| ❂ | Capítulo 3.
Mis hirientes palabras dieron de lleno en la diana de Nyeel. El rostro de mi antigua amiga empalideció por la crudeza que había utilizado al hablar y entreabrió los labios, como si quisiera decirme algo; me costaba mucho pasar por alto que ella había propiciado toda la situación, que había antepuesto su sed de venganza a nuestra amistad.
Ahora yo estaba devolviéndole la indiferencia ante sus múltiples disculpas.
—Ordenaré tu regreso a la Corte de Invierno —decidí en aquel mismo momento—. Ya no te necesito como dama de compañía y tu simple presencia aquí me altera.
Tras aquella drástica decisión de última hora, logré sobrepasar a Nyeel y proseguir mi marcha hacia mi dormitorio. Las sienes me palpitaban como si tuvieran vida propia y los temblores de mis piernas no habían cedido ni un ápice; el encuentro sorpresa con mi antigua dama de compañía me había inquietado, pues no esperaba que fuera tan osada para venir a implorar mi perdón.
Había creído ser lo bastante explícita sobre lo que pensaba de ella y nuestra destrozada relación.
Cathima alzó la cabeza de sus quehaceres nada más escucharme traspasar la puerta. Le hice un aspaviento de mano indicándole que luego la pondría al día, dirigiéndome hacia el dormitorio para devolver a la mesita de noche el pergamino de la reina Mab y luego poder alcanzar el baño; a pesar de no haber hecho apenas ejercicio, estaba necesitada de un relajante baño.
Abrí los grifos y contemplé cómo el agua iba llenando el fondo de la tina. Los pasos de mi doncella me sobresaltaron cuando Cathima apareció en el baño, con una expresión cautelosa; ninguna de las dos había mencionado que hubiera decidido acudir a mi hermano a mis propias espaldas para informarle sobre la tensa discusión que habíamos mantenido Atticus y yo cuando mi prometido se había armado de valor para confesarme lo que había sucedido después de huir de palacio.
—Permítame que la ayude, princesa —me pidió, solícita.
La mujer dio un respingo cuando alzó la cabeza y me pilló observándola fijamente.
—¿He recibido respuesta a alguna de las notas que envié a la reina o al príncipe? —pregunté, refiriéndome a la reina Mab y a Sinéad.
Cathima sacudió la cabeza.
—Solamente tiene una nota de su prometido, Alteza.
Vestida únicamente con mi camisola interior, salí del baño para regresar al salón. Sobre la mesa se encontraba una bandeja de plata con un pulcro papel perfectamente doblado por la mitad y atado con un lazo de color amarillo; apenas habían pasado unas horas desde que me hubiera despedido abruptamente de Atticus en la biblioteca y ya me aguardaba una nueva petición por su parte.
Quité el lazo y abrí la nota.
Suspiré interiormente mientras leía la escueta petición de Atticus para que fuésemos a dar una vuelta a caballo por los campos del castillo aquella misma tarde; añadía, además, que tendríamos compañía. Quizá creyendo que no estar los dos a solas supondría un pequeño respiro para nuestra distancia.
Arrugué la nota y la devolví a la bandeja. Cathima aún seguía esperándome en el baño, junto a la tina; el agua debía encontrarse preparada para mí, desprendiendo nubes de vapor que olían a esa inconfundible mezcla de flores de la Corte de Verano.
Me quité la camisola y me metí dentro de la tina. Mi doncella procedió entonces a frotarme con cuidado el cuerpo con un aceite de los muchos que me habían obsequiado cuando vine allí; me permití esos instantes de paz para intentar relajarme y no pensar en nada.
Sin embargo, el recuerdo de la silueta de aquella mujer se coló en mi cabeza, provocándome un nuevo escalofrío; su insinuante voz se repitió en mis oídos, haciéndome la misma pregunta una y otra vez. ¿A qué tenía miedo?
Las habilidosas manos de Cathima empezaron a masajearme los hombros, hundiendo sus pulgares en las zonas más duras debido a la tensión, distrayéndome de la pregunta que me había formulado aquella aparición.
—Anaheim ha estado pululando por vuestra habitación, princesa —susurró Cathima, sobresaltándome.
Abrí los ojos de par en par, mirando a mi doncella para que siguiera hablando. Que la consejera de la reina Mab hubiera decidido hacerme una visita me daba malas vibraciones; Anaheim era mujer misteriosa y rodeada de un halo de oscuridad que siempre había apoyado a mi madre.
Su amistad venía de lejos, quizá de cuando eran jóvenes.
Nunca supe más datos de la vida de Anaheim, y jamás me pregunté nada respecto a ella.
—¿Ha dicho algo sobre su visita? —inquirí.
Cathima negó con la cabeza.
—Nada en absoluto.
La misteriosa visita de la consejera de la reina se repitió aquella misma tarde, poco después de que terminara de prepararme para mi salida con Atticus para montar a caballo; una de mis nuevas doncellas fue la encargada de recibirla, intimidada por su simple presencia.
Como era habitual en Anaheim, llevaba un esplendoroso vestido de color negro con flores dispersas por el corpiño y falda de un vivo color rojo; sus labios, del mismo color, se fruncieron en una viperina sonrisa dirigida a la doncella que se encontraba a su lado. Ordené que se nos dejara a solas y me recoloqué sobre el sofá donde estaba para recibir a la consejera de la reina Mab.
—Anaheim —la saludé.
Ella se dobló en una reverencia y su sonrisa perdió esa maldad característica al mirarme.
—¿Te envía mi madre? —pregunté, algo ansiosa por conocer el motivo de su visita.
Anaheim, habituada a dejar en suspenso unos segundos, retrasó su respuesta mientras se acercaba al otro sofá y se sentaba con cuidado, colocando las faldas de su vestido para que no la incomodasen; sus ojos negros parecían estar riéndose de mí mientras se mantenía en silencio.
—Es posible —contestó, evasiva.
Dejé el libro que tenía sobre las manos —y cuya lectura había interrumpido mientras esperaba a Atticus— a mi lado.
—No dispongo de mucho tiempo —expuse con segundas intenciones.
Ella sonrió.
—Tu prometido requiere mucha atención —comentó.
Puse los ojos en blanco. Si ella supiera siquiera por qué Atticus parecía querer gastar hasta el último segundo de su tiempo libre en mí...
—Pero seré breve —añadió Anaheim.
Contemplé con recelo cómo buscaba algo entre el contenido del bolsito que llevaba anudado a la muñeca. Cuando me mostró una piedra oval blanca y lisa, fruncí el ceño con confusión. ¿Acaso se trataba de una broma? ¿Mi madre había enviado a su consejera para que me entregase... una piedra?
—La reina Mab está muy preocupada por la ligera desventaja que tienen los campeones de Otoño e Invierno —empezó, usando aquel tono bajo que parecía acariciarte como si fuera seda; un señuelo, sin duda alguna: Anaheim era peligrosa, quizá casi tanto como la propia reina Mab—. Es una lástima que esta edición del Torneo haya tenido lugar en territorio Seelie y, por eso, vuestra magia no funcione del todo bien.
Apreté los puños contra mis muslos, observando con mayor atención la piedra que sostenía Anaheim entre el índice y el pulgar. El cambio de un territorio a otro me había afectado duramente debido a que era mi primera incursión fuera de la Corte de Invierno; mi propia magia se resentía en aquel lugar, impidiéndome poder usarla con total normalidad.
—Ella me expresó su preocupación tras la segunda prueba y yo no puedo permitir que mi reina pueda estar sufriendo por su campeona. —Su sonrisa se volvió traviesa—. Además, ella no puede interceder directamente por un campeón porque así lo prohíben las normas del Torneo.
Comprendí entonces a qué venía todo aquel espectáculo. Anaheim, sospechando que hubiera alguien que controlara todos nuestros movimientos durante el Torneo, estaba fingiendo estar ayudándome de manera altruista; la realidad, por el contrario, era que mi madre la había enviado a modo de mensajera.
La sonrisa de Anaheim creció.
—Una piedra de energía sería lo justo para que la campeona de Invierno estuviera al mismo nivel que los campeones de Primavera y Verano —susurró, cómplice—. Me extraña que el rey Oberón no te haya ofrecido una antes; no en vano dentro de poco vas a pasar a formar parte de su grandiosa familia.
No se me pasó por alto el tono sarcástico de su última frase.
Anaheim me tendió la piedra, depositándola sobre la palma abierta de mi mano. El contacto con aquella piedra de energía fue frío; la contemplé en silencio hasta que se iluminó levemente con un inconfundible resplandor blanco-azulado. Una corriente de magia de Invierno me recorrió de pies a cabeza, arrancándome un jadeo de sorpresa.
Las yemas de los dedos se me iluminaron por mi propia magia, pero no sentí ningún cansancio por aquel gasto.
—Llévala en la tercera prueba y demuestra de lo que eres capaz —susurró.
Alguien llamó a la puerta, cortando de lleno nuestra conversación. Ambas miramos en la misma dirección mientras yo me ponía en pie para ver de quién se trataba y ocultaba en el camino la piedra que me había dado la consejera de mi madre; Anaheim no tardó mucho en seguirme, pues debía marcharse para atender sus propias responsabilidades.
Abrí la puerta.
Atticus pareció quedarse algo sorprendido al verme en compañía de Anaheim. La mujer le dedicó un seco saludo de cabeza antes de sobrepasarle para poder marcharse por el pasillo, haciendo ondear la larga cola de su vestido; la mirada de mi prometido persiguió la espalda de Anaheim hasta que desapareció por el recodo del final del pasillo.
Luego su mirada pasó a mí, quien aguardaba en el umbral con una expresión desconfiada. Pareció replegarse sobre sí mismo cuando nuestras miradas chocaron; retrocedió un paso para hacer que la distancia que nos separaba creciera y retorció los guantes que llevaba entre las manos.
Luego se aclaró la garganta.
—¿Estás... estás lista para marcharnos? —Sus mejillas se sonrojaron—. Nos esperan en las caballerizas.
Salí al pasillo y cerré la puerta a mi espalda. Para nuestra excursión a caballo me había decantado por usar unos pantalones y una túnica, el mismo conjunto que me había entregado Keiran el día que vino a cuidar de mí a modo de favor hacia su hermano menor; Atticus me estudió con una rápida mirada antes de desviarla.
Di una seca respuesta afirmativa y ambos echamos a andar hacia las escaleras. En nuestro camino hacia las caballerizas nos topamos con nobles que se inclinaron ante nuestra presencia y lanzándonos miradas de inconfundible mezcla de curiosidad y algo parecido a la tolerancia; me removí inquieta ante tales muestras, acelerando el paso para alcanzar una zona que no estuviera tan concurrida.
Atticus se mantuvo a mi lado en un silencio autoimpuesto, con su mirada de color miel buscando la mía.
Y la encontró cuando descubrí la identidad de las dos personas que iban a acompañarnos en aquella salida.
Fulminé con la mirada a Atticus nada más reconocer la inconfundible presencia de lady Amethyst, con un atuendo mucho más femenino que el mío, bromeando con Keiran mientras este sostenía las riendas de Mut; mi prometido se puso pálido al percibir mi creciente enfado.
El error que había cometido.
—¿Es una broma? —siseé.
La mirada de Atticus alternaba entre nuestros dos acompañantes y mi rostro. Tenía los ojos abiertos de par en par, contemplándome con una expresión que casi rozaba el horror.
—Mira, Keiran, ya han llegado —trinó la voz de lady Amethyst, irrumpiendo en nuestra conversación.
Me giré hacia ella con una expresión que indicaba lo poco que me gustaba la compañía en la que me encontraba. La chica me respondió con una resplandeciente sonrisa mientras un par de mozos traían dos caballos; supuse que el tercero que faltaba no sería necesario si ella compartía montura con el príncipe. Una jugaba bastante astuta por su parte.
Cogí las riendas con brusquedad, provocando que mi montura se inquietara levemente por mi mal humor. Keiran nos contemplaba a su hermano y a mí con un gesto contrito mientras palmeaba el lomo de su semental; lady Amethyst nos sonreía coquetamente, batiendo sus espesas pestañas.
Contuve las ganas de soltar un exabrupto y me apresuré a montar sobre mi caballo. Atticus me lanzó una nueva mirada avergonzada mientras me imitaba, subiéndose a su propia montura.
Apreté los muslos contra los costados del animal, tensando las riendas cuando el caballo se agitó bajo mi peso, piafando. Keiran ayudó en primer lugar a lady Amethyst, quien fingió bastante bien su torpeza a la hora de subir al caballo; ella nos dedicó una falsa mirada compungida mientras el príncipe heredero se colocaba a su espalda, cogiendo las riendas.
—¿No hacen una pareja adorable? —le preguntó, dulcemente, lady Amethyst a Keiran, mirándolo por encima del hombro—. Nadie diría que la prometida de tu hermano pertenece a la Corte Unseelie.
Mis labios se curvaron en una sonrisa torcida; Atticus, a mi lado, carraspeó con cierta incomodidad por la apreciación.
—Dama de Invierno —la interrumpí con dulzura, sus ojos se desviaron en mi dirección con un brillo confundido—. Lady Amethyst, lamento terriblemente tener que corregirte, pero tengo un nombre, Maeve; además de un par de títulos que quedarían mucho mejor que el término que has usado. Dama de Invierno es uno de ellos y el que más me gusta como suena. Creo que queda mejor que "prometida", ¿verdad? No me hace parecer un simple accesorio del príncipe Atticus.
Le dediqué una encantadora sonrisa como colofón final. Ella se sonrojó, consciente del abismo que existía entre nosotras; aunque fuera una forastera en la Corte de Verano, mi posición me había abierto las puertas a un compromiso que ella jamás tendría oportunidad de tener. Había estado atenta a los rumores que corrían sobre la relación que mantenía con el príncipe heredero... y todas parecían decir lo mismo: que estaba enamorada del poder y que haría lo imposible por conseguir la corona que venía incluida con Keiran.
Por no hablar de la única forma de obtenerla, un plan a largo plazo; de, a lo sumo, unos nueve meses de espera.
Lady Amethyst abrió y cerró varias veces la boca, incapaz de encontrar algo apropiado que decir para salvar la situación.
La sonrisa se me congeló en el rostro, torciéndoseme en una mueca, cuando Keiran tiró de las riendas de Mut para dirigirle fuera de las caballerizas; el rostro de su acompañante pareció expresar un profundo alivio al ver cómo el príncipe —con su milagrosa intervención— la salvaba del ridículo más espantoso.
Chasqueé la lengua mientras guiaba a mi propia montura para que siguiera a Mut. Atticus no tardó en acompasar su propio caballo a mi ritmo; sus mejillas seguían coloreadas y tenía la vista clavada en sus manos.
—Lamento las desafortunadas palabras de Ames, ella no está acostumbrada a...
Casi frené en seco mi caballo mientras contenía las ganas de gritar.
—¿Crees que disculpándote continuamente, incluso por causas ajenas a ti, van a hacer que te ganes mi perdón antes? —le corté abruptamente, volviendo a hacer uso de mis comentarios hirientes—. Déjame que te ayude: no.
La mirada de Atticus volvió a nublarse por el dolor de mi constante rechazo y por las malas formas con las que solía recompensarlo cuando la situación se volvía un tanto cargante.
Observé cómo endurecía la línea de su mandíbula y alzaba la mirada al frente, al caballo que iba delante de nosotros. Aquello era nuevo, nada que ver con la actitud sumisa que había mostrado los días anteriores.
—Fue ella la que me pidió unirse a nuestra salida —comentó en tono plano—. Ames no ha pretendido ser grosera contigo, Maeve; solamente estaba intentando ser amable contigo.
Giré la cabeza en su dirección con una mirada furibunda.
—No necesito su amabilidad —repliqué.
—Pero sí necesitas amigas, Maeve —me contradijo Atticus y su voz sonó más segura, lo mismo que su mirada se volvió mucho menos titubeantes que momentos antes, cuando rehuía la mía—. La vida en la corte puede ser tediosa y aburrida sin compañía, y no es que te sobren invitaciones de las damas de aquí.
Aspiré el aire de golpe, acusando la pulla que se escondía tras sus palabras.
De manera mecánica se la devolví, intentando causar el mayor impacto posible a modo de venganza por su insinuación.
—Habla el hombre que buscaba compañía en libros en vez de en personas —hice una teatral pausa, paladeando mi estocada final—. O quizá lo hacía antes; ahora supongo que buscas una grata compañía entre los brazos de cualquier tabernera. ¿O ya también te has decantado por alguna joven de la corte?
Atticus tiró de las riendas de su caballo para detenerlo en seco; su rostro estaba lívido y su mirada de color miel me contemplaba con una mezcla de sentimientos que provocaron que los remordimientos empezaran a agitarse tras mi comentario. Frené a mi montura y el caballo se removió con inquietud.
Aquel, de lejos, había sido mi peor comentario.
El más certero y cruel de los que podía haberle dado a mi prometido.
—¿Cuánto tiempo más vas a estar castigándome, Maeve? —me espetó, haciendo uso por primera vez de aquel tono molesto que me hizo removerme sobre la silla de montar—. Dímelo. Dime qué más tengo que hacer para que podamos pasar página de una maldita vez por todas.
Sus reproches, que debían haberse ido acumulando tras mis continuos desaires, me atacaron sin piedad. Observé muda a Atticus, con los ojos abiertos de par en par tras su estallido; la mirada de mi prometido se había endurecido, abandonando su anterior postura complaciente y arrepentida.
Abrí la boca para responder, pero no me salieron las palabras.
Antes había tenido el control de la situación, el saber que Atticus haría lo que yo quisiera con tal de ganarse mi perdón. Y yo había intentado jugar con esa ventaja... una ventaja que se había desvanecido, dejando en su lugar la frustración de mi prometido.
—Estoy... estoy cansado —prosiguió, pasándose una mano por el rostro—. Me comporté mal, reconocí mi error y estoy asumiendo las consecuencias, pero tú sigues machacándome para hacerme sentir peor de lo que ya me siento. A veces pienso que lo único que quieres es romper nuestro compromiso, ¿es eso? ¿Acaso no tienes el valor suficiente para decírmelo? ¿Por eso me estás forzando con tu comportamiento, para que sea yo quien le ponga fin? Porque si es esa tu decisión, lo haré.
Mi corazón dio una violenta sacudida cuando escuché que estaba dispuesto a liberarme del compromiso. Lo miré fijamente, esperando encontrar algún resquicio de duda... cualquier cosa que me hiciera creer que no estaba hablando en serio; la mirada miel de Atticus me contemplaba con una seguridad aplastante.
Me estaba pidiendo que eligiera, que rompería nuestro compromiso si yo así lo decidía.
Aquello había desembocado a un gran desastre. Jamás habría creído que Atticus me propusiera una cosa así; mi madre y Sinéad se pondrían furiosos de llegarles aquella información.
Me culparían —no sin razón— de haberlo echado todo a perder. El trabajo de años acabaría por la borda por mi inconsciencia, por culpa de mi orgullo y amor propio ante la deslealtad de Atticus.
Intenté hablar, pero no pude.
—Quiero una respuesta, Maeve —me advirtió, tirando de las riendas—. O de lo contrario seré yo quien tome la decisión.
Picó espuelas y su montura echó a trotar hacia Mut, que nos sacaba varios metros de distancia. Me quedé unos instantes, paralizada sobre la montura, repitiendo la advertencia de mi prometido; su ultimátum podría suponer la destrucción del plan de venganza de mi familia. Tiré de las riendas para corregir la trayectoria de mi caballo y le insté a que siguiera la comitiva.
Atticus se mantuvo a una prudente distancia de mí, ignorándome.
Devolviéndome todo lo que yo le había hecho los días anteriores.
El trayecto se mantuvo en un pesado silencio entre nosotros. Keiran y su acompañante parecían estar más que entretenidos; de vez en cuando me llegaban las carcajadas y risitas de ambos, crispando aún más mi pésimo estado de humor.
Fruncí el ceño cuando alcanzamos una tienda ya preparada, cerca de los acantilados. Los sirvientes se apresuraron a salir de la sombra que les proporcionaba la carpa montada para llevarse a los caballos para que bebieran agua; nosotros nos dirigimos hacia el interior de la tienda, donde nos esperaba un surtido pícnic dispuesto sobre un mantel rodeado de varios cojines.
Me desplomé sobre uno de ellos y agradecí con una sonrisa a la doncella que me tendió una copa; al ver su contenido —vino— le pedí que me lo cambiara por agua, pues no estaba dispuesta a bajar la guardia por culpa del alcohol.
Keiran y lady Amethyst se sentaron muy juntos, cogiendo las copas que les esperaban sobre las bandejas que portaban los sirvientes; Atticus también rechazó el vino y pidió agua, quizá decidido a mantenerse alejado de las bebidas alcohólicas por un buen tiempo.
Desvié la mirada hacia la ingente cantidad de comida que nos esperaba para que les diésemos una buena cuenta de ella. Contuve un suspiro mientras pegaba a mi pecho la copa fría, sin saber muy bien cómo transcurriría aquella reunión.
No estaba de humor para socializar y la compañía tampoco me parecía muy grata. Lady Amethyst cogió un cuenco lleno de racimos de uvas y se lo apoyó en el regazo, entre las faldas de su vestido; entrecerré los ojos cuando empezó a juguetear con el príncipe heredero, fingiendo ser su esclava y dándole una por una las uvas.
Era vomitivo.
Encontré bastante interesante el fondo de mi copa, así que clavé la mirada allí, fingiendo estar muy ocupada en aquella ardua tarea. Sin duda alguna, tendría que empezar a perfeccionar mi habilidad para abstraerme cuando estuviera en alguna situación como aquella.
—¿No os encontráis bien, Dama de Invierno? —El irritante tono dulce de lady Amethyst me hizo casi soltar un respingo—. Apenas habéis probado bocado.
Lo único que había hecho era dar pequeños sorbitos a mi copa de agua. Conté hasta cinco mentalmente antes de alzar la mirada hacia el rostro interesado de la chica; aún tenía entre las manos el cuenco casi vacío de las uvas y había pasado a encontrarse sobre el regazo del príncipe heredero, quien masticaba con parsimonia y mantenía una actitud despreocupada.
Atticus también parecía encontrarse sumido en sus propios pensamientos, mordisqueando con aire distraído un trozo de fruta.
—Es el calor —expuse convincentemente.
La mirada de lady Amethyst se volvió compasiva. Mi prometido me había asegurado que las únicas intenciones que guardaba eran intentar convertirse en mi amiga, pero yo no estaba segura de ello; mi nivel de desconfianza se había disparado tras los últimos sucesos.
Tenía que protegerme.
Tendría que haber hecho caso a mi madre desde el principio y no haber permitido que nadie pasara mis muros de hielo.
—Debe ser difícil este cambio tan abrupto —asintió casi para sí misma—. He oído que en la Corte de Invierno las temperaturas son casi extremas; esto debe pareceros un demasiado cálido en comparación con vuestro hogar.
Contemplé a lady Amethyst con una expresión neutra. No estaba segura de compartir la misma opinión de Atticus respecto a las intenciones que tenía ella; su actitud me resultaba demasiado artificial y forzada. No era difícil adivinar que aún guardaba sus propios prejuicios por mi procedencia, por ser quien era.
Una princesa de la Corte Unseelie.
—Parece que creéis que las gentes de la Corte de Invierno somos bárbaros que vestimos con pieles de los animales que cazamos —respondí con mordacidad, incapaz de contener mi propio veneno—. Siento tener que romper el mito, pero vivimos como gente civilizada... y sin "una temperatura casi extrema".
De nuevo había conseguido devolverle el golpe a lady Amethyst, cuyas mejillas se colorearon con intensidad. Le sostuve la mirada hasta que conseguí que se removiera inquieta sobre el regazo del príncipe heredero, quien dejó escapar un gruñido ante los movimientos de su acompañante.
—Quizá algún día podríamos ir, Ames —intervino después Keiran, lanzándole a la chica una de sus mejores sonrisas.
Enarqué una ceja ante la tentadora oferta que le había tendido el príncipe a lady Amethyst; la sonrisa que curvó los labios de ella también reflejaba —de nuevo— el alivio de verse defendida de mis continuos ataques. Al parecer, la joven lady Amethyst no sabía defenderse por sí sola, o quizá había fingido lo contrario para comprobar si Keiran sentía el suficiente interés en ella para luchar sus propias batallas.
Lady Amethyst hizo un convincente puchero y luego me lanzó una rápida mirada, comprobando que seguía mirándolos. Que tenía toda mi atención.
—Tengo miedo de que el cambio de magia me afecte hasta el desmayo. —La copa tembló entre mis manos y apreté los labios con fuerza; lady Amethyst desvió entonces su mirada hacia mí—. ¿No es eso lo que os sucedió a vos, Dama de Invierno? Keiran me contó que os desmayasteis sin más al cruzar las fronteras. Fue toda una suerte que él estuviera allí para ayudaros... sin contar con Atticus, por supuesto.
Clavé mi acusatoria mirada en Keiran. ¿Quién demonios se creía que era para ir aireando eso? La sonrisa de la chica se tornó mucho más satisfecha al verme atrapada y sin réplica posible; que Keiran hubiera decidido hacer partícipe a lady Amethyst de aquel episodio denotaba lo unidos que se encontraban. Lo estrecha que era su relación.
Alterné mi mirada entre la chica y el príncipe. Dudé de si debía preguntarle a lady Amethyst si Keiran también había decidido contarle algunos episodios más, como el día en que le derroté bajo la apariencia de un chico o cómo se disfrazó de cuervo para tenderme una emboscada en el laberinto.
Me cuestioné si Keiran le habría confesado que me había besado en dos ocasiones.
—Ames... —habló el príncipe heredero, usando un tono cargado de advertencias.
Alcé una mano para detener sus palabras, con la vista clavada en el rostro de lady Amethyst. Sabía perfectamente dónde atacar y no iba a mostrar ni un ápice de piedad con ella.
Deseé que mi madre estuviera allí para que viera que el calor de la Corte de Verano no había surtido ningún efecto en mí... o no el suficiente.
—Estoy segura de que a vos no os hace falta ningún desmayo para que el príncipe heredero pueda alardear de sus modales de perfecto caballero y ser el centro de atención con esa entrañable anécdota —le aseguré con peligrosa suavidad—. Según he oído por la corte, solamente tenéis que levantaros las faldas para conseguirlo. Y ya hay bastantes historias al respecto.
La reacción de lady Amethyst fue tal y como había buscado que fuera: desproporcionada y llena de un desmesurado dramatismo. Sus ojos se abrieron de par en par, con las comisuras engrosadas con lágrimas a punto de ser derramadas; su boca emitió un sonido lastimero casi animal.
Se puso en pie de un salto, sacudiendo las faldas de su vestido con aquel premeditado movimiento, y se marchó con aire indignado en dirección a las lindes del bosque que quedaban cerca de la tienda; Keiran no tardó mucho en imitar a su acompañante, lanzándome una mirada incendiaria a modo de despedida, saliendo tras su pista dando grandes zancadas.
Solté un suspiro de derrota y cogí la copa con agua para refrescarme. Atticus se mantenía inmóvil a mi lado, pero no le dediqué ni una sola mirada; su advertencia estaba grabada a fuego sobre mi mente, impidiéndome pensar en otra cosa.
—No tenías por qué castigarla de ese modo, Maeve. —No me giré para mirar a Atticus, a pesar del tono furioso que había usado.
—No la he castigado de ningún modo —le corregí con frialdad—. Me he defendido.
—¿Defenderte... de qué? Ames intentaba ser amable contigo.
Le dirigí una mirada intimidante que no tuvo ningún efecto en Atticus. Al parecer, mi actuación había estado mal porque sus continuos comentarios —de doble rasero— eran para intentar mostrar un ápice de amabilidad; el rostro de mi prometido estaba tenso por la situación.
Contuve un suspiro irritado al mismo tiempo que me ponía en pie ante la atenta mirada de Atticus quien, a todas luces, aún no había terminado de cuestionarme por lo que había hecho.
—Regreso al castillo —solté con tono decidido.
Di media vuelta para salir de la tienda y buscar mi caballo. Fulminé con la mirada a los sirvientes que se habían quedado apartados, contemplando toda la escena como unos mudos espectadores; al salir al exterior me permití una bocanada de aire, consciente de que la situación se me estaba yendo de las manos.
Necesitaba ver a mi hermano con urgencia para poder exponerle todo lo que había sucedido; Sinéad sabría dar con la solución... Él era el único que podía ayudarme.
Exigí que trajeran mi caballo y me crucé de brazos mientras aguardaba. Los pasos de alguien acercándoseme por la espalda no me pillaron de improviso: podía percibir su magia y era la primera vez que le veía en un punto tan... tan a punto de perder el control. No me giré hacia Atticus, pero empecé a impacientarme por no ver aparecer mi caballo por ningún lado.
Él también pidió su montura, con mucha más amabilidad que yo.
—Mi hermano exigirá una disculpa por tu parte —comentó en tono casual, hablando como lo hubiera hecho en el pasado, antes de aquella noche.
—Me temo que no la recibirá.
Un cuervo soltó un poderoso graznido mientras echaba a volar desde una de las ramas más cercana a nosotros, coreando mis palabras.
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