❧ 18

Las horas parecieron alargarse hasta convertirse en días mientras vigilaba, arrebujada en mi manta y sentada cerca del fuego, y rezaba para que el cambio de guardia llegara de una maldita vez. El resto de mis compañeros dormía plácidamente, ajenos a todo; incluso Altair permanecía tendido de espaldas, también disfrutando de sus horas de descanso, cubierto con sus pesadas mantas.

Traté de hacerme más pequeña en el capullo que había formado alrededor de mi cuerpo con las mías, sintiendo cómo el sueño alargaba sus afiladas garras hacia mí. Los párpados empezaban a pesarme tras las horas que habían transcurrido mientras veía al resto del grupo ocultarse entre sus mantas para pasar aquella primera noche; hacía tiempo que no me enfrentaba a ese familiar reto, pues la responsabilidad de realizar las guardias caía sobre los hombros de los novatos. Aquel primer año servía como filtro para los cadetes, siendo uno de los más duros a los que habíamos tenido que hacer frente.

Apoyé la nuca sobre el tronco en el que estaba recostada y alcé la mirada hacia el cielo despejado que se extendía por encima de nuestras cabezas. El bosque en el que habíamos buscado refugio para pernoctar había empezado a salir de su silencio: un coro de grillos resonaba en la lejanía, acompañando mi solitaria vigilia.

Mi pasado se retorció en el rincón de mi mente donde lo recluí tiempo atrás. Fragmentos de mi niñez se colaron por las grietas que se habían ido formando después de que Altair anunciara que su decisión de escogerme como parte de la comitiva que viajaría hacia los Reinos Fae radicaba en mis conocimientos sobre el Gran Bosque, mi hogar hasta que un incendio lo destruyó todo. Incluyendo mi vida.

Dentro de mi cabeza me vi apenas siendo una niña, en el humilde porche de nuestra cabaña, oyendo los sonidos que nos rodeaban. En aquel entonces mi padre se encontraba a mi lado, enseñándome a distinguir a qué criaturas pertenecían; el corazón se me encogió dentro del pecho al rememorar aquellos instantes. Traté de retrotraerme aún más, rescatando algún momento anterior...

—Chica —la silenciosa llegada del soldado que nos había acompañado tanto a Vako como a mí hizo que saliera violentamente de mis pensamientos; clavé mis ojos en su rostro cubierto de sombras, a la espera—. Ya ha terminado tu turno. Vete a descansar.

Aquellas palabras fueron como un bálsamo para mi dolorido cuerpo. Salí de mi capullo de manta, incorporándome sin apartar la vista del hombre; creí haber atisbado un timbre mucho más suave al dirigirse a mí para informarme que podía retirarme para unirme junto al resto de nuestros compañeros para descansar las horas que restaban hasta que despuntara el alba, pero su expresión adusta hizo que llegara a la conclusión de que había sido una mala pasada provocada por las horas de insomnio aparejadas a mi turno de guardia.

Me despedí del miembro del Círculo de Hierro con un seco movimiento de cabeza y caminé hacia un hueco cerca del fuego encendido. Allí extendí la manta para colocarme sobre ella; Greyjan roncaba suavemente a mi izquierda, aovillado bajo sus propias mantas, dándole un aspecto mucho más relajado y joven. Imité su postura mientras me envolvía de nuevo con la manta, agradeciendo el calor que desprendía la hoguera.

Mi mirada se dirigió de manera inconsciente hacia la orilla donde la parte más veterana del grupo descansaba. Hacia el bulto que correspondía a Altair, que continuaba durmiendo ajeno a todo.

Tenía que dejar de castigarme, me dije a mí misma. Desde que habíamos abandonado el castillo la culpabilidad por lo sucedido —mi dolorosa decisión de volver a poner entre nosotros ciertos límites— aplastaba mis hombros al ver cómo mi amigo había optado por aquel comportamiento indiferente que parecía haberse extendido, ya no sólo a mí, sino también al resto de nuestro grupo.

Le dije que no me marcharía de su lado, que nuestra amistad no tenía por qué verse resentida por lo sucedido... Pero Altair estaba resentido conmigo y eso podía suponer un conflicto a la larga en nuestro viaje.

—Nos doy —empezó Greyjan a la mañana siguiente, fingiendo pensar un segundo después— dos días antes de que estalle la próxima discusión.

Alousius enarcó ambas cejas con actitud perpleja.

—¿Estás... estás apostando?

El joven era el más inocente de nuestro círculo de amistad. Aunque su padre fuera capitán, aunque prácticamente toda su infancia hubiera transcurrido en ese mundo, él nunca parecía haber compartido esa fascinación por convertirse en alguien como su progenitor. No obstante, y debido a cierta presión por parte de su familia, había aceptado a formar parte de la instrucción, siendo un recluta más.

Ese carácter bondadoso y amable le había granjeado algún que otro comentario insidioso por parte de algunos de nuestros compañeros.

Greyjan se encogió de hombros indolentemente y le dedicó una sonrisa torcida, a lo que Alousius sacudió la cabeza.

—Vamos, Al —ronroneó el primero con actitud zalamera—, sabes lo aburrido que está resultando todo esto —hizo un mohín, haciendo que su labio inferior sobresaliera en un puchero—. Estoy empezando a extrañar al comandante Erelmus y a su incisivo sentido del humor...

Se me escapó una carcajada al rememorar a nuestro antiguo instructor. A pesar de ser uno de los más severos con sus reclutas, no solía marcar tanto las distancias con nosotros; como tampoco dudaba ni un instante en emplear su afilada lengua haciendo alarde de sus peculiares comentarios.

La mirada risueña de Greyjan se desvió hacia mí y sus labios pasaron a esbozar una sonrisa casi diabólica.

—Y apuesto —recalcó la palabra— a que la trifulca será entre lord Mantén El Fuego y tú.

Ladeé la cabeza con aire inocente.

—No sé de dónde sacas eso, Greyjan —le dije con fingida dulzura, arrancándole una risotada al interpelado y logrando una sonrisa casi tímida por parte de Alousius.

Seguimos viajando durante los siguientes cuatro días, sin hacer paradas demasiado prolongadas, sólo el tiempo necesario para descansar lo suficiente y continuar.

No fue hasta el anochecer de la última infernal jornada que alcanzamos una pequeña aldea. Mi pecho se infló de esperanza ante la posibilidad de que pudiéramos pernoctar bajo techo y de poder llevarnos a la boca algo más que un trozo de queso; lord Ephoras y Altair nos condujeron a través de un camino polvoriento, asentado entre dos hileras de edificios que parecían apoyarse los unos en los otros. Apenas había gente allí, por lo que nuestra llegada no atrajo muchas miradas cargadas de curiosidad.

Tuvimos suerte de que hubiera una modesta posada. Condujimos a nuestros cansados caballos hacia la pequeña caballeriza que había a unos pocos metros de distancia del edificio principal y los dejamos en varios de los cubículos vacíos; optamos por utilizar las capas para cubrirnos, dándonos la inocente apariencia de ser un grupo de polvorientos viajeros que estaba de paso hacia su destino.

Me entretuve unos instantes comprobando no haberme dejado nada en las alforjas cuando sentí alguien rozándome deliberadamente el trasero. El vello se me erizó ante el furtivo contacto y giré sobre la punta de mis botas como un resorte; en la penumbra del edificio pude distinguir a duras penas la amplia sonrisa de Gwynedd —el soldado que tenía su cabeza casi rapada y unos inquisitivos ojos verdes cuyos comentarios me habían obligado a morderme la lengua en varias ocasiones— mientras el resto del grupo se adelantaba en dirección a la posada.

Aferré al hombre por la muñeca antes de que intentara repetir por segunda vez y el tipo aprovechó para retrotraer el brazo, haciéndome trastabillar a causa del repentino movimiento.

—Dime, bonita —dijo con voz ronca—, ¿a quién vas a calentar la cama esta noche?

Mis dedos se cerraron con fuerza alrededor de la muñeca de Gwynedd por la rabia que me embargó al escuchar su insinuación.

—¿Qué has dicho? —pregunté, hablando entre dientes.

Su sonrisa creció de tamaño.

—Todos sabemos cuál es tu función aquí, cariño —canturreó y acercó su rostro al mío—. Aunque debo reconocer que tengo cierta curiosidad por saber una cosa: ¿vas turnándote uno a uno o te debes a alguno de ellos en particular como cierto lord...?

Un molesto pitido se instaló en mis oídos, entremezclándose con la voz de Theyton haciendo ese mismo tipo de comentarios maliciosos. La ira se agitó dentro de mí como un dragón despertándose después de un largo letargo, ansiando ser liberado; mi vara de madera estaba en un rincón, junto al resto de mis pocas pertenencias, lejos de mi alcance.

Lo bueno es que no la necesitaba.

Cerré los dedos de la mano que tenía libre hasta formar un puño. Gwynedd parecía ajeno a mis intenciones, deleitándose de creer que tenía las riendas de la situación; le permití que siguiera teniendo esa errónea impresión y corregí mi posición discretamente antes de lanzar mi ataque.

—¿Es este tu famoso encanto, el que hace que las mujeres caigan rendidas a tus pies? —fue lo único que respondí.

Inspiré hondo y, sin romper en ningún momento el contacto visual con el soldado, alcé mi brazo, dirigiendo mi puño hacia su pretencioso rostro. Mis nudillos emitieron un crujido de protesta cuando los estrellé contra el pómulo de Gwynedd, además de sentir un relámpago de dolor ascendiendo por mi brazo.

El grito de sorpresa y dolor que dejó escapar sonó a melodía en mis oídos. Solté su muñeca y observé cómo retrocedió unos pasos, llevándose ambas manos a la zona donde le había alcanzado mi golpe; su mirada verde resplandeció con un brillo asesino y yo me preparé para una posible confrontación.

—¡Maldita zorra! —exclamó con furia.

Se abalanzó sobre mí y yo le esquivé haciéndome a un lado. El alboroto entre los dos hizo que los caballos se pusieran nerviosos, removiéndose en sus respectivos cubículos; no despegué la mirada de mi contrincante, intentando adelantarme a sus movimientos. Ofuscado, Gwynedd extendió los brazos en mi dirección con el propósito de agarrarme e impedir que pudiera escabullirme.

—¡Atrévete a intentar golpearme de nuevo, si te crees tan valiente! —me desafió, con el rostro completamente colorado.

No caí en sus provocaciones.

Gwynedd trató de alcanzarme por segunda vez y yo volví a moverme, con tan mala fortuna de golpearme contra uno de los robustos postes de madera que ayudaban a que el edificio se sostuviera. El impacto hizo que mi hombro se resintiera y que quedara aturdida durante unos valiosos segundos que mi rival no dudó en aprovechar para aferrarme de la pechera de la capa.

Mis dientes parecieron rechinar dentro de mi boca cuando Gwynedd me estampó contra la madera de nuevo.

Como si se hubiera ralentizado el tiempo a nuestro alrededor, vi cómo alzaba el brazo para devolverme el puñetazo. De manera inconsciente cerré los ojos, tratando de empequeñecerme para minimizar los daños posibles; una bocanada de aire se quedó atrapada a mitad de mi garganta mientras aguardaba al golpe.

Pero lo único que sentí fue los dedos de Gwynedd soltando la tela de mi capa, seguido de un estrépito cargado de gritos enfurecidos:

—¿Qué demonios pensabas hacer, hijo de puta?

Mis párpados se separaron de par en par, descubriendo a Greyjan y Gwynedd en el suelo de la caballeriza; el primero estaba sentado a horcajadas sobre el otro y tenía el rostro rojo de rabia. Aspiré una sola vez y ordené a mis piernas que se pusieran en movimiento para tratar de separarlos antes de que las cosas se pusieran muchísimo peor.

Aferré a Greyjan por la capa y tiré con decisión de mi amigo para que se pusiera en pie, alejándose del hombre tendido en el suelo. Tragué saliva ante la expresión furibunda que tenía en el rostro y volví a empujarle hacia mí, tratando de que olvidara a su objetivo; Gwynedd dejó escapar una ronca carcajada al ver cómo me obedecía.

Mis dedos resbalaron por el tejido cuando mi amigo trató de echársele encima otra vez a causa de la provocación, pero logré contenerle. Le rodeé con firmeza y extendí uno de mis brazos por su pecho para retenerle si intentaba abalanzarse contra Gwynedd; su respiración se le escapaba en rápidos jadeos y sus ojos estaban fijos en su rival, aún tendido en el suelo.

—¿Qué significa esto?

La atronadora e imperiosa voz de Ephoras cortó el aire como si fuera un látigo. El lord y Altair observaban la escena desde una prudencial distancia, con distintas expresiones en sus rostros; los ojos de mi amigo se toparon con los míos por primera vez, pero al instante los apartó.

—Este hijo de puta —habló Greyjan, temblando de pies a cabeza—. Eso es lo que ha pasado.

El rostro de Ephoras se puso lívido ante el lenguaje empleado por mi amigo.

—Explíquese ahora mismo —siseó.

Tomé una bocanada de aire.

—Me provocó, señor —respondí antes de que lo hiciera Greyjan—. Trató de tocarme sin mi permiso y yo me defendí...

La mirada que me lanzó Ephoras me hizo enmudecer. Había agredido a un compañero, al igual que Greyjan al inmiscuirse para ayudarme; conocía las consecuencias que derivarían de mis actos, pero aquella maldita sanguijuela también tenía su parte de responsabilidad y no permitiría que saliera impune.

—Las insinuaciones que hizo, ya no sobre mí, sino sobre...

—Silencio —me cortó el lord.

—Pero, señor... —lo intenté de nuevo.

—Creo haberos ordenado que no digáis una sola palabra más, soldado —replicó Ephoras.

La indignación empezó a bullir en mi interior como lava candente. Al ver que el hombre no iba a permitirme un segundo para explicar lo sucedido, decidí buscar ayuda en alguien que quizá podría darme una oportunidad: Altair.

Le dirigí una mirada llena de súplica, tratando de transmitirle lo que no me permitía su segundo decir en voz alta, pero los labios de mi amigo permanecieron sellados y su atención clavada en Gwynedd. Noté un doloroso desgarrón en el pecho al ser testigo de la pasividad e indiferencia de Altair, quien no estaba dispuesto a jugársela por mí después de años de amistad, dejando a un lado los problemas que pudieran haber surgido entre nosotros por tratar de hacer lo correcto.

—¿Es que no piensas decir nada? —estallé, dirigiéndome directamente a él.

Ephoras dio un amenazador paso hacia nosotros, enfurecido por las formas que había tenido al gritarle a Altair por su silencio.

—hizo especial énfasis, marcando la palabra— deberías saber cuál es tu lugar.

Apreté los dientes, consciente de las represalias de intentar hablar de nuevo.

El lord se giró hacia su superior mientras yo continuaba reteniendo a Greyjan, cuyos ojos parecían desprender chispas de frustración y rabia. Había dejado de rebatirse y ahora se limitaba a fulminar con la mirada a Ephoras y Altair.

—¿Eso es todo, Altair? —escupió el nombre de nuestro amigo común como si le supiera amargo—. ¿No vas a darle una maldita oportunidad para...?

—¡Silencio! —bramó Ephoras, con el rostro coloreado—. Esta insubordinación no quedará impune, os lo aseguro.

Como segundo al mando, el lord tenía la potestad suficiente para hacer con nosotros lo que le viniera en gana. Un aciago hecho ineludible, a juzgar por los labios sellados y actitud apartada de Altair, quien todavía no había intervenido a favor de ninguno de los dos bandos.

—Gwynedd —le llamó Ephoras—. Ponte en pie de una maldita vez, no eres un jodido chucho apaleado.

Tuve que contener mi lengua, al igual que Greyjan, para no apostillar nada al respecto. El interpelado obedeció con cierto esfuerzo, acercándose de forma renqueante hacia su superior; Ephoras le observó con una expresión que oscilaba entre la decepción y el desagrado. Gracias a las pocas lámparas que colgaban de las vigas de la caballeriza pude atisbar el pómulo donde mi puño le había alcanzado... además de su labio partido y algunas heridas menores que le había provocado Greyjan.

—Mi señor, os aconsejo que regreséis a la posada para no alarmar al resto del grupo —las palabras iban dirigidas a Altair, por cuyo rostro pasó fugazmente un gesto de alivio y casi agradecimiento—. Me haré cargo de solventar todo... esto.

Ante la estupefacción de Greyjan y la mía propia, vimos cómo nuestro amigo asentía antes de decir:

—Cuento con ello, lord Ephoras.

Mi desconcierto no hizo más que aumentar cuando nos dio la espalda y salió de las caballerizas sin dedicarnos una sola mirada más, dejándonos en manos de su segundo, quien no dudaría en destrozarnos con la certeza de contar con su apoyo.

—Vosotros dos —ladró Ephoras una vez estuvimos a solas y Altair había desaparecido—, desapareced de mi vista de inmediato y procurad no lanzaros al cuello de nadie más durante lo que queda de día.

Con una actitud mucho más sumisa, bajé la cabeza ante su estricta orden y obligué a mis pies a que dieran el primer paso. Greyjan retiró con suavidad mi brazo, dando la espalda tanto a Ephoras como a Gwynedd; le imité de buena gana, deseando poner la máxima distancia posible. Mi amigo se adelantó, ansioso por abandonar el edificio y reunirse con el resto de nuestro pequeño grupo.

A mi espalda oí los susurros airados del lord y su compañero.

—Te creía más listo, Gwynedd —masculló Ephoras a media voz—. ¿Todo por no saber mantener tus pantalones cerrados?

El otro bufó con tono despectivo.

—¿Para qué la han traído, si no? —mi cuerpo se tensó de nuevo y la rabia volvió a encenderse en mi sangre, lanzando una oleada de calor hacia cada rincón de mi ser—. Es el juguetito del lorecillo, pensé que no le importaría compartirlo con el resto.

En aquella ocasión fue Greyjan quien tuvo que detenerme a mí. Al mirarle vi que sus ojos mostraban el mismo fuego asesino que los míos, haciéndome saber que él también lo había oído; apreté los dientes hasta hacerme daño y seguí a mi amigo hacia la posada.

Durante el corto trayecto entre la caballeriza y el edificio principal no pude evitar pensar: «Y esto sólo es el principio.»

* * *

SUJETADME QUE LE ARRIMO... TANTO A GWYNEDD COMO A ALTAIR

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top