❧ 51

—El color verde os favorecería muchísimo, lady Calais —comentó la maestra sastre mientras la aludida estudiaba con ojo crítico las muestras de tejido que había traído consigo—. A juego con vuestra mirada. Quizá podríamos añadir al vestido algún detalle...

Apenas era capaz de prestar atención desde mi asiento al intercambio de impresiones entre las dos fae. Rhydderch se había marchado de mis aposentos poco después de asegurarme que me ayudaría con mis recuerdos y para liberar a mis amigos y yo había optado por retirarme a dormir; sin embargo, pese a mis intentos para descansar, mi cabeza bullía con demasiada actividad, alejándome de mi objetivo.

Así que me había resignado cuando, con la llegada de los primeros rayos de la mañana, mis dos doncellas habían entrado a mi dormitorio con una invitación de Calais en la que me pedía que me reuniera con ella en sus propios aposentos para una cita con la maestra sastre que iba a encargarse de la confección y últimos retoques de los vestidos para la celebración del cumpleaños del príncipe heredero, del que apenas restaban un par de días.

Y allí me encontraba, en la salita de Calais, sentada sobre uno de los divanes, intentando que el cansancio no se reflejara en mi rostro mientras la prometida de Rhydderch y lady Llynora parloteaban sobre un asunto que me resultaba prácticamente desconocido: la moda. Para mí, era como si hablaran en un idioma distinto.

—Me gustaría ceñirme al diseño original, Kaytreya —respondió Calais—. Creo que el rojo sería un color idóneo, tal y como hablamos.

—Rojo como los fénix —apostilló lady Llynora, con una miradita cómplice a su amiga.

Ella respondió con una sonrisa amable. La maestra sastre asintió con un deje de desilusión mientras nos indicaba que sus aprendices no tardarían en llegar; lady Llynora aplaudió con entusiasmo, deseosa de contemplar de cerca el vestido con el que Calais resplandecería junto a Rhydderch.

—La tela con la que hemos confeccionado la prenda hace que, en movimiento, se asemeje al brillo de una llama —le explicó la maestra sastre a la joven fae—. Vuestro vestido, lady Llynora, también está casi terminado, siguiendo vuestras directrices...

La mirada verde Calais se desvió entonces hacia mí y en sus labios apareció una sonrisa casi conspirativa que no me gustó en absoluto.

—Entonces mi siguiente petición no os resultará complicada, Kaytreya —empezó la fae, ladeando la cabeza con actitud inocente.

La maestra sastre pestañeó, interesada, animando a Calais a continuar.

—Como habréis escuchado, la familia real cuenta con una invitada muy especial —casi pude ver el esfuerzo en la maestra sastre para no mirar en mi dirección, delatando estar al corriente de los rumores que corrían en palacio—. Debido a su repentina llegada, no cuenta con un vestido apropiado para la ocasión. Quisiera que os encargarais de ello, Kaytreya.

Se hizo un momento de silencio mientras la fae asimilaba la orden que se escondía entre las dulces y halagadoras palabras que le había dirigido Calais.

—Pero, milady, un encargo... con tan poca antelación...

Calais hizo que su sonrisa se hiciera mucho más encantadora.

—Estoy segura que no será ningún desafío —le aseguró, con una dulzura y coquetería imposible de ignorar... o rechazar—. Además, podéis empezar a tomarle las medidas y usarlas para confeccionar su nuevo guardarropa.

Observé el brillo de pánico en la mirada de la maestra sastre ante la orden de proporciones épicas de la prometida del príncipe. No obstante, haciendo alarde de su profesionalidad, optó por tragarse el horror que se avecinaba y esbozó una sonrisa con la que pretendía hacerle saber a Calais que estaría encantada de servirla.

—Os agradezco la confianza que habéis depositado en mí, milady —le dijo, sabiendo que haber sido elegida por alguien como Calais era, de cara a su popularidad, un pase directo a conseguir un mayor reconocimiento dentro de la corte.

Calais le devolvió la sonrisa, complacida por haberse salido con la suya.

—No hubiera dejado en mano de nadie más esta tarea, Kaytreya —le aseguró, adulándola.

La mujer fae se volvió entonces hacia el rincón donde había estado casi toda la mañana. Frunció un poco el ceño, una reacción a la que ya me había familiarizado, ya que no era muy usual ver a una humana en mi posición, siendo agasajada por órdenes de la familia real.

—Milady —me llamó con suavidad, consciente de la presencia de Calais y lady Llynora cerca de nosotras—, acercaos aquí para que podamos empezar.

Con una rápida mirada a Calais, obedecí y me situé en el punto en el que la maestra sastre estaba señalándome, frente al amplio espejo de tres hojas que sus ayudantes habían arrastrado hasta la habitación. Tragué saliva con nerviosismo al ver a la fae rodeándome con expresión crítica, evaluándome de pies a cabeza.

Se detuvo en seco al ver las cicatrices de mis muñecas, alzando los ojos hacia mi rostro unos breves segundos. La mayoría de vestidos que Calais había decidido prestarme dejaban aquella parte de mi cuerpo al descubierto, lo que me hacía sentir ligeramente incómoda. Sabía que la fae no lo había hecho con malicia, pues tampoco había querido indagar en el tema, pese a haberlas visto mientras estuve en su baño, acicalándome con ayuda de sus doncellas.

Pero no así como Máel Taranis, el hermano mayor de Rhydderch, que las había contemplado en la sala del trono, quien me descubrió rascándomelas de forma inconsciente.

La maestra sastre separó los labios y aguardé a que hiciera su pregunta, pero Calais, adelantándose a las intenciones de la mujer fae, dio un paso hacia donde estaba detenida con aire pensativo.

—Tengo algunas ideas para el vestido que llevará con motivo del cumpleaños del heredero —intervino, fingiendo estar concentrada en el asunto del modelo de la prenda.

La maestra sastre apartó la mirada y desvió la atención hacia la joven fae, salvándome de tener que dar una humillante explicación sobre mis cicatrices. Al desviar mi vista hacia Calais, vi que me dirigía una discreta sonrisa.

—Vuestras recomendaciones e ideas siempre son una fuente de inspiración, milady —la agasajó la fae, olvidándose por completo de mis cicatrices y centrándose por completo en Calais.

La prometida de Rhydderch y la maestra sastre se enzarzaron en una apasionante conversación respecto al vestido mientras lady Llynora, percatándose de mi mortificación al no entender ni una sola palabra, se encargaba de intentar amenizarme aquel incómodo momento, en el que me sentía como un simple maniquí, con divertidas muecas.

—No os preocupéis —me confió en voz baja, mientras las otras dos fae continuaban discutiendo detalles menores sobre el material o el corte—: estáis en buenas manos.

Y no supe si estaba refiriéndose a Calais o a la maestra sastre.

—Mettoloth te gustaría, estoy segura.

La sorpresiva apreciación de Calais, quien se había acercado con un inquietante sigilo propio de los suyos, hizo que diera un ridículo brinco en el asiento que ocupaba. Tras una intensa sesión con la maestra sastre y sus aprendices, la joven fae había dado por finalizado el encuentro y me había arrastrado consigo hacia una de las salas del palacio habilitada para socializar o, simplemente, distraerse; al ver la enorme terraza que ocupaba casi todo el espacio, me sentí atraída por la vista que mostraba: la gran ciudad que se extendía a los pies del enorme edificio, con los tejados reluciendo gracias a los rayos del sol.

Mientras que Merain siempre me había parecido anodino y demasiado gris por la cantidad de hierro que colonizaba las calles, lo poco que podía contemplar de Mettoloth daba una imagen completamente distinta: llena de luz, gracias en gran parte por las tejas de colores claros que reflejaban los haces luminiscentes del astro que ardía en el cielo.

Me recliné sobre mi asiento, mirando de soslayo a Calais. Ella se había acomodado sobre la balaustrada, con los ojos fijos en el horizonte; lady Llynora, por el contrario, se entretenía en una discreta mesa a una distancia prudencial. Miedo a las alturas, me había confesado con una sonrisa temblorosa.

—Es una lástima que debas quedarte en palacio, Verine —se lamentó la joven fae, tamborileando sus uñas cortas sobre el mármol—. Eres consciente de lo peligroso que es exponerte...

No dije nada, comprendiendo las razones que se escondían tras la decisión del rey de hacer que permaneciera en palacio todo el tiempo que estuviera en aquel reino fae. Un silencio cómodo se instaló entre las dos, recordándome el comentario que lady Llynora había hecho sobre encontrarme en buenas manos. ¿Podía intentar confiar en Calais? La joven fae había intentado por todos los medios ayudarme, incluso haciendo uso de aquella costumbre fae tan solemne.

Me mordí el interior de la mejilla, pensativa. En aquel momento de quietud, mi mente retrocedió hasta la noche anterior, hacia la conversación que había mantenido con su prometido después de que intentara descubrir la identidad de mi madre metiéndose en mis recuerdos.

—¿Quién es la Dama del Lago? —la pregunta brotó repentinamente.

Calais ladeó la cabeza y entrecerró los ojos ante mi cuestión. Durante un segundo, creí que había cometido algún error garrafal, a juzgar por la expresión que había puesto la joven fae al mencionar a esa misteriosa dama que Rhydderch me había asegurado que podría sernos de ayuda.

—¿Dónde has escuchado hablar de ella...? —me respondió a mi pregunta con otra, curiosa.

¿Debería mencionar la visita de su prometido a mi dormitorio la noche anterior y su generosa oferta de ayudarme? En Merain, y prácticamente en todos los Reinos Humanos, el hecho de que un hombre prometido visitara los aposentos de otra joven que no fuera su futura esposa se consideraba todo un escándalo; no sabía si allí, en los Reino Fae, estaba tan mal visto y, aunque aún siguiera estando un poco molesta con Rhydderch por haberme ocultado desde el principio sus orígenes, no pretendía que tuviera ningún problema con Calais.

—Los fae que nos tomaron como prisioneros —mentí, bajando la mirada hacia mis manos—. ¿Ella es la reina de alguno de los Reinos Fae...?

El padre de Rhydderch había mencionado al monarca de su reino vecino, Antalye, dejando como única opción Elphane, el reino que todas las habladurías señalaban como responsable de la desaparición del príncipe heredero de Merahedd. Por unos segundos, la simple idea de acudir a la misteriosa monarca que podría estar tras el paradero desconocido de Gareth hizo que un escalofrío desagradable me recorriera de pies a cabeza.

Calais despejó la tensión que me había embargado al dejar escapar una risa divertida, como si mi comentario le hubiera resultado gracioso.

—Es un mito, Verine —me aclaró, aún sonriente por mi idea.

—¿Un mito? —repetí, decepcionada. ¿Acaso me había equivocado de nuevo al confiar en Rhydderch por una segunda vez?

¿Aquel pretencioso príncipe había jugado con su labia y, después, había intentado excusarse con aquella mentira? Apreté los puños con fuerza, sintiendo un ramalazo de rabia contra el príncipe fae y contra mí misma por haber sido tan estúpida de haber caído en sus redes de nuevo.

—Lo único que guardamos de ella son historias... y rumores —me confió Calais—. Se decía que era una poderosa fae que vivía en lo más recóndito del Bosque de los Árboles Infinitos. Alguien cuya magia... cuya magia era capaz de romper cualquier sortilegio.

Fruncí el ceño, sintiendo algo removerse en mi cabeza. La imagen de Dervan se formó en mi mente, en uno de los raros momentos en los que parecía estar en consonancia con la líder: «El bosque está inquieto, Morag —le había advertido—, y no me gustaría tropezarme con ella». ¿Podría haber sido ese ella, pronunciado con una nota de respeto, la Dama del Lago? ¿Podría ser una persona real y no parte de las historias fantasiosas que corrían por los Reinos Fae?

Calais se encogió de hombros, restándole importancia al asunto.

—Un mito —reiteró con amabilidad, apartándose de la balaustrada.

Vi cómo echaba un rápido vistazo a su espalda, haciendo que su expresión se tornara divertidamente comprensiva. Observé la mano que me tendió unos segundos, sin saber muy bien qué estaba ofreciéndome con ese sencillo gesto.

—Vamos a poner fin al sufrimiento de la pobre Llynora —me explicó, al advertir mi reparo—, su preocupación al vernos tan cerca del vacío va a terminar provocándole un desmayo.

Estaba a punto de vomitar.

El temido día de la famosa celebración por el cumpleaños del príncipe heredero había llegado demasiado rápido. Quizá parte de la responsabilidad era de Calais, quien había distribuido todo su tiempo en ayudar a la reina con los últimos preparativos y encargarse de mi aclimatación en el palacio; la joven fae se volcó en enseñarme sus rincones preferidos, sugiriéndome algunas actividades en las que poder distraerme. Lady Llynora nos había acompañado diligentemente y, cuando las responsabilidades de Calais la habían obligado a marcharse, la joven noble había sustituido su lugar con entusiasmo, quizá intentando compensarme por nuestro torpe primer encuentro.

—Verine, dejad de aferraros a la falda del vestido con tanta fuerza —me pidió en un susurro, ayudándome con amabilidad a desenredar mis dedos del tejido—: estáis preciosa.

Lady Llynora sí que estaba preciosa con aquel magnífico vestido negro que la cubría desde el cuello hasta el suelo y multitud de pequeños diamantes reluciendo por cada centímetro del tejido. Las mangas acuchilladas flotaban con cada mínimo movimiento y las pulseras doradas que portaba en las muñecas brillaban con la luz de las velas que estaban dispersas por la habitación.

Incluso se había dejado el pelo suelto, permitiendo que esa cortina de cabello oscuro hiciera resaltar los largos pendientes que rozaban su cuello.

—Así mejor —lady Llynora me dedicó una sonrisa mientras Calais asentía a algo de lo que estaba diciendo la maestra sastre.

La prometida de Rhydderch se asemejaba a una reina. Tal y como había sentenciado en el último encuentro con la fae, su vestido era de un llamativo color rojo; el escote, bajo y recto, ceñía los pechos de Calais, elevándolos ligeramente. El corpiño parecía estar conformado por dos enormes hojas que se cruzaban, envolviendo el plexo solar de su portadora; las mangas, que nacían de los laterales del escote, caían con gracia hacia el suelo, abriéndose como si fueran una capa. La parte inferior era igual de impresionante y parecía seguir la misma estética que la superior, aumentando el efecto al incluir una vertiginosa abertura que dejaba al aire una de las piernas de Calais a la altura de la mitad de su muslo.

Al contrario que su amiga, la prometida del príncipe había optado por recogerse los bucles dorados, dejando dos sueltos para que enmarcaran su rostro en forma de corazón y permitiendo que todo el mundo pudiera apreciar la gargantilla que pendía de su cuello, con un reluciente rubí en el centro.

Cada vez que se movía, el tejido del vestido relucía con la misma sensación que una llama, lo que había arrancado una exclamación de sorpresa y regocijo por parte de lady Llynora, que se había deshecho en halagos.

En cuanto al mío... Bajé la mirada y contemplé la tela azul cielo, los relucientes abalorios cosidos que formaban y simulaban espirales de distintos tamaños por todo el vestido. De un corte similar a la prenda que lucía Calais, la maestra sastre parecía haber ido a lo seguro con el poco tiempo que había tenido: escote recto, con la línea cubriendo por encima de mis pechos, y un corpiño que terminaba a la altura de mi cintura, marcado por un discreto y fino cinturón. La falda caía hasta mis pies, creando unas ligeras ondas en el bajo. Las mangas, por el contrario, se ajustaban a la parte superior de mi bíceps y se inflaban hasta las muñecas, cubriendo mis cicatrices, como un par de vaporosas nubes.

Intuí que la altura de las mangas había sido cosa de Calais, y le agradecí en silencio ese pequeño detalle.

Pero la inmensidad de lo que me deparaba aquella noche me hizo volver a aferrarme a las faldas, haciendo crujir los abalorios. Lady Llynora me chistó con suavidad.

—Vas a hacer que se caigan las piezas —me regañó.

Obedecí de nuevo mientras la prometida de Rhydderch se encargaba de despachar a la maestra sastre y a sus ayudantes, deshaciéndose en comentarios de agradecimiento y halago por el impecable trabajo que había realizado. La cuenta atrás estaba tocando a su fin y Rhydderch no tardaría en aparecer para acompañar a su prometida hasta el salón donde iba a llevarse a cabo la celebración. Lady Llynora y yo los seguiríamos a una prudencial distancia, como marcaba el protocolo.

Calais esperó hasta que la última ayudante abandonara el dormitorio y cerrara la puerta para dejar escapar el suspiro que debía haber estado conteniendo tanto tiempo. Un segundo después se recompuso, esbozando una resplandeciente sonrisa y abriendo los brazos en forma de cruz.

—Esta noche vais a cautivar a todos los nobles que acudan —nos halagó, contemplándonos a su amiga y a mí de pies a cabeza—. No dejaréis de recibir invitaciones de baile...

—¿Sólo de baile? —la interrumpió lady Llynora con aire travieso, apartándose un mechón tras la oreja. Me fijé en la joya de fina filigrana que bordeaba su lóbulo, enroscándose en su punta afilada; era similar a las que usaba yo, las que me permitían disimular la redondez de las mías.

Calais dejó escapar una risa.

—¡Llynora! —fingió mostrarse escandalizada—. ¿Qué dirá lord Raster?

La aludida se encogió de hombros con aire indolente y sonrisa perversa.

—Nada, puesto que no hizo ningún tipo de proposición cuando tuvo la oportunidad.

Observé con atención y un ramalazo de curiosidad el intercambio de comentarios entre las dos fae. Hablaban sin tapujos de las relaciones, como si no tuvieran miedo de su propia reputación; en Merain, gracias a las explícitas conversaciones de Altair y sus amigos respecto a las exclusivas fiestas a las que eran invitados, sabía de primera mano lo estrictas que eran todas las familias de la nobleza respecto de las más jóvenes, a quienes debían proteger hasta que estuvieran desposadas.

Para cualquier dama de la corte su pureza era lo más valioso, por lo que no podían permitirse ni el más mínimo rumor que pudiera ponerlas en una posición comprometida.

—¿Y qué hay de Rhydderch? —preguntó entonces lady Llynora, zalamera—. ¿Os escabulliréis entre la multitud cuando nadie se dé cuenta para tener un momento... a solas? Tendréis que recuperar el tiempo perdido desde que decidió desaparecer de nuevo.

Calais se cubrió la boca con la mano para ocultar su sonrisa, divertida por la insinuación de su amiga y dama. Curiosa por su respuesta sobre un posible encuentro privado a solas con su prometido, le dediqué toda mi atención; sin embargo, y como si los antiguos elementos hubieran decidido intervenir en ese preciso instante, el propio Rhydderch llamó a la puerta, tal y como le había prometido a Calais.

Su reacción al vernos fue una mezcla de asombro e incredulidad; sus ojos ambarinos pasaron por lady Llynora con un brillo de reconocimiento, luego por Calais con la misma impresión... y finalmente se detuvieron en mí con un gesto que parecía indicar que no era capaz de casar la imagen de la Verine que tenía ante él con la que guardaba de la sucia humana que había arrastrado hasta su hogar. Su prometida, ajena a la mirada que estaba lanzándome el príncipe, de absoluto desconcierto y genuina sorpresa, bromeó sobre la inesperada coincidencia de las paletas de color de sus atuendos: el jubón de Rhydderch era de color rojo y dorado, con patrones que parecían asemejarse a un fénix y unas llamas. El familiar broche que parecía llevar siempre consigo estaba prendido del cuello, reluciente bajo la luz de las velas.

Con un galán gesto, el príncipe fae ofreció el brazo a su prometida, aduciendo que la reina no toleraría ni un solo error aquella noche. No se me pasó por alto el tono amargo de la implícita referencia a su hermano mayor, como tampoco Calais; la joven fae, acarició el brazo de su prometido y susurrándole algo al oído que ayudó a que su expresión levemente ceñuda se relajara.

Echó un vistazo por encima de su hombro, alternando la mirada entre lady Llynora y yo.

—Quizá sería conveniente que...

La dama de Calais esbozó una sonrisa amable.

—No nos alejaremos de lady Verine en toda la velada, Alteza —le prometió.

Al cruzar el alto umbral del salón, sentí el mismo revoloteo de inquietud que me asaltó en Merain, cuando Altair nos condujo hacia una entrada un poco más discreta del castillo de su tío; en aquella ocasión, Rhydderch nos hizo atravesar la puerta principal, consciente de que nuestra llegada atraería la atención de prácticamente todos los invitados.

Lady Llynora me dedicó una sonrisa de ánimo, descubriéndome retorciendo las faldas del vestido.

Tal y como me había explicado en susurros, caminábamos a unos pasos de distancia de Calais y Rhydderch. La pareja atravesó el umbral en primer lugar y, cuando llegó nuestro turno, pude sentir el peso de todas las miradas de los allí reunidos. Bajé mis ojos al suelo de inmediato, ignorando el resultado del arduo trabajo de Calais junto a la reina, y seguí a Rhydderch y su prometida a través del espacio que la multitud había dejado libre, hasta el fondo de la habitación.

Allí nos esperaban los reyes junto al primogénito y un fae de edad similar a la de Rhydderch de cabellos rojizos y penetrante mirada azul. Un escalofrío me bajó por la nuca al percibir la hostilidad en sus ojos, haciendo que casi perdiera el pie.

Los susurros no se hicieron esperar a mi espalda, entremezclándose con el sonido de las copas.

Máel Taranis me dedicó una amplia y resplandeciente sonrisa, como si fuera el único que se alegrara de verme aparecer.

—Y aquí llega mi invitada favorita.

* * *

Se vienen cositas en los próximos capis

Cositas como un personaje relacionado directamente con VdH

O cositas como la aún más confirmación del faeverso de Nana jeje

(entre otras cosaaaaas)

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