| ❂ | Capítulo 7.


Mi hermano tuvo que ayudarme a caminar de regreso a las caballerizas. Debíamos volver a palacio de inmediato y Sinéad me había confiado entre susurros que ya había enviado un mensaje para que mis doncellas tuvieran listo a nuestra llegada un baño para ayudarme; a pesar de que la Niebla se había disipado de mi interior, tenía la desagradable sensación de tener atrapado el frío.

Atticus había tenido que quedarse para cuidar de Keiran y comprobar si su estado mejoraba. Había logrado mantener a raya las lágrimas para no derramar ni una sola en la enfermería, pero los sollozos pugnaban por salir, dificultándome la tarea de parecer imperturbable; el brazo de mi hermano me mantenía erguida, y yo lo único que quería era ocultar mi rostro y poder echarme a llorar.

A la hora de montar a caballo, Sinéad tuvo que subirme a peso hacia la silla, ocupando su hueco tras de mí. Afuera ya nos esperaban los guardias que nos escoltarían en nuestro regreso a palacio; se mantendrían a una distancia prudente de nosotros, brindándome algo de espacio para poder abrirme a Sinéad.

Necesitaba desesperadamente hablar con mi hermano para contarle cómo la Niebla me había herido, sacando mis viejos fantasmas a flote.

Necesitaba con urgencia compartir el peso que atenazaba mi corazón.

Aguardé hasta que ganamos algo de ventaja frente a los guardias que nos escoltaban. Sinéad mantenía un ritmo calmado a la hora de regreso, permitiendo que los pocos viandantes que se encontraban en las calles a aquellas tardías horas pudieran ver el cortejo hacia el palacio.

Yo me bamboleaba de un lado a otro en la silla, encerrada entre los brazos de mi hermano, cuya respiración me golpeaba rítmicamente en la nuca. Apenas tenía ganas de desviar la mirada para contemplar Vesper; todos los músculos de mi cuerpo pedían a gritos el colchón de mi dormitorio. Mi cabeza exigía una dosis de somnífero lo suficientemente potente para poder dormir sin sueños aquella noche... y las siguientes.

—Le he visto —susurré.

La tensión del cuerpo de mi hermano a mi espalda me informó que me había escuchado pese a haber hablado en ese tono bajo. La garganta me escocía debido a los gritos que había proferido en la arena y, después, tras devolver con ayuda del sanador la Niebla que se había quedado atrapada en mi interior.

—La Niebla me ha mostrado a papá. —Se me rompió la voz al pronunciar la palabra; sin embargo, no le hablé de mis otros miedos. Por algún extraño motivo no quise decírselo—. Y a mí de niña.

Sinéad soltó una de las riendas para estrecharme el hombro en señal de consuelo. Yo aún no había terminado de hablar, de intentar sacar el angustioso nudo que se me había formado en el pecho tras escuchar las duras palabras que me habían dirigido ambos, tanto mi padre como mi versión más joven:

—Dijo que le estaba olvidando —continué, con la voz rompiéndoseme a causa de las lágrimas—. Que me estaba convirtiendo en una persona distinta.

Sollocé sin poderlo evitar, sin ser capaz de aguantar hasta que hubiéramos llegado a la relativa seguridad de mi dormitorio. Las duras palabras que me habían dedicado ambos —por no hacer mención de mis otros encuentros creados por la Niebla— seguían repitiéndose en mis oídos, atenazándome como si alguien estuviera aplastando mis pulmones para que no pudiera respirar correctamente.

—Quiero vengarle, Sinéad —dije con voz ronca, con los ojos llenos de lágrimas—. Quiero ver la sangre de los culpables corriendo... Quiero que su muerte sea pagada por las personas que le señalaron como un objetivo.

Mi hermano enroscó su brazo alrededor de mi cintura, dándome un apretón a modo de abrazo y pegando mi cuerpo más al suyo. Sabía que Sinéad también se encontraba ávido por clamar venganza, y que esa venganza estaba empezando a desarrollarse tras haber logrado que el rey Oberón aceptara mi compromiso con Atticus; mi madre tenía la sospecha de que había sido la reina Titania quien había orquestado el asesinato de nuestro padre.

Desde aquella noche, tuve la extraña sensación de que mi madre y la reina Titania tenían asuntos pendientes desde tiempo atrás. Y que el asesinato de mi padre había sido un aviso por parte de la reina de Verano.

—Tendremos nuestra venganza, Maeve —me aseguró mi hermano al oído—. Tu sed de sangre será saciada, con creces.

Cerré los ojos, recordando los planes de la reina Mab para vengar la muerte de su rey. No se contentaría con devolver el mismo golpe: ella quería más; quería demostrarle a la reina de Verano que era superior a sus manejos. Por eso mismo se encargaría de despojarle de todo lo que la reina Titania deseaba: poder.

El trono de la Corte de Verano.

Yo jamás pedí ser reina, pero mi madre había creído conveniente que su única hija merecía lo mejor... y a eso se le unía su plan de venganza, convirtiéndome a mí en su mejor baza para llevarla a cabo.

"¿Seré alguna vez libre?", me pregunté interiormente.

No, por supuesto que no.

Sinéad me dejó llorar en silencio mientras regresábamos a palacio. Por mi parte, yo intentaba ocultar mis sollozos y lágrimas; desde niña me había exigido a mí misma mantener mi apariencia de hielo, pero todas las reglas que había seguido en aquel entonces las estaba rompiendo.

Una a una.

Cuando entramos en las caballerizas, sequé a toda prisa mis lágrimas y me puse de nuevo mi máscara. Sinéad bajó en primer lugar del caballo y luego me tendió la mano; sus ojos azules me contemplaban afligidos, seguramente por todo lo que había tenido que sufrir en la arena a manos de la Niebla.

Mi madre me había asegurado que yo tenía un espíritu inquebrantable, que no tendría ningún problema para superar la prueba. Sin embargo, eso no había resultado ser del todo cierto: no había podido resistir el poder de la Niebla, había permitido que hundiera sus garras en mi cerebro, sacando a la luz mis peores miedos.

Tal y como había afirmado la reina Mab de la Niebla, no paraba de decepcionarla. Continuamente.

Bajé del caballo, ignorando la punzada de protesta de mis piernas, y seguí a mi hermano hacia la salida. La misma pregunta de siempre había aparecido en mi cabeza, eclipsando cualquier otro pensamiento; aguardé hasta que llegamos al familiar pasillo que conducía a mi dormitorio.

Los que no habían acudido al espectáculo de la tercera prueba seguramente ya se encontraran durmiendo... o quizá festejando de manera privada. Lo que importaba es que los corredores se encontraban vacíos.

Detuve a mi hermano por la manga y le dirigí una mirada suplicante.

—¿Crees que madre hubiera preferido tener otro varón, en vez de... yo? —pregunté, titubeante.

Sinéad me contempló con una expresión de absoluto desconcierto. Jamás había expuesto mis dudas ante nadie, pero lo sucedido en la arena había dejado en muy mal estado mis propias defensas; necesitaba escucharlo, y mi hermano era la única persona que podría darme una respuesta.

Sus cejas se fruncieron, como si estuviera pensando.

—Papá siempre decía que no la había visto sonreír de ese modo al tenerte por primera vez en brazos —respondió, con tono abatido—. La reina Mab siempre ha estado sometida a mucha presión por el hecho de ser mujer, pero te quiere.

Lo último me supo amargo, y no le creí del todo.

Sinéad esperó en el salón mientras mis doncellas se encargaban de ayudarme; Cathima se encargaba de repetir órdenes, siguiéndome con su mirada preocupada. El baño que mi hermano había exigido ya se encontraba listo a nuestra llegada, por lo que solamente tuve que desvestirme con ayuda de mis doncellas e introducirme en el agua caliente para que ellas empezaran a obrar maravillas en mi dolorido cuerpo.

Ataviada con un camisón grueso —aún sentía el frío de la Niebla en mis huesos—, regresé al salón para que mi hermano me informara de cómo me encontraba dentro del Torneo.

La próxima prueba era la definitiva, la que serviría para elegir al Campeón.

Me acomodé en el sofá y doblé las piernas para sentarme sobre ellas, aguardando a que Sinéad hablara. Mi hermano me acercó una taza de líquido caliente antes de proceder a desglosarme todo lo que necesitaba saber como participante del Torneo, y quizá un par de consejos para la última prueba.

Los labios de mi hermano se habían curvado en una amable sonrisa.

—Para ser la primera mujer que participa en el Torneo, tu posición es envidiable —fue lo primero que dijo.

—¿Quién ha ganado la tercera prueba? —inquirí.

El rostro de Sinéad se contrajo en una mueca.

—Técnicamente, ha habido un empate. —Al ver que le miraba con una expresión confundida, intentó sonreír para subirme el ánimo—. Keiran y tú sois los únicos que durasteis más tiempo antes... antes de que tuviéramos que sacaros de allí.

Un empate. Con Keiran. Aquello no me alivió ni me satisfizo del modo que creí que lo haría; había visto a Keiran a punto de suicidarse a causa de sus propios miedos, le había visto vulnerable y a merced de la oscuridad que se agazapaba en su alma por primera vez.

Y no había sido un espectáculo nada agradable.

—¿Crees que madre sabía lo que iba a suceder? —le pregunté con un nudo en la garganta—. Que quizá buscaba que Keiran...

Era un hombre muerto. Mi madre lo había señalado como su primer objetivo en su camino hacia el poder; era evidente que podría haber usado la Niebla para sus propios propósitos, acelerando el momento. ¿Quién podría culparla de la muerte del príncipe heredero si Keiran hubiera sucumbido a sus peores miedos y hubiera decidido poner fin a toda la situación haciendo eso?

Mi hermano me contempló con severidad, regañándome con la mirada por haber insinuado siquiera lo que había dicho.

—No, Maeve. No era su plan inducir a Keiran al suicidio.

Me encogí sobre mi asiento.

—Eso habría sido un movimiento arriesgado —continuó aleccionándome—. Aún tenemos que asegurarnos nuestra posición aquí y eso lo habría puesto muy difícil.

De manera implícita estaba haciendo mención a mi boda, que tendría lugar poco después de que terminara el Torneo. Atticus me había confesado que la reina Titania ya había empezado por su parte con los preparativos, dispuesta a mantener la fecha sin que las nuevas circunstancias pudieran suponer un retraso.

Dejé la taza sobre la mesa y apreté los puños sobre mi regazo.

—Atendiendo a vuestro número de victorias —dijo entonces Sinéad, cambiando de tema—, te encuentras en segunda posición. Por detrás de Keiran —añadió.

Fruncí el ceño y Sinéad se dispuso a explicarme en qué consistía la clasificación. Atendiendo a los resultados individuales de cada prueba, en mi caso contaba con dos segundas posiciones —la victoria de Morgan en la segunda prueba nos había relegado a los tres campeones restantes un segundo lugar— y una única victoria, que compartía con Keiran.

Morgan se encontraba por detrás de mí con una sola victoria y una tercera posición; además de una retirada forzada a causa del rey de Otoño que lo había catapultado a una cuarta posición durante la tercera prueba.

Keiran, que estaba en primera posición, había logrado hacerse con dos primeras posiciones y una segunda, cuando salvó mi vida en la segunda prueba.

Respecto a Ariel, lamentablemente cerraba la clasificación con un segundo, tercer y cuarto lugar como resultado dentro de las pruebas.

Me imaginé el orgullo que debía sentir Oberón en esos instantes al saber que su hijo encabezaba la clasificación. Que, quizá, sus bromas sobre que terminaría ganando el Torneo no estuvieran tan mal desencaminadas.

—Sabes que las tres primeras pruebas son un preludio para la gran prueba final, ¿verdad? Es un modo de comprobar qué campeón tendrá más posibilidades de hacerse con la victoria; además de servir para hacer apuestas.

—¿Madre qué opina al respecto? —pregunté—. ¿Lo sabe?

Sinéad asintió.

—Lo estás haciendo bien, sigue así.

Esbocé una débil sonrisa de agradecimiento.

Mi hermano había esquivado con habilidad mis preguntas, eludiendo así el hacerme daño. Pero, de manera inconsciente, lo había hecho.

Las manos de Puck se cerraron de nuevo contra mi cuello para asfixiarme y pude escuchar las risas de las personas que observaban cómo el chico intentaba asesinarme. Mis ojos se encontraron con los de mi padre, que contemplaba la escena con un brillo decepcionado.

Porque yo le había hecho daño.

Porque no estaba cumpliendo con mis propias promesas.

Chillé hasta hacerme daño en la garganta, incorporándome sobre el colchón y llevándome ambas manos al cuello, comprobando que todo se había tratado de una horrible pesadilla.

Alguien entró apresuradamente en mi dormitorio y yo grité con más energía. Las manos de Cathima se apoyaron sobre mis hombros con cuidado y su rostro quedó expuesto ante el haz de luz que procedía de la ventana; tenía los ojos hinchados y nublados por el sueño.

—Señorita, cálmese —me pidió—. Todo ha sido una pesadilla. Usted está bien.

Dejé escapar un quejido herido mientras Cathima seguía sosteniéndome. Mi doncella me miraba sin poder ocultar su preocupación por mi estado; yo traté de recuperar el aliento, de normalizar mi respiración y calmar el agitado ritmo de mi corazón.

Miré a Cathima.

—¿Qué haces aquí?

Aún llevaba puesto el uniforme de doncella y hacía horas que había decidido irme a dormir, con la esperanza de dar por concluido el día.

—El príncipe me pidió que me quedara aquí toda la noche por lo que pudiera surgir —explicó con suavidad.

Tardé unos segundos en comprender que estaba refiriéndose a mi hermano. Sinéad había temido que pudiera sucederme eso —el ser asolada por las pesadillas de lo sucedido con la Niebla— y había preferido dejar a alguien que vigilara mis sueños para cuando estos se volvieran demasiado oscuros y enrevesados... hasta que se convirtieran en pesadillas.

—Respire hondo, Alteza —me pidió.

Así lo hice, pero no sirvió en absoluto para ayudarme.

El ceño de Cathima se frunció al ver que mi estado no mejoraba. Seguía atrapada en los recuerdos de aquella tarde, de cómo la Niebla me había aplastado bajo el peso de mis propios miedos; escuché que mi doncella susurraba algo antes de abandonar la habitación, dejándome a solas.

Pegué mis rodillas al pecho, intentando hacerme más diminuta. Mi mirada vagó por el dormitorio, sintiendo un escalofrío de temor al estar rodeada de tanta oscuridad; tragué saliva mientras seguía estudiando mi habitación, casi esperando ver aparecer alguna silueta saliendo de ella.

Me quedé en esa posición hasta que escuché la puerta y la voz de Cathima, indicando que era ella. Mis músculos se relajaron cuando mi doncella entró en la habitación y encendió una vela, mostrándome un tazón humeante; era evidente que había bajado hasta las cocinas para buscarme algo que darme.

Bajé la mirada hacia el líquido, dubitativa.

—Os ayudará a dormir —me explicó con suavidad.

La miré con terror.

—No quiero dormir.

Cathima me contempló con comprensión.

—Sin sueños —puntualizó—. Os ayudará a dormir sin sueños.

Lo que también dejaba fuera a las pesadillas.

Tomé de sus manos el tazón humeante y lo observé unos instantes más antes de llevármelo a los labios, dándole un sorbo que me abrasó la garganta. Cathima me observaba a su vez, comprobando que me terminaba todo el contenido del tazón y se lo devolvía vacío.

—No se preocupe, Alteza —susurró la doncella—. Velaré por sus sueños.

Hubiera querido que esas mismas palabras las pronunciara mi madre.

En aquellos momentos necesitaba la presencia de mi madre, y me odié por la dependencia que tenía hacia ella.

Hacia una mujer para la que nunca estaría a la altura.

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