho, tergiversando un poco el drástico cambio de opinión del rey respecto a incluirme dentro de la comitiva que acompañaría a la joven fae y al príncipe. Llynora se mostró alarmada cuando Calais le confirmó que viajaría hasta Antalye; al igual que había sucedido con Calais, su dama de compañía creía que era un riesgo que me uniera a ellos. En especial cuando era evidente que los rumores sobre una extraña invitada con apariencia humana habrían cruzado ya las fronteras, alcanzando a los dos otros reinos.

No obstante, la decisión del monarca era inamovible.

Llynora nos acompañó hasta mis aposentos, donde Gwynna ya nos estaba esperando. Mi única doncella se mostró solícita con las órdenes de Calais, quien acudió hasta uno de los armarios y empezó con la búsqueda de un guardarropa con el que poder viajar a Antalye.

Mientras tanto, Llynora me obligó a sumergirme en una magistral clase teórica sobre protocolo. Al saber que no iba a poder unirse a nosotras, parecía haberse propuesto salvarme de crear un conflicto entre los reinos, ayudándome a saber qué papel jugaba una dama de compañía. Y no una cualquiera: sino la dama de compañía de la prometida de un príncipe.

Así habían transcurrido las horas, con Gwynna sacando los vestidos de mi armario; Calais meditando la posibilidad de concertar una cita con la modista para comprobar cómo iba la confección del resto de mi vestuario y Llynora explicándome con detalle los entresijos de la realeza.

Poco después de caer la noche, las sienes empezaron a palpitarme, tras horas intentando absorber cada palabra de la joven fae. Llynora y Calais parloteaban entre ellas, cerrando detalles de nuestra inminente partida; la prometida de Rhydderch había decidido que solamente viajaría con un par de doncellas de su confianza. Gwynna también nos acompañaría, para encargarse de mí; la joven fae había demostrado ser discreta y solícita. Precisamente lo que necesitábamos en relación a mi seguridad en Antalye. Había escuchado a medias la conversación entre Calais y Llynora: la segunda había señalado que Alastar, como buen anfitrión, pondría a nuestra disposición un generoso servicio durante todo el tiempo que estuviéramos allí; como yo me haría pasar por dama de compañía, se extendía hasta mí dicha invitación. Y eso supondría un peligro, puesto que nadie, bajo ninguna circunstancia, debía saber que era una humana.

Los adornos que había empleado en mis orejas para cubrir mis extremos redondeados habían servido en Qangoth, pero no podía llevarlos puestos todo el tiempo porque me resultaban incómodos.

De ahí que Calais hubiera decidido que Gwynna viniera con nosotros, junto al resto de sirvientes: ella me había visto sin las filigranas que imitaban las orejas de los fae, aquellas joyas que algunas jóvenes llevaban.

Dejé escapar un suspiro y dirigí mi atención a las hojas abiertas que conducían a la discreta terraza con la que contaban mis aposentos. Llynora y Calais se habían marchado hacía unos minutos para prepararse y unirse a la familiar cena; poco después había despachado a Gwynna, quedándome a solas.

Mis pensamientos se desviaron hacia Rhydderch y su actitud distante. Después de dos días de silencio, lo único que había conseguido arrancarle en aquel pasillo habían sido aquellas palabras punzantes que escondían el enfado que aún seguía sintiendo hacia mí, la rabia por mis acusaciones respecto a Máel Taranis.

Retorcí mis manos con nerviosismo, echando un rápido vistazo al viejo reloj que reposaba sobre la repisa de la chimenea. Apenas quedaba una hora para que uno de los sirvientes del rey llamara a mi puerta, anunciando que la cena estaba servida y que aguardaban mi presencia. ¿Estaría Rhydderch en su dormitorio...?

Mentiría si dijera que no había valorado la posibilidad de plantarme en sus aposentos, de forzar un encuentro a solas entre nosotros para intentar darle las explicaciones —y la disculpa— que me había negado cuando abandonó aquella misma habitación dos noches atrás.

«Te lo advertí, Verine —el eco de sus últimas palabras pareció resonar contra las paredes, haciéndome sentir aún más miserable por las acusaciones que le había lanzado—. Pero has caído bajo su influjo, como todos.»

Tomé una profunda bocanada de aire y me incorporé, lanzándole un último vistazo al reloj antes de dirigirme hacia la puerta.

El pasillo estaba vacío. Los aposentos de Calais estaban a unos metros a mi izquierda mientras que los que pertenecían a Rhydderch quedaban frente a mí, unos metros a la derecha; incluso los de su hermano estaban a unos pocos pasos de distancia. El vello se me erizó conforme dejaba a mis pies que se movieran en una sola dirección; mis pensamientos empezaron a burbujear como un volcán a punto de entrar en erupción. ¿Qué sucedería si me echaba sin miramientos, si no quería hablar conmigo...?

Antes de que el valor me abandonara, me topé frente a las puertas de doble hoja de robusta madera de los aposentos del príncipe. Alcé el brazo, sintiendo mi pulso dispararse, y llamé con los nudillos.

Su respuesta no se hizo esperar, indicándome que pasara.

Aquello hizo que mi corazón diera un vuelco. Había estado tan concentrada en el hecho de reencontrarme con Rhydderch que ni siquiera había planeado qué decirle... cómo empezar con aquella conversación pendiente.

Empujé la puerta con indecisión, empapándome de nuevo con cada detalle del interior de su dormitorio. Solamente había estado allí en una ocasión, la noche que le pedí que volviera a introducirse en mi mente para descubrir la historia de mi pasado.

Mis ojos no tardaron en localizar al príncipe: estaba al fondo, de espaldas a mí. Parecía estar absorto en el enorme mapa que colgaba de la pared; el escritorio estaba lleno de papeles desperdigados y libros abiertos, delatando que lo había pillado en mitad de algo importante.

Me quedé embobada con las tierras que el propio Rhydderch había pintado en aquel lienzo, un pequeño recordatorio de los peligros que existían allá fuera, al otro lado de las fronteras de Mag Mell. Aún recordaba lo contenido que se había mostrado conmigo al compartir aquel fragmento de sí mismo, aquella pasión por descubrir cada rincón de aquel vasto mundo.

Fruncí el ceño cuando vi algunas notas garabateadas sobre el trozo de océano que separaba la península de las Tierras Salvajes y la enorme isla de Tír Na Nóg. Rhydderch había comentado sus sospechas sobre un reino más... un misterio que todavía no parecía haber desentrañado y que parecía tenerlo ocupado.

Ni siquiera fui consciente de que mi propio silencio alertó a Rhydderch, quien permanecía con toda su atención fija en el mapa y en las notas que había colocado sobre él.

—¿Kell...? —su pregunta se quedó en el aire cuando giró el cuello y me descubrió detenida en el umbral.

El alma pareció caérseme a los pies al comprender que Rhydderch había estado esperando a otra persona y me había confundido con ella. En el pasillo me había limitado a llamar a la puerta, sin decir nada; el príncipe fae simplemente me había dado paso porque pensaba que era Kell.

Rhydderch entrecerró los ojos.

—Verine.

Me atreví a dar un tímido paso hacia delante, alejándome de la puerta abierta. Como si eso pudiera salvarme de no ser expulsada por él.

—Necesito... necesito hablar contigo.

Me odié por lo trémula que había sonado mi voz. ¿Dónde estaba la Verine que no había dudado un segundo en enfrentarse a él? ¿Dónde estaba la chica que se había mostrado firme ante el príncipe? ¿Por qué de repente sentía de nuevo esa opresión en el pecho, ese miedo a que Rhydderch me pidiera que diera media vuelta y me marchara?

¿Qué me estaba pasando?

Rhydderch no dijo una sola palabra. Se limitó a observarme en silencio, como si estuviera evaluando sus posibilidades; como si estuviera valorando la idea de pedirme que me fuera de allí.

—Por favor —agregué.

El príncipe fae sacudió la cabeza, dejando escapar un hondo suspiro que no supe bien cómo interpretar.

—No tengo mucho tiempo —me advirtió.

Porque estaba esperando a Kell, me recordé a mí misma. Sin embargo, aquella concesión, por pequeña que fuera, hizo que la esperanza resurgiera tímidamente dentro de mi pecho; asentí y cerré la puerta a mi espalda. Rhydderch devolvió su atención al mapa, pero sabía que también estaba pendiente de mí.

Entrelacé mis manos para frenar el repentino temblor que las sacudía y crucé la distancia que me separaba de su escritorio. Tal y como había pensado, estaba lleno de las investigaciones de Rhydderch respecto al misterioso reino; vi libros de historia, de cuentos infantiles y la multitud de notas que había tomado, garabateándolas con premura.

—Sigues buscando ese reino —intenté romper el hielo, hacer que el ambiente tan tenso entre nosotros se relajara.

Rhydderch me observó por el rabillo del ojo, cruzándose de brazos.

—¿Tanta urgencia para hablar... de esto? —me preguntó—. ¿De mis búsquedas?

Apreté las palmas, intentando ignorar el pellizco que me dio el corazón al intuir un leve timbre de molestia.

—He venido a disculparme contigo —respondí, con la vista fija en el mapa.

Rhydderch no dijo nada, quizá esperando a que continuara hablando.

—Es posible que me dejara engatusar por tu hermano —reconocí a media voz—. No debí presionarte de ese modo, como tampoco acusarte de haber sido un príncipe mimado... de tenerle envidia a Taranis. No conocía nada sobre tu pasado, de las cosas horribles que has tenido que sufrir desde que eras niño. Pero quiero que sepas... que no te lo merecías. Nadie se merece ser tratado de ese modo —tomé una bocanada de aire—. Lo siento, Rhydderch.

Un nuevo silencio se instaló entre nosotros, haciendo que la tensión que notaba en el fondo de mi estómago pareciera convertirse en una pesada bola que se hundía cada vez más. Nunca había sido buena con las palabras, nunca las había necesitado; desde que gracias a Altair consiguiera entrar en el ejército, para lo único que me habían entrenado era para ser mortífera con cualquier arma que tuviera en la mano. Para ganar cualquier batalla. Me sentía torpe, como una niña que estuviera balbuceando...

—Yo también lo siento.

Por unos instantes creí que mis oídos estaban fallándome, que había escuchado mal. Pero entonces Rhydderch se movió hasta quedar situado frente a mí, cubriendo con su cuerpo el mapa que había creado; alcé la mirada hacia su rostro, topándome con sus ojos, que parecían observarme de un modo casi torturado.

Abrí la boca, sin ser capaz de decir nada.

—No tenías por qué saberlo —susurró el príncipe, bajando la mirada con aire culpable—. Y yo... yo dejé que esa rabia que llevo guardando tanto tiempo estallara con la persona equivocada. Tú no tenías la culpa y yo no debería haberme ido de ese modo. No debería haberte esquivado estos días... Lo siento, fierecilla —sentí un calorcillo en el pecho al escuchar ese estúpido mote porque eso significaba que estaba todo bien entre nosotros—. Estaba avergonzado porque... porque yo tampoco soy inocente. También he hecho cosas contra mi hermano que...

Se mordió el labio inferior, dejando la frase en el aire. La curiosidad se abrió paso en mi interior, haciendo que me preguntara a qué estaba refiriéndose; por qué decía que no era inocente. Movida por un extraño impulso, alcé mi brazo para colocar mi palma sobre su pecho, en el punto exacto donde debía latir su corazón.

—Rhy...

Pero el príncipe negó con la cabeza, cerrando los ojos con aire cansado. El silencio volvió a envolvernos mientras sentía contra mi piel el aleteo del pulso del fae, la calidez que parecía desprender su camisa. ¿En qué momento había dejarlo de verlo como un simple aliado? ¿En qué momento había empezado a considerarlo como un amigo?

Noté cómo su pecho se hinchaba al aspirar una bocanada de aire. Sus pestañas se agitaron contra sus pómulos antes de que sus ojos ambarinos volvieran a clavarse en los míos; había una extraña decisión en ellos.

—No lo he olvidado —me dijo, sonando repentinamente serio—. No he olvidado ninguna de mis promesas, Verine: te ayudaré a liberar a tus amigos y luego te conduciré hasta la Dama del Lago para que puedas descubrir quién eres en realidad.

Aquella misteriosa fae que había mencionado en una ocasión...

—Calais dice que no es más que una fábula, un mito —recordé.

Mi corazón dio un brinco cuando Rhydderch se inclinó sobre mí, extendiendo sus brazos hacia el escritorio, dejándome atrapada entre ellos. Su ceño pareció fruncirse cuando desvelé que había hablado con su prometida de la Dama del Lago.

—No lo es —me corrigió—. Es una fae. Una fae de carne y hueso muy poderosa.

* * *

Hey hey hey

Bienvenides un sábado más a otro capítulo en este nuestro cúmulo de preguntas sin respuestas (o quizá sí las hay... pero escondidas, quién sabe...)

En fin, dejando a un lado la gran, gran, gran decisión del rey de permitir que Verine se una a la fiesta.... ¿seguís notando esa tensioncilla que parece crearse cuando Calais y cierto príncipe heredero están en el mismo sitio? ¿Soy la única quiere saber qué se cuece entre ellos?

Verine en modo dama de compañía de Calais, intentando pasar desapercibida delante del rey que tiene a sus amigos y piensa que los humanos son una amenaza: necesito leerlo. Give it to me

Y la pregunta más importante de todas: cómo sabe Rhy quién es la Dama del Lago?

(pista, eso lo sabremos en el próximo capítulo)

Como siempre, os leo desde las sombras...

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