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Sus palabras fueron como un doloroso bofetón. La niña de mis recuerdos, la princesa Vesperine, había guardado la esperanza de un reencuentro mucho más... emotivo. Más cercano. Sin embargo, la reina se había limitado a pronunciar aquella simple pregunta con un tono helado, taladrándome con sus ojos, idénticos a los míos.

Me quedé paralizada, sin saber cómo actuar. Nicnevin continuaba sentada detrás de su escritorio, con los nudillos blancos a causa de la fuerza con la que cerraba los puños; su mirada ya no apuntaba hacia Rhydderch y hacia mí, sino hacia su consejero; lord Ardbraccan inclinó la cabeza con aire sumiso, dando un tentativo paso hacia donde se encontraba su señora.

—Tal y como nos informó Ingan cuando fue enviado para encontrar y reducir a la amenaza que había logrado atravesar nuestras fronteras, se topó con una imagen bastante... singular: uno de los príncipes de Qangoth y su acompañante, quien afirma ser la princesa de Elphane —un músculo tembló en la mandíbula de la reina cuando el lord se refirió a mí—. La princesa Vesperine.

Los ojos grises de la monarca se oscurecieron cuando mencionó mi nombre. Aquel asunto no le resultaba grato, a juzgar por su reacción.

—Mi hija está muerta —su voz bajó una octava y mi pecho se estremeció al intuir el dolor que ocultaba Nicnevin; mi supuesta muerte era una herida que no había logrado cicatrizar, que aún tenía abierta—. Su sangre mancha las manos de los reyes de Agarne y Merahedd...

No me gustó el tono que empleó al referirse al tío de Altair y al rey Tivizio. Tampoco el modo en que el ambiente pareció agitarse, al igual que las sombras que más cerca estaban de mi madre. De niña había disfrutado viendo cómo la reina las manipulaba a su antojo para apoyar a las historias que compartía conmigo, antes de irme a dormir; ahora podía sentir que era... distinto. Que había algo en su magia que distaba de aquellos momentos que guardaba en mi memoria.

—Majestad...

Nicnevin cerró los ojos y su rostro se crispó; luego se apretó el puente de la nariz, ignorando la intervención de lord Ardbraccan.

—No sé qué está planeando Qangoth para mostrarse tan atrevido de mandar a uno de sus príncipes a cruzar sin invitación mis fronteras con ese falso pretexto —dijo entre dientes y la molestia que se adivinaba en su expresión pareció agravarse—. Debería ordenar a mis guardias que te detuvieran de inmediato y te condujeran a las mazmorras, como respuesta a este acto de agresión. Sin embargo, y solamente por esta ocasión, me limitaré a pasar por alto esta ofensa —entreabrió los ojos y los dirigió hacia su consejero—. Asegúrate de que ambos vuelven a cruzar las fronteras; yo me encargaré de fortificar los sortilegios para impedir que vuelvan a fallar de este modo.

Antes de que pudiera detenerlo, Rhydderch cruzó la distancia que le separaba del escritorio donde estaba la reina, apoyándose sobre su superficie. Nicnevin lo estudió como si fuera un insignificante insecto que se hubiera atrevido a posarse cerca de donde estaba ella.

—Esto no es ninguna triquiñuela por parte de mi reino, Majestad —dijo Rhydderch, inclinándose hacia la reina—. Sabemos que la princesa no murió en el ataque de hace dieciocho años: vos usasteis magia antigua para protegerla, poniéndola al cuidado de uno de vuestros mejores soldados y enviándolos a ambos al Bosque de los Árboles Infinitos para que pudiera esconderla allí hasta que el peligro hubiera pasado.

La cara de Nicnevin fue perdiendo color a cada palabra que pronunciaba el príncipe fae. Un destello de pánico cruzó su mirada mientras mi acompañante continuaba hablando, desvelando estar al corriente de lo que realmente había sucedido con la princesa de Elphane.

—Hywel, así se llamaba el soldado a quien elegisteis.

La mirada de lord Ardbraccan oscilaba entre su señora y Rhydderch, observándolos a ambos con un gesto de preocupación. ¿Eso quería decir que también había estado al tanto de todo...?

—No sé de dónde habéis conseguido arañar esa historia, príncipe —habló la reina con un tono firme—. Pero mi hija está muerta.

En aquella ocasión, movida por el dolor de ver cómo seguía dispuesta a negar lo evidente, a pesar de las pruebas de las que Rhydderch estaba valiéndose para demostrar que no era ningún truco orquestado por Qangoth, fui yo la que dio un paso hacia delante, interviniendo:

—No, no lo estoy.

Los ojos grises de Nicnevin me escanearon de pies a cabeza; sus labios se torcieron con algo parecido al disgusto... Al rechazo.

—Sois una buena actriz, sin lugar a dudas —me concedió con tono condescendiente—. Pero no lo suficiente para engañarme a mí.

—Bloqueasteis mis recuerdos, me forzasteis a tener la apariencia de una niña humana... Incluso al que creí mi padre siempre ocultó su verdadera naturaleza —Rhydderch se hizo a un lado, permitiéndome que me pusiera a su altura; sin embargo, quizá intimidada por la frialdad de la mirada de la reina, no fui capaz de llegar más que a la altura del consejero—. Viví durante dos años al cuidado de Hywel, hasta que el Círculo de Hierro dio con nosotros en el Gran Bosque. Hasta que esos soldados le asesinaron a sangre fría, prendiéndole fuego a nuestra cabaña y a mí me colocaron unos grilletes de hierro mientras decidían si debía morir o no, creyendo que era una mestiza.

La máscara de la reina fue decayendo al escucharme hablar. Sus ojos no se apartaron de los míos, haciendo que una trémula llama de esperanza empezara a arder dentro de mi pecho; a mi lado, Rhydderch parecía estar conteniendo el aliento, aún conmocionado por la historia, pese a que había podido verlo de primera mano dentro de mi cabeza cuando le pedí ayuda.

—Fue gracias a los remordimientos de uno de los soldados —omití a propósito la intervención de Ayrel, recordando lo que la fae nos había contado sobre la reina y el secreto de nuestro legado— por lo que conseguí salir viva de allí. El hombre se apiadó de mí, llevándome consigo hacia Merain para dejarme en uno de sus orfanatos, en el que crecí hasta que llegó el momento de comenzar mi propia vida.

Para darle más verosimilitud a mi relato, le mostré mis muñecas desnudas. En Merain siempre las había llevado cubiertas; el único que conocía mis cicatrices había sido Altair, ya que me mortificaba que alguien pudiera descubrirlas. No obstante, esa vergüenza había quedado atrás en algún momento desde que terminé en los Reinos Fae: no había vuelto a cubrirlas, como tampoco las había escondido. Había terminado aceptándolas, al igual que la historia que había detrás y que ahora recordaba a la perfección.

—El príncipe Rhydderch ha puesto en riesgo su propia posición por ayudarme a llegar hasta aquí, a descubrir quién era en realidad —agregué, sosteniéndole la mirada a la reina porque no me atrevía a desviar la atención hacia Rhy, que continuaba mudo a mi lado—. Así que os pido que no toméis acciones ni contra él ni contra su reino, pues está actuando de buena voluntad.

Los ojos grises de Nicnevin se ablandaron, haciéndome pensar que mi relato había logrado convencerla. Un segundo después, la reina se puso en pie de un brusco movimiento y se alejó del escritorio, como si quisiera guardar las distancias conmigo; casi pude ver la muralla con la que quiso protegerse.

—Si aún guardáis alguna duda —insistí, en esta ocasión incapaz de ocultar mi propia desesperación ante su negativa a aceptar lo evidente— miradme a los ojos. Miradme a los ojos y ved por vos misma la prueba de que ninguno de los dos está mintiendo. Soy yo.

Me odié al escuchar el temblor en mi voz al pronunciar aquellas dos últimas palabras, al sentir que no era suficiente. Que la reina jamás me aceptaría, aunque tuviera la verdad delante de sus narices. Ni siquiera sabía si, después del ataque del Círculo de Hierro a la cabaña en la que había vivido con Hywel, habría ido a visitarla. Pero... tendría que haberlo hecho, ¿no? Fue por eso por lo que tomó su venganza contra el tío de Altair, yendo a por su heredero.

—Los fae más poderosos pueden usar la magia para cambiar de aspecto o modificarlo a su antojo —me contradijo ella, renuente—. Podrías haberla usado para hacer aparecer ese anillo en tus ojos.

Miré a lord Ardbraccan, que no había vuelto a intentar intervenir. Incluso la reina desvió sus ojos hacia el consejero, que negó con la cabeza.

—No hay ningún sortilegio, Majestad —le aseguró, apoyando mis palabras—. Podéis vos misma comprobarlo.

Mi cuerpo se quedó congelado cuando, en un simple pestañeo, la reina apareció frente a mí. Sus dedos se hundieron con más fuerza de la necesaria en mi mandíbula, obligándome a girar el rostro de nuevo en su dirección; sin poderlo evitar, me fijé en las sombras púrpuras que había bajo sus ojos, además de los finos hilos plateados que destacaban sobre su cabello oscuro.

—Mírame.

Algo en su mirada pareció atraparme. Era una sensación similar a la que tuve cuando Rhydderch se introdujo dentro de mi cabeza, con el propósito de indagar entre mis recuerdos para intentar alcanzar los más antiguos.

—Si vais a colaros dentro de su cabeza —la voz de Rhydderch sonó demasiado afilada y, por el rabillo del ojo, creí intuir su silueta acercándose peligrosamente a nosotras—, al menos preguntadle primero si os da permiso a ello.

La decepción me comprimió el pecho al descubrir que la reina había estado dispuesta a emplear su poder para meterse dentro de mis recuerdos sin advertirme al respecto, como si no mereciera siquiera la oportunidad de negarme. Noté un molesto escozor en las comisuras de los ojos, pero logré tragarme las lágrimas.

—Soy yo —repetí a media voz, perdiendo las pocas fuerzas que me quedaban—. Soy yo, mam. Tu drainddu...

La reina me soltó como si mi contacto le hubiera quemado al escuchar el apelativo cariñoso con el que siempre se dirigía a mí; la última prueba que tenía para demostrarle que era Vesperine. «Mi pequeña espina», solía llamarme cuando estábamos a solas; cuando ya no era la reina, sino mi madre.

Los ojos grises de Nicnevin se llenaron de lágrimas que no se molestó en ocultar, dejando escapar un sonido estrangulado similar a un sollozo. En aquella ocasión sus manos tomaron mi rostro con mayor cuidado, sosteniéndome como si fuera su mayor y más frágil tesoro. Como si temiera que, de la presión, pudiera romperme en mil pedazos o desaparecer.

—Vesperine —musitó con voz ahogada—. Mi pequeña espina... has regresado... Has vuelto a mí... Has vuelto a casa.

No me resistí cuando me guió hasta su cuerpo, estrechándome contra él. El familiar aroma que guardaba de ella, y que me recordaba al aire salobre del mar, no parecía ser el mismo.

—He vuelto a casa —murmuré.

Pero no sabía si era cierto.

Si Aramar sería mi casa, después del todo tiempo que había pasado.

El antiguo dormitorio de la princesa seguía estando tal y como recordaba vagamente, en apariencia. Después de separarnos, la reina había ordenado a su consejero de inmediato que diera las órdenes correspondientes al servicio para que se apresuraran a preparar nuestros respectivos aposentos. Un reducido y discreto grupo de sirvientes vino hasta el despacho, conduciéndonos en direcciones opuestas; un ramalazo de pánico me golpeó con saña cuando vi que me separaban de Rhydderch, quien siguió en silencio a lord Ardbraccan por el pasillo hacia el otro extremo, donde sabía que había dormitorios vacíos destinados a los miembros de la familia o a los amigos más cercanos. Por el contrario, la propia reina fue la encargada de conducirme hacia mis propios aposentos, seguidas de cerca por un par de doncellas, a quien escuché cuchichear a nuestras espaldas.

Todo mi cuerpo se sacudió cuando atravesé el umbral tras mi madre. El dormitorio de la princesa heredera estaba cerca de los aposentos de los reyes, que se encontraban al fondo del corredor, unas puertas cerradas que vi apenas de refilón; procuré mantener mis emociones a raya ante la imagen que presentaba mi antigua habitación. Mis ojos se clavaron en la pared en la que sabía que existía un pequeño hueco, el mismo que me había cobijado durante el ataque de los Reinos Humanos contra Elphane; luego se desplazaron hacia la cama. El último recuerdo que guardaba de ella era con el colchón destrozado, quizá idea de Nicnevin para continuar con la mentira que todo el mundo terminaría conociendo.

A unos pasos de distancia vi a la reina titubear, como si hubiéramos compartido el mismo pensamiento.

Con un simple chasquido de dedos hizo que las doncellas nos dejaran a solas, asegurándose de cerrar las puertas para brindarnos cierta intimidad. El crujido de la madera cuando la última doncella salió hizo que saliera de mi estupor, acercándome hasta donde aguardaba la reina, con la mirada perdida en algún punto del interior del dormitorio.

—Nunca supe con seguridad quién de todos ellos se atrevió a tanto —me confesó, sin mirarme—. El mensajero que servía de comunicación entre Hywel y yo solamente dijo que la cabaña había ardido hasta los cimientos, que el humo apenas le había permitido atisbar su interior... Pero que había creído ver dos... dos bultos carbonizados.

Me estremecí al escuchar el dolor crudo que se coló en su voz al mencionar cómo había descubierto lo sucedido y, una pequeña parte de mí, la misma que había añorado saber si no me habría condenado al olvido tras mandarme fuera de palacio, se retorció al descubrir que ella no se había desentendido en ese tiempo. Que había estado al corriente de todo mientras estuve al cuidado de Hywel.

—Tendría que haberlo sabido —gruñó entonces la reina—. Ese maldito reyezuelo no tuvo suficiente... Debí suponer que no dejaría inconcluso el asunto, que enviaría a su maldito Círculo de Hierro para terminar lo que dejó pendiente aquel día...

Un escalofrío volvió a asediarme al ver a las sombras agitándose de nuevo a su alrededor, alargándose hasta convertirse en algo similar a unos tentáculos... o unas ramas retorcidas, similar a las venenosas garras de los trevohrot.

—A veces venía aquí —Nicnevin bajó la voz entonces hasta convertirla en un susurro casi roto—. Me ayudaba a lidiar con... con el dolor de la pérdida. Te imaginaba ahí, en la cama, pidiéndome que te contara otra historia porque era uno de los pocos momentos en los que las responsabilidades no importaban, en los que podía estar contigo... —se llevó una mano al pecho, como si sintiera una verdadera molestia física bajo su palma—. Tendría que haber quemado su reino hasta dejarlo reducido a cenizas.

Mi pulso se disparó ante el manifiesto odio de la reina hacia Merahedd. ¿Serían aquellas palabras algo cercano a una confesión de lo que realmente había hecho? Observé de reojo a Nicnevin, intentando descubrir algún gesto o movimiento que pudiera delatarla. Era posible que no hubiera optado por aquella vía llena de violencia, pero había sido mucho más cruel y certera con su venganza.

—Pero no lo hiciste.

Sus ojos grises se focalizaron cuando llegó a mi rostro. Quise leer en su mirada, descubrir si le dolía ocultarme lo que había hecho... si tendría intenciones de contármelo, ahora que había regresado.

—No, no lo hice.

Por unos segundos me aferré a su respuesta, me aferré a la vana esperanza de que, aunque todas las pruebas y Ayrel apuntaban hacia ella, la reina era inocente.

Pero el efecto solamente duró unos segundos.

—El príncipe se quedará aquí, con nosotras —dijo entonces mi madre, cambiando diametralmente de tema de conversación—. Es lo menos que puedo hacer por haberte devuelto al lugar al que perteneces, a mi lado.

Durante unos segundos me quedé en silencio, asimilando sus palabras.

—Me gustaría ver a dda —le pedí.

El rostro de la reina se ensombreció, haciéndome pensar que había cometido un terrible error al mencionarlo. Un tema considerado tabú.

—Malmin murió —la voz de Nicnevin fue afilada como la hoja de un cuchillo—. Él no fue capaz de soportar la pena de perderte.

* * *

Un encuentro -y capítulo- un poco agridulce :'c

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