❧ 111
Me excusé pronto de la cena. Tras la marcha del príncipe fae, mi madre se había mostrado más insistente en que compartiéramos más tiempo juntas, lo que implicaba las incómodas comidas que hacíamos con la prescindible presencia de lord Ardbraccan ocupando el sitio que había pertenecido al rey. Durante esos interminables momentos, con los tres sentados en una mesa que parecía demasiado grande para todos, me limitaba a centrarme en mi comida, distrayéndome con pequeños bocados mientras la reina intentaba aligerar el ambiente, como si pudiera intuir la inquina que le guardaba a su consejero.
El comportamiento de mi madre no había vuelto a sufrir ningún episodio como el del despacho y ninguna de las dos había vuelto a mencionar el tema, intentando estrechar el débil vínculo que parecía unirnos.
Tras ponerme en pie y alegar una pronta retirada debido al cansancio, abandoné el comedor familiar y me dirigí a mis aposentos como parada previa antes de encaminarme directamente hacia los pisos inferiores. Las visitas nocturnas a la cripta donde descansaba el cuerpo de mi padre se habían vuelto una cómoda rutina en la que podía dejar caer las barreras que me había obligado a alzar a modo de protección.
Empujé la puerta con firmeza, encontrándome la familiar figura de Faye encaramada a uno de los postes de mi cama. La fénix extendió sus esplendorosas alas a modo de saludo y yo me acerqué a ella con cautela, vigilando sus movimientos... y si afilado pico.
Alcé mi brazo con lentitud, evitando que resultara brusco, y mis yemas acariciaron sus plumas en una caricia casi efímera. Sus ojos dorados me contemplaron en silencio, permitiéndome que diera un paso más hacia ella; la compañera de Rhydderch estaba cumpliendo con su cometido de un modo loable, pero podía percibir cómo le afectaba la distancia. Cómo la ausencia de Rhydderch también lo hacía.
—Sé que le echas de menos —le dije en un susurro, sin apartar la mirada—. Tanto o más que yo.
Junto al príncipe fae, Faye parecía resplandecer como una hermosa e incontrolable llama. Desde su partida, no obstante, la había notado apagada; su familiar y dulce melodía no había vuelto a repetirse, guardando silencio por la tristeza que arrastraba. Era consciente del sacrificio de la fénix al permanecer tanto tiempo alejada de su compañero y sabía que no habría agradecimiento suficiente por quedarse a mi lado durante todo aquel tiempo indeterminado.
—Lo siento —me disculpé a continuación—. Estoy segura que él también te echa en falta, deseando reencontrarse contigo.
Aparté la mano cuando Faye me picoteó la punta de los dedos. Para mi sorpresa, no lo hizo con rabia o buscando hacerme daño: parecía un gesto de silenciosa comprensión, un intento de la fénix de restarle importancia a la situación.
O un mudo consuelo a nuestra pena compartida.
Tras aquella inesperada reacción por parte del ave la acaricié un poco más, antes de dejarla tranquila y dirigirme hacia uno de los armarios de mi dormitorio. Aún seguía usando algunos de los vestidos viejos de mi madre, pero mi propio guardarropa estaba en camino, terminando de confeccionarse; la reina ordenó al sastre real que se reuniera con nosotras para que pudiera tomarme las medidas pertinentes, solicitándole que me abasteciera con prendas «dignas de la futura reina de Elphane». Aquel modo de dirigirse a mí hizo que mi estómago se encogiera y notara un leve ardor en las mejillas.
Si bien acompañaba a mi madre con el propósito de introducirme de lleno en mis responsabilidades como princesa, una parte de mí no estaba segura de ser capaz de hacerlo. Los años que había pasado alejada de mi reino eran un gran obstáculo, por no mencionar la vida tan humilde que había llevado en Merain. Tanto los consejeros como la propia reina se habían mostrado comprensivos con dichas circunstancias, procurando facilitarme las cosas, pero un recurrente pensamiento no dejaba de atosigarme mientras intentaba demostrarles que estaba poniendo de mi parte: iba a fallar. De un modo estrepitoso.
Jamás estaría a la altura de lo que todos ellos esperaban de mí.
Sacudí la cabeza, obligándome a apartar esas imágenes de mi mente, y tomé una vieja capa que solía emplear para cubrirme y pasar aún más desapercibida. Además de ayudarme a mantener el calor dentro de la cripta.
Con una última mirada de despedida a Faye, me puse la prenda y abandoné en silencio mis aposentos.
❧
Solté un suspiro y apoyé la nuca contra la pared de mi espalda, sin apartar la mirada del sarcófago con la imagen del rey Malmin. El silencio que reinaba en el interior de la cámara me rodeaba; no sabía el tiempo que llevaba allí, sin mediar palabra. El tiempo parecía perder su sentido cuando estaba en aquel lugar, en compañía de los fantasmas y los ausentes.
Aquel rincón del palacio, por retorcido que pudiera parecer, había terminado por convertirse en un refugio para mí.
Entre aquellas cuatro paredes de piedra parecía encontrar la paz que no hallaba en los pisos superiores. En aquella habitación podía escapar de la constante atención que recibía por parte de casi todo el mundo. Allí no tenía por qué ser Vesperine, la princesa que había regresado milagrosamente de la muerte; allí podía escapar del peso de las responsabilidades que llevaba aparejado mi título.
Allí podía permitirme ser únicamente Verine... o lo que quedaba de ella.
Cada día que pasaba en Aramar, en aquella nueva vida que parecía haberme recibido con los brazos abiertos, podía sentir cómo esa parte de mi persona iba desvaneciéndose. Ya no solamente era la imagen que me devolvía la mirada desde el espejo, sino la misma esencia de quien fui en el pasado.
En ocasiones así me preguntaba cómo reaccionaría Altair cuando nos reencontráramos. Si, al ver quién era en realidad, todo cambiaría entre los dos.
No sabía qué sucedería en ese momento.
Y un pequeño fragmento en mi interior temía a la posibilidad de que mi mejor amigo pudiera rechazarme.
—No quiero perderlo... Él es importante para mí —reconocí en un susurro, hablando a la cámara vacía—. Le quiero.
Pero no sabía si eso sería suficiente para Altair. Había visto el odio en sus ojos en las celdas de Merain, después de negarle ayuda a la fae prisionera; había percibido su visible recelo a la hora de confiar en Rhydderch y Calais cuando los liberamos en Antalye. Y había sido testigo de las heridas que arrastraba tras la desaparición de Gareth y Brianna... cuyos responsables, muy posiblemente, pertenecieran a mi misma sangre.
Me incorporé con todo el cuerpo entumecido a causa de las horas que llevaba en la misma postura. Con pasos titubeantes, me acerqué a la tumba de mi padre y rocé su rostro de piedra con el dorso de los dedos.
—Ojalá estuvieras aquí —le susurré, con un nudo en la garganta—. Quizá las cosas hubieran sido distintas... Quizá tú podrías haberla detenido...
Tras aquellas palabras de despedida, dirigí mis pasos hacia la puerta, pero me quedé congelada cuando creí escuchar el eco de unos pasos al otro lado, en el pasillo. Conteniendo el aliento, espié por la fina ranura que había conseguido abrir antes de la repentina interrupción; transcurrieron unos segundos sin que divisara nada sospechoso. Hasta que la inconfundible silueta de alguien que iba con prisa cruzó por delante de la cámara en la que estaba refugiada, provocándome un ligero sobresalto.
Brindándole unos instantes de ventaja, abandoné la sala y salí al pasillo con la intención de descubrir la identidad de la persona que había bajado hasta allí a esas intempestivas horas de la noche. El eco lejano de sus pasos me guio a través del corredor de piedra, obligándome a internarme en las profundidades de aquel nivel al que no todo el mundo tenía libre acceso.
Mi corazón arrancó a latir con violencia al descubrir algunas antorchas ardiendo en una ordenada hilera, como una discreta señal luminosa para que siguiera adelante. El sonido de las botas de la persona a la que estaba siguiendo se había apagado ligeramente, lo que inclinaba a pensar que, con toda probabilidad, le había perdido el rastro; sin permitirme un atisbo de duda, atravesé el pasillo iluminado hasta alcanzar una discreta puerta de madera. Parecía antigua, aunque no llamaba demasiado la atención; cualquiera podría creer que se trataba de otra cámara como la que había dejado atrás.
Me acerqué con cautela, comprobando que los alrededores se encontraran vacíos.
Aquella zona tan alejada me resultaba por completo desconocida. Ni siquiera sabía si mi madre era consciente de su existencia, si sabría qué ocultaban allí las salas que había instaladas.
No tuve tiempo de continuar elucubrando sobre qué podían esconder las cámaras de aquel recóndito nivel, ya que me vi en la obligación de encontrar refugio cuando escuché movimiento al otro lado de la puerta. Con el pulso desbocado por el temor a ser descubierta, traté de fundirme con la oscuridad allí donde la luz de las antorchas no alcanzaba.
Los segundos parecieron alargarse hasta convertirse en horas mientras esperaba escondida, intentando descubrir la identidad del misterioso explorador nocturno. Apreté los puños cuando una de las puertas se abrió con un chirrido, seguido por el inconfundible sonido de los pasos que me habían guiado hasta allí.
Un ramalazo de sospecha se entremezcló con la rabia que sentí al reconocer al fae que regresó al pasillo, con una expresión sombría y el ceño fruncido. Me obligué a permanecer entre las sombras, atenta a cada uno de sus movimientos.
¿Qué era lo que escondía lord Ardbraccan en aquel lugar?
Aguardé en silencio a que el consejero de mi madre se alejara, desvaneciéndose de regreso a la zona menos recóndita de aquel nivel de las entrañas del palacio. El corazón retumbaba dentro de mi pecho, notaba la garganta reseca y las piernas inestables; el comportamiento sospechoso del lord no había hecho que incrementar mi recelo hacia aquel fae y, quizá, me había dado lo que tanto deseaba: más información que pudiera ayudarme contra la mano derecha de la reina.
Cuando el silencio se impuso de nuevo, di un trémulo paso hacia la puerta de la que había visto salir a lord Ardbraccan. Fruncí el ceño al comprobar que no estaba bloqueada; mi mano tembló cuando empujé la hoja de madera, haciendo que chirriara levemente.
Tragué saliva de golpe al encontrarme con una cámara que se asemejaba a un estudio privado. Estudié las altas estanterías que cubrían las paredes de piedra, además del escritorio del fondo y la enorme mesa en el centro de la estancia; un sonido estrangulado brotó de mi garganta cuando alcé la vista, topándome con un retrato colgado sobre una vieja cómoda.
En ella podían observarse a tres fae: dos hombres y una mujer. Me llevé una mano a la garganta de manera inconsciente, incapaz de apartar la mirada de la fae que se encontraba situada entre sus dos compañeros: tenía el cabello rubio suelto, cayéndole con elegancia sobre los hombros; el vestido que llevaba era una prenda lujosa, propia de la gente noble... o de la propia realeza. La mano del artista había logrado plasmar sus ojos dorados, que parecían juzgarme desde el lienzo. Aquella versión joven de la fae que había conocido hizo que mi estómago se encogiera de la impresión.
Porque no era complicado reconocer los rasgos de Ayrel en aquella pintura.
Aparté mi atención de ella y estudié a los otros dos fae que la acompañaban, ambos parecían rondar la misma edad que la Dama del Lago. El joven que se encontraba a su izquierda compartía con Ayrel el cabello rubio, aunque el suyo era mucho más oscuro y le llegaba hasta la mandíbula; su cuerpo corpulento bajo las lujosas prendas delataba que se ejercitaba. Su rostro era casi cuadrado, de facciones marcadas; sus ojos plateados eran mucho más duros que los de su compañera.
El tercer integrante de aquel extraño grupo, y que se encontraba a la derecha de Ayrel, llamó mi atención por algún extraño motivo: a pesar de su visible atractivo, no podía compararse con el de los otros dos. Su complexión era mucho más delgada que la de su compañero; tenía el rostro fino y alargado, con unos labios finos que estaban fruncidos en una fina línea. Su cabello negro estaba cortado a la altura de sus orejas, dejando al aire las afiladas puntas de sus orejas.
Pero lo que más atrapaba era la fría mirada oscura, prácticamente negra, que tenía en el retrato.
Sufrí un escalofrío al contemplar aquellos iris, que parecían confundirse con las pupilas, y retrocedí un paso. La confusión me embargó mientras seguía estudiando el retrato, sin entender por qué Ayrel aparecía allí y quiénes eran sus dos acompañantes.
Mis manos dieron con el borde de la mesa de madera del centro de la habitación y yo me aferré a él con fuerza, clavándomelo hasta hacerme daño. Mi respiración se escapaba en rápidos jadeos y notaba mi pulso acelerado. Miles de preguntas no dejaban de sucederse en mi mente, pero no era capaz de responder a ninguna de ellas. ¿Por qué lord Ardbraccan tenía ese retrato? ¿Qué era lo que escondía el consejero en aquel lugar, que cada vez se me asemejaba más a una guarida?
Con esfuerzo, conseguí dejar de observar el retrato, centrándome en seguir estudiando el resto de la estancia. Mis ojos se distrajeron con la multitud de libros que llenaban las estanterías; sus lomos casi ajados delataban su antigüedad, además del ligero aroma a viejo que podía apreciarse en el ambiente. Aún con el pulso acelerado, me acerqué a una de las estanterías, pero por el rabillo del ojo descubrí algunos papeles dispersos en el escritorio que había al fondo de la habitación.
Reconocí vagamente la letra que llenaba los pergaminos: era la misma con la que lord Ardbraccan me había pedido que nos encontráramos en la escueta nota que me hizo llegar.
Sin embargo, no entendí el contenido. Parecían notas de algún tipo de investigación... o de una búsqueda; tras unos segundos leyendo, reconocí un nombre en concreto: Merahedd. Era el reino de Altair.
Mi antiguo reino.
Con un temblor recorriéndome de pies a cabeza, continué indagando en el contenido del escritorio. Empecé a unir piezas al reconocer más nombres familiares, que pertenecían a los otros Reinos Humanos: al parecer, lord Ardbraccan parecía estar íntimamente vinculado con la búsqueda de los arcanos. Era evidente que estaba al corriente de los planes de mi madre, ayudándome de un modo activo a seguir cualquier pista que pudiera guiarles hacia aquellos poderosos artefactos mágicos.
Estudié de nuevo mi entorno, con el corazón retumbándome en los oídos. El arcano que habíamos robado a Alastar había desaparecido junto con Altair y mis amigos; aquella habitación era una prueba de la vinculación de Elphane... ¿Estaría allí escondido? ¿La reina le habría pedido a su mano derecha que lo ocultara en aquella recóndita estancia donde el lord guardaba... todas aquellas cosas?
Me humedecí los labios, dejando que mi mirada recorriera el interior de la cámara con un deje nervioso. Si la reina había dejado en manos de su consejero la misión de ocultar el arcano, aquella habitación podría ser el escondite perfecto... Al igual que también sería el lugar idóneo para retener a los rehenes que habían tomado durante la emboscada a la comitiva que había estado viajando desde Antalye en dirección a Qangoth.
Mi pulso tronó con fuerza en mis oídos al valorar la posibilidad que merodeaba dentro de mi cabeza. Recorrí de nuevo cada rincón de la estancia, topándome con un par de discretas puertas que podían ser fácilmente pasadas por alto si no prestabas la suficiente atención.
Con las piernas temblorosas, me dirigí a una de ellas, aferrándome al picaporte hasta hacerme daño. Un insistente zumbido se instaló en mis oídos, entremezclándose con mi propia respiración.
El tiempo pareció detenerse a mi alrededor.
Y yo abrí aquella puerta con decisión, notando cómo la sangre se congelaba dentro de mis venas cuando atisbé, entre la penumbra, lo que ocultaba aquella habitación.
Cuerpos.
Cuerpos atrapados en distintos recipientes, algunos mostrando distintos grados de descomposición.
Noté un sabor amargo en la boca, las náuseas retorciéndose con violencia en la boca de mi estómago, cuando me adentré un paso más en aquella horrible cámara mortuoria. Jadeé al descubrir que, muchos de aquellos cuerpos, parecían pertenecer a humanos, pues los extremos de sus orejas eran redondeados.
Continué avanzando, internándome paso a paso, hasta que alcancé una zona despejada... diferente al resto de la habitación. Allí solamente había un sarcófago de cristal, que permitía ver con absoluta claridad el cuerpo que lo ocupaba; mi corazón dio un vuelco a toparme con el rostro de un joven que parecía encontrarse plácidamente dormido.
Estudié su expresión apacible, sus rasgos... que me resultaban familiares. Fruncí el ceño, tratando de descifrar por qué parecía haber algo en él que no me resultaba del todo ajeno; que me hacía sentir que no era un completo desconocido.
Parecía rondar mi edad, quizá un par de años más mayor. Su cabello castaño estaba recortado, haciendo que sus orejas redondeadas delataran su auténtica naturaleza; sus facciones eran suaves, haciendo que su nariz recta destacara junto a sus carnosos labios. Tenía las manos unidas sobre el pecho.
«¿Quién eres? —me pregunté, absorta en la extraña visión que representaba. Casi parecía haber sido sacado de una de las viejas historias que solía contarnos a los niños del orfanato la señora Budwist—. ¿Por qué pareces tan diferente... al resto?»
Movida por un extraño impulso, apoyé la palma sobre la superficie de cristal. Mi magia pareció despertar con demasiada violencia ante el contacto, arrancándome un gemido de dolor. No me costó mucho llegar a la conclusión de que aquel sarcófago estaba imbuido en magia... magia antigua. Me pregunté si así era como Rhydderch y algunos miembros de su familia me habían percibido, con esa extraña sensación retorciéndose en el fondo de mi ser, como una pesada capa que parecía envolverlo. Esa sensación de que había algo antiguo y poderoso rodeando aquel cuerpo tan perfectamente conservado.
No conseguía dar con un motivo que pudiera explicar qué tenía aquel humano de especial. Por qué lord Ardbraccan habría empleado magia para tenerlo allí guardado, protegiéndolo de que el tiempo pudiera hacerle lo mismo que a los otros cuerpos que había visto en distintos recipientes.
Atrapada en aquella vorágine de preguntas sin respuesta, no fui consciente del ligero temblor que pareció sacudir una de las manos del cuerpo. Cuando mi mirada buscó de nuevo su pacífico rostro en calma, un grito de horror se quedó atascado a mitad de mi garganta.
Porque el chico del ataúd tenía los ojos abiertos.
Y estaba mirándome fijamente a mí, como si pudiera verme a través del cristal de su reducida e incómoda prisión.
No pude apartarme: algo parecía mantener mis pies clavados en el suelo y mi mano apoyada sobre la tapa. Aturdida y horrorizada a partes iguales, lo único que pude hacer fue contemplar cómo el humano movía los labios, pronunciando una sola palabra.
«Ayúdame.»
* * *
Sé que he estado algo ausente estas semanas pasadas, pero, sincertamente, no estoy atravesando un buen momento en mi vida personal y lo último que me apetecía era escribir. Estoy empezando a hacerlo poco a poco, por lo que es posible que las actualizaciones se vuelvan inconstantes.
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