❧ 106
Tardé unos segundos en reaccionar y arrastrarnos a ambos hacia un rincón lo suficientemente oscuro del vestíbulo para que nuestra presencia pasara desapercibida. Rhydderch se pasó una mano por el cabello, nervioso; me fijé en que llevaba prendas mucho más elegantes que las que le había visto usar aquella misma mañana, lo que delataba que la reina parecía haberle mandado aquel atuendo.
—Me han reconocido como heredera.
Aún me costaba asimilarlo, y más aún después de haberme visto atrapada entre las redes de algunos miembros de la corte.
El príncipe fae asintió, sin parecer muy sorprendido por la evidente noticia. No habíamos tenido tiempo de vernos, ni siquiera después de que el Consejo diera por concluida la urgente sesión que había convocado lord Ardbraccan por órdenes de la reina.
En la penumbra pude atisbar que su expresión no parecía indicar que tuviera alguna novedad respecto a su misión mientras yo permanecía en la sala junto a mi madre y sus consejeros. Presioné las palmas de mis manos contra los muslos, conteniendo las ganas de apoyarlas sobre el pecho del príncipe fae; los nervios que no habían dejado de retorcerse en el fondo de mi estómago durante toda la noche parecieron duplicarse ante el comportamiento de Rhydderch.
—¿Rhy...? —empecé con un tono titubeante y la boca repentinamente seca.
—No hay ni rastro de ellos, Verine.
Mi cerebro tardó unos segundos en entender lo que mi aliado estaba intentando decirme. Agradecí que hubiera optado por ser directo, pero sus palabras me sentaron como si una losa de piedra se instalara sobre mi pecho.
—No es posible —murmuré.
Kell había visto el blasón del escudo de Elphane en uno de los fae que habían formado parte de la emboscada en la que habían caído Calais, el príncipe extranjero y sus hombres. Era evidente que mi madre tendría que haberlos enviado, que Altair y mis otros amigos tendrían que haber terminado en las mazmorras de palacio... Me resultaba muy complicado pensar que pudiéramos haber estado equivocados desde el inicio.
No podía creer que todo aquel viaje hasta Elphane hubiera sido en vano.
Las manos de Rhydderch me tomaron por los brazos con cautela, atento a la expresión desolada de mi rostro. Mi mente estaba en suspenso, repitiendo las noticias del príncipe fae sobre el resultado de sus pesquisas.
—Kell vio el escudo —verbalicé aquel detalle, aferrándome como si fuera un clavo ardiendo—. La descripción coincidía con nuestro escudo...
—Sólo he tenido oportunidad de echar un vistazo al primer piso inferior —Rhydderch intentó suavizar el mazazo de su infructuosa búsqueda—. No está todo perdido.
Pero quizá sí lo estaba. No conocía bien aquella zona de palacio, por lo que no podía serle de mayor ayuda; al contrario que Antalye, que tenía un edificio independiente para las celdas, aquel palacio las tenía en los niveles inferiores. En las cámaras subterráneas.
Empecé a temblar inconscientemente, pensando en mis amigos y en su paradero.
Entonces un fogonazo cruzó mi mente, dando forma a una peligrosa idea.
Una idea que involucraba a mi madre y exponer sus secretos.
Retrocedí un paso y las manos de Rhydderch cayeron hasta sus costados. Su mirada ambarina no se apartaba de mí, estudiándome como si supiera que había algo rondando dentro de mi cabeza.
Sin mediar palabra, di media vuelta y me dirigí de nuevo hacia el salón donde estaba celebrándose aquella fiesta en mi honor. A mi espalda podía sentir la presencia del príncipe fae, el desconcierto por mi inesperada reacción. No obstante, no trató de detenerme, sino que se limitó a respaldarme mientras atravesaba la multitud con un objetivo en mente.
Oteé a los invitados, sin detenerme, sin encontrar a mi objetivo. Mi vista recorrió los grupos de invitados hasta que tropezó con alguien que podría arrojar algo de luz sobre la persona a la que buscaba.
Lord Ardbraccan me dedicó una mirada cargada de satisfacción antes de descubrir que no iba sola. Sus ojos grises alternaron entre Rhydderch y yo con una expresión casi calculadora; nuestra conversación pareció flotar entre ambos, recordándome el precio de haber sido reconocida heredera.
—Quiero ver a mi madre.
Noté al príncipe fae tensándose a mi espalda. El consejero se limitó a entrecerrar los ojos en mi dirección, profundizando el brillo calculador que había visto en su mirada unos segundos antes.
—La reina ha tenido que retirarse —me informó, sin darme más detalles al respecto.
Fruncí el ceño por lo poco comunicativo que parecía lord Ardbraccan.
—Y yo he de tratar un asunto de suma urgencia —insistí, dispuesta a no dar mi brazo a torcer.
El consejero se mostró precavido y receloso ante mi intención de ver a la reina. Casi podía escuchar los engranajes de su cabeza girando mientras intentaba adivinar qué podía haberme empujado a hacerle esa petición.
Rhydderch continuaba en silencio a mi espalda, pero mi cuerpo podía sentir su intensa mirada clavada en mí. Incluso podía percibir el leve eco de su magia palpitando a su alrededor, lista para hacer erupción, de ser necesario.
Tras unos segundos en silencio, en los que valoré seriamente usar un tono menos diplomático, lord Ardbraccan asintió y extendió el brazo en un silencioso gesto para que le acompañásemos.
Dejé que el fae encabezara la marcha, guiándonos a través de la multitud por tercera vez en la noche. Sólo fui capaz de dar un paso antes de que la mano de Rhydderch me tomara por la muñeca, colocándose a mi lado con un gesto contrito.
—Verine, por favor, sea lo que sea que estés planeando... por favor, espera. Espera un momento y pensemos con la cabeza fría —me pidió y pude leer la preocupación en el fondo de su mirada.
—Ambos sabemos cuál es mi propósito aquí, Rhydderch —respondí a media voz, sin romper el contacto visual entre los dos—. Y ha llegado el momento de afrontarlo.
—Fierecilla... —trató de disuadirme el príncipe fae y sus dedos se cerraron aún más sobre las cicatrices de mis muñecas.
—Soy la única que puede enfrentarse a la reina —el pulso se me disparó, obligándome a tomar una bocanada de aire—. Y sabes lo que dijo ella: soy la única que puede ponerle fin a todo esto.
Me escurrí de su agarre con facilidad y salí tras la estela de lord Ardbraccan, ignorando el modo en que Rhydderch pronunció mi nombre. Seguí al consejero al vestíbulo y, desde allí, tomamos el mismo camino que la noche anterior, cuando fuimos conducidos a la última planta, reservada a las estancias privadas de la familia real; no me permití que mi paso titubeara al vernos frente a la puerta que daba al despacho de la reina.
Miré a lord Ardbraccan con un gesto que pretendía ser tajante.
—Podéis regresar a la celebración —le dije, aunque más bien sonó a orden—. Es un tema que quiero tratar en privado.
Mi tono no pareció ser del agrado del consejero; le vi fruncir los labios como única señal de descontento, pero no se atrevió a contradecirme.
Notaba una extraña pulsación en las sienes, alimentada por la frustración de no saber dónde estaban Altair y mis amigos.
Rhydderch permanecía a la zaga, manteniéndose al margen.
—Alteza.
Antes de que tuviera oportunidad de detenerme, cerré mi mano sobre el picaporte y lo giré con energía. La reina se encontraba al otro lado del escritorio y alzó la mirada con sorpresa a causa del estrépito; su rostro estaba pálido y las ojeras resaltaban aún más bajo su mirada gris bordeada de negro.
Cerré la puerta a mi espalda y di un paso hacia ella.
—Creo que es el momento de ser sinceras la una con la otra, madre.
Nicnevin frunció el ceño al escuchar el término que había elegido para referirme a ella; la distancia que parecía marcar entre las dos.
—¿Vesperine...?
Pese a que había acordado con Rhydderch fingir ignorancia... no podía seguir manteniéndolo por más tiempo. No cuando la vida de mis amigos estaba en continuo riesgo gracias a los retorcidos planes de la mujer que estaba frente a mí, observándome con una mezcla de confusión e incertidumbre.
—Lo sé —mi voz sonó firme, lo que me animó a continuar—. Sé que Elphane estuvo involucrado en la desaparición de los humanos que cruzaron la frontera hacia los Reinos Fae. Sé que diste la orden para que los emboscaran. Y sé... sé lo que ha estado haciendo nuestra familia todo este tiempo.
El rostro de la reina se puso lívido y se incorporó de golpe.
—Son acusaciones muy graves, Vesperine —me advirtió con dureza, evaluándome desde su posición.
—No son acusaciones, es la verdad —le recriminé, apretando los puños con fuerza—. Conozco a esos humanos, madre. Yo formaba parte de la compañía que conformaban y que viajó desde Merain con una única misión.
Su expresión se demudó al oírme y esa reacción me animó lo suficiente para dar otro paso en su dirección, acortando las distancias.
—Deja de fingir —exigí con voz firme—. Tu actuación frente al príncipe de Qangoth fue maravillosa, pero cometiste un error muy grave al enviar a tus hombres a emboscarlos y hacerlos desaparecer: hubo alguien que reconoció el blasón de Elphane y ese alguien tiene suficiente poder para declararte la guerra.
Una miríada de emociones atravesó la cara de la reina. En sus ojos apareció un brillo peligroso y, para mi sorpresa, me mostró los colmillos en un gesto amenazante; durante unos segundos me quedé inmóvil, pero me obligué a mantenerse firme.
—Libéralos —le ordené y di gracias de que mi voz no temblara.
Una sonrisa cruel apareció en los labios de mi madre y fue como si estuviera frente a una desconocida. Como si alguien hubiera usurpado su cuerpo; no había en ella nada de la mujer que me había observado con estupefacción hacía unos segundos.
La transformación se produjo en apenas unos segundos.
Contemplé a la reina rodear el escritorio, sin perderme de vista. Mis extremidades se quedaron bloqueadas ante su acecho; Nicnevin se deslizaba por el despacho como un depredador.
—Mi pequeña espina ha resultado ser más afilada de lo que creía en un principio —canturreó y un escalofrío se deslizó a lo largo de mi espalda. En aquel momento no pude evitar pensar en que aquella fae era exactamente como los rumores que escuché en aquellos antros de mala muerte de Merain—. ¿Qué más sabes, drainddu? ¿Qué más escondes en esa cabecita tuya?
—Lo sé todo —respondí.
La tensión fue en aumento entre las dos conforme el espacio se reducía. Me forcé a recordar las palabras de Ayrel, la confianza que había decidido depositar en mí al salvarme del Círculo de Hierro, introduciendo dentro de mi mente la llave que me conduciría a la verdad.
La reina Nicnevin enarcó una ceja, burlona.
—¿Y qué es todo, drainddu? —me desafió, casi sonando condescendiente.
Le sostuve la mirada al mismo tiempo que respondía, bajando la voz una octava:
—El arcano. La búsqueda del Primer Rey —hice una pausa, cogiendo aire—. La misteriosa desaparición del príncipe heredero de Merahedd.
Su fachada pareció quebrarse durante unos breves segundos, con un brillo de desconcierto y confusión. Aquel simple gesto me dejó descolocada, pues era como si estuviera lidiando con dos personas al mismo tiempo. Una máscara calculadora ocupó todo su rostro y la sonrisa que antes había lucido regresó, mucho más cruel y retorcida.
—Lo que has hecho es horrible —la acusé, permitiendo que todo lo que llevaba agitándose dentro de mí saliera en tropel—. Lo que ha hecho nuestra familia es horrible. Y tiene que llegar a su fin.
Nicnevin ladeó la cabeza.
—¿Y quién va a ponerle fin? —me preguntó, con tono meloso.
Alcé la barbilla con una valentía que iba apagándose a cada segundo que transcurría, frente a aquella mujer que había logrado hacerme dudar de todo, demostrando ser una magnífica actriz.
—Yo...
—¿Tú...? —rió ella.
No tuve tiempo de reaccionar: una oleada de oscuridad estalló a nuestro alrededor, abalanzándose sobre mí. Me golpeó con la violencia de una ola, haciendo que mi cuerpo golpeara con violencia el suelo; aturdida por el golpe, apenas registré aquella negrura cubriéndome hasta llegar a mi cuello, rodeándolo como un férreo grillete.
La reina se alzaba frente a mí con una expresión controlada. A su espalda pude atisbar cómo las sombras se retorcían contra las paredes; los ojos se me llenaron de lágrimas involuntarias cuando las que me mantenían presa se estrecharon en mi garganta, recordando cómo, en el pasado, mi madre había empleado ese truco para acompañar a las historias que me contaba antes de irme a dormir.
Inmovilizada, con el miedo enroscándose en mis entrañas, contemplé a Nicnevin extender un brazo en mi dirección.
—La futura reina de Elphane rechazando sus propias raíces... su propio legado —murmuró casi para sí misma, negando con la cabeza—. No es algo que podamos permitirnos. Y yo tengo la solución a mi alcance...
Un grito ahogado de horror se quedó atascado en mitad de mi garganta cuando entendí lo que la reina pretendía. Una punzada de advertencia en las sienes fue todo lo que percibí mientras ella tanteaba el acceso a mi mente.
Volcando mis pocas energías en resistirme a su invasión, me agité contra los grilletes de oscuridad que me mantenían retenida en el suelo. Cuando traté de gritar de nuevo, un sonido mucho más fuerte brotó de mi boca.
La incomprensión y el dolor nublaban mi mente al ser testigo de lo lejos que Nicnevin estaría dispuesta a llegar para cumplir con su cometido.
—¡No...!
La puerta restalló contra la pared a causa de la violencia. Apenas distinguí la silueta de alguien interponiéndose entre mi madre y yo, empleando sus propias sombras a modo de escudo; escuché una exclamación cargada de rabia al otro lado, además de un golpe seco. La presión que sentía en el cuello se desvaneció y mis ojos se empaparon de la imagen de Rhydderch. Del brillo descontrolado en su mirada y cómo su círculo dorado resplandecía con luz propia.
Sus manos palparon mi cuerpo con premura.
—¿Fierecilla...? —su voz sonaba apagada en mis oídos—. ¿Estás herida? ¿Qué ha sucedido? Di algo, por favor. Cualquier cosa.
Me aferré a las mangas de su jubón, intentando controlar mi respiración, que se me escapaba en rápidos jadeos.
—Sácame... sácame de aquí. Aléjame de ella —le pedí.
Otra figura, a quien después distinguí como lord Ardbraccan, entró en el despacho con paso apresurado. El muro que debía haber creado Rhydderch para protegerme de mi propia madre desapareció, permitiéndome ver a la reina a unos metros, también en el suelo. Sus ojos grises se movían de un lado a otro hasta que recayeron sobre nosotros dos.
—¿Vesperine...? —su voz sonaba débil, titubeante incluso.
Su mano derecha no tardó en llegar a su lado, ayudándola a incorporarse. Me fijé en que lord Ardbraccan contemplaba a la reina con atención, casi con cautela; cuando Nicnevin trató de dar un paso hacia el rincón en el que seguía resguardada entre los brazos del príncipe, me encogí.
Rhydderch giró la cabeza para mirarla por encima del hombro.
—¿Qué pretendíais hacer con ella?
Una sombra de confusión llenó la mirada de la reina.
—¿Pretender...? —repitió, como si no hubiera entendido la pregunta—. Mi hija ha entrado en el despacho y... y... y...
Un gemido de angustia escapó de sus labios. Vi lo desorientada que parecía encontrarse, el modo en que miró a lord Ardbraccan, buscando en él un aliado; su consejero negó con la cabeza con suavidad, sosteniéndola como si fuera una niña
—Estáis cansada, Majestad —el fae le habló con amabilidad—. Ha sido un día muy intenso y necesitáis descansar —la guió hacia la salida con cuidado, lanzándonos a Rhydderch y a mí una torva mirada—. Yo mismo os acompañaré y pediré a vuestras doncellas que os ayuden. Quizá sería conveniente avisar al sanador para que os proporcione un remedio para poder dormir con tranquilidad esta noche...
Nicnevin asintió, obedeciendo en todo momento a lord Ardbraccan.
No fue hasta que ambos abandonaron el despacho que Rhydderch volvió a centrar su atención en mí.
—Verine, ¿qué...?
Me mordí el labio inferior, aún conmocionada por lo que había pasado antes de que interviniera.
—La reina ha intentado entrar en mi cabeza a la fuerza después de que le dijera que no iba a permitir que siguiera adelante con sus planes —un sollozo sacudió mi cuerpo—. Nos ha mentido, Rhy; desde el principio ha querido jugar con nosotros, fingiendo desconocimiento. Fue ella quien envió a esos hombres y quien tiene en algún lugar a mis amigos.
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