❧ 3
Accedí a la disparatada idea de Altair de salir a buscar a su primo desaparecido, de realizar una peligrosa incursión en el Gran Bosque, atravesarlo y llegar a los reinos fae que estaban al otro lado. Él pareció complacido por no haber tenido que insistirme demasiado, y porque sabía que yo era su única oportunidad... al menos en lo que a un trozo del largo trayecto se refería.
Mis recuerdos de aquel lugar estaban almacenados en una caja al fondo de mi mente, junto a los pocos que guardaba de mi padre antes de que muriera. No me hacía especial ilusión tener que recurrir a ellos después del tiempo que había transcurrido, pero era necesario si queríamos sobrevivir en aquella enorme trampa natural que servía de frontera entre los reinos humanos y los reinos fae.
Una caricia a lo largo de mi espalda hizo que mis pensamientos quedaran en suspenso, atrapada por la sensación de esa yema recorriendo mi columna vertebral, provocando que la carne de todo mi cuerpo se erizara. De mis labios brotó un suave gemido que no hizo más que hacer crecer la sonrisa ladina de mi compañero, que repitió el movimiento y me obligó a recolocarme sobre el duro colchón de mi cama para alejarme de aquella traviesa mano, que cada vez se encaminaba más y más abajo.
—Saldremos dentro de una semana —me susurró al oído.
El corazón pareció detenérseme al ser consciente de lo apresurado que resultaba todo aquel asunto. No sabía cuánto tiempo llevaba Altair preparando aquella misión de rescate, tampoco sabía cómo pensaba infiltrarse dentro de los reinos fae para intentar encontrar a su primo. El verdadero rey.
—¿Cómo piensas hacerlo? —pregunté en el mismo tono que había empleado, apoyando mi brazo en su cintura y pegándome a su calor.
Los fae contaban con magia, por no hacer mención de las monstruosas criaturas que velaban por proteger las fronteras. ¿Qué había de nosotros? La magia era algo a lo que no podíamos acceder por no ser como ellos, y las armas...
—Mi tío nos proporcionará la cantidad de hierro necesaria para que nuestro viaje sea lo más seguro posible.
Hierro.
Un escalofrío bajó por mi espalda al pensar en aquel poderoso material, la única vulnerabilidad que conocíamos contra ellos, contra los fae. La ventaja con la que contábamos, si queríamos tener una oportunidad de salir victoriosos si llegábamos hasta el punto de tener un enfrentamiento.
Merahedd, nuestro reino, era el gran exportador de este material hacia el resto de reinos humanos, quienes se encontraban necesitados de protección contra los otros tres. Era evidente que el rey no habría dudado un instante en ceder a la petición de su sobrino, poniendo a su disposición cualquier objeto que pudiera necesitar para su viaje.
Me removí sobre el camastro, frunciendo el ceño.
—¿Y si no es suficiente? —inquirí, dibujando la línea de su clavícula.
Desde que estallara el conflicto entre los reinos humanos y los reinos fae, la información de nuestros enemigos había ido decayendo hasta el punto de quedarnos solamente algunos mitos y leyendas de cuando las relaciones aún no habían alcanzado el punto de ser tan tensas. De cuando reinaba la paz y ambas facciones de Mag Mell convivían los unos con los otros.
Los rumores pintaban a los soldados fae como monstruos de gran poder, capaces de destrozar a un humano con la simple fuerza de sus manos. Por no hacer mención de lo que podían llegar a hacer con el uso de la magia: incinerar, ahogar, sepultar, asfixiar... Las posibilidades eran infinitas, además de terroríficas.
Altair inclinó la cabeza para besarme y yo le dejé gustosamente, hincando mis uñas en su carne cuando sus labios delinearon la línea de mi mandíbula, provocando que mi cuerpo volviera a encenderse.
—El hierro sigue siendo tóxico para ellos, Verine —mordí mis labios para contener un gemido cuando sentí su tentativa caricia, aumentando ese calor interno que me recorría de pies a cabeza—. ¿Por qué no dejamos la conversación para más tarde...?
No encontré ningún motivo para oponerme a ello.
❧
Miré la pequeña porción de cielo nocturno que podía apreciarse desde la diminuta ventana con la que contaba aquel cuartucho que ocupaba en los barracones. Las horas habían transcurrido desde que Altair había conseguido distraerme lo suficiente para que dejáramos en suspenso la conversación que estábamos manteniendo sobre qué planes guardaba respecto a nuestra incursión en los reinos fae; ahora él se encontraba profundamente dormido en su lado de la cama, ajeno a la inquietud que había traído consigo aquel despertar.
Aparté las mantas y coloqué algunos mechones detrás de mis orejas mientras me permitía abrir un resquicio de la caja de mis recuerdos sobre el tiempo que pasé viviendo en una cómoda cabaña en las lindes del Gran Bosque, junto a mi padre.
Mis dedos acariciaron distraídamente la carne de mi muñeca, entreteniéndose en los pliegues arrugados. En mi cabeza pude ver de nuevo las llamas avanzando por la madera de nuestro hogar, la gran humareda oscura que acechaba desde todos los rincones y los gritos de mi padre.
Mis propios gritos cuando fuimos conscientes de que no podíamos huir.
Froté con mayor fruición mi muñeca, mordisqueando el labio inferior mientras trataba de alejar esos sonidos de mis oídos...
No estaba segura de cómo me afectaría regresar a ese lugar después de todo lo que había perdido, pero me sobrepondría porque Altair me necesitaba. Merahedd también lo hacía, en especial su futuro rey... si aún seguía vivo.
Tomé la camisa de Altair del suelo y la usé para cubrir mi desnudez.
La maltrecha chimenea del dormitorio estaba vacía y la piedra de las paredes no hacía más que bajar la temperatura, ya de por sí fría gracias a la llegada de la noche. Junto a ella tenía algo de leña, además de un pedernal para prenderla; eché un par de trozos y procedí a encender un pequeño fuego que pudiera caldear el ambiente.
Una vez logré que las llamas ardieran en la chimenea, coloqué mis palmas frente a ellas y cogí una bocanada de aire, logrando cerrar de nuevo la caja de aquella dolorosa parte de mi pasado.
Recuperando las riendas de mis propios pensamientos, dejándolos en blanco.
Dejé que la calidez del fuego alejara el frío de mis huesos, de mi mente. Altair no me había dado muchos más detalles sobre aquella peligrosa misión que parecía haberse encomendado a sí mismo por no estar seguro de querer ser el rey.
Por no desear una corona que le pertenecía por derecho de sangre si resultaba que su primo estaba muerto.
El rey de Merahedd estaba desesperado por lograr que su sobrino se comprometiera con su posición, quizá por eso habría aceptado el acuerdo que Altair le había ofrecido buscando todo lo contrario. Pero no podía pasar por alto que el tío de Altair era un buen estratega, y eso significaba que, dejando a un lado la desesperación que pudiera sentir por hacer que su sobrino aceptara el puesto de heredero frente a toda la corte y reino, seguramente escondiera algo bajo la manga para permitir que su sobrino —y potencial heredero— corriera tanto peligro en aquella búsqueda.
Giré por la cintura cuando escuché el gemido adormilado que dejó escapar Altair mientras se revolvía sobre el camastro, arrugando las ásperas sábanas sobre su cuerpo desnudo. Le vi incorporarse sobre el colchón al percibir mi ausencia y cómo su nublada mirada aún por el sueño me buscaba de manera inconsciente; al descubrirme acuclillada frente a la chimenea sus hombros parecieron relajarse y se pasó de manera distraída una mano por el cabello, sacudiéndose de encima las brumas que quedaban tras su despertar.
—¿Cuánto tiempo hemos estado dormidos? —preguntó con voz ronca.
Señalé con la cabeza el ventanuco de la pared.
—Compruébalo por ti mismo —respondí.
Los ojos de Altair se dirigieron en la dirección que le había señalado. Soltó un bufido antes de frotarse el rostro con aspecto frustrado.
—A mi madre no va a hacerle ninguna gracia que llegue tarde... de nuevo —comentó a nadie en particular.
Rodeé mis piernas con los brazos, pasando por alto el aguijonazo que sentí en el pecho al comprender. Al saber que Altair tenía responsabilidades en el castillo, aquel territorio desconocido y vedado para mí.
—¿Otra de sus encerronas? —pregunté con suavidad.
Lady Elleyre estaba empecinada en conseguirle una buena chica que diera lugar a un compromiso ventajoso; lo que se traducía en interminables fiestas donde las hijas casaderas de nobles de todo Merahedd se pavoneaban delante de las narices de Altair, tratando de llamar su atención. Tratando de convertirse en su futura esposa.
Pese a ello, su hijo había logrado escabullirse de los deseos de su madre y se dedicaba disfrutar de la agradable compañía de alguna de ellas durante lo que durara la noche, poniendo punto final cuando llegaba el fin de la velada.
Altair volvió a frotarse el rostro.
—Sigue presionándome para que me fije en alguna chica —contestó.
Mordí el interior de mi mejilla, tragándome aquella bola que presionaba contra las paredes de mi garganta. No me importaba lo que hiciera Altair cuando no estuviera conmigo, pero...
Me vi incapaz de hacer algún comentario que pudiera rebajar la tensión que parecía haber llenado parte del ambiente. Altair recogió las prendas desperdigas por el suelo para poder vestirse, a excepción del torso; seguramente tendría que hacer una parada obligatoria en el dormitorio que poseía en el castillo para quitarse el sudor de encima y adecentarse con un atuendo más acorde a la corte.
Pellizqué el bajo de la camisa que llevaba, y que le pertenecía, mientras él cruzaba en dos rápidas zancadas la poca distancia que nos separaba. Fingí no ser consciente de cómo su mirada se oscurecía gradualmente a cada palmo que la tela dejaba al descubierto mi cuerpo desnudo antes de tenderle la prenda.
—Ojalá pudiera negarme —dijo a media voz—. Ojalá pudiera quedarme aquí.
Una insidiosa vocecilla susurró a mi oído que podía hacerlo; si realmente quisiera, podría negarse a acudir a otra de las absurdas fiestas que su madre preparaba para conseguir un buen compromiso en aras de la futura corona que algún día heredaría. Aparté esos pensamientos y me limité a esbozar una sonrisa burlona.
—Aquí no tenemos ni buen vino ni buena comida —repuse con tono juguetón.
Altair sacudió la cabeza, con el asomo de una sonrisa curvando la comisura de sus labios, y yo le di un suave empujón en el pecho.
—No creo que a tu madre le guste que sigas retrasándote.
Su rostro volvió a tornarse serio ante la implícita invitación que iba en mis palabras: que era hora de marcharse.
Le vi arreglándose la ropa con premura, intentando ocultar qué había mantenido su atención ocupada en aquellas horas que habían transcurrido, antes de inclinarse hacia mí para depositar un beso de despedida en mis labios.
Alcancé una de mis viejas camisas para ponérmela para cubrirme mientras Altair se dirigía hacia la puerta de mi dormitorio. Le acompañé hasta el umbral con la única intención de comprobar que no hubiera ojos ajenos por el pasillo, o eso fue lo que me dije a mí misma; mis yemas cosquillearon cuando la tela de su camisa rozó mis dedos, ansiando aferrarla.
La conversación que habíamos dejado pendiente antes de que Altair lograra distraerme asomó en mis pensamientos. Dudas, temores y preguntas no tardaron mucho en acompañarla. ¿Tendríamos siquiera una oportunidad? El Gran Bosque sería la primera de muchas pruebas que se nos interpondrían en nuestro camino, por no mencionar a los fae y su visible amenaza. ¿Cómo pretendía Altair que nos infiltráramos en sus reinos sin ser descubiertos...?
—Nos vemos mañana —dijo el propio Altair, despertándome de mis ensoñaciones.
Pestañeé para regresar al presente.
—Nos vemos mañana.
❧
Tras la marcha de Altair, decidí acudir al comedor para tratar de coger algo de comida, no sin antes darme un buen lavado con agua fría —pues no disponíamos de ciertos lujos como un sistema que pudiera proporcionarnos agua caliente— que eliminara cualquier indicio de qué había estado haciendo... y con quién.
Los pasillos se encontraban repletos de otros cadetes que disfrutaban de su tiempo libre antes del toque de queda reglamentario. Fruncí el ceño al detectar cierto revuelo en los pequeños grupos congregados, la excitación que parecía inundar el ambiente e iluminaba la mirada de alguno de mis compañeros, quienes compartían rápidos susurros con sus amigos.
Una extraña sensación me acompañó el resto del camino hasta el comedor. Me detuve unos segundos en la puerta, escaneando la multitud que se encontraba en la sala; mis ojos no tardaron en toparse con Greyjan y Alousius, quienes no parecían haber sido invitados a la celebración que estaba teniendo lugar en el castillo aquella misma noche y charlaban en una de las mesas que estaban situadas en el fondo de la sala.
Conduje mis pasos hacia su mesa, desplomándome sobre uno de los sitios libres con un quejido. Greyjan alzó la vista de su insípido cuenco mientras Alousius clavaba su cuchara en la extraña pasta que había en el suyo; las miradas de ambos se clavaron en mí.
—¿Qué sucede? —pregunté, intuyendo el ambiente enrarecido que me había acompañado desde que hubiera abandonado mi dormitorio.
Greyjan se humedeció el labio inferior antes de inclinarse sobre la mesa, con aires conspirativos.
—¿No lo has escuchado? —respondió a mi pregunta con otra; al ver mi gesto de incomprensión, añadió—: Todos los monarcas han llegado aquí, a Merain.
Un nudo empezó a formárseme en la boca del estómago ante tal noticia. Que todos los reyes de los reinos humanos se hubieran movilizado de sus respectivos hogares era, sin lugar a dudas, un acontecimiento que habría corrido de boca en boca; recordé la expectación del pasillo, los susurros emocionados que me habían llegado desde los grupos reunidos. ¿Aquél era el motivo, entonces?
Pestañeé.
—No es posible —susurré—. Las noticias sobre su presencia habrían corrido como la pólvora desde hacía días...
Pero no había habido ni una sola noticia al respecto, tampoco un simple rumor. Hasta ahora, pues era más que evidente que la presencia de todos ellos no pasaría desapercibida para nadie en Merain, al menos.
Alousius se encogió de hombros mientras Greyjan rellenaba su vaso de manera distraída.
—Han querido mantener todo este asunto en secreto —desveló Greyjan, atento a su bebida—. Y es evidente que les ha funcionado: nadie en Merain sabía de esto hasta esta misma noche, cuando se les ha visto en el castillo.
Me retorcí sobre mi asiento al recordar cómo Altair y yo nos habíamos quedado dormidos, provocando que se retrasara en sus obligaciones fuera de aquí. Las bromas que habíamos hecho sobre su madre y lo que sucedería por aquel contratiempo se agitaron en mi interior al descubrir la importancia de aquel evento, del papel que jugaba Altair en él.
—¿Qué les ha traído hasta aquí? —me atreví a preguntar, deseando apartar de mi mente ese sentimiento de culpabilidad por haber retrasado a Altair.
Alousius tamborileó los dedos sobre nuestra mesa. Su familia siempre había estado vinculada a la guardia del castillo: su propio padre, incluso su abuelo antes que él, formaban parte de la nutrida guarnición del cuerpo de guardias que se encargaban de velar por el rey y su familia.
Esa misma noche su padre debía encontrarse en el castillo, vigilando que nadie atentara contra la vida de su soberano.
—Fue el propio rey quien extendió las invitaciones hacia el resto de monarcas —contestó—. ¿El tema? La inestabilidad que existe entre los reinos humanos y los reinos fae.
Me masajeé las sienes, sintiéndome estúpida por haber hecho esa pregunta. ¿Por qué el rey de Merahedd habría llamado a sus homónimos si no era para tratar el largo enfrentamiento que llevaba sacudiendo nuestro mundo desde tanto tiempo que lo habíamos olvidado? Sin embargo, una insidiosa vocecilla me recordó el acuerdo que había alcanzado Altair con su tío para que le permitiera salir a buscar al verdadero heredero: su desaparecido —secuestrado— primo. ¿Y si el rey buscaba con esa reunión presentarlo formalmente frente a los otros, creando los primeros hilos que le unirían a la corona?
¿Y si decidía estrechar los lazos de su reino junto a alguno de sus vecinos, advirtiendo como una potencial oportunidad la soltería de Altair...?
Alejé esa voz de mi cabeza mientras volvía a concentrarme en Greyjan, quien había tomado de nuevo la palabra y sonreía con picardía.
—... Altair nos puso al corriente, a pesar de que aún no se trata de un asunto oficial —estaba diciendo, sus ojos relucieron al mirarme—. Nos dijo que tú también formarías parte de esto, que sabías cómo moverte por el bosque —vi cómo fruncía las cejas en una expresión confusa—. Nos contó que habías vivido allí siendo niña.
Abrí la boca, aturdida por descubrir que Altair no había dudado un segundo en compartir aquel fragmento de mi pasado con ellos... cuando a mí me había costado tanto tiempo hablar de aquella parte de mi vida que todavía me afectaba.
—Sí, lo hice —conseguí responder al final, a través del nudo que se había formado en mi garganta.
Alousius pareció notar mi incomodidad de tocar ese tema en concreto, ya que me dedicó una mirada comprensiva. Sin embargo, Greyjan no parecía haberse percatado de mi nulo interés por continuar con aquel rumbo que había tomado la conversación después de que Altair les dijera a sus amigos que le acompañarían en aquella importante misión que contaba con el beneplácito del propio rey.
—¿Es verdad lo que dicen sobre las criaturas que viven en él? —Greyjan se acodó en la mesa, interesado—. ¿Vivías casi como una... salvaje?
Tuve que esconder las manos bajo la mesa para que ninguno de ellos fuera consciente del temblor que empezó a sacudirlas al verme asolada, tras tanto tiempo logrando mantenerlos bajo control, por los recuerdos de aquellos años viviendo en el Gran Bosque, junto a mi padre.
Habían sido tiempos felices, y él había tratado de hacer que así fuera...
Aunque luego todo se torciera.
Alousius, contrariado y avergonzado por las preguntas de su amigo, le dio un intencional codazo en el costado para que se callara. Traté de hacer que mi corazón recuperara su ritmo normal, pero casi podía percibir en el aire un leve aroma a madera quemada. Como aquel día.
Busqué de manera desesperada una respuesta lo suficientemente ingeniosa para cerrar la boca de Greyjan y dejar el asunto zanjado, pero la milagrosa interrupción de un par de soldados que se detuvieron junto a nuestra mesa. Me fijé en que llevaban los uniformes que delataban que venían del castillo y, por la mirada que tenían ambos, no parecían traer consigo buenas noticias.
—El rey requiere vuestra presencia en el castillo —dijo uno de ellos, que llevaba recogido su espeso cabello oscuro en una pulcra coleta a su espalda. Sus ojos castaños nos recorrieron con una ligera sombra de irritación—. De inmediato.
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