❧ 107
Rhydderch no dudó un segundo en tomarme en brazos para sacarme de aquel despacho. Arropada entre ellos, dejé que me llevara consigo; en algún momento me encontré con la cabeza apoyada en su pecho, escuchando el acelerado latido de su corazón en mi oído, delatando que la aparente tranquilidad no era más que una fachada.
Con el cuerpo aterido y mi mente embotada, el trayecto me resultó difuso. No supe a dónde nos había conducido hasta que me depositó con cuidado sobre una superficie mullida que, tras unos segundos, intuí que era el colchón de una cama.
Pestañeé para despejarme, descubriendo un entorno que no me resultaba del todo familiar.
Era un dormitorio, evidentemente.
Pero no uno que hubiera visitado antes.
Me obligué a focalizarme en el príncipe fae, quien se había quedado reclinado sobre el colchón para escrutarme con sus preocupados ojos ambarinos. Lo sucedido con la reina hizo que me llevara de forma inconsciente una mano al cuello, con el eco de sus crueles palabras resonando en mis oídos.
Nicnevin había estado dispuesta a introducirse a la fuerza en mi cabeza, a usar su poder para... ¿Para hacer qué? Tenía la confirmación que buscaba sobre la implicación de Elphane en la emboscada a nuestro grupo de viaje; también la confesión de lo que había estado haciendo mis antepasados, tratando de hallar los arcanos.
El recuerdo de la oscuridad de la reina enroscándose a mi alrededor, transformándose en unos fuertes grilletes, hizo que un escalofrío sacudiera mi cuerpo. No era la primera vez que me veía desvalida frente a la magia; Darlath había usado su poder para tomarme con la guardia baja y luego deshacerse de mí.
Y yo, de nuevo, no había podido hacer nada.
Me había quedado en aquel rincón del despacho, contemplando con horror cómo aquella negrura estaba lista para abalanzarse sobre mí. Anclándome y manteniéndome inmovilizada para allanar el camino a mi madre.
El roce del dorso de la mano de Rhydderch contra mis nudillos hizo que saliera de golpe de mis pensamientos, centrando mi mirada en su rostro.
—¿Estás herida? —su pregunta salió atropellada, con un deje de miedo en la voz.
Negué con la cabeza.
—Lo único que intentaba era meterse dentro de mi mente —añadí en un murmullo, aún conmocionada.
La noche que lord Ardbraccan nos condujo a ese mismo despacho intentó hacer lo mismo, pero Rhydderch la interceptó a tiempo, comprendiendo sus intenciones. En aquella ocasión, de no haber sido de nuevo gracias al príncipe fae... No sabía qué era lo que hubiera conseguido. ¿Borrar mis recuerdos? ¿Manipularme...? Me resultaba desconocido el alcance de ese tipo de poder, más allá de cómo Rhydderch lo había empleado con mi consentimiento para obtener respuestas sobre mi pasado.
El príncipe se mordió el labio inferior, como si estuviera dándole vueltas a algo dentro de su propia cabeza.
—Creo que deberíamos volver a Qangoth —dijo tras unos segundos de debate interno.
—¿Volver...?
Rhydderch asintió con severidad.
—Elphane no es un sitio seguro, Verine —hizo una pequeña pausa—. Incluso para ti.
Me pregunté si aquella decisión habría sido a causa del ataque de la reina o si habría visto indicios antes. Sin embargo, sabía que el príncipe estaba hablando absolutamente en serio.
—No puedo irme. No puedo abandonar a mis amigos.
Tampoco podía hacerlo ahora que mi madre había decidido ser cruelmente sincera conmigo; aunque no hubiera sido demasiado específica respecto de mi acusación sobre el príncipe heredero de Merahedd. Si existía alguna posibilidad de que Gareth estuviera allí, preso... Altair había arriesgado mucho por descubrir esa verdad, y yo estaba dispuesta a ayudarle a saber si su primo seguía con vida.
Prisionero de la reina Nicnevin.
Rhydderch estrechó mi muñeca y se inclinó hacia mí.
—Este sitio está... está mal, fierecilla —me sorprendió descubrir que él también parecía haberse dado cuenta de ello, de la extraña sensación que parecía impregnar el aire—. Por no mencionar a tu madre. Hay algo... algo oscuro en ella.
Lord Ardbraccan nos advirtió a nuestra llegada, antes de conducirnos hacia su presencia, sobre el estado de la reina. Dijo que la pérdida la había trastornado, que aún cargaba con algunas heridas del pasado... ¿Acaso estaba refiriéndose a eso? ¿A esa extraña dualidad de personalidad que mostró? Porque, durante un segundo, tuve la alocada idea de que pudiera estar frente a otra persona y no ante la reina que me había acogido con los brazos abiertos, agradeciendo a los antiguos elementos por haberme llevado de vuelta a casa. Viva.
—No puedo irme —repetí a media voz.
Ahora que sentía que las respuestas que necesitaban estaban más cerca no podía permitirme abandonar.
Rhydderch mostró su desacuerdo frunciendo los labios, pero no insistió para que cambiara mi decisión. La preocupación no había abandonado todavía sus ojos ambarinos; él había sido testigo del ataque de la reina Nicnevin. Él había tenido que usar su magia para protegerme de ella.
Sus dedos volvieron a estrechar mi muñeca y pude ver un dejo de desesperación en aquel sencillo gesto.
—Quiero que me prometas algo, Verine —me pidió y yo me quedé en silencio, a la espera y con el corazón latiéndome con fuerza dentro de mi pecho—: si vuelve a suceder algo así... Déjame sacarte de Elphane. Déjame ponerte a salvo. No me pidas que te deje aquí, no cuando tu propia madre es una amenaza para ti.
❧
El eco de la promesa que le hice a Rhydderch me acompañó el resto de la noche. Con cierta reticencia, el príncipe fae me permitió regresar a mi propio dormitorio tras asegurarse de que el shock de lo sucedido en el despacho de la reina hubiera remitido, permitiéndome recuperar parte del control sobre mis pensamientos... y emociones.
A la mañana siguiente fue mi doncella, Uriella se llamaba, quien me despertó con cautela, mostrándome un mensaje cerrado dirigido a mi persona. Con el corazón aporreándome dentro del pecho por desconocer quién era el remitente, tomé con cuidado el papel y rasgué el sello de cera.
Tragué saliva al toparme con apenas un par de líneas manuscritas que delataban lo certera que era la persona que lo había escrito.
Una sensación extraña se enroscó en la boca de mi estómago mientras le pedía a mi doncella si podía ayudarme a vestirme. Una vez estuve preparada, abandoné mis aposentos con paso firme, pero ese ápice de valor que había reunido en el tiempo que Uriella se encargaba de ponerme presentable pareció abandonarme cuando mis pies se detuvieron frente a las puertas de madera que conducían al comedor en el que me había reunido con mi madre y, en una ocasión, con lord Ardbraccan.
No llamé.
Empujé con decisión la hoja de madera y contemplé con una mezcla de sorpresa y decepción a la persona que ocupaba la cabecera de la mesa, la silla de la reina Nicnevin. Los ojos grises —casi plateados— del consejero de mi madre me estudiaron con una seriedad inusitada, provocándome un ligero estremecimiento. No me gustaba aquel fae; había algo en él que me producía cierto rechazo... pero a la vez cierta familiaridad. ¿Quizá era mi cuerpo advirtiéndome de que no era un desconocido?
—Vesperine —entrecerré los ojos cuando se dirigió a mí por mi nombre, no por mi título—. Agradezco que hayas aceptado mi invitación.
Di un paso hacia el interior del comedor y la puerta se cerró a mi espalda con un golpe seco.
—Sed igual de claro y conciso que vuestra nota, lord Ardbraccan —le exigí, dirigiéndome hacia la silla vacía de la otra cabecera de la mesa.
—Os advertí del estado de la reina, tanto al príncipe de Qangoth como a ti —me recordó lord Ardbraccan, apoyando la mano sobre la mesa y tamborileando los dedos—. Y veo que has desoído mis advertencias, presionándola hasta llevarla al límite.
De mis labios brotó un sonido de incredulidad.
—¿Estáis acusándome de haberla... atacado, de algún modo, para que reaccionara con tanta brutalidad? —mi voz tembló a causa de la rabia.
El dedo índice del lord golpeó rítmicamente la madera, haciendo que ese mero sonido me crispara hasta niveles insospechados.
—¡Ella intentó atacarme a mí! —le grité al ver que no decía nada—. Usó su magia para inmovilizarme y así poder hacer conmigo lo que quisiera.
Lord Ardbraccan levantó una ceja en un gesto dubitativo.
—¿Estás segura de ello, Vesperine? —su voz bajó hasta convertirse en un tono sedoso, casi embaucador—. Porque yo guardo otra imagen muy distinta; una imagen donde descubrí a la reina en el suelo, aturdida, mientras una ola de oscuridad estaba a punto de cernirse sobre ella...
—Eso no fue lo que sucedió —siseé, apretando los puños al mismo tiempo que una molesta pulsación se extendía por mis venas.
Una media sonrisa se formó en los labios del lord, quien inclinó la cabeza con una mirada calculadora.
—¿Ah, no? —me preguntó con suavidad—. ¿Y qué versión de la historia crees que es más plausible, Vesperine? ¿La mía... o la vuestra? Dudo mucho que al Consejo le haga la menor gracia descubrir que un príncipe extranjero, al que nuestra monarca ha dado cobijo y lo que convertido en su invitado, ha estado dispuesto a atacar a nuestra reina por órdenes de la recién llegada princesa de Elphane —un jadeo de horror vibró en mi garganta al ver cómo lord Ardbraccan involucraba a Rhydderch—. Por no mencionar en cómo te afectaría directamente a ti, Vesperine. Cualquiera pensaría que has regresado para hacerte con la corona...
—Deja a Rhydderch al margen —le advertí con un tono peligroso que sólo consiguió encender la mirada del fae.
Lord Ardbraccan se levantó de la silla en un movimiento lento y premeditado. Mi cuerpo se tensó al ver cómo sus pasos lo acercaban a mí, aún con esa mueca de superioridad que delataba lo seguro que estaba de su victoria.
Cuando llegó a mi lado, nos contemplamos el uno al otro.
—Lo dejaré al margen siempre y cuando tú te comportes como se espera de ti, Vesperine —me dijo en un susurro amenazador—: callada y servicial. El ejemplo perfecto de agradecida y amorosa hija que ha vuelto a los brazos de su madre.
Abrí la boca para responderle.
—Piénsalo bien antes de tomar una decisión al respecto —se me adelantó el lord, arrebatándome la voz al comprender que lord Ardbraccan había convertido a Rhydderch en un objetivo.
❧
No comprendía los juegos de la corte. Aquel nunca había sido mi mundo y, mucho menos, mi terreno de batalla; mi encuentro anterior con lord Ardbraccan había sido una prueba más de ello.
Y ahora había hecho que el príncipe de Qangoth se viera involucrado, cuando lo único que había hecho Rhydderch fue intentar salvarme de mi propia madre.
Sin embargo, el consejero de la reina había estado en lo cierto al señalar que, de las dos versiones de la historia, tanto Nicnevin como lord Ardbraccan tendrían todo a su favor, pese a que el maldito fae tergiversara la realidad. Nadie nos creería a Rhydderch y a mí; nadie iría contra la reina, como tampoco pondrían en duda su palabra.
Lord Ardbraccan había abandonado el comedor poco después de su advertencia final, dedicándome una candorosa sonrisa que me había dejado con un extraño frío aferrándose a mis huesos. Yo me había desplomado sobre la silla, quedándome allí sentada mientras repasaba de nuevo la conversación que habíamos mantenido dentro de mi cabeza.
Una y otra vez.
Una y otra vez viendo cómo mis escasas habilidades habían condenado a Rhydderch, haciendo que el consejero de la reina estuviera dispuesto a acusarlo de algo tan grave que podría ser considerado traición.
Con la mirada perdida al otro lado de la mesa, pensé en la delicada posición en la que me encontraba. No podía acudir al Consejo a compartir lo que había sucedido la noche anterior; la amenaza de lord Ardbraccan flotaba sobre mi cabeza, reproduciéndose con tono de burla.
«Lo dejaré al margen siempre y cuando tú te comportes como se espera de ti, Vesperine...»
Un temblor sacudió mi cuerpo al pensar en qué sucedería si el consejero de mi madre decidía cumplir con su palabra, usando a Rhydderch como carnaza. Apreté los puños con frustración, recordando la promesa que le había hecho al príncipe fae la noche anterior, mientras me refugiaba en su cuarto.
«... Déjame sacarte de Elphane. Déjame ponerte a salvo. No me pidas que te deje aquí, no cuando tu propia madre es una amenaza para ti...»
El sonido de la puerta sacudiéndose hizo que volviera de golpe de mis pensamientos. Moviéndome como un resorte, me apresuré a levantarme de la silla y a encontrar refugio en uno de los rincones de la sala, escondiéndome tras las pesadas cortinas y las exuberantes plantas que había cerca de ellas, junto a los ventanales.
El corazón se me detuvo al reconocer a las dos personas que cruzaron el umbral. El aspecto que presentaba la reina denotaba cansancio y cierto... desgaste; su rostro parecía estar demacrado y su mirada, apagada. Dejó que lord Ardbraccan la guiara como a una niña hasta su asiento, provocando que aquella cercanía me diera náuseas.
La actitud servicial del consejero también me produjo incomodidad, pues no podía evitar pensar en nuestro encuentro. En lo diferente que había resultado del hombre al que ahora veía encargándose de su reina.
—Avisaré al servicio para que sirvan el desayuno, Majestad —le comunicó lord Ardbraccan.
La mano de mi madre se aferró a la manga de la camisa del fae, reteniéndolo durante un instante.
—¿Vesperine no nos acompañará? —le preguntó, con un hilo de voz.
Una pequeña parte de mí se sintió conmovida por la fragilidad que transmitía Nicnevin. Sin embargo, aquella sensación se evaporó cuando el recuerdo de sus grilletes de oscuridad pareció estrecharme de nuevo, anclándome al suelo mientras su imponente figura se alzaba frente a mí, con una fría sonrisa en los labios.
Quizá aquello no era más que otra lograda actuación, aunque no entendía por qué debía fingir ante su consejero. Su hombre de mayor confianza dentro de la corte.
Fruncí el ceño al ver a lord Ardbraccan negar con la cabeza con aire fatigado.
—La princesa no ha abandonado en toda la mañana sus aposentos, Majestad —contestó sin que le temblara el pulso lo más mínimo.
Nicnevin soltó la manga del consejero y se masajeó las sienes con un gesto que delataba dolor.
—Ella parece saberlo todo —le confió y mi corazón dio un vuelco.
Lord Ardbraccan frunció el ceño y tomó asiento. Desde aquella posición solamente podía contemplar su perfil y el modo en que contemplaba a la reina: con el mismo brillo calculador con el que me había observado a mí.
—¿Creéis que él también está al corriente? —preguntó entonces el consejero.
La reina apretó los labios hasta formar una fina línea.
—No estoy segura del todo —reconoció tras unos segundos en silencio, meditando su respuesta. Tuve que hacer un esfuerzo para continuar inmóvil, controlando mi propia respiración para evitar que pudieran descubrirme.
Lord Ardbraccan apoyó los codos sobre la mesa, uniendo las manos para apoyar sobre ellas su puntiaguda barbilla. El ambiente del comedor pareció enrarecerse mientras el consejero se limitaba a contemplar a mi madre. ¿De quién estaban hablando...?
—Es un riesgo que no podemos correr.
—No podemos deshacernos de él, Ardbraccan —le espetó con dureza la reina, comportándose, por unos segundos, como la mujer a la que me enfrenté la noche anterior—. Ya tenemos suficientes problemas acechando en el horizonte si es verdad que la persona que descubrió el blasón es el príncipe heredero de las Tierras Salvajes.
—Ya sabéis mi opinión, Majestad, respecto a ese tema —repuso el consejero con tono casi aburrido—. Si la reina de las Tierras Salvajes decide hacer algo, contamos con el apoyo de Antalye. Alastar está dispuesto a señalar a las Tierras Salvajes como responsable de la liberación de los humanos, de haberse introducido en su propio reino con el propósito de llevarse a los prisioneros sin motivo alguno. Qangoth estaría en una posición demasiado vulnerable, sabiendo la amenaza que suponen los Reinos Humanos para nosotros y, más aún, después de que hubieran atravesado la frontera hacia nuestros propios territorios.
Contuve un jadeo de horror al escuchar las maquinaciones entre lord Ardbraccan y la reina de Elphane para sortear el peligro que suponían las Tierras Salvajes, si la madre de Kell optaba por buscar una retribución por el ataque a su heredero. Me oculté aún más entre las cortinas, presionando mi espalda contra la pared para pasar inadvertida.
—Entonces, ¿qué propones que hagamos con el príncipe de Qangoth? —le preguntó la reina con un timbre irritado.
Lord Ardbraccan se acomodó en su silla, lanzándole una sonrisa cómplice a Nicnevin.
—Ofrecedle a la princesa —respondió con simplicidad—. Mantengámoslo aquí, donde podamos vigilarlo y controlar todos y cada uno de sus movimientos. Donde sepamos que no puede convertirse en un riesgo.
El rostro de la reina se retorció.
—¿Que le ofrezca a Vesperine? —no parecía muy convencida con la idea que su mano derecha había dejado sobre la mesa.
El fae extendió las palmas encima de la madera, sin perder en ningún momento la sonrisa.
—Ofrecedle un compromiso con ella —precisó, haciendo que mi estómago diera un vuelco por la frialdad con la que expuso su plan para retener a Rhydderch—. Cualquier fae estaría honrado de recibir una proposición así, incluso un príncipe. Reuniros con el joven y exponedle la idea; maquillad la situación como una recompensa por haber traído a la princesa de regreso a Elphane. Si es un chico inteligente, que no lo dudo, seguro que no dejará pasar la oportunidad...
Me asqueó el modo en que lord Ardbraccan planteó un asunto tan importante como un compromiso, cosificándome hasta el punto de compararme con una recompensa. Como un premio con el que agradecer a Rhydderch su buena acción.
Lo que me asqueó aún más todavía fue saber que todo aquello no era más que un astuto movimiento para convertir al príncipe fae en un prisionero, aunque quisieran hacerlo ver como una bonita y poderosa futura unión.
Por unos segundos deseé que mi madre desestimara el plan de lord Ardbraccan... pero la reina permaneció en silencio, con gesto ausente.
Como si estuviera valorando seriamente la posibilidad de seguir las directrices de su consejero y ofrecerme como carnaza.
* * *
Lord Albahacas mostrando que empieza a oler un poco a podrido...
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