NOCHE 11


La noche había pasado sin ningún tipo de percance y sin el sonido del piano que siempre acudía a su cita nocturna. Parecía ser que aquello que lo manejara se sentía intimidado por aquel visitante que se había quedado por la noche en el cuarto de invitados.

Por primera vez en todos estos días, había dormido como un bebé sin tener miedo u sobresaltos. Quizás el vivir sola era lo que provocaba que lo que allí habitaba entre esas paredes, se volviera en contra de su inquilino, aprovechando su vulnerabilidad al estar solo y sin nadie que pudiera ayudarlo a volver a poner los pies en tierra.

Quizás mi hermana perdió el juicio en esta casa y fue la que le prendió fuego con tal de acabar con lo que la atormentaba desde que llegó. No se me hacía descabellado porque, en algunos momentos, lo único que deseaba era salir corriendo de allí.

Mientras que aquel hombre estaba ocupado recopilando materiales para comenzar las obras, yo pasé la tarde anterior buscando información acerca de la historia de aquel pueblo en la biblioteca de la zona donde había salas que guardaban desde revistas a periódicos antiguos.

Se notaba la poca gente que vivía en la zona porque prácticamente no había nadie sentado en las mesas bajo la luz de aquellas lámparas de luz anaranjada. Solo podía contar tres personas totalmente desperdigadas por aquel pequeño espacio; un hombre mayor que leía un periódico sentado en uno de los sofás, una mujer de gafas que parecía ser la bibliotecaria, que estaba acomodando algunos libros y un hombre vestido con una gabardina de color azul oscuro que parecía estar demasiado enfrascado en la lectura.

Mis pasos resonaban en aquella sala silenciosa, levantando la vista de todos menos del hombre extraño de la gabardina. Parecía estar en un mundo tan elevado del real que no me prestaba en absoluto atención.

Pregunté a la mujer que parecía ser la bibliotecaria acerca de los documentos históricos de la ciudad y ella me indicó la sala a la que pertenecían los libros que pedí. Era justo donde estaba aquel hombre encapuchado.

Me acerqué lentamente hacia aquellas estanterías y fui revisando uno por uno aquellos libros que me llamaban la atención. Todos y cada uno de ellos mostraban imágenes de la ciudad de cómo era hacía más o menos cien años, donde podía comprobarse que no había cambiado demasiado. Algunos de los edificios podían reconocerlos sin apenas esfuerzo, sobretodo, la mansión de mi bisabuelo, que estaba exactamente igual a ahora.

Mientras que revisaba periódicos antiguos, me topé con una noticia que me llamó mucho la atención porque era relacionada a la mansión, reconociendo al hombre de la portada gracias a las fotografías que conservaba en el álbum familiar.

En la fotografía se veía a mi bisabuelo, sentado con un porte elegante en aquel piano que conocía bien, rodeado de gente que, por su aspecto, parecía ser adinerada. Por aquel entonces eran casi los años treinta, cuando mi abuelo era un joven de poco más de treinta años. Fue cuando la fama le vino de golpe y su vida se tambaleó por los excesos que el buen vivir le ocasionaron.

En aquella foto había comenzado a despegar su éxito, pudiendo vivir de la música, cosa que no era fácil de conseguir. Esa sonrisa orgullosa y su traje, eran testigos de que lo había conseguido. Todo parecía tan idílico que daba el aspecto de ser falso o de tener un reverso tenebroso.

Pero a pesar de la enorme sonrisa que mostraba el hombre, al ver ese piano no pude reprimir un escalofrío al pensar en su sonido en medio de la noche. Parecía ser que aquel periódico portaba bastante información acerca de él, por lo que decidí que me lo llevaría para así poder leerlo con más tranquilidad.

Justo cuando iba a marcharme, pasé por delante de la mesa de aquel hombre encapuchado. Fue cuando me detuvo al coger mi muñeca con fuerza con la que sujetaba el periódico. Un susurro casi inaudible pude escucharlo con claridad:

—El libro de la tapa anaranjada, estante número veinte.

Tras aquella respuesta, apenas tuve tiempo de reaccionar o de preguntarle por tan enigmática respuesta; aquel hombre se puso de pie y se fue corriendo de la biblioteca dejando su libro encima de la mesa. Lo tomé entre mis manos y me di cuenta que tenía la tapa de color naranja cuyo código indicaba que pertenecía al estante veinte, justo el libro que me indicaba que buscara. El libro hablaba sobre las leyendas de la ciudad y qué tenían de real.

No me lo pensé dos veces tomando la recomendación de aquel desconocido además de los periódicos que había podido encontrar.

Cada día que pasaba, un nuevo sobresalto siempre me acechaba en la esquina que menos me esperara. No sabía qué me depararía mañana, pero cada vez tenía un miedo aun mayor que el día anterior. Pero mi obsesión iba creciendo conforme se alargaban las horas e iba haciendo nuevos descubrimientos, impidiendo que me pudiera ir justo cuando parecía estar cerca de la verdad.

Tomé el camino de siempre, esperando que aquel pintor hubiera adelantado un poco el trabajo para al menos que la casa no pareciese más tétrica. Al entrar a casa, el hombre estaba con la brocha en mano pintando una parte de las escaleras que conducían al piso superior. Al escucharme entrar, él volteó con una sonrisa:

—Buenas tardes tenga usted, espero que haya tenido una buena tarde.

—Sí, la verdad que muy buena, ¿Qué tal va? ¿necesita algo? —Le pregunté.

—Oh no señora, todo perfecto y la habitación estupenda. Por cierto, aunque esté la puerta del salón abierta debe de saber que yo no fui el que entró. Sé que me dijo que no lo hiciera por nada del mundo, pero parece ser que su hija es un tanto revoltosa, vaya tarde se pasó corriendo de un lado para otro—Me dijo con una sonrisa, a lo que intenté no parecer que estaba realmente asustada. Yo no tenía ninguna hija y vivía sola, pero parecía ser que el hombre no había caído que le comenté eso ayer.

La voz del hombre me sacó de mis cavilaciones:

—Lo único que me sorprendió que hubiera una niña, ya que usted me dijo que vivía sola—Dijo el pintor extrañado.

Asentí tragando saliva nerviosamente pensando en qué escusa decirle. Finalmente, pude encontrar las palabras:

—En realidad vivo sola pero como estoy divorciada de vez en cuando mi hija viene a casa. Ayer vino tarde y no se dio cuenta porque ya estaba dormido; siento no haberle dicho nada, se me olvidó por completo.

Él se encogió de hombros para restarle importancia al asunto y le deseé que el resto del día fuera bien. Me retiré a mi dormitorio con todo lo que había tomado prestado de la biblioteca no sin antes pasar por el salón para asomarme.

No vi a nadie dentro, ni siquiera alguna sombra que me indicara la presencia de algo más; todo estaba demasiado en calma para lo que estaba acostumbrada. La niña que el pintor decía no sabía quién podía ser a lo que pensé que quizás era la hija de algún vecino que se coló en mi casa por las malas lenguas de que había algo extraño en la mansión. Pero lo más insólito era que no vi evidencias de que alguien hubiera estado por aquel salón o en alguna parte de la planta baja de la casa.

No quise darle más importancia porque deseaba poder investigar aquellos documentos que tenía en mis manos. Y sin darme cuenta, la tarde se convirtió en madrugada por arte de magia.

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