❧ 15

Greyjan fue quien me puso al corriente de las últimas noticias sobre Theyton y su muñeca rota con una siniestra sonrisa: tardaría mucho tiempo en sanar, lo que supondría vivir apartado de su entrenamiento para convertirse en miembro del Círculo de Hierro; incluso, añadió con feroz alegría, existía la posibilidad de que la muñeca herida no curara del todo y tuviera que abandonar su sueño... o aprender a usar su otro brazo.

No compartí su entusiasmo por el dictamen del sanador, pues la culpa todavía me asfixiaba y mi último encuentro con Altair tampoco mejoraba mucho mi ánimo.

Sabía que mi decisión era acertada, que ponerle fin antes de embarcarnos a aquella arriesgada misión a través del Gran Bosque hacia los Reinos Fae era lo correcto. Después de los comentarios insidiosos de Theyton, las dudas y las posibilidades habían rondado mi cabeza. Estaríamos lejos de palacio, de mi dormitorio, rodeados por ojos que podrían descubrir nuestro secreto. ¿Y qué sucedería en tal caso...?

Que yo lo perdería todo.

El resto del grupo no dudaría un instante en señalarme a mí como única responsable. A pesar de mi esfuerzo, de haber demostrado que yo misma había logrado llegar hasta allí, todo quedaría olvidado porque creerían que había sido Altair, el hecho de tener una relación física conmigo, quien me había hecho ascender tan rápidamente.

El lord solamente recibiría un par de palmaditas en la espalda, sonrisas cómplices y algún que otro comentario lascivo.

Me repetí a mí misma que había tomado la decisión correcta.

Aunque eso hubiera hecho que mi amigo cambiara por completo conmigo, tratándome casi como a una desconocida.

Tras aquella dolorosa conversación donde le expuse que no podía continuar con aquello que compartíamos, pero que jamás perdería mi amistad, Altair parecía haberse volcado de lleno en su papel de lord... y futuro rey. Apenas le veía durante los pocos entrenamientos que nos quedaban y que exprimíamos al máximo, conscientes de que el tiempo estaba a punto de echársenos encima; en la hora de las comidas, junto con Greyjan y Alousius, sabía de mi amigo gracias a ellos, con quienes continuaba comportándose con absoluta normalidad. Como si no hubiera pasado nada.

En aquel momento, Greyjan sacudió su tenedor en el aire, sin importarle lo más mínimo salpicar al resto de los comensales con los restos de mejunje que habían quedado pegados en los dientes del utensilio. El comedor donde se nos hacinaba a todos los cadetes estaba prácticamente a punto reventar; no quedaba ni una mesa sin ocupar y el ambiente estaba lleno de conversaciones y risas.

Observé las gotas de la sustancia que nos habían servido aquella mañana dispersarse en distintas direcciones con aire ausente. Nuestros instructores, en especial lord Farrell y lord Riggs, habían optado por no brindarnos ni un leve respiro, apurando hasta el último segundo con el que contaban; después de cada entrenamiento lo único que era capaz de hacer era arrastrarme hacia el dormitorio y, si me veía con suficientes fuerzas, las heladas duchas comunitarias.

El sobreesfuerzo era más que evidente, y no sólo en mí: Alousius parecía haber perdido peso en aquellos días que llevábamos y las ojeras de Greyjan cada vez eran más oscuras.

—Parece ser que los reyes todavía no han regresado a sus respectivos hogares —me obligué a escuchar sus palabras, alejándome de mis propios pensamientos—. Siguen disfrutando de la hospitalidad del tío de Altair.

No pude evitar cuestionarme por qué no habrían vuelto a sus reinos. El rey Aloct los había hecho venir hasta Merain con el único propósito de desvelar el gran peligro que corríamos en todos los Reinos Humanos y la amenaza de los fae, quienes habían logrado esconderse entre nosotros por medio de sortilegios; tanto Altair como su tío habían reunido durante todo aquel tiempo pruebas suficientes para ganarse el apoyo del resto de monarcas.

Y vaya si lo habían conseguido.

Orei, aquella fae cautiva, había sido la evidencia de sus sospechas: atrapada en aquella celda mediante cadenas de hierro, la mujer había sido utilizada como ejemplo de lo que sus congéneres eran capaces de hacer gracias a la magia. El rey había ordenado a Altair que le sonsacara toda la información útil que pudiera ayudarnos; luego había sido ejecutada. Despachada, como lo había dicho mi amigo.

—Bailes casi todas las noches —continuó hablando Greyjan, ahora con la boca llena—. La vida de nuestro joven amigo es tan, tan dura...

Sabía que estaba bromeando, pero sus palabras hicieron que la culpabilidad bullera de nuevo en lo más profundo de mi estómago al recordar mis reproches a Altair sobre ese tema en cuestión. Bajé la mirada hacia mi plato abollado e hinqué mi tenedor en la masa grumosa que contenía.

—Quizá por eso Altair haya buscado una compañía distinta cada noche... —tragué saliva con dificultad, obligándome a ignorar la dolorosa punzada que traspasó mi corazón en aquel instante—. En especial después de los últimos rumores que han empezado a correr sobre él.

Removí mi comida con apatía, enfadada conmigo misma por aquella decepción que había decidido hacer acto de presencia tras saber que Altair estaba disfrutando de ese modo del poco tiempo que nos quedaba en Merain. No tenía ningún derecho a sentirme herida; yo había sido quien optó por poner fin a nuestros encuentros, asegurándole que nuestra amistad prevalecería siempre. Que no me perdería nunca.

Apenas escuché el murmullo de Alousius, pero sí la respuesta de Greyjan.

—Hace un par de noches hubo una mascarada —los músculos de mi cuerpo se tensaron, pero no alcé la mirada de mi comida; el miedo a haber sido descubierta se enroscó alrededor de mi garganta como si fuera una soga.

—¿Y qué tiene de especial? —se quejó nuestro amigo—. Las mascaradas no son algo extraño aquí, en palacio.

Di una vuelta al mejunje grisáceo de mi plato, intentando disimular lo agitada que empezaba a sentirme después de que Greyjan sacara a colación esa noche en concreto, esa noche donde me colé junto a Altair en la cámara del tesoro real para buscar un objeto mágico y descubrir que Orei no había estado equivocada con sus sospechas sobre el paradero del arcano.

—Las mascaradas es posible que no —coincidió Greyjan, adoptando un tono conspiratorio—. Pero las historias sobre Altair y un posible compromiso, sí.

Mi cabeza se movió como un resorte al escuchar a mi amigo desvelar qué contaban los últimos rumores que rondaban la corte respecto al sobrino del rey. Una parte de mí sintió un inmenso alivio al conocer que nadie estaba al tanto de lo que habíamos hecho —que nuestra incursión y posterior hurto continuaban siendo un secreto entre los dos—; no obstante, hubo cierta agitación en mi pecho al enterarme de que gran parte de los nobles creía firmemente que el tan ansiado momento había llegado.

Alousius miró a Greyjan con una expresión estupefacta que no tardé en imitar, fingiendo ignorancia y sorpresa. El joven nos miró con evidente deleite por nuestras reacciones ante la inesperada noticia.

—Al parecer, nuestro amigo estaba dispuesto a utilizar la mascarada para anunciar a su madre, y a toda la corte, que había dado con la elegida —anunció con pomposidad, golpeando el borde de su plato con el canto de su tenedor.

El color de mi rostro se esfumó cuando le oí. No me fue difícil entender cómo era posible que su ficticia historia hubiera llegado a formar parte de los rumores semanales que corrían por la corte: lady Laeris. Ella era la única opción que se me pasaba por la mente... o lady Elleyre, la madre de Altair.

Me vi obligada a intervenir, temiendo que mi silencio pudiera malinterpretarse.

—Al parecer las cosas no salieron del todo bien —aventuré con calculado interés, controlando cada uno de mis movimientos.

Mi corazón marcó los segundos que transcurrieron mientras aguardaba a que Greyjan respondiera.

—No —confirmó y no mostró la misma energía que antes—. Las malas lenguas dicen que le rechazó, lo que explicaría por qué parece tan irascible últimamente...

La culpa volvió a burbujear en el fondo de mi estómago. Me encogí sobre mi sitio y traté de comportarme con naturalidad, acorde a la situación; Greyjan parecía pensativo, lejos de la actitud bromista y mordaz con la que había estado entreteniéndonos durante casi toda la comida.

—Pensé que tú sabrías algo, Verine —pese a que su tono era reflexivo, no pude evitar sentir que se trataba de una acusación.

Entrecerré los ojos y hundí con demasiada fuerza el tenedor en mi comida.

—¿Por qué iba a saberlo yo? —le espeté con brusquedad.

Mi desproporcionada reacción no fue pasada por alto, ya que Greyjan me contempló con renovada atención y yo maldije para mis adentros.

—Sois amigos, ¿no? —esgrimió con absoluta normalidad, pero las alarmas se habían disparado dentro de mi cabeza y no era capaz de pensar en otra cosa que no fuera que él sospechaba algo—. Altair siempre ha acudido a ti cuando se trata de este tipo de asuntos.

Apreté el tenedor dentro de mi puño hasta que mis nudillos se pusieron blancos.

—¿Qué tipo de asuntos?

Greyjan hizo un aspaviento con la mano que tenía libre.

—Ya sabes —respondió vagamente—: asuntos sentimentales.

Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para permanecer sentada, fingiendo no ser consciente de lo que parecía estar insinuando. ¿Qué sabía Greyjan...? Siempre había cuidado mis reacciones y gestos cuando Altair estaba con nosotros; nunca había dado pie a que ninguno de ellos pudiera intuir lo que pasaba entre el lord y yo. Entonces ¿por qué, de repente, estaba haciendo ese tipo de comentarios?

«Basta —me dije con firmeza—. Estás dejándote llevar por simples conjeturas erróneas. No sabe nada

—¿Acaso me has visto cara de consejera sentimental, Greyjan? —opté por la vía fácil, haciendo uso del sarcasmo para intentar encubrir aquel desliz que había cometido al hablarle de ese modo.

Alousius rompió a reír, haciendo que el ambiente se aligerara. Unos instantes después, Greyjan esbozó una sonrisa torcida y todos devolvimos nuestra atención al mejunje que todavía nos aguardaba en nuestros respectivos platos.

A pesar de ello, tuve la sensación de que no había logrado convencer a Greyjan... no del todo.

El maestro armero cumplió con su palabra: un par de gruesos uniformes color pizarra pulcramente doblados me fueron entregadas la noche anterior a nuestra partida. Dos jóvenes aprendices llamaron a mi puerta con inusitada emoción; lo único que pude hacer frente a su entusiasmo desbordante fue apartarme en un elocuente gesto para que entraran. Observé el contenido de sus brazos mientras ambos se introducían en mi pequeño cuarto con idénticas expresiones que oscilaban entre la emoción contenida y el asombro.

—El maestro Duval le envía sus saludos y le desea suerte para este viaje —dijo uno de ellos, menudo y con una desordenada mata de cabello negro.

—Nos ha pedido que le expliquemos algunas cosas al entregárselos —añadió el otro, castaño y con ojos nerviosos.

Les indiqué que podían depositar lo que cargaban en los brazos en la cama y me crucé de brazos, incapaz de ocultar mi propia expectación. La tela parecía absorber la luz que procedía de las velas casi consumidas que iluminaban, un fuerte aroma similar al cuero inundaba el ambiente, delatando su reciente confección; mis ojos se quedaron clavados en el símbolo grabado laboriosamente en la rígida chaqueta del uniforme.

El símbolo del Círculo de Hierro.

Lord Riggs nos había reunido a Greyjan, Alousius y el resto del grupo —quienes habían tardado en unirse a nosotros debido a sus responsabilidades familiares— para informarnos con su adusto y familiar gesto que no habría ninguna ceremonia cargada de pomposidad para nosotros debido a las excepcionales circunstancias: éramos miembros de pleno del Círculo de Hierro, aquel cuerpo de élite cuya razón de ser era la amenaza que los fae suponían para nosotros; nuestro deber era proteger a Altair incluso con nuestra propia vida... y descubrir qué tramaban aquellas criaturas. El extraño silencio de la otra orilla del Gran Bosque, el hecho de que las misteriosas desapariciones parecieran haberse detenido, no podía ser más que una señal de mal agüero.

Una advertencia de que algo malo se acercaba.

Los dos aprendices se embarcaron a una apasionada clase magistral sobre cómo los materiales que se habían empleado y las zonas que se encontraban convenientemente endurecidas para brindar mayor protección. Después llegó el momento de comprobar si las piezas del uniforme se ajustaban a mis propias medidas y todo quedaba en su sitio: resoplé cuando pude sentir su peso en mis manos, sorprendida por aquel inesperado descubrimiento; empecé por las prendas superiores.

Mi cuerpo se resintió ante aquella carga y tuve que hacer varios intentos para moverme con cierta soltura. Los dos aprendices de Duval abandonaron mi dormitorio un instante después, entregándome un trozo de papel cuidadosamente doblado.

Una vez sola, y aún con aquel uniforme todavía puesto, lo abrí para encontrarme con un escueto mensaje donde se me citaba en el patio al amanecer y se me pedía encarecidamente puntualidad; el resto estaba en blanco, sin tan siquiera una firma. Acerqué una de las esquinas a la llama de la vela más cercana y contemplé cómo el fuego convertía en cenizas el papel hasta que no quedó absolutamente nada.

Me costó deshacerme de las prendas sin ayuda de los dos aprendices. Tras quitarme las prendas inferiores, las coloqué todas en el rincón donde había estado acumulando mi equipaje; al no habérsenos dado apenas instrucciones al respecto, había empezado a hacer acopio de lo que creí que iba a poder necesitar para un viaje cuya duración todavía era una incógnita.

Observé mis pocas pertenencias, notando un nudo en la boca del estómago: Altair aún tenía el arcano, la llave que emplearíamos para tratar de recuperar a su primo... Si Gareth continuaba con vida, prisionero de los fae. Retorcí mis manos con cierto nerviosismo, pensando por primera vez en cómo serían las cosas una vez los engranajes se pusieran en funcionamiento. El lord no había compartido conmigo sus planes, simplemente se había limitado a arrastrarme hacia el Círculo de Hierro, convirtiéndome, junto a sus amigos, en miembro de pleno derecho.

Tras descubrir que los fae se habían cruzado el Gran Bosque, empleando su magia para entremezclarse con nosotros, Altair parecía haber llegado a la conclusión de que debíamos arriesgarnos a descubrir por qué... y también para tratar de encontrar las respuestas a lo que había sucedido tanto tiempo atrás.

Me deslicé sobre las ásperas mantas de mi maltrecho camastro y dejé que el sueño me arrastrara hacia sus oscuras profundidades.

Un fuerte aroma me envolvió, provocando que mis ojos se abrieran de par en par. Me fijé en la capa de humo oscuro que cubría el techo, provocándome un ligero escozor en las comisuras; la garganta se me estrechó cuando me vi rodeada, atrapada en aquella cortina gris que cada vez iba siendo más y más densa. El pánico se extendió por mis extremidades mientras obligaba a mi cuerpo a ponerse en movimiento, a salir de la cama y huir de ahí. Mis piernas se enredaron con las mantas al tratar de deshacerme de ellas y estuve a punto de caer al suelo; un breve acceso de pánico me sacudió de pies a cabeza al notar la torpeza de mis propios pies. Bajé la mirada y me topé con una extraña visión.

Las faldas de un camisón que apenas llegaban a cubrir mis huesudas rodillas.

Había dejado de usar ese tipo de prendas años atrás, poco después de llegar al orfanato de Merain y toparme cara a cara con una realidad con la que nunca me había cruzado en el bosque. El humo se intensificó a mi alrededor, recordándome con urgencia que ese debía ser mi mayor problema; choqué contra las paredes de madera de mi antiguo dormitorio, sintiendo las primeras lágrimas deslizarse por mis mejillas.

—¡Papá! —grité, haciéndome daño en la garganta—. ¡PAPÁ!

La angustia de no encontrarle entre aquella densa cortina grisácea me empujó a que me abalanzara en cualquier dirección, cegada. Nuestra cabaña no era muy grande: tenía el tamaño necesario para que mi padre y yo pudiésemos sentirnos cómodos, convirtiéndola en nuestro hogar.

Tras lo que parecieron horas conseguí dar con la puerta de mi dormitorio. El picaporte aún estaba frío, lo que indicaba que el foco de origen de aquella tormenta de humo casi negro no estaba cerca de allí; giré el pomo y la puerta crujió al abrirse, intensificando las nubes oscuras que enturbiaban mi visión y hacían que mis ojos empezaran a llorar. Trastabillé hacia el pasillo que conducía a la zona común que actuaba de salita, comedor y cocina. En el extremo del corredor me esperaba un foco resplandeciente de luz con tiznes rojizos y anaranjados, además de un poderoso aroma a madera quemada.

Mis pies desnudos tropezaron el uno con el otro en mi carrera hacia el final del pasillo mientras el humo cada vez me envolvía más, alcanzando mi garganta y haciendo regresar la sensación de asfixia.

Llamé a mi padre a gritos de nuevo, intentando escuchar su respuesta a través del constante y fuerte pitido que parecía haberse instalado en mis oídos. Mi menudo cuerpo chocó contra la pared del corredor cuando apenas me restaban unos pocos metros para alcanzar el final; una vaharada de calor me golpeó el rostro, haciéndome ahogar un gemido de dolor.

Un fuego descontrolado se había empezado a propagar por toda la sala, devorándolo todo a su paso.

Pensé en la pequeña chimenea que nos calentaba en las noches de invierno. Pensé en que mi padre hubiera cometido algún error, provocando aquel incendio que estaba destrozándolo todo con su virulenta furia. A través de las lágrimas que cubrían mis ojos busqué desesperadamente...

Mi mirada se topó con un bulto que yacía cerca de las llamas. Mi corazón pareció desgarrarse al reconocer el cabello castaño de mi padre, la inconfundible línea de sus hombros mientras su cuerpo permanecía tendido en el suelo, de costado; apenas fui consciente de lo que hacía al cruzar la distancia que nos separaba y dejarme caer a su lado.

Dirigí mis temblorosas manos hacia él, notando cómo el pulso se me aceleraba al percibir la rigidez que cubría su cuerpo. Sacudí a mi padre con insistencia, llamándole a media voz mientras el incendio continuaba a nuestro alrededor; el calor de la habitación no hacía más que aumentar, provocando que sintiera un leve acceso de ahogo debido a la temperatura que estaba alcanzando el interior de la sala a causa de las llamas.

—Papá —lo llamé de nuevo, ahogándome con mi propia voz—. Papá, por favor, tenemos que...

El resto de la frase quedó en el aire cuando algo me aferró por la espalda, levantándome del suelo y alejándome de su lado. Chillé y me rebatí, sin importarme que el humo entrara a raudales por mi garganta, descendiendo por ella hasta alcanzar mis pulmones; grité, ignorando el dolor provocado por el aire caliente que se deslizaba a través de mi boca. Luego mis gritos se convirtieron en alaridos cuando sentí una sensación abrasadora alrededor de mis muñecas, como si las llamas del incendio hubieran alcanzado mi carne y estuviera calcinándola con la misma facilidad que la madera de la que estaba construida la cabaña. Mi hogar.

Todo se fundió en negro y yo caí en la oscuridad.

Jadeé con violencia, atragantándome con la bocanada de aire que acababa de aspirar, y caí de la cama, golpeándome con violencia contra el suelo de piedra. Me quedé allí tendida, con las piernas enredadas en las mantas que habían caído conmigo, contemplando un techo distinto al de mi sueño; las pesadillas habían parado poco después de aquella noche junto a Altair. La brutalidad de los entrenamientos, el hecho de que siempre terminara exhausta habían contribuido en gran parte a que pudiera dormir sin verme asolada por ningún tipo de fantasía onírica; no obstante, aquella tregua que parecía haber alcanzado con mi cabeza había llegado a su fin.

Una parte de mí echó en falta la compañía de Altair, que era el único que estaba al tanto de mis terrores nocturnos, en aquel momento. Eché de menos su calidez, su presencia a mi lado... Su voz diciéndome que no era real.

Inspiré hondo e intenté calmar a mi agitado corazón mientras las brumas de la pesadilla se desvanecían de mi mente y los recuerdos de aquel fatídico día regresaban a su prisión dentro de mi cabeza. Tragué saliva, casi esperando sentir el familiar escozor en las paredes de mi garganta, pero no sentí absolutamente nada; no había ningún fuego. Yo no era ninguna niña de extremidades huesudas que se despertó en mitad de la noche, percibiendo que algo no iba bien.

Mi padre seguía estando muerto.

Cerré los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con escapárseme al pensar en él. Aquella era todavía una herida a la que todavía no había logrado enfrentarme cara a cara; los años habían transcurrido y el tiempo que llevaba en Merain era más que el tiempo que pasé bajo su cuidado. A pesar de que me había esforzado por mantener íntegros sus recuerdos, el transcurso natural de aquellos años había provocado que parte de ellos se volvieran borrosos como un viejo espejo que fuera cubriéndose poco a poco de una densa capa de polvo por abandono.

Forcé a mi memoria a rescatar lo poco que me quedaba de la niña que fui. Logré rememorar nuestra cabaña escondida en el Gran Bosque, lejos de las miradas indiscretas; mi padre me enseñó a no precisar más de lo que necesitaba. Me mostró las maravillas de esa vida apartada y casi ermitaña que siempre había llevado; cuando le preguntaba por mi madre, sobre cómo se habían conocido si él no parecía haber abandonado nunca el bosque, su rostro se tornaba distante y triste.

Nunca conseguí arrancarle una sola respuesta al respecto.

Dejé que mi mente continuara vagando por los pocos recuerdos que aún poseía de aquella vida pasada y luego volví al presente, a aquel cuartucho prestado durante el tiempo que pasara en el castillo mientras nos preparábamos.

Recordé la nota donde se me advertía que al amanecer tenía que encontrarme en uno de los patios con los que contaba el monstruoso edificio. Aparté las mantas de mis piernas y me incorporé, buscando con la mirada el rincón donde me esperaban mis pocas pertenencias... y mi uniforme.

Cuando llamaron a mi puerta, estaba sentada sobre la cama, comprobando las partes endurecidas con las que contaba. Me puse en pie, dirigiéndome hacia la entrada; el pulso se me disparó levemente al pensar en quién se encontraría al otro lado.

—Debo reconocer que ese uniforme te favorece mucho más que a nosotros —fueron las primeras palabras que me dirigió Greyjan tras hacerme un exhaustivo repaso de pies a cabeza con la mirada.

Mi rostro se mantuvo inmutable ante el intento de mi amigo por aligerar el ambiente. Descubrí a un pálido Alousius por encima del hombro de Greyjan; ambos portaban sus respectivos uniformes color pizarra... y los dos también parecían haber pasado una noche tan agitada como la mía.

Me fijé en los equipajes que reposaban a los pies de cada uno; al igual que el mío, resultaban demasiado ligeros. Retrocedí al interior de mi dormitorio para recoger mis pocas pertenencias y me reuní con ellos en el pasillo; de Dex y Vako no había ninguna señal.

La protección del codo y el hombro crujió cuando me eché el equipaje al hombro y Alousius fue el primero en encabezar la marcha. Noté la tensión en su cuerpo, el modo en que se aferraba a su bolsa; Greyjan, que se mantenía a mi lado, tampoco tenía mejor aspecto que nuestro amigo. Las ojeras que le habían estado acompañando desde que nos instalamos allí, después de que Altair consiguiera el beneplácito de su tío para que formáramos parte del Círculo de Hierro, aquella mañana parecían mucho más oscuras y su postura resultaba un tanto forzada.

Tiró del extremo de mi coleta y trató de que sus labios se curvaran en una sonrisa; lo único que consiguió fue una mueca ladeada de su comisura izquierda.

—¿Una mala noche? —me preguntó.

Contuve un suspiro y le miré por el rabillo del ojo.

—No ha sido de las mejores —reconocí a media voz—. Tú tampoco pareces haber pasado una maravillosa última velada.

Su mueca se convirtió en una sonrisa desganada.

—Llevo días preguntándome qué estamos haciendo —dijo con tono serio, con los ojos clavados en la espalda protegida de Alousius—. Si realmente vale la pena.

Estuve cerca de perder el ritmo, tropezando con mis propios pies. Greyjan, tras la sorpresa inicial, había sido uno de los más emocionados ante la noticia de que Altair nos necesitaba a su lado, brindándonos la oportunidad de ascender; los días siguientes a nuestra llegada su humor había sido contagioso. Todo en Greyjan había sido alegría y optimismo.

Nada que ver con el Greyjan que caminaba a mi lado, cabizbajo.

—Sé por qué lo hace Altair —continuó mi compañero—. Sé que ha convencido a su tío porque tiene la vana esperanza de encontrarle... —negó con la cabeza—. Todos hemos escuchado los rumores que corren sobre qué sucedió con el príncipe heredero.

Mordí mi labio inferior. Las historias sobre lo que pudo pasar aquella noche en la que Gareth, siendo apenas un niño, se desvaneció en su propio dormitorio sin que nadie se diera cuenta hasta que sus niñeras irrumpieron a la mañana siguiente, topándose con su cama vacía y sin una sola pista sobre qué había sucedido, eran cuantiosas y algunas rozaban lo macabro.

—Si realmente se lo llevaron los fae —las palabras parecieron fallarle al dar voz a los rumores que habíamos escuchado entre susurros en los antros de mala muerte que visitábamos durante nuestros permisos—. ¿Qué oportunidad podemos tener contra esas criaturas? ¿Qué certeza tenemos de que el príncipe no esté...?

Dejó la frase en el aire, pero no fue necesario que pronunciara la última palabra.

Altair estaba convencido de que Gareth estaba vivo, captivo de los fae. Tal y como había afirmado Greyjan, la misión giraba en torno a descubrir el paradero del príncipe perdido y a recuperarlo, devolviéndolo a su hogar... junto a su familia.

Tras interrogar a Orei, nos habíamos arriesgado a buscar un objeto legendario; un objeto por el que los fae estaban dispuestos a cruzar hasta los Reinos Humanos con el único propósito de recuperarlo. Pero el arcano estaba en nuestro poder y, con él, una oportunidad. Mi corazón trastabilló cuando la voz de Greyjan se repitió en mis oídos. ¿De qué serviría todo aquello si Gareth estaba muerto?

—Es posible que haya logrado engañar a su tío diciéndole que su motivación es descubrir qué traman los fae, qué los empuja a cruzar el Gran Bosque y utilizar su magia para pasar desapercibidos entre nosotros, pero tú y yo sabemos la verdad, Verine —concluyó Greyjan con rotundidad—: su única razón es perseguir el fantasma de Gareth porque siente que no está preparado para ocupar su lugar cuando llegue el momento.

Guardé silencio, sin poder rebatírselo. Greyjan era uno de los más cercanos a Altair dentro del grupo; aunque su amistad fuera posterior a la nuestra, el vínculo que compartían era igual de fuerte que el mío. El joven que caminaba a mi lado conocía al lord del mismo modo que yo... y también había sido capaz de ver sus mayores temores.

No pude evitar sentir una oleada de nerviosismo cuando alcanzamos el patio. Allí ya aguardaban un nutrido grupo de hombres y caballos, en posición; la vergüenza serpenteó por mi rostro al ver los uniformes que portaban todos ellos. Al contrario que el mío, o el de Alousius o Greyjan, los suyos denotaban antigüedad; creí ver algunas zonas desgastadas, al borde del desgarro.

Aquellos miembros del Círculo de Hierro muy probablemente formaron parte de la incursión del rey Aloct cuando se unió a las filas de Agarne para atacar uno de los Reinos Fae, desesperados por recuperar a la princesa Alera.

Les observé con cautela, evaluando a los elegidos por el tío de Altair para brindarle la protección extra que necesitaba y que sus amigos no podíamos proporcionarle debido a nuestra inexperiencia. Me topé con el propio Altair hablando con uno de ellos; estaba concentrado en lo que fuera que estuviera diciendo su interlocutor, asintiendo de vez en cuando.

A los recién llegados se nos distribuyó en las monturas que quedaban libres, a la espera. Dex y Vako nos saludaron desde sus respectivos caballos, ambos con expresiones contritas y casi solemnes; yo me quedé inmóvil sobre mi silla, notando en las piernas las respiraciones del animal, con mis ojos clavados en la figura inmóvil de Altair.

En las alforjas de mi montura había encontrado mi báculo, además de un par de dagas y cuchillos cortos que me había encargado de esconder convenientemente. Sabía que aquel gesto era de Altair sin ninguna duda; quizá era su forma de indicarme que estaba dispuesto a dejar nuestros problemas en el olvido, haciendo que la esperanza de poder arreglar las cosas entre nosotros se prendiera en mi pecho.

Esperé que sus ojos buscaran los míos en algún momento.

Esperé alguna señal, por mínima que fuera, mientras daba la orden de ponernos en marcha.

Pero no pasó nada.

* * *

Cuando no hay movidas estoy un poquito como:

(Pero las habrá)

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