Prólogo.
Cuando se mudó a aquel pequeño vecindario, luego de tanta amargura, lo mínimo que Scorpius Malfoy esperaba era que lo dejaran en paz, que lo dejaran solo. Y parecía que sus deseos iban a cumplirse tal como quería, hasta que el vecino de enfrente vendió su pequeña casa a un joven lleno de energía. Eso destruyó por completo sus planes, al igual que su burbuja.
Ese joven había ido a tocar a su puerta —no literalmente, pues tenía rejas, pero se entiende— hasta que al fin se dio por vencido. No podría conocer al misterioso vecino de enfrente, nunca. Scorpius estaba decidido a eso mientras lo miraba, escondido entre sus cortinas, con su corazón latiendo como si estuviese en un maratón.
Albus Severus Potter ya había terminado sus estudios, tenía un buen trabajo y al fin consiguió una casa propia. Salió del lugar al que llamó hogar durante más de veinte años, sonriéndole a sus orgullosos padres, y con el pecho inflado por la emoción se encaminó a su nueva vida. Al llegar decidió que se haría de amigos, o al menos cordiales conocidos, con las personas del vecindario; y lo logró, con una ayuda especial al ser hijo de Harry —el niño que vivió— Potter.
Pero no lo logró con el vecino de enfrente, al que todos catalogaban como un extravagante ermitaño, cuyo rostro no habían visto en ningún momento desde que se mudó. Al principio era insistente, tocando el timbre o palmeando en la entrada, pero luego decidió dejarlo. Supuso que sólo sería un viejo que valoraba la soledad, así que ya no volvió a molestarlo.
Pero a Scorpius seguía molestándole, porque podía verlo desde su ventana. Podía ver al azabache intentando que las plantas en su pequeño jardín no murieran, podía verlo salir a tomar aire en las noches, cuando debía ir a trabajar en las mañanas. Podía verlo, y cada vez era más asfixiante, porque al hacerlo los recuerdos volvían.
Ellos fueron amigos... Lo fueron hace tiempo, en el colegio, cuando ambos eran unos adolescentes llenos de esperanzas y Scorpius aún no se había convertido en lo que era ahora.
Cuando él no tenía el rostro de un monstruo.
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