❧ 113

El eco de mis propias palabras resonó con demasiada fuerza. La expresión de mi amigo mudó a una de absoluto terror, haciendo que mi corazón se rompiera un poco más.

—¿Qué te han hecho? —me preguntó en un susurro.

Tragué saliva para responder, pero su siguiente pregunta hizo que todo a mi alrededor amenazara con desplomarse sobre mí:

—¿Siempre has sido uno de ellos? ¿O esto no es más que otro truco? ¿Te llamas siquiera Verine o toda tu historia no es más que una elaborada estrategia...?

La traición que se adivinaba en su tono de voz me provocó un dolor sordo en el pecho. En el corazón. Todas las veces que había intentado emular dentro de mi mente aquel instante, nada se asemejaba a lo que estaba sucediendo; jamás hubiera llegado a pensar que mi mejor amigo pudiera llegar a despreciarme tras descubrir mi mayor secreto. Que todos los años, todos los momentos, que habíamos compartido en Merain se hubieran desvanecido con tanta... facilidad.

—No es tan sencillo, pero puedo explicártelo —mi endeble justificación sonó patética en mis oídos.

Altair entrecerró los ojos, estudiándome con una frialdad que nunca antes había visto cuando me miraba.

—Pues explícamelo.

Di un tentativo paso en su dirección y la tensión que embargaba el cuerpo de mi mejor amigo se hizo más notable. No perdía detalle de mis movimientos, contemplándome como si fuera una desconocida... Una enemiga.

—No lo sabía —le dije y no pude evitar que la voz se me rompiera—. No sabía quién era en realidad... Mi madre... ella... Ella usó su magia conmigo, bloqueando mis recuerdos y dándome otra apariencia y dejándome en manos del que creí que era mi padre. No te mentí, Altair: no he sabido la verdad hasta...

—¿Hasta cuándo? —me interrumpió, consternado y visiblemente furioso. Luego un gesto de sospecha se instaló en sus facciones, ensanchando un poco más la brecha que se había creado entre los dos—. ¿Estabas aliada con esos fae? ¿Formaste desde el principio parte de aquel complot que nos condujo a la emboscada?

Abrí los ojos de par en par por la acusación.

—¡No! —exclamé, horrorizada por el hecho de que hubiera valorado esa idea—. Por supuesto que no.

El reencuentro no estaba yendo como yo hubiera deseado. La manifiesta hostilidad que mostraba Altair y los recelos que alimentaban sus sospechas sobre una posible traición por mi parte estaban haciéndolo mucho más complicado.

Por no mencionar mi verdadero aspecto.

Sin embargo, el tiempo seguía corriendo en nuestra contra y yo necesitaba que mi mejor amigo bajara sus defensas lo suficiente para saber qué había sucedido con el resto del grupo y permitirme ayudarle a huir.

Guardando las distancias, me incliné lo suficiente para que nuestras miradas quedaran a la misma altura. Un músculo tembló en su mandíbula al enfrentarse a mis extraños ojos, tan distintos a mis iris negros.

—Puede que sea fae, pero sigo siendo yo, Altair —le aseguré, sin romper el contacto visual—. Y he venido para sacaros a todos de aquí.

Una fugaz sombra de esperanza atravesó su expresión, pero desapareció tan pronto que pensé que había sido producto de mi imaginación. La tensión que había empezado a llenar el ambiente de la sala aumentó de intensidad.

—Ephoras está muerto —señaló Altair—. El tipo que nos mantiene aquí retenidos vino en compañía de una dama que pareció reconocerlo. Fue uno de los que participó en el ataque a Elphane, donde murió su princesa...

El estómago me dio un vuelco cuando me mencionó, aunque su tono plano y mirada esquiva delató que no tenía ni idea de que la princesa de Elphane era yo.

—No tuvo piedad con él —continuó relatándome, con visible angustia al rememorar los horrores a los que se vio obligado a contemplar sin opción—. Y tampoco tuvo ningún problema en demostrar que todo lo hacía por venganza. Seguramente siguiendo las órdenes de su reina.

Me mordí el labio inferior, indecisa. No era descabellado pensar que mi madre, después de que lord Ardbraccan le hubiera informado, le habría dado vía libre a su mano derecha para que hiciera con lord Ephoras lo que quisiese, animándolo a que le hiciera sufrir en retribución a su participación en el ataque como miembro del Círculo de Hierro.

—¿Y el resto? —obligué a mi voz a que sonara todo lo estable posible.

Altair me miró con desconfianza.

—En una celda —me contestó, casi a regañadientes—. Este sitio parece estar compuesto de varias estancias, por lo poco que he podido ver desde que despertamos.

El corazón me dio un vuelco al escuchar que mencionaba la emboscada en la que habían caído presos otra vez. Alcé las manos y di otro paso hacia donde se encontraba encadenado; las preguntas sobre qué había sucedido aquel día, mientras Rhydderch y yo estábamos ausentes, no paraban de dar vueltas en mi mente, pero mi prioridad en aquellos instantes debía ser averiguar el paradero del resto del grupo para empezar a planear su huida.

—Necesito que vuelvas a confiar en mí, Altair —le confesé, con un nudo en la garganta por la posibilidad de que mi secreto me hubiera alejado de él para siempre—. Necesito que me creas cuando te digo que lo único que deseo en estos momentos es liberaros y ayudaros a regresar a Merahedd.

«Necesito que me veas como la chica que siempre fui, no como tu enemiga», añadí para mis adentros, manteniendo a raya mis propias emociones.

Altair no dijo una sola palabra, por lo que interpreté su silencio como una concesión a mi petición. Mi mejor amigo se limitó a devolverme la mirada, con los labios fruncidos y los hombros rígidos.

Tentando a mi buena fortuna, me acerqué todo lo posible a él, evaluándolo con cautela y recibiendo el mismo trato por su parte. Fingí no ser consciente de cómo su cuerpo se sacudía cuando tomé una de sus muñecas para contemplar el grillete que la rodeaba. Me sorprendió descubrir que no era de hierro, si bien a Altair no le hubiera afectado. No como a mí.

Tomé una bocanada de aire, intentando ordenar mis pensamientos y a analizar la situación.

—Puedo... puedo usar mi magia —le expliqué, notando un repentino pinchazo detrás de los ojos ante esa idea—. Fuego.

Altair frunció el ceño, como si no hubiera caído en la cuenta de que era capaz de usar la magia por mí misma, sin necesidad de emplear el arcano. No en vano me había visto emplearlo cuando curé a lord Ephoras.

—Buscaré al resto —continué desmigajando aquel esbozo de plan que estaba organizando sobre la marcha a toda prisa—. Los sacaré de la celda. Luego volveré a por ti y os ayudaré a huir... Le enviaré un mensaje a Rhydderch para pedirle que interceda por vosotros delante de su padre, en Qangoth...

Mi mejor amigo entrecerró los ojos y mi voz falló, interrumpiendo los pasos que seguiría para liberarlos y sacarlos de Elphane.

—Rhydderch —repitió con tono descompasado, lento—. El príncipe de Qangoth. El mismo fae que os acompañaba cuando nos liberasteis de... de Alastar.

Asentí, creyendo entender lo que estaba dejando en el aire.

—Rhydderch no tuvo nada que ver en la emboscada, Altair —le aclaré con firmeza—. Su prometida resultó herida mientras... mientras intentaba evitar que se os llevaran.

Mis palabras parecieron aplacar un poco las dudas que guardaba mi amigo respecto al príncipe y la comitiva que les protegió después de sacarlos del palacio de Antalye. La tensión de sus hombros se rebajó y ya no parecía estar tan rígido en mi presencia.

—Tenemos mucho de lo que hablar —dije, apartando la mirada hacia mi mano, que continuaba cubriendo su muñeca—. Y te prometo que lo haremos muy pronto. Te prometo que te lo contaré todo —hice una pausa para tomar aire—. Pero necesito que cooperes conmigo, Altair.

El chico se quedó pensativo ante mi desesperada petición de ayuda. Si se mostraba de ese modo, me resultaría muy complicado poder sacarlos de una sola pieza, sin que lord Ardbraccan fuera consciente de ello; sabía que tenía que pulir nuestro plan, centrarme en los pequeños detalles, pero necesitaba la palabra de Altair de que intentaría poner de su parte. Después de unos segundos de incertidumbre, mi mejor amigo asintió con gesto grave, aceptando echarme una mano en todo lo posible.

Contuve un suspiro de alivio y traté de incorporarme, pero la mano de Altair rodeó mi muñeca y sus dedos resiguieron la marca de mis cicatrices, provocándome un extraño escalofrío. Sus ojos azules estaban fijos en los míos cuando dijo:

—Siempre tuve la verdad al alcance de mi mano, pero nunca quise verla.

Alargué mi supuesta indisposición un poco más, encerrándome en mis aposentos y evitando a Elvariel y mi madre. Mi mente no dejaba de dar vueltas a mi encuentro con Altair, el modo en que había ido empeorando a cada segundo que pasaba; mi pecho dolía al recordar lo sencillo que le había resultado desdeñar nuestros años de amistad, aferrándose a su odio hacia los fae, acusándome de haberle engañado. De haberle traicionado.

Con esfuerzo, me obligué a apartar esos pensamientos de mi cabeza. Me aferré a uno solo: le había encontrado. Había encontrado a mi mejor amigo y no me resultaría complicado dar con los otros. Era evidente que Rhydderch jamás hubiera logrado dar con su paradero, ya que la reina los había puesto al cuidado de su consejero, quien los había mantenido ocultos en aquella cámara secreta de su propiedad, en los niveles más profundos del palacio.

La pluma que sostenía en la mano tembló ligeramente, a la espera de que apoyara la punta mojada en tinta en el trozo de papel que había frente a mí. El primer paso, si quería tener una oportunidad, era advertir a Rhydderch; por eso mismo estaba ahí, lista para escribirle el mensaje que me había hecho prometer que le enviaría.

Faye aguardaba a mi espalda, apoyada sobre el respaldo, haciendo que su alargada sombra me cubriera.

Un rápido vistazo a la fénix fue el empujón que necesitaba para comenzar a escribir, compartiendo con el príncipe lo poco que había podido averiguar sobre lord Ardbraccan, su extraña cámara secreta y todo lo que escondía allí. Necesitaba advertirle sobre lo peligroso que podía resultar; lo turbio que resultaba el haber descubierto que tenía una nutrida colección de cuerpos humanos... Y lo desconcertante que era el chico que mantenía prisionero en aquel ataúd de cristal, el único que, en apariencia, estaba vivo.

Una vez hube terminado el mensaje, esperé a que la tinta se secara y plegué el papel con cuidado, notando un regusto amargo al haber revivido y transcrito todo lo que viví la noche anterior. Los ojos dorados de Faye ya estaban fijos en mí cuando me giré hacia ella, con la misiva entre mis manos.

—Necesito que le lleves esto lo antes posible a Rhydderch —le pedí.

Faye tomó con cuidado de mis dedos el trozo de papel con el pico y extendió las alas. La observé alzar el vuelo con majestuosidad, dirigiéndose hacia los ventanales de mis aposentos, atravesándolos y desapareciendo en la oscuridad unos instantes después.

Hasta que el inconfundible brillo rojizo de sus alas no se desvaneció, no dejé escapar el aire que había estado reteniendo. Confiaba en que Faye entregara el mensaje con rapidez a su destinatario; necesitaba un lugar seguro donde pudieran proteger a Altair y el resto. Donde supiera que estarían a salvo, recuperándose de los horrores que habían vivido en los Reinos Fae antes de regresar a Merahedd.

Además, también necesitaba un sitio que pudiera encargarse del humano que lord Ardbraccan mantenía prisionero en aquel ataúd de cristal. Tras aquella llamada de auxilio, me resistía a abandonarlo a su suerte y, si era importante para lord Ardbraccan, quería alejarlo de sus garras.

Quizá el chico tuviera las respuestas que necesitaba para comprender qué tramaba el consejero de mi madre.

Aquella noche volvería a reunirme con Altair para conocer más cosas de lo que había sucedido desde que fueron emboscados y convertidos de nuevo en prisioneros; luego me encargaría de liberarlos, una vez recibiera la respuesta de Rhydderch. Llevar a cabo todo el plan me llevaría un par de días, pues no quería correr riesgos a ser descubierta por el consejero de la reina; por no mencionar que quizá necesitaría el apoyo de Rhydderch para poder sacar a mis amigos del palacio mediante magia.

La sola idea de emplearla por mí misma todavía me causaba indecisión, removiendo ciertas imágenes dentro de mi cabeza sobre lo que había sucedido aquella vez en la que mi propio poder se descontroló por mis emociones. Sin embargo, el tiempo apremiaba y necesitaba allanarnos el camino para, una vez volviera Rhydderch, hacerlo lo más rápido posible.

Tenía que hacerlo.

Tenía que sobreponerme al involuntario terror que me embargaba al pensar en mi magia si quería liberar a Altair y al resto.

Tal y como hice las noches anteriores, aguardé hasta la medianoche para mi incursión. En aquella ocasión, no obstante, decidí cambiar el vestido por mis viejas prendas heredadas de Calais, que encontré al fondo de mi armario y que parecía que mi doncella había optado por no deshacerse de ellas.

La cámara se encontraba vacía cuando llegué. No obstante, había señales que delataban que lord Ardbraccan parecía haber realizado una visita antes de que yo me colara de nuevo allí: la cera de algunas velas de la estancia principal estaba mucho más consumida y flotaba un ligero aroma a humo, delatando que alguien parecía haberlas apagado hacía un tiempo.

De nuevo me acerqué a la mesa donde había descubierto algunas anotaciones del consejero de la reina. Alguien —quizá el propio lord— parecía haber removido su contenido recientemente, dejando abierto un libro que, tras un vistazo mucho más detallado, entendí era un diario personal.

La letra que había visto en algunos mensajes delataba que pertenecía a lord Ardbraccan, pero el aspecto que mostraba el papel y la cubierta inclinaba a pensar que era viejo. Demasiado viejo.

Me incliné hacia las páginas abiertas, con el ceño fruncido. Para mi mala fortuna, no había ninguna fecha en el encabezado que pudiera darme una idea; sin embargo, hubo una palabra que logró atrapar toda mi atención.

Un nombre.

«Ayrel y Rhiwallon están de acuerdo al pensar que mantener los tres juntos es demasiado peligroso, pese a mis esfuerzos por hacerles ver que están equivocados por completo», rezaba la entrada del diario. Inmediatamente alcé la vista hacia el retrato donde aparecía ella, en una versión mucho más joven. ¿Cómo era posible que lord Ardbraccan estuviera vinculado a Ayrel? ¿Cómo era posible que reconociera su existencia, siquiera?

Me forcé a rescatar de mi memoria la escueta conversación que mantuve con la fae cuando me condujo hacia la Reliquia que ella protegía en su apartado refugio. Había mencionado su hogar, su auténtico hogar, Avallon; un lugar que no se encontraba en Mag Mell y que muchos creían que era un mito.

«Tras abandonar Avallon —el eco de la voz de Ayrel resonó con demasiada claridad dentro de mi mente, como si ella estuviera a mi lado, repitiéndolo palabra por palabra en mi oído—, mis compañeros y yo terminamos aquí... separados.»

Repetí ese fragmento concreto de nuestra conversación una y otra vez, sintiendo que era importante. Que podría ser una pieza fundamental en aquel extraño rompecabezas que parecía unir, de algún modo, a la mano derecha de mi madre.

Ayrel nunca había mencionado cuántos habían viajado desde Avallon hasta Mag Mell. Pero la respuesta estaba ahí, en aquella pintura sobre mi cabeza: tres. Ayrel, Rhiwallon y el tercer fae cuyo nombre desconocía... El mismo que no encajaba su apariencia con lord Ardbraccan. ¿Quién era él? ¿Podría ser el desconocido el vínculo que unía a Ayrel con el consejero?

Pero no tenía sentido. El diario pertenecía a lord Ardbraccan, pues era su letra la que estaba plasmada en aquellas hojas; las mismas que recogía el nombre de la Dama del Lago. ¿Quizá el fae había trascrito en aquellos diarios la información que había ido recopilando por parte del tercer integrante del grupo de Ayrel...?

No me atreví a pasar de página, temerosa de que la mano derecha de mi madre pudiera descubrir que alguien había estado indagando allí, descubriendo su cámara oculta. Eché un último vistazo al diario, ofuscada por aquel aparente callejón sin salida, y me dirigí de nuevo hacia la sala del prisionero del ataúd de cristal.

La noche anterior no tuve suerte con el humano, pero no pensaba darme por vencida. Conseguiría llegar al fondo del asunto y descubriría quién era, por qué lord Ardbraccan lo retenía de ese modo.

Observé la expresión plácida del chico desde el otro lado del cristal. La magia continuaba protegiendo su cárcel, haciendo que mi vello se erizara y mi propio poder se agitara en respuesta.

Dejé reposar mi mano sobre la tapa y rememoré sus ojos abiertos, aquellos iris de color azul que me habían provocado un vuelco en el estómago; recordé el modo en que sus labios se movieron, pronunciando una única palabra.

Una llamada de auxilio.

«Ayúdame.»

—Quiero hacerlo —le susurré al ataúd cerrado—. Quiero ayudarte a salir de ahí.

Al contrario que la primera vez, cuando el chico abrió los ojos, reaccionando a mi voz, lo único que pude hacer fue devolverle la mirada, aturdida y conmocionada por haberlo conseguido.

Nos quedamos observándonos el uno al otro durante unos segundos que me parecieron una eternidad... hasta que el humano movió los labios de nuevo.

«Ayúdame.»

Leí la palabra en aquel desesperado movimiento, compartiendo parte de su angustia por permanecer encerrado en aquella jaula.

—¿Quién eres? —le pregunté, presionando la palma contra la tapa—. ¿Por qué estás ahí dentro?

«Ayúdame.»

Aquella única palabra era lo único que salía de su boca, haciendo que la frustración al no obtener las respuestas que deseaba creciera en mi interior. Los ojos azules del humano me observaban con un deje de súplica y desesperación.

—Quiero ayudarte —insistí—. Pero necesito saber más.

Di un sobresalto cuando su mano se deslizó hasta dejarla apoyada bajo mi palma, como si quisiera que estuvieran conectadas a través del cristal que nos separaba.

«Sácame de aquí.»

La sorpresa se pintó en mis facciones al ver que el humano cambiaba su mensaje, al creer que era un pequeño avance.

—Voy a hacerlo —le prometí—. Voy a liberarte.

Pero primero tendría que descubrir cómo deshacer el sortilegio que parecía rodear el ataúd como una barrera protectora.

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