003. a dragon's call

chapter three
003. a dragon's call

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¡¿CÓMO HAS PODIDO ser tan estúpido?!

Merlín irrumpió por la puerta hacia la habitación del médico, arrojando su chaqueta sobre la mesa cercana sin importarle dónde terminaría. Jadeó, tratando de contener las lágrimas que ardían en sus ojos y el doloroso nudo en su garganta. Su espalda palpitaba por cada golpe que Arthur le asestó con aquella escoba, dejando moretones que estaba seguro eran negros y azules, dejándolo con cicatrices durante al menos una buena semana.

Gaius lo siguió y cerró la puerta con un portazo. Merlín apretó los dientes al oír sus palabras, con las manos crispadas a los costados. No lo entendía, nadie entendía lo que era ser él. Gaius mismo lo dijo: era un misterio que nadie podía responder, un muchacho que podía manipular la magia misma que los rodeaba sin pronunciar palabra alguna. Habilidad pura, poderosa, instintiva, y todo lo que alguien vería en él no sería más que un chico verde que no podía manejarse en una pelea. Podía derribar a cualquiera, no lo dudaba, ¡pero no podía! ¿Gaius esperaba que lo aceptara sin más?

—Debía darle una lección —refunfuñó el hechicero, deteniéndose lentamente al pie de las escaleras que conducían a su habitación. Miró furioso a la puerta y escuchó los pasos de Gaius acercarse a él.

—¡La magia ha de estudiarse! —afirmó el médico de la corte—. ¡Dominarse para hacer el bien, no para tontas exhibiciones!

Merlín estaba harto de esa palabra. La escuchó toda su vida. No era nada para todos y sabía que en el fondo era algo mucho más... y nadie podría saberlo jamás. Lo desgarraba por dentro. Girando sobre sus botas, Merlín señaló con un dedo hirviendo a su guardián.

—¡¿Qué hay que dominar?! —le exigió, y no quería admitir lo desesperado que estaba por que Gaius tuviera una respuesta—. Yo movía objetos mucho antes de saber hablar.

—¡Pues deberías haber aprendido a controlarte!

—¡No quiero hacerlo! —Merlín levantó la voz, con las mejillas rojas de ira—. Si no puedo usar la magia, ¿qué me queda?

Vio a Gaius vacilar ante esas palabras y lo odió. Quería que le dijera mira, esto es lo que tienes, pero el médico se quedó sin palabras; ni siquiera él podía entender el destino de Merlín. Y tal vez el destino de Merlín siempre será estar solo.

Las lágrimas volvieron a brotar y la ira del joven mago se disipó. Lo que lo reemplazó fue un débil ahogo.

—Soy un pobre paria... y siempre lo seré. Si no puedo usar mi magia... —Merlín apretó la mandíbula y tuvo que mirar hacia otro lado, girándose para marchar en dirección a la escalera que conducía a su habitación—, prefiero morir.

No se esperó para oír a Gaius decir nada más, ni siquiera miró por encima de su hombro para ver la expresión de su cara. Podía sentirla; Merlín podía sentir su simpatía como una nube que pesaba sobre su cabeza, volviendo gris el cielo. Él no quería compasión. Quería respuestas, desde el mismo instante en que comprendió que lo que él podía hacer era diferente a lo de los demás. Desde siempre le dijeron que ocultara quién era realmente a la gente con la que había crecido, a los aldeanos a los que creía que podía confiar su vida, por miedo a que cada uno de ellos se volviera contra él sólo porque le habían otorgado un poder que nunca pudo elegir.

Se arrojó sobre su cama y se tumbó para fruncirle a la pared de enfrente. Se quedó mirando las velas que se habían consumido enteras, rechinando los dientes con lívida furia... por Arthur, por Gaius, por sí mismo, por Uther y su estúpida ley que rodea a la magia... A menudo se preguntaba por qué. De entre todos, ¿por qué habían elegido a Merlín para este destino? ¿Por qué le habían dado algo tan solitario, tan pesado en su corazón? Una sentencia de muerte que le susurraba terribles burlas al oído.

El destino parecía ser muy amable con la mayoría y terrible con los demás. Se preguntó qué lo hacía diferente a los demás que, cuando era un bebé, el Señor decidió maldecirlo con esta vida. ¿Por qué no podía simplemente ser un verdadero don nadie? Un tonto como todos pensaban que era, en lugar de alguien mucho más poderoso que cualquier hombre, sin tener otra opción que vivir en las sombras. Nada más que un fantasma.

Merlín no escuchó la puerta abrirse hasta que Gaius se cernió sobre él, suspirando con una triste caída de hombros. A su lado sostenía en equilibrio un maletín redondo de médico. El mago lo miró sombrío.

Gaius frunció los labios y asintió.

—Siéntate y quítate la camisa... —dejó su equipo al lado de la cama de Merlín. El mago hizo lo que le dijo, sin energía para discutir, y en cambio todo lo que sintió fue el dolor de los hábiles golpes de Arthur.

Mientras se quitaba la camisa sobre los hombros, Gaius preparó un remedio de alcohol sobre un paño limpio. Tan pronto como tocó los rasguños y moretones en sus omóplatos, Merlín hizo una mueca.

Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Sabía que debía disculparse, pero las palabras no salieron de sus labios. Pero estaba bien, porque mientras Gaius no quisiera preguntar tampoco, Merlín aún podía sentir el arrepentimiento y el perdón como si también fuera un tipo de magia instintiva.

Entonces murmuró:

—No sabes por qué nací con este don, ¿verdad?

Gaius atendió suavemente sus heridas. Con cada toque, Merlín siseaba mientras el brebaje ardía contra la tierna piel.

—No —admitió finalmente.

El mago se mordió el labio inferior. Se rió entre dientes a pesar del dolor que se le hinchaba tanto en el pecho como en la garganta, como si estuviera tratando de tragarse un sapo entero.

—No soy un monstruo, ¿no?

Porque en el fondo, todo este tiempo... Merlín había empezado a creer que lo era.

Gaius apartó la tela. Le frunció a Merlín con cejas finas y afiladas y ojos severos.

—Ni se te ocurra pensarlo —le dijo, y la hinchazón en el pecho del brujo se hundió con un ligero alivio. Al menos alguien lo creyó.

—Entonces ¿por qué soy así? —suplicó Merlín—. Por favor, necesito saberlo.

El médico dejó el paño. Pasó sus dedos sobre muchas pociones, pensativo. Merlín lo miró, ciertamente esperando su respuesta con gran expectación. Luego, con un suspiro vago y sabio, Gaius dijo:

—Puede que... haya alguien que sepa más que yo.

Merlín no quería eso. No quería un acertijo descabellado. Sacudió la cabeza, fijando la mirada en sus dedos que jugueteaban con el hilo suelto de su camisa.

—Nadie sabe más que tú.

La conversación terminó ahí.

La tarde se tiñó de un rosa oscuro. Merlín la observó brillar a través de la puerta entreabierta de su ventana a la espera de que el remedio que le dio Gaius hiciera efecto. Contaba los segundos mientras el durazno se convertía en salmón oscuro, púrpura tenebroso, hasta que finalmente descendió al terciopelo de la noche, iluminada sólo por el resplandor de la Luna y su ejército de estrellas. La única guía dentro de la oscuridad; cuando todo lo demás fallaba, cuando lo envolvían y abrumaban todas las sombras, la Luna y las estrellas seguían ahí, luchando por abrirse paso hasta la mañana.

Si tan solo la Luna y las estrellas pudieran mostrarle el camino ahora. Pasó horas por la noche mirando la luz a través de las hojas de los árboles en su camino a Camelot, orando por una vida mejor, una mejor oportunidad en todos los reinos. Dejó su hogar, su vida en busca de más preguntas que respuestas. Su madre le dijo que estaba destinado a grandes cosas...

Le había creído con todo su ser; no quedaba nada más que eso. Esperanza y promesa.

Ahora, Merlín ni siquiera tenía eso.

Finalmente, bajo el consuelo de la mirada plateada de la Luna, el joven mago se quedó dormido.

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LA NOCHE aún no había hecho paso al día cuando el sueño del joven mago se le apartó lentamente. Frunció el ceño, inquieto, en su lecho y con una mueca de dolor en las tiernas magulladuras de su espalda cuando volvió a oír aquella voz; esta vez más fuerte, susurrándole justo en los oídos como si estuviera por encima de él. Merlín...

Su mirada se abrió de golpe. Un fuerte suspiro salió de su nariz. La voz no lo dejaba en paz; lo perseguía desde la primera noche que llegó a Camelot. Ahora sabía muy dentro de él, como las raíces de un viejo roble, que no se la estaba imaginando. Resonaba en su interior, vibrando, llamándolo con el murmullo antiguo y sin aliento de un nombre que no pertenece a nadie excepto a él: Merlín.

No podía ignorarla. No sólo quería deshacerse de ella y dormir bien por la noche, sino que Merlín se sentía atraído, como pez en el cebo. Tenía la misma magia cosida dentro de él; podía sentirlo como todo lo demás. Tenía que saber a quién pertenecía, de dónde venía y por qué sabía su nombre. Por qué lo estaba llamando... tanto como exigía saber las preguntas de sí mismo.

Una parte de él se preguntaba... ¿podrían esas preguntas y esta misteriosa voz estar entrelazadas?

Se sentó en su cama, moviéndose incómodo mientras su ropa de dormir rozaba las heridas aún frescas en sus omóplatos. Merlín suspiró unas cuantas respiraciones constantes, sus oídos alertados, sus extremidades zumbando con pura energía, anticipando el siguiente murmullo de la voz con el corazón palpitante. Y no falló: ¡Merlín!

El joven hechicero sacó las piernas de la cama. Con esfuerzo, se puso las botas y se paró. Merlín se puso la chaqueta sobre la túnica de noche que le picaba y se dirigió hacia la puerta de su dormitorio con renovada determinación. Si él no tenía respuestas a sus propias preguntas, si Gaius no tenía respuestas... esta voz debía tenerlas todas. Podía sentirlo.

Con cuidado, abrió la vieja y desvencijada puerta de madera. Merlín hizo una mueca cuando crujió, esperando que Gaius despertara... no hubo movimiento desde la cámara afuera.

Hundiendo el pecho, como si eso ayudara a su sigilo y agilidad, Merlín se deslizó por la entrada entreabierta de su habitación y bajó de puntillas los escalones de piedra. Los ronquidos de Gaius resonaban contra las paredes, resonando peor que una campana de iglesia en las primeras horas de la mañana...

¡Clang!

Merlín se quedó helado en su lugar. Entrecerró los ojos con ojos vacilantes mientras Gaius se despertaba en sueños. La jarra que empujó de la mesa rodó a sus pies; esperó, con los ojos fijos en los murmullos incoherentes y cansados del médico mientras se daba vuelta... pero no se movió de allí.

Dejó escapar un largo suspiro de alivio, agradecido al cielo de que Gaius no tuviera el sueño ligero. Merlín fue a continuar, pero al ver la manta tirada sobre la espalda del médico, vaciló. Algo en él se suavizó y, a pesar de las duras palabras de Gaius, hubo una gratitud que calentó a Merlín en su pecho. Estos últimos tres días, se habría perdido (y posiblemente se habría quedado sin cabeza) si no fuera por Gaius... ya le debía más de lo que un 'gracias' verbal podría darle.

Los ojos brillaron dorados en la oscuridad, y con el deslizamiento de su mirada, siguió la delgada manta por el cuerpo de Gaius hasta que se acomodó más allá de sus hombros. Merlín asintió, exhalando una pequeña sonrisa.

Merlín... le recordó la voz, y la sonrisa en su rostro desapareció.

Apretando la mandíbula, Merlín salió del despacho del Médico de la Corte y se adentró en las oscuras horas previas al amanecer.

A la luz de nada más que antorchas y estrellas, el castillo de Camelot se convirtió en un laberinto fantasmal. Estaba tan silencioso que Merlín podía oír el silbido del viento a través de las grietas de las paredes de piedra, el correr de los roedores en lo profundo de las sombras y el sonido de las criaturas de la noche, batiendo sus alas y llamándose unas a otras en el consuelo de la oscuridad.

No sabía particularmente hacia dónde se dirigía. Su mente parecía apagarse y la voz que llamaba al ser mágico dentro de él tomaba el control de sus pasos. Cruzó el patio y se adentró por las puertas traseras de servicio, llevándolo por muchos pasillos y escaleras hasta que se encontró de regreso a un lugar que no deseaba visitar tan pronto.

Las mazmorras.

Se preguntó por qué esta voz lo llevaría hasta aquí, pero no lo discutió ahora... no cuando se había visto atraído; no podría volver a responder su llamada incluso si lo intentara. Merlín...

Se detuvo justo en la entrada, agarrando con los dedos el hierro de la escalera forjada que conducía a las celdas. Merlín miró las llamas parpadeantes que iluminaban el tablero en el que se desarrollaba un juego de dados. Un par de guardias se turnaban para agitar los dados dentro de sus vasos de agua vacíos antes de tirarlos, apostando sobre en qué número caerían en comparación con lo que adivinaron.

Esperó el momento adecuado. Mientras el guardia, de espaldas a él, arrojaba los dados de su vaso, Merlín deseó que el mundo disminuyera la velocidad a su alrededor, y sin siquiera un susurro, los dados rebotaron en la mesa... Dirigió sus ojos hacia la izquierda y los siguieron, saltando de la mesa y deslizándose por el suelo de piedra.

Los dos guardias compartieron una mirada estupefacta. Lentamente, el más cercano a Merlín se levantó. Se acercó a los dados rebeldes y se agachó para recogerlos, pero antes de que sus dedos pudieran siquiera rozarlos, Merlín asintió con la cabeza y los dados se deslizaron más como guijarros en el agua.

Su amigo se puso de pie rápidamente, preguntándose por qué tardaba tanto en coger un par de dados. Cuando Merlín estuvo seguro de que no lo verían, bajó corriendo las escaleras y se deslizó por el corredor más oscuro, lejos de los desconcertados guardias que se alejaban tambaleándose detrás de él.

Agarró una antorcha y la encendió en el soporte mientras el pasillo perdía toda luz. Merlín la levantó, apenas capaz de ver dos pasos delante de él. El corredor comenzó a descender y el prestigio de las mazmorras comenzó a desaparecer. La piedra se agrietaba a sus pies, el techo se hacía más bajo; pronto, Merlín agachó la cabeza para evitar las telarañas que colgaban, esquivando huesos de rata y siguiendo esa voz inquietante que de alguna manera parecía ser lo único familiar de aquí.

Merlín... El joven llegó a una puerta vieja y oxidada que ni siquiera procuraban cerrar con llave. Al abrirse de par en par, el oscuro y abierto descenso parecía darle la bienvenida con extraños brazos anchos, y tenía miedo de que, si bajaba, sería tragado por las sombras y nunca podría volver a subir.

¡Merlín...!

La voz estaba ahí abajo. Lo sabía. Aquí era donde se suponía que debía estar.

Merlín respiró hondo y valiente y descendió al oscuro abismo. Su antorcha iluminó una sombra luminosa y fantasmal, parpadeando sobre su cabeza mientras bajaba lentamente la larga escalera. El ladrillo que lo rodeaba comenzó a convertirse en piedra irregular. Podía oler el olor a humedad del subsuelo, perdido y olvidado, haciéndole cosquillas en la garganta y dándole ganas de estornudar.

¡MERLÍN! Podía escuchar la voz gritando ahora en su mente, llamando con un bramido profundo y poderoso que casi lo hizo tropezar el resto del camino hacia la oscuridad.

Pero lo logró. Sus pies tocaron suelo rocoso, resbaladizo y mojado por el frío rocío de las cavernas. Otra puerta de rejilla yacía abierta frente a él, pegada a la pared de la cueva como si nunca se hubiera movido ni un centímetro desde el primer momento en que empujaron sus bisagras. Una araña grande y peluda tejía su tela en el centro. Se escabulló cuando Merlín sacudió la luz en frente.

¡MERLÍN!

Se estremeció, pero finalmente supo que había llegado cuando entró en un vacío cavernoso. El corazón de Merlín latía con puro asombro; se quedó boquiabierto, con los ojos muy abiertos mientras contemplaba la gran cámara subterránea. No podía ver dónde empezaba ni dónde terminaba, forzando el cuello para mirar hacia el techo irregular como si hubiera entrado directamente en la boca de un gran dragón. A su lado, un conjunto de pequeños y estrechos escalones conducían hacia la oscura caverna, pero Merlín no pudo encontrar más valor en él para seguir y ver lo que había en lo profundo de sus grietas.

Entrecerró los ojos, tratando de ver quién era el dueño de la voz. Hasta el momento, no vio nada. Ningún cuerpo, ninguna sombra, ningún ser mágico antiguo sentado en la roca central de la caverna. Estaba todo vacío.

Hasta que escuchó las risas que resonaban de un lado a otro, de todas partes y a la vez de ninguna. Merlín se dio la vuelta, buscando al espectador de la llamada.

—¡¿Dónde estás?! —demandó, su propia voz débil en comparación mientras rebotaba en las paredes de la cueva.

El profundo gruñido gutural lo sobresaltó. Merlín jadeó, tambaleándose hacia atrás cuando... algo emergió de la oscuridad. Escamas de tonos dorados y ocres destellaron a la luz del fuego, una gran ráfaga de viento sopló contra él; la cueva se estremeció y las rocas sueltas se desmoronaron sobre su cabeza. Merlín se agachó y, lentamente, su mirada recorrió su brazo, sin aliento, mientras un enorme y colosal dragón aterrizaba en el centro.

Dobló sus alas y mantuvo su cabeza en alto, mirando a Merlín con una curiosidad inteligente que estaba llena de un brillo alegre al mismo tiempo, como si no pudiera creer que él fuera quien tenía delante.

Merlín no podía hablar. Perdió la sensación en sus piernas. Pensó que se había desmayado en ese mismo momento, incapaz de comprender lo que tenía delante; no sabía si estaba aterrorizado, conmocionado o asombrado, o una extraña combinación de los tres. Tartamudeó, mientras el agarre de su antorcha temblaba.

El Gran Dragón, las palabras de Gaius pasaron distraídamente. El último de su especie, aprovechado aquí como lección bajo el mando de Uther.

Merlín estaba parado justo frente a la bestia más grande de todos los tiempos: un ser mágico tan poderoso y tan antiguo que se preguntaba si se suponía que debía estar de rodillas, suplicando clemencia.

—Estoy aquí —afirmó el Gran Dragón con calma, la misma voz que había plagado la mente de Merlín desde la primera noche aquí en Camelot.

Una vez que pasó el miedo inicial, Merlín se dio cuenta de que no había hecho ningún movimiento para matarlo; ningún aliento de fuego salió de sus fauces escamosas. Y lo que lo recorrió, como un calor desde la cabeza hasta los pies, fue una sensación de familiaridad. Eran dos seres mágicos parados uno frente al otro debajo de una ciudad que oraban por los de su especie... eran uno y el mismo; familiares.

El Gran Dragón observó a Merlín escuetamente.

—Qué pequeño eres para un destino tan grande.

La respiración de Merlín se entrecortó. Le tomó un segundo encontrar su voz. Dio un paso vacilante hacia adelante, incapaz de detener el puro tirón que todo su ser sentía ante la misma palabra, jugando con sus docenas de preguntas sobre su cruel destino.

—¿Por qué? —respiró, con la voz entrecortada porque todavía no podía creer lo que estaba viendo—. ¿A qué te refieres? ¿Qué destino?

El dragón dorado apoyó sus delgadas patas contra la roca, sus garras rasparon la piedra mientras descendía más cerca del nivel de Merlín, pero nunca para igualar. Estaba de pie sobre un trono, y Merlín no era más que un alumno de la religión para la que fue creado: hecho a partir del alma y los cimientos de la magia, como la tierra en la que los árboles echaban raíces para alimentarse.

Minúsculo, Merlín lo miró fijamente, sin aliento y muriendo por información como raíces pidiendo agua.

—Tu don, Merlín —dijo el Gran Dragón—, se te concedió por una razón.

El alivio que lo invadió ante esas palabras casi le hizo llorar.

—Así que hay una razón...

El dragón se rió de su entusiasmo, sabiendo mucho más de lo que jamás podría reunir. Él era cada acertijo, cada libro, cada sentimiento de que alguien sabía exactamente dónde comenzaría Merlín y dónde terminaría, y nunca mencionaría una sola palabra. Esta criatura conocía el pasado, el presente y el futuro, y jugaba con él como la Esfinge ante un laberinto. Y Merlín esperó para siquiera vislumbrar lo que le depararía el futuro.

Finalmente, el Gran Dragón decidió decir:

—Arthur es el futuro y único rey que unirá las tierras de Albión.

Merlín frunció el ceño. No esperaba eso.

—... Ya.

—Pero se enfrenta a muchas amenazas de amigos y enemigos por igual.

El joven mago sacudió la cabeza, sin estar seguro de adónde iba esto; ni siquiera estaba seguro de si el dragón había mencionado a la persona adecuada. ¿Arthur? ¿El mismo Arthur que conoció que arrojaba dagas a los sirvientes y enseñaba a la gente a caminar de rodillas? ¿Ese Arthur?

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—¡Todo! —exclamó la bestia. Merlín parpadeó, desconcertado—. Sin ti, Arthur nunca lo conseguirá —se inclinó hacia adelante y Merlín sintió un aliento caliente quemarle las mejillas—. Sin ti, no existirá Albión.

Poco a poco, empezó a comprender lo que quería decir el Gran Dragón. Lentamente, Merlín comenzó a darse cuenta de por qué el destino lo había atraído a Camelot en primer lugar. Por qué, entre todos los lugares, su madre decidió enviarlo aquí.

Y fue la peor, la más repulsiva (indignante incluso, sí, definitivamente indignante) constatación jamás hecha. Su destino no se entrelazará con el Príncipe Arthur de Camelot. Merlín se rehusaba a cuidar de ese arrogante e idiota para convertirse en el peor rey que este lugar jamás llegará a conocer. Prefiere que lo vean en la horca.

—No —Merlín inmediatamente sacudió la cabeza—. No. Lo has entendido mal.

—No hay mal o bien —dijo el dragón—, sólo lo que es y lo que no es.

—¡Hablo en serio! —espetó el joven mago—. ¡Si alguien quiere matarle, por mí adelante! ¡Le echaré una mano!

La risa de la criatura le hizo apretar la mandíbula. Una vez más, Merlín no tenía elección a lo que se enfrentaba. Fue arrojado al hoyo y se esperaba que luchara para regresar a la superficie; aceptar el destino que le tocó, como un peón en un tablero de ajedrez. El peón del Príncipe Arthur. Utilizado como mero sacrificio para llegar al otro extremo.

Como si supiera exactamente lo que estaba pensando, la bestia encadenada a la roca dijo:

—Nadie puede elegir su destino, Merlín. Y nadie puede escapar de él.

—No —Merlín era terco. Si alguien tuviera el poder de elegir su propio destino, debería ser él. Y no pasará el resto de su vida lamiendo las botas de arrogante rubio y condescendiente—. Ni hablar. No. Tiene que ser otro Arthur porque este es idiota.

—Tal vez tu destino sea cambiar eso.

Sus alas se movieron. Sus poderosas patas se levantaron. Merlín llegó demasiado tarde, incapaz de detener al dragón cuando se lanzó al aire con ráfagas de viento tan fuertes que casi se cae.

—Espera... ¡ESPERA! —Merlín le gritó, cubriendo su mirada mientras las alas del dragón enviaban un vendaval—. ¡ESPERA! ¡PARA! ¡NECESITO SABER MÁS!

Pero a pesar de sus gritos suplicantes, el dragón no regresó.

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A MEDIDA QUE EL SOL se ponía tras las torrecillas del castillo, surgía el festín que bullía en los corazones de todos los sirvientes, lores y damas de Camelot en estimable excitación. Los que ocupaban un lugar como miembros de la corte reían con sus bonitos vestidos y sus ricos jubones, charlando con el vino lleno hasta el borde en copas de ribetes dorados. Revoloteaban en torno a mesas tan largas como la propia sala, girando para mirar hacia el escenario elevado sobre el que la anticipada Lady Helen les seduciría con su hermosa voz de la que Odette sólo había oído hablar.

En comparación con la belleza de los lores, damas, príncipes y reyes, Odette no era más que un patito feo. Vestida con el traje de sirvienta y sosteniendo una jarra llena con el vino que todos los demás podían beber. Saciaba su sed, atendía su hambre y no se permitía el lujo de charlar, reír y holgazanear en una silla frente a una mesa. Era sencilla en una habitación llena de hermosos cisnes.

Pero todavía jugaba con su cabello, apartándolo suavemente de sus ojos mientras lo dejaba caer suavemente sobre sus hombros. Se filtraba entre los invitados, encendía candelabros y tapices que cosían historias de batallas, coronaciones y las leyendas perdidas del primer rey de Camelot; el primer Pendragon que se sentó en un trono que unía la paz entre los cinco reinos, una paz que ningún rey desde entonces ha logrado mantener.

Odette miró hacia arriba, deteniéndose momentáneamente en su ronda para memorizar la visión de él de pie ante una mesa redonda donde cada rey estaba sentado, ninguno más importante que el otro. Todos y cada uno de los que se sentaban en esa mesa eran iguales... exactamente iguales.

Ante el repentino "¡Cucu!" Odette jadeó. Saltó tan bruscamente que parte del vino se derramó, manchando el borde de sus faldas y sus zapatos. La criada estabilizó el resto de su plato, se encorvó y giró para descubrir quién había sido el responsable, hasta que su mirada se posó en la figura risueña de Sir Owain. Odette vaciló, sintiendo sus mejillas arder de vergüenza mientras lo veía volverse hacia sus compañeros caballeros, histérico por su reacción.

—¿Sigues soñando despierta, niña? —se burló de ella, levantando su copa en un simulacro de brindis—. ¡Dios mío, deberíamos deshacernos de ti!

Odette no le hizo caso. Incluso si deseaba tener el poder dentro de ella para defenderse, sabía que era inútil. Todo lo que podía hacer era darse la vuelta, mantener la cabeza gacha, no decir una palabra y permanecer lo más oculta posible; los problemas eran lo último que necesitaba un sirviente.

Siguió adelante, esforzándose por no concentrarse en que nunca podría quitarse las manchas de vino de sus faldas y zapatos, y en lugar de eso volvió a su trabajo, esperando que Morgana llegara pronto, o Guinevere y Merlín, así tendría alguna forma de mantenerse ocupada y al mismo tiempo cómoda con alguien con quien sabía que podría disfrutar del festín.

Pero esa esperanza... no había planeado que fuera con Arthur.

Pero el Príncipe pasó junto a ella de todos modos, eligiéndola entre los muchos sirvientes que trabajaban esa noche cerca de su justa sobre Merlín con sus amigos. Él también casi la sobresaltó, de pie junto a ella con una larga capa real de Pendragon sobre sus anchos hombros y su banda enjoyada sobre su frente. Regio, apuesto, un príncipe en todos los sentidos, excepto en la verdadera humildad.

Se mantuvo a su lado, detrás de ella tan sutilmente que incluso si pudiera, Sir Owain no se atrevería a intentar algo tan tonto con el príncipe, el líder de los Caballeros y el futuro soberano, tan cerca para juzgar su inmadurez.

—Más vino, por favor —dijo el Príncipe, tendiéndole su copa con poca cortesía. Odette lo miró de reojo. Arthur se inclinó un poco para agregar secamente—: E intenta no derramarlo esta vez, Odette.

Ella apretó la mandíbula, para nada sorprendida.

—Por supuesto, mi lord —llenó suavemente su copa enjoyada, asegurándose de agregar un ligero movimiento engreído de sus cejas mientras terminaba sin una gota extraviada.

—¿No deberías estar con Morgana haciendo esas cosas de chicas antes de un banquete? —Arthur no se fue. Él la miró fijamente, de una manera que ella no pudo descifrar; como si fuera incapaz de decidir si ser amable o tan molesto como cuando eran niños.

—Estuve con ella antes —dijo Odette suavemente—. Pero Daisy, en las cocinas, se encontró mal, así que le prometí que yo me ocuparía del banquete para que ella pudiera descansar.

—¿Y por qué tarda tanto? —refunfuñó el príncipe.

Odette resistió el impulso de poner los ojos en blanco.

—Está terminando de alistarse, mi lord.

Sabía que él haría una mueca, incrédula y disgustada al mismo tiempo.

—¿Por qué sigue...? —se detuvo y sacudió la cabeza—. Las chicas sois muy raras —decidió decir antes de dejarla finalmente y dirigirse hacia Owain—. Vuelve al trabajo.

Cuando Odette estuvo segura de que estaba de espaldas, se burló de él en silencio antes de dirigirse en la dirección opuesta.

En el momento en que vio a Merlín recorrer la pequeña multitud con Gaius, Odette se iluminó. Olvidando su reciente molestia, se apresuró hacia el médico y su protegido. Pequeño y silencioso, Merlín ni siquiera se dio cuenta de que ella estaba a su lado hasta que lo saludó.

Metió un bote, sobresaltado. Girándose hacia ella, el mago dejó escapar un largo suspiro de incredulidad al verla sonriéndole. Ella rápidamente se sonrojó.

—Lamento haberte asustado —dijo, aunque a Odette le resultó muy difícil ocultar su deseo de reírse ante la expresión de su rostro.

Merlín hizo una mueca y se recompuso.

—No me has asustado.

—¿Seguro? —Odette arqueó una ceja—. Porque me ha parecido verte saltar como si estuvieras asustado —reprimió una sonrisa.

El mago se burló y ella se rió entre dientes, sosteniendo su bandeja con la jarra de vino cerca de su pecho.

—Para nada —él dijo, y Odette se rió suavemente, empujando suavemente a su nueva amigo; se alegró cuando lo escuchó reír en voz baja.

Lentamente, la charla a su alrededor comenzó a desvanecerse en un silencio sin aliento. Los ojos se apartaron de sus platos, sus compañeros y sus copas mientras la muy querida llegada tardía se abría paso hacia el salón.

Odette se llenó de orgullo al ver a Morgana. Su ama era la dama más deslumbrante de la sala; no se podía discutir. Con un tono rojo intenso que caía en cascada alrededor de sus largas piernas, era una joya preciada con la que todos querían deleitarse, pero que nunca podrían poseer. Sin importar sus pagos, sin importar sus títulos y sus tierras, Morgana se mantenía por encima de todos ellos, no sólo impresionante con una piel tan pálida como la nieve, un cabello tan negro como la noche y labios tan rojos como una rosa recién cortada, sino igualmente poderosa, igual de elegante, o incluso más.

Al pasar junto a ella, Morgana le envió a Odette un movimiento de cejas a modo de saludo y ella sonrió, respondiendo sutilmente con un pulgar hacia arriba. A su lado, Merlín era incapaz de apartar la vista de la protegida del rey.

—Merlín —lo regañó Gaius en un susurro. Botó una vez más, parpadeando para borrar la mirada aturdida de sus ojos. Odette ocultó una vez más su diversión—. No olvides que vienes a trabajar.

Con un suspiro, el hechicero murmuró un "Sí", y los dos jóvenes amigos se quedaron solos.

Odette bajó la mirada hacia su jarra y, con picardía, la pasó a los brazos de Merlín, que la cogió, todavía algo estupefacto tras Morgana, que frunció una ceja curiosa mientras Arthur se acercaba. Los dos conversaron, y la joven sirvienta asintió al verlos, satisfecha. El Príncipe y la Protegida del Rey se veían muy parejos; muy hermosos, glamorosos y sofisticados. Destacaban en todo el salón con sus colores escarlata a juego.

Otra sirvienta decidió unirse a ellos, sonriendo también con alegría al verlo. Guinevere se acercó a Odette y respiró hondo llena de felicidad.

—¿Está preciosa, verdad?

Merlín se burló. La palabra preciosa no tenía ni la mitad del significado que tenía la vista de Lady Morgana.

—Sí ...

Odette juntó las manos y se las llevó a los labios mientras la sonrisa en su rostro crecía.

—Sí —estuvo de acuerdo, amando la forma en que su peinado había dominado el aspecto de la protegida—. Parece la futura reina perfecta.

Merlín se giró hacia ella, repentinamente horrorizado.

—¡No! —susurró como si esto fuera algo terrible.

Odette y Gwen lo miraron fijamente, un poco incrédulas por su abrupto arrebato. Compartieron una mirada, hasta que los tres volvieron a fijar sus miradas en Lady Morgana y su Príncipe.

—Eso parece... —dijo Guinevere, sonriendo—. Algún día.

No me gustaría ser ella —murmuró rápidamente Odette, sus ojos moviéndose de su señora al futuro rey, y había amargura en su lengua al ver esa sonrisa engreída en sus labios. Resopló para sí misma y añadió en voz baja para asegurarse de que nadie más que ellos tres pudiera oír—: ¿Quién querría casarse con Arthur?

Guinevere la golpeó ligeramente ante sus palabras, pero incluso ella disimuló su estallido de risa. Lord Ronyn, a un par de pasos de distancia, miró hacia arriba, dudoso al escuchar sus risitas mientras conversaba con Sir Geoffrey Monmouth, el guardián de la biblioteca real.

—Oh, vamos, Odette —musitó Merlín mientras sus risitas se desvanecían—, ¿no dijiste que de niña solías perseguir al príncipe Arthur? Parece que adoras a esa clase de hombres condescendientes, idiotas y salvadores del mundo.

—No —se apresuró a decir, sus mejillas ardiendo por sus vergonzosos esfuerzos infantiles—, ¡por supuesto que no! Me gustan mucho más los hombres comunes y corrientes como tú.

Odette se quedó helada, con las mejillas brillantes al darse cuenta de lo que había dicho. Guinevere se mordió el labio inferior y se miró las manos mientras reprimía sus ganas de reír. Merlín no se dio cuenta, se rió para sí mismo y murmuró:

—Odette, créeme, ya sabes que no soy corriente.

—No, no, no, no —se apresuró a tratar de enmendar su error, sin que Merlín reconociera siquiera un soplo de su estado de nerviosismo, recogiendo algo de comida para añadirla a la fuente que le había dado—. Desde luego no me refería a ti... obviamente. Tú no —él la miró con el ceño fruncido, desconcertado—. Quiero decir, no es que no seas alguien que me gustaría, es que... ya sabes... Me refería a que me gustan los hombres mucho más corrientes... como tú...

La mirada que él le dio se estaba volviendo incómoda, o tal vez ella misma se hizo sentir así, al darse cuenta de cuán vergonzosas e incómodas se habían vuelto sus nerviosas palabras. Merlín frunció los labios, su mirada azul un poco sospechosa y un poco incrédula, sin estar muy seguro de cómo tomar las divagaciones de Odette, ninguna de las cuales parecía cerca de un insulto ni un cumplido.

—Gracias... —dijo lentamente.

Pronto el silencio incómodo y tenso fue demasiado y los dos adolescentes apartaron sus miradas, tragándose lenguas secas y maldiciendo lo horrible que había sido aquella conversación, aunque Odette no podía creer que hubiera podido ir peor... le dio un codazo de pasada a la sofocada Guinevere mientras cogía otra jarra, esta vez llena de agua para continuar con su noche de trabajo.

Pero cuando sonaron los cuernos, las alegres risas y charlas llegaron a su fin. Todos los grupos de lores y damas se separaron, inclinando la cabeza hacia abajo cuando el Rey entró por fin. Odette hizo una reverencia tan baja como fue necesario entre Gwen y Merlín, observándolo pasar con mirada vacilante, siguiendo el rastro de sus ropajes reales púrpura envueltos sobre un jubón cubierto de ricas joyas. Su corona pesaba sobre una cabeza envejecida.

Se pusieron de pie nuevamente cuando se consideró cortés, ahora devueltos a las sombras sin pensarlo dos veces. El Rey se volvió hacia sus lores y damas de la corte y de la Ciudad Alta, la sonrisa en su rostro no era nada genuina de bondad, sino de arrogante victoria.

—Hemos disfrutado de veinte años de paz y prosperidad —afirmó el rey Uther Pendragon—. Que han dado al reino y a mí mismo muchas alegrías y placeres. Pero pocos comparables al honor de presentar a Lady Helen de Mora —inclinó la cabeza hacia el escenario que estaba enfrente.

Sólo una vez que el Rey estuvo sentado, todos pudieron seguir su ejemplo. Los lores y las damas ocuparon los asientos junto a sus platos y copas a lo largo de las esbeltas mesas situadas a ambos lados de la sala. Lord Ronyn se arregló el cinturón de celebración alrededor de una túnica recién lavada, con un aspecto extrañamente parecido al de su difunto padre, tanto que, por un momento, Odette pensó que realmente era él. Que había poseído la mente de su único hijo varón, que tomaba asiento junto a su madre y su hermana menor, Lady Adelynn, que parecía ansiosa por alcanzar las uvas apiladas en una magnífica bandeja de frutas frente a ella. Ronyn nunca se pareció mucho a Lord Vecentia hasta que lo hizo; líder de una casa casi tan rica y tan antigua como los Pendragon. Su aliado y sirviente más leal desde antes del primer aliento vivo de Camelot.

Por ello eran los más cercanos a la familia real. Justo a la vuelta de las mesas a la cabeza se sentaba el rey Uther acompañado de su hijo, y sus bienvenidos invitados que sonreían en sus aplausos a la cantante, todos y cada uno de los rostros habían anticipado el momento del anuncio de las fiestas.

Cuando guardaron silencio y se acomodaron en sus asientos, ella tomó aliento para sí misma. Las cejas de Odette se alzaron y una sonrisa apareció en sus labios mientras esperaba que la cantante abriera la boca. Y cuando lo hizo, la voz que siguió fue verdaderamente como decían: la de un ángel que había decidido caminar por la tierra.

Su mirada estaba fija en la cantante mientras continuaba cantando una canción dulce y solemne que besaba los oídos de Odette como una canción de cuna. Frunció un poco el ceño, se frotó los ojos y comenzó a irritarse y cansarse; nunca se dio cuenta exactamente de lo agotada que estaba tras los preparativos del banquete hasta ahora, y la canción de Lady Helen pareció envolverla en una manta y colocar una almohada debajo de su cabeza, diciéndole que estaba bien descansar... que debería descansar... que se lo merecía.

Los párpados de Odette se cerraron y eso fue lo último que recordó: la sensación de su jarra de agua estrellándose contra el suelo mientras se desplomaba contra las ventanas del comedor.

Al momento siguiente, la sacudieron para despertarla. Odette murmuró, deseando darse la vuelta y seguir durmiendo; no podía recordar la última vez que se sintió tan profundamente absorta en su propia cabeza. Ella apartó las manos.

—Odette —murmuró Ginebra, un poco molesta por la respuesta de su querida amiga—. ¡Despierta, Odette! —se ruborizó un poco después de que sus duras palabras escaparan un poco más fuerte de lo que quería en la silenciosa habitación.

Esta vez lo hizo, y Odette frunció el ceño al encontrarse no envuelta en una tela de lana, sino en una manta de antiguas telas de araña. Su corazón latía dolorosamente, pensando que por un momento habían pasado años y de alguna manera había despertado después de un sueño largo e ininterrumpido que duró siglos.

Pero cuando empezó a quitar las telarañas, se encontró con la cara de sorpresa de Gwen. La ayudó antes de levantarla, sus platos de comida y bebida fueron tirados al suelo. Odette miró a su alrededor, todo el salón estaba cubierto de telarañas, extendiéndose por las esquinas, sobre las llamas apagadas y enroscándose alrededor de las figuras conmovedoras de lores, damas y sirvientes, todos confundidos sobre lo que había sucedido.

Todos habían caído en un sueño profundo y olvidado.

Odette entonces notó la lámpara caída. El rey, que había caído presa del hechizo de dormir al igual que el resto, se sacudió de las redes y se puso de pie, mirando la figura inerte de Lady Helen con su hermoso vestido amarillo debajo del candelabro... excepto que no era Lady Helen de Mora.

Un grito ahogado se atascó en el fondo de la garganta de Odette cuando vio la frágil lucha de Mary Collins, la madre de Thomas James Collins, que levantaba la cabeza. Odette se había olvidado de su amenaza tres días antes, completamente olvidada hasta que se levantó con sus manos débiles, blandiendo una daga.

Con todas las fuerzas que le quedaban, Mary Collins arrojó la daga con sorprendente precisión directamente hacia el Príncipe de Camelot, quien todavía estaba aturdido por el sueño. No tuvo tiempo de moverse tan rápido como sabía que podía; se quedó mirando, horrorizado, cómo el puñal giraba cada vez más cerca por la mano de una madre furiosa y afligida.

Al lado de Odette, Merlín no tenía tiempo que perder, así que lo ralentizó. Los jadeos de los lores y damas se congelaron, las reacciones del rey hacia su hijo se hicieron lentas y la daga viajera perdió ferocidad hacia Arthur, que yacía directamente en su camino mortal.

Merlín no podía describirlo del todo. Llámalo destino, llámalo intuitivo, llámalo la bondad de su corazón al no poder ver ni siquiera al Príncipe más condescendiente de todos caer presa de una muerte (vergonzosa), pero corrió al frente antes de que tuviera dos momentos para pensar. Extendió las manos hacia el hombro del Príncipe y, con un gruñido, alejó al pesado patán de su silla.

El tiempo volvió a su lugar cuando cayeron al suelo, y la daga se clavó profundamente en la silla del príncipe.

Tanto Merlín como Arthur se voltearon a mirar, atónitos al pensar que podría haber sido el corazón del Príncipe lo atravesado en vez de la madera pulida.

A su alrededor, los invitados al glorioso festín se quedaron igual de sorprendidos. Lord Ronyn tragó saliva con dureza ante la moribunda bruja, quien con un último suspiro, pereció en las telarañas de su propia creación. Odette y Gwen se alejaron tambaleándose de las ventanas, con el terror congelado en un silencio sin aliento en sus rostros. Morgana tenía las manos en los labios, toda la emoción había desaparecido y reemplazada por el horror.

El príncipe y el joven mago se pusieron de pie. Arthur miró, incrédulo, a Merlín sin saber si estar agradecido o sorprendido de que alguien tan torpe como él pudiera salvarle la vida. Lo miró brevemente a los ojos y tuvo que apartar la mirada, masajeándose el golpe en la nuca por la caída.

El Rey se precipitó hacia ellos, tropezando con sus propios pies para llegar al lado de su hijo. Le puso una mano en el hombro, más que agradecido por haber sobrevivido. La fría mirada de piedra de Uther Pendragon se posó en Merlín y, por primera vez, el mago vio algo más: una gratitud amable, aliviada y vulnerable.

—Has salvado la vida de mi hijo. Una deuda ha de pagarse.

Merlín se sonrojó. Rápidamente sacudió la cabeza, odiando por una vez todas las miradas fijas en él.

—Yo, veréis...

—No seas modesto —dijo el Rey—. Serás recompensado.

El joven mago inclinó la cabeza y le resultó muy difícil mirar al príncipe y a su padre a los ojos. Se sonrojó más.

—No tenéis por qué hacerlo, majestad.

—¡Oh, claro que sí! —argumentó Uther Pendragon, mostrando un atisbo de sonrisa, algo que Merlín no pudo creer—. Esto merece algo muy especial.

Merlín se encogió de hombros y se retorció las manos con torpeza. Miró a Odette y Guinevere, quienes asintieron y le lanzaron gestos de aliento. Entonces, frunció los labios y murmuró un tímido:

—Bueno...

Uther asintió, satisfecho de estar agradecido por su regalo.

—Serás premiado con un puesto en la casa real —afirmó, y las cejas de Merlín se alzaron con sorpresa. Le dio a Arthur otra sacudida sobre sus hombros, orgulloso—. ¡Serás el sirviente de Arthur!

Los aplausos que siguieron no deberían haber sido aplausos. Merlín se quedó boquiabierto, incapaz de creer su mala suerte. ¿Qué clase de premio era ése? No podía desear otra cosa que ser nombrado sirviente del Príncipe. ¡Era mejor quedarse con nada! Pero al menos no era el único con tal disgusto. El rostro de Arthur se contorsionó de horror, siguiendo con la mirada al Rey mientras se marchaba con incredulidad.

¡Padre!

Cuando ninguno de los dos se salió con la suya, el Príncipe y su sirviente compartieron una breve mirada. Levantaron la nariz y miraron hacia otro lado con absoluto disgusto.

Parecería que el Gran Dragón tenía razón. Por mucho que Merlín lo intentara, por mucho que deseara y lo que quisiera, nadie, ni siquiera él, podía elegir el camino de su destino.

Y no sabía el gran destino que sería.

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