EXTRA II: Hallacas y Glüwein.
Mérida, Venezuela.
Las celebraciones decembrinas para los Tiedemann-Herrera jamás eran iguales. Diferente locación, ambiente, a veces vino blanco, otras, tinto. Sin embargo, las fechas convergían en la misma marea de opiniones: en que continente desembarcaría el batallón.
Bien lo dijo Adler Tiedemann sobre la tumba de su hermano: un hijo es era un legado, el segundo un plan de contingencia, el tercero un error de cálculos.
Los Tiedemann permanecían en familias pequeñas, padre, madre y el necesario engendro. Se evitaban masacres incitadas por dinero y poder, como la historia relataba.
Sin embargo, a Ulrich Tiedemann no le placía que le dijesen que hacer.
Primero fue uno, luego otra, a ella le siguieron dos más. El primero tuvo tres, esa segundo uno. Gloria a Lucifer que Helios prefería la compañía masculina y Eroda, pues, nadie sabía que pasaba con ella, podría estar ocupada fundando su propio imperio en tierras lejanas y nadie se enteraría, hasta que las tropas de la adusta mujer invadieran las praderas.
Efecto mariposa. La simpleza de una acción desencadena una sucesión de hechos astronómicos.
Ulrich Tiedemann decidió una noche engendrar un hijo, por consecuencia, la época navideña tenía que enfrentarse a la población que su familia jamás evidenció.
Este año iremos a los Alpes franceses, tenemos una propiedad olvidada allí, había sugerido Agnes, su compañero miró el techo con resignación y le contestó: en esa casa entramos tú, cinco fantasmas y yo.
Esa noche, Hera le comentó a su esposo que prefería visitar los Alpes suizos, estaba harta de contemplar el mismo abismo oscuro que la residencia en Francia ofrecía. Maxwell estuvo de acuerdo, cualquier otro pedazo en el mundo vendría bien siempre que fuese lejos de ese país. Aspen era el lugar.
Sol usualmente era feliz con tenerlos a todos juntos, era un evento imposible el resto del año. En esa ocasión le dijo a su esposo el pensamiento que merodeaba su cabeza. Nunca pasé un diciembre en Mérida, ¿si recuerdas lo bello que es? El próximo año podríamos pasar por allá, se los diré la noche de la cena. Pese a que acostumbraban a veranear en Margarita o esconderse del mundo en el viejo apartamento de sus padres en Bellas Artes o en la bonita quinta en la Colonia Tovar que Eros le regaló por su décimo aniversario, las navidades tomaban lugar en tierras lejanas. Es tiempo de llevar a la gente a mi terreno, y, antes de apagar la lámpara en la mesa de noche, añadió: podemos contratar a alguien que se disfrace del bicho ese con cuernos y pelo para que reparta hallacas, es como juntar la navidad y las comparsas, dos por uno.
Eros no esperó la decisión de los demás, si es lo que Sol quería, lo tendría. Las semanas siguientes abordó al resto de la familia con un email repleto de lineamientos e indicaciones precisas y detallas. Él simplemente esperó que siguieran el itinerario que su anciana pero eficiente asistente ordenó.
Extrañamente nadie se opuso o emitió quejas. O puede que sí, pero fueron descartadas tan pronto ingresaron a la bandeja.
Los primeros en arribar en el aeropuerto internacional en la ciudad de Cúcuta, fueron los Tiedemann-Herrera, quienes abordaron directamente la avioneta que los llevaría a la finca con vistas privilegiadas a las montañas de puntas blancas.
Los demás estarían sanos y salvos en la residencia privada que alquilaron para ellos, a media hora de distancia, unidos por una carretera que la maleza reclamó.
La tranquilidad se terminó, había dicho Eros, con la visita de Isis y Francisco, y los siguientes en aterrizar fueron Helsen, su esposa Catherine, Helga y Hans, el niño de once años de edad, cuya existencia recordaban cuando lo veían llegar.
Helga era un alma especial, lo sabías con un vistazo de sus ojos verdes. Se podría decir mucho de ella, de su característica personalidad, sus gustos extravagantes o la boca afilada que rasgó una brecha entre ella y sus tíos, pero adoraba a las trillizas y a la pelirroja, Diana, hija de Martín que se les unió esa misma semana. Tenían edades contemporáneas.
La misma noche que llegó a la finca para unirse a la cena familiar, dejó en claro que irían a conocer la movida nocturna de la ciudad, no le interesó escuchar quejas de su primo o su propio padre. Como acostumbraba.
Guiadas por un amable y conversador muchacho local que rascaba los veinte años y custodiadas por una treintena de hombres, tomaron la diversión que pudieron. Absolutamente ninguna.
Al menos los paseos por la ciudad, admirando las cordilleras, visitando pequeños puestos populares, escuchando leyendas. Mérida nunca antes se sintió tan orgullosa de su nombre, era la princesa de las nevadas y se lo dejó saber a todos, por supuesto.
Las compras para preparar el cargamento de hallacas les resultó entretenido. Mérida no paraba de coquetear descaradamente con el chico guía, Helga preguntaba por todo lo que veía, Isis y Margarita le explicaba con paciencia y Miranda rodaba los ojos indiscreta. Helga le agradaba, pero le resultaba un poco estúpida.
Para el final de la semana, a un par de días de la víspera de navidad, los siguientes en llegar fueron Agnes, Ulrich y Helios. Enseguida Hera, Maxwell, Jäger y el tío Hunter, quien tendría que viajar a España para pasar la noche vieja con la familia de su esposo Pablo.
La tarde del veintitrés, después de las celebraciones de cumpleaños, el aroma a especias y hojas llenaba el comedor de la finca. Nada aviaba el humor familiar como escuchar la pataleta de Diana porque Hans le untó onoto en el cabello, porque tenían el mismo color, o el tronar de las discusiones de Ulrich e Isis, el hombre nada hacía bien y tenía razón, nadie más que él confundía uvas con pasas.
Eroda llegó la mañana del veinticuatro, a tiempo para el conteo de la segunda montaña de hallacas, cantidad que fue develada a voz del mismísimo Krampus. Bueno, del pobre ser que accediera a semejante idiotez.
La mujer creyó que sufriría un colapso cuando vio, desde la terraza de la finca, a la marea de sobrinos y primos caminar más allá de la cerca, detrás de la horrenda bestia, con canastas repletas de esas cosas envueltas en hojas verdes. Van a repartir a los vecinos de por allá, le dijo la abuela Isis entre risas, a ver si es que llegan con esos tacones, son como cuatro kilómetros de pura tierra.
Eroda torció la nariz y continuó degustando el café. Porque no bastaba con la música alta y las cajas de cerveza a la vista de todos. También molestaban a los vecinos.
Los problemas iniciaron a la hora de vestirse, Mérida olvidó el par de zapatos que usaría con ese vestido, Miranda tenía unos parecidos, aunque no los usaría para la ocasión, se negaba a dejárselos, eran suyos, no era su culpa que fuese olvidadiza.
Mérida acabó escogiendo otras prendas, las que llevó en caso de... estuvo un rato furiosa por el cambio que olvidó los regalos que esperaba recibir. Podían pasar los días y ella seguiría recordando el detalle que arruinó su humor.
Tenía que enmascarar su ausencia.
Después de la cena, entre hallacas y glüwein, el apogeo de las risas, las anécdotas y nostalgias ahogadas en licor, se excusó con un dolor de estómago, ofreció las buenas noches para escaparse a la privacidad de su habitación, de la mano del muchacho que dos horas atrás, sirvió la canasta desbordaba de hallacas a su familia.
Leandro le agradó, más que eso, le encantó su personalidad inquieta y acogedora. Conocía la ciudad que inspiró su nombre de punta a punta, después de sonrisas y miradas discretas, quiso que la conociera a ella también.
Mérida tomó la oportunidad de oro. Sus compañeras y archienemigas fueron protagonistas de amores de verano, ella también quería la suya, la experiencia completa con los detalles exagerados de ser posible.
Sebastian no encajaba con el estereotipo que ella buscaba: aventurero, osado, desconocido. Leandro, incluso disfrazado con ese traje horripilante, le parecía ser un rostro que jamás podría olvidar.
Para la medianoche, su madre tocó a su puerta, quería saber cómo se sentía, Mérida le contestó desde el otro lado que bien, solo quería dormir y despertar para abrir los regalos.
Escuchó la respuesta de su madre, luego sus pasos desvaneciéndose en el pasillo.
Mérida celebró el inicio de su propia historia, posando un beso en los labios de Leandro. Y él no la soltó. Ella sonrió, extasiada por conseguir lo que en dos semanas tanto deseó.
Pero, de tanta inmersión en la noche, la fantástica vista desde su recámara y los tragos largos de la bebida, dulce y agria, que Leandro le compartió, olvidó donde y rodeada de quienes se hallaba.
Mérida cayó rendida en su cama pasadas las dos de la mañana. Para las seis, urgida por ir al baño, se enfrentó al rostro del muchacho, profundamente dormido a su lado.
Sintió un puño de hielo golpearle el estómago. Planeó las horas, como escabulliría la botella y la excusa para dejar la reunión. No como se iría él si pasaba justo lo que ocurría. No tenía un plan de contingencia.
La finca estaba rodeada de agentes de seguridad, de ver a alguien que no fuesen sus hermanas o papás, avisarían a su padre. Por favor, de ser ellas no la dejarían salir de los límites de resguardo, antes de siquiera acercarse a un metro del portón principal, Eros estaría a un paso tras ellas.
Mérida vio su reflejo, tenía el cabello como a sus muñecas después de intentar darles un corte innovador. Los labios resecos y la mirada brillante. Se reconoció descomunalmente hermosa luego de compartirse con un chico por primera vez.
No se supone que sería así la mañana siguiente. Él no tendría que estar allí, ni ella tenía que tener la sensación de ahogo que le cerraba la garganta.
Meditó las posibilidades rondando como una fierecilla por la habitación, en puntas, eso sí, despertar a su papás era la última de sus intenciones.
A menos que fuese con su madre.
Ella la entendería, siempre lo hacía... pero dormía junto a su padre y su sueño ligero. Y, además, de Leandro conocía su nombre nada más, no sabía si tenía algo, se veía saludable.
Mérida quiso echarse a llorar. No era la mente maestra que pensaba, ni la mejor forjadora de historias, su relato de pasión en el extranjero tenía huecos en la trama.
Despertó a Leandro para que le diese ideas, pero el príncipe se convirtió en sapo al escuchar que Mérida resplandecía en sus dieciséis años, no los dieciocho que le dijo tener. Salir y ser visto tendría dos consecuencias: una denuncia o un tiro.
Mérida no tuvo opción, tendría que buscar ayuda. Se vistió y después de pedirle al muchacho que no saliera de allí, se movió a la habitación contigua y sin pensar, se lanzó a la cama donde Miranda reposaba pacíficamente.
—Despierta, despierta, ¡despierta estúpida!—chilló Mérida desesperada, agitando a su hermana con la fuerza de un pequeño huracán.
No obtuvo respuesta, por más que la empujara o aplastase el colchón, su hermana respondía con resoplidos.
Como último movimiento, arrancó la cobija de encima de su hermana de un tirón.
—¿Qué te pasa, desquiciada?—siseó la de cabello negro, levantando la cabeza de la almohada.
Eligió a la equivocada para esas horas. Miranda la sacaría del apuro que fuese, mientras no interrumpiera sus horas de sueño mañanero.
—Por favor, ayúdame—Mérida suplicó, apretujando la cobija contra su pecho—. Te doy lo que quieras, te lo juro.
Su hermana abrió un ojo, la miró con el interés emergente en el pálido rostro trasnochado.
—¿Lo que quiera?
Mérida asintió un sinfín de veces.
—Lo que quieras.
—Lárgate de mi cuarto.
Pelearon por la cobija, Miranda tenía las manos como piedras, de las tres, era la que las defendía a los puños cuando fallaba el éxito en los diálogos políticos y correctos de Margarita, pero Mérida exudaba determinación.
Lanzó la cobija a la puerta. Si Miranda la quería, tendría que levantarse y si lo hacía, el sueño se le derretiría hasta los pies.
Pero conocía a Miranda por ser un espíritu obtuso, egoísta y vergonzosamente perezoso. La furia se tragó a Mérida cuando su hermana volvió a reposar la cabeza sobre la almohada, no lo pensó para arrancársela también. Si ella se metería en problemas, tendría que llevarse a Miranda con ella, el castigo no sería tan fuerte si no era la única sufriendo la justicia de su madre.
—Si no te levantas, le diré a mamá sobre la sesión de fotos en ropa interior que te hicieron.
Las risas de tinte cínico de Miranda amenazaron con despertar a toda la familia.
—¿Otra demanda para Playboy?—Miranda le clavó los dedos a la almohada que Mérida sostenía—. ¡Debe ser un suceso nunca antes visto! Dile, sapa, ¡corre! Vas a quedar como alcahueta—soltó, arrancando la almohada de las manos de su hermana—. Suelta esa mierda, ¡déjame dormir, ladilla!
Las tres eran expertas en los espectáculos, Miranda en la pasarela, Margarita flotando con gracia sobre la punta de sus pies, Mérida pisoteando el piso en uno de sus berrinches mensuales.
Era la protagonista de aquel cuento que su mamá les contó, del niño advirtiendo sobre el lobo rondando los ovejas.
Lloraba porque una de sus uñas se rompió, porque amaneció con un mal día de cabello, o de piel, o peor, de los dos, sus papás tenía la voluntad de atender los urgentes acontecimientos, pero a sus hermanas les daba igual, trabajaban en solucionar o darle sentido a sus propios infiernos personales, esos que venían en el contrato adolescentes, sin formar escándalo. Cuando algo realmente pesado acontecía, Miranda, como esa mañana, dudaba en atender su llanto.
Mérida se rendiría, afrontaría la situación con lagañas y en tacones. Faltaba averiguar en donde sacudió los pies.
No podía ser tan trágico, después de todo, su papá ya estaba acostumbrado a ir a prisión.
Se llevó las manos a la cabeza. No, no, tenía que haber una solución, Mérida era preciosa a cántanos, pero era mucho más inteligente que bella, la mejor en su colegio, un cerebro culto empapelado en oro y diamantes, no existía medida para eso.
—¿Por qué pelean ahora?
La débil luz de la mañana reverberó en el rostro de Margarita, traída por los ángeles en los que ella no creía, enviados por un dios en el que ella no confiaba.
Mérida apresó las manos de su hermana, la miró por unos segundos tratando de recopilar lo que pasaba. Vio la esperanza en los ojos azules de su hermana.
—Margarita, eres la única que puede ayudarme—lloriqueó, apretando los dedos de su hermana.
La rubia se tuvo que rascar el cosquilleo en la ceja con el hombro, Mérida se negaba a soltarle las manos.
—¿Qué te pasa?—cuestionó con voz grumosa.
—Necesito que busques a mamá o a papá y le pidas que quiten las alarmas porque quieres salir a beberte un café al aire fresco.
Margarita frunció el ceño.
—Todo el mundo sabe que no consumo cafeína.
Mérida rodó los ojos. Margarita a veces podía ser demasiado ingenua.
—Entonces dile que quieres soplar las nubes, ¡no sé! Pero necesito abrir la puerta de atrás.
—¿Para qué?
Mérida no supo que decir, por lo que se agarró a su brazos y en silencio, la llevó hasta la habitación.
Las mejillas de Margarita se colorearon rosadas, como las alas de un flamenco, al ver el rostro con ojos casi salidos por la tensión del intruso. Se volvió a escurrir dentro del apestoso disfraz, se abrazaba a la cabeza del monstruo como un escudo.
El muchacho abrió la boca para decir algo, pero Mérida cerró la puerta de nuevo. El pesado silencio se extendió por segundos.
—¿Qué hiciste?—preguntó Margarita en un susurro.
—Una estupidez, ¿me ayudarás sí o no?
Margarita suspiró con pesadez. El sol se asomaba tímido, solo bajó por un vaso de agua y el problema del día ya se desenvolvía como una carta de malas noticias.
La solución era fácil y a la vez no. Nadie salía ni entraba después de ciertas horas, de intentar abrir una puerta o ventana, la estridente alarma despertaría a la ciudad completa, ya lo habían intentado. Si las puertas se sellaban y alguna no estaba en su recámara, sus papás pondrían el país de cabeza. Entonces...
—¿Cómo es que entró a casa?
Mérida cerró los ojos.
—Nunca salió.
Margarita comprendió que el dolor de estómago no era verdad, fue la excusa para irse a celebrar.
—Bien, pero como salga solo le dispararán—le advirtió—. Tienes que salir con él, no quiero que ensucie el jardín con sangre, qué asco.
—¿Qué rumian ahí, ratoncitos?
La voz de su madre al filo de las escaleras del tercer piso les drenó la sangre a los tobillos.
La mujer de ojos brillosos y abundante cabello castaño ojeó a sus hijas con sospecha. Algo pasaba, lo supo enseguida posó los ojos sobre ellas. Y estaba detrás de la puerta que protegían.
Se parecían a ella, fingir no era su fuerte.
—Nada—contestó Mérida, fracasando en la desinteresada actuación.
Sol se detuvo frente a ellas, anudó la bata de seda que la cubría del frío e hizo un gesto con la cabeza.
—Abre la puerta.
Las muchachas compartieron una mirada de resignación. Mérida se llenó los pulmones de aire y valentía, Margarita simplemente se encogió de hombros. Era su madre, no pasaría nada, había cosas peores que tener sexo que le harían querer arrancarse la cabeza y, quizás, por eso no comprendía la omisión de Mérida. Margarita tenía conocimiento de situaciones que estaban más seguros sepultados en el piso más bajo de la consciencia.
—¿Juras no molestarte?—murmuró Mérida, ahorrándose el puchero que haría con su padre, su madre era del tipo directo, no le gustaban los rodeos.
—Abre la puerta, Mérida—pidió Sol, conteniendo la risa generada por el cosquilleo de los recuerdos.
Mérida se hizo a un lado, Sol empujó la puerta y pasó por alto al muchacho con expresión de susto parado en el centro de la recámara. Le preocupaba más conseguir cigarros, tabaco o... esa botella de plástico trasparente en el piso. Arrugó el rostro con disgusto, el olor que desprendía le causaba náuseas.
Se volvió a mirar al muchacho.
—¿Qué edad tienes?
—Diecisiete.
Sol estrechó la mirada y extendió un brazo.
—Dame la cédula.
El rostro del chico decayó.
—No sé donde la dejé.
—Vamos a la policía, entonces, seguro la tienen allá, esa gente si les conviene consiguen hasta el bachaco que te picó, tu sabes cómo es todo—dijo resuelta, tomando un paso hacia el pasillo.
—Tengo diecinueve, los cumplí hace dos meses—se apuró a confesar el desconocido—. Señora, ella me dijo que era mayor de edad, si hubiese sabido no...
Sol se llevó el puño a los labios para disimular el bostezo.
—¿Se cuidaron?—cuestionó a su hija.
Mérida quiso desaparecer. Que humillación conversar sobre eso con su madre frente a ese tipo.
—Sí. Sé que no debí traerlo aquí, pero...
—Te voy a dar tu regaño cuando pueda comportarme como una cínica, es muy temprano para eso—Sol se cruzó de brazos—. No me molesta lo que hiciste, pero sí como lo manejas. Puedes ir conmigo, no soy un ogro, Mérida, solo te pido que te cuides, no todos tienen buenas intenciones, no todos te dicen la verdad. Mañana que iremos a la clínica para que te hagan los exámenes correspondientes. Verga, solo a ti se te ocurre hacer esto cuando todo está cerrado.
Mérida se apretaba los dedos. Bueno, no fue tan malo.
—No sabía que pensaba.
—Yo sí—Sol le apretó las mejillas a su hija—. La boca te apesta a anís, esto no es Alemania donde que te sales con la tuya, esto es Venezuela, aléjate de las botellas—le reprendió y regresó la atención al muchacho—. Voy por el celular, no te olvides de la cabeza feísima esa, no me lo vayas a dejar aquí.
—¡Sol!
El estruendo provenía del piso superior. Mérida se echaría a llorar, se veía llegando al colegio en el carro de su papá, como cuando era una niñita que usaba coletas. No podía permitir que le quitaran el auto, sería ridiculizarla, cortarle las alas. Definitivamente se pondría a llorar.
—No le digas, mami, no le digas, me va a regañar, me va a quitar el auto, la tarjeta, los regalos, ¡todo!—se lamentó.
Sol le acarició el hombro para tranquilizarla. Mérida, su linda Mérida, como la ciudad que les ofrecía cobijo. La manifestación de un anhelo.
—Cálmate, vamos a resolver esto sin problemas.
Sol no terminaba de hablar cuando el ruido de las pisadas de su esposo se escuchó, no tuvo oportunidad de decir nada más, pues el susodicho tiró la cabeza del disfraz al suelo y echó a correr despavorido escaleras abajo.
Mérida ahogó un grito, Margarita se tapó la boca para ahogar el jadeo de sorpresa cuando el insoportable sonido de la alarma.
La figura de Eros no demoró en aparecer en el recuadro, Sol palideció al notar el arma fuertemente agarrada en su mano.
—Eros, baja eso, por dios—exigió, tratando de mantener la compostura—, Fue un error de la alarma, no pasa nada. De verdad.
Así como ella intuyó que algo no encajaba apenas miró a sus hijas, Eros supo que algo no andaba bien.
—¿Dónde está Miranda?
—Durmiendo—contestó Margarita.
Fue entonces que se fijó en que, en medio de las tres, se hallaba la cabeza del disfraz que reconoció de inmediato. El que vestía el muchacho aquel que tenía pegados los ojos a su hija.
Eros levantó la vista a Mérida. Era él quien ahora sufría de dolor de estómago.
—Eros, piensa en lo que harás, esto tiene que hablarse no acabarse—Sol le siguió de cerca—. ¿Me estás escuchando?
No, no lo hacía. Sol contuvo la respiración el momento que Eros encontró al intruso peleando con la puerta.
No era la primera vez que enfrentaban una situación de esas, la primera fue en la celebración de los quince años, fotografiaron el tierno beso que Sebastian Dietrich le dio a Mérida en la comisura de la boca y la mañana siguiente fue noticia popular. Los hijos de los conocidos empresarios que en una fiesta se golpearon hasta las ideas. Sol tenía la certeza de que no sería la última. Trataban con tres adolescentes producto de la maravillosa mezcla de sus genes.
Ella lo asumió, se miró a sí misma en retrospectiva, sus errores, sus desatinos. Se concentró en aprender cómo llevarlo a cabo sin resultar intrusiva o demasiado permisiva.
Eros, por su parte, iba a la par de su esposa, trataba de pasar por alto lo obvio, a menos que, como esa mañana, se lo restregaran vulgarmente en la nariz.
—¿Qué carajos haces aquí?—profirió airado en un perfecto español, observando con total repulsión el horrendo y mal cosido disfraz.
—Se quedó encerrado por error, Mérida lo encontró en el recibidor cuando bajó por un vaso de agua—Sol intercedió con mentiras que no se creyó, tocándole el brazo rígido por el aparatoso despertar—. ¿Puedes guardar eso, por favor? No tengo el celular para quitar las alarmas, ¿por qué no vas por el tuyo?
Eros apuntó al muchacho con el cañón.
—¿Cuál es tu nombre?—sacudió la mano con desdén—. No, no me lo digas, no debe ser complicado conseguir la dirección del payaso de la ciudad.
—Eros, deja que se vaya, después hablaremos nosotros—insistió Sol, quien deslizó la vista a su hija—. Margarita, ve por mi celular, mi amor, por favor.
—Eres una niña, Mérida, ¡una niña!—le riñó Eros en su idioma, con las mejillas llena de color por el calor de la rabia—. ¿Cómo es que me despierto y me encuentro con este espectáculo?
—¡Es tu culpa por levantarte temprano!
—¡¿Escuchas la incoherencia que dices?!
Mérida alzó la cara, su mirada brillaba por las lágrimas de vergüenza.
—Soy lo suficiente madura para saber que hago.
Eros profirió una risa seca.
—Acabas de cumplir dieciséis años, Mérida, ¿qué puedes saber sobre estas cosas?
Sol tuvo la necesidad de mirar a otro lado.
—Lo estoy averiguando.
Eros inhaló hondo y regresó la atención al extraño. Prefería arrancarse los oídos que escucharla repetir eso.
—¿Cuál es tu edad?
Margarita regresó con el celular, se lo tendió a su madre. Sol apagó la alarma, el silencio ocasionó más ruido que el bullicio.
—Ella me dijo que era mayor de edad—contestó el muchacho, mirándose los pies.
—¿Y si te dice que los cerdos vuelan, le crees también?
—Su hija me lo hará creer.
Sol interceptó el brazo de su esposo en el segundo que tomó un paso al frente.
—Eros, ella aprendió la lección, ¿no es verdad, Mérida? No hace falta empeorar la situación.
Mérida asintió, ni siquiera levantó la mirada para despedirse del muchacho cuando su madre abrió la puerta y lo sacó de la casa.
—Sí, mamá, no volverá a pasar.
Sol dejó escapar el aire de los pulmones. Cerró la puerta, mirando los ojos de su esposo.
—¿Lo ves? Tienes una hija sensata—le dijo en su idioma.
—Desobediente—replicó Eros en el suyo.
—Eso no lo heredó de mí—le aplastó un beso en la mejilla y tocó la mano, un pedido para que sacase el arma de allí—. Ya que estamos despiertos, ¿qué te parece, Mérida, si nos preparas el desayuno? Supongo que Miranda está rendida, pero si le acercas una hallaca a la nariz seguro sale disparada de la cama.
Mérida se echaría a lloriquear al piso, de no ser porque no estaba alfombrado y pulcro.
—Estoy harta de la hallacas, mamá.
—No me importa, mi amor—Sol le acarició la mejilla, el amor por su hija cincelado en la sonrisa—. Ve a ducharte rápido, no vamos abrir los regalos con el estómago vacío.
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Holi😇
Feliz navidad🎄✨🍾
quise, por primera vez, subir un extra en alguna fecha especial, este año me puse las pilas, a pesar de que es corto y por encimita. Tengo a mi familia de visita y no casi tengo tiempo para escribir.
Espero les haya gustado el vistazo a las trillizas, en sus libros se verán, obviamente, más desarrolladas las personalidades, tendrán más edad.
Gracias por la paciencia y el apoyo con TGW en físico, nunca pensé tener algo que escribí en alguna librería.
Nos leemos,
Mar🩵
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