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"Every now and then the stars align
Boy and girl meet by the great design
Could it be that you and me are
The lucky ones?"
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El primer estremecimiento me despierta la consciencia, el segundo me pone en alerta y el tercero dispara un quejido fuera de mi boca cuando el dolor de espalda me toma la columna y el cuello.
Culpo al estruendo por privarme de la vista del entorno, aunque trate con todas mis fuerzas de introducirme al sueño, un quinto jaloneo termina por cortar mi paciencia.
Abro la mirada, notando la azul de Eros observarme como si fuese un experimento científico. Pedazos de las últimas horas se proyectan en mi mente, una tras otra, armando un rompecabezas que me planta en el contexto y no en las maravillosas y fantasiosas ensoñaciones.
—¿Te sientes bien?
Reconozco un toque de mofa en su preocupación.
—Sí, ¿por qué? ¿Qué pasa?—me escucho como si mi boca hubiese pasado un siglo sellada. Espero que no apeste como tal.
Estiro las piernas y brazos, me desperezo dándole las gracias en un murmuro a la amable aeromoza que nos ofrece café. Un viaje de Nueva York a Caracas jamás me ha jodido las lumbares de esta manera, tomo un respiro y ciento de punzadas se me clavan en los huesos, menos cuando se supone que este pájaro de acero es lo último en lujo.
Eros aparta la cobija y la coloca en el respaldo del asiento. Ulrich se proclamó el jet provisto con la cómoda cama y el diminuto baño, un plan más improvisto que casual a Disneyland con Agnes, Jäger y los mellizos.
Lo hizo a propósito, si algo he aprendido de esta familia, es que absolutamente todo lo planifican con una antesala de al menos un año.
—No te escuché soltar ni un quejido en el aterrizaje, pensé en rociarte con agua helada—pronuncia, emitiendo una risa ronca—. Echa un vistazo por la ventana.
Me remojo los labios y bebo el primer sorbo de café para terminar de despertar por completo y recaudar el millar de sentimientos desperdigados, en un solo espacio dentro de mi corazón acelerado por la emoción.
Por fin, después de años de postergarlo, de culparme por quererlo, de llorar por sentir que cometo una vil traición por continuar, pasar en vela noches enteras y sufrir el desgaste mental de liderar por años un club popular y obtener mi título de licenciada en Leyes, pude dar el paso, tomé las semanas de vacaciones navideñas y finalmente, hacer uso de los pasajes que hace más de tres años Eros me obsequió.
No he pisado Venezuela desde que regresé de las vacaciones de verano a culminar el último año en el instituto, pienso en ello y lo percibo tan lejano, como si hubiese envejecido cien vidas estas últimas tres navidades.
La aeromoza anuncia que está todo preparado para el desembarco, se lleva las tazas aún repletas pero antes de apartar el culo del asiento, levanto la ventana y mi corazón brinca, bombeando furioso al contemplar la pista que me ha visto partir más veces de las que me ha visto volver y siempre será así.
Con una mano sobre el pecho y la otra encontrando el contorno de su rostro, enuncio:
—Bienvenido a Venezuela, mi amor.
〜
El piso de cerámica es el mismo, las paredes pese al paso del tiempo siguen coloreadas de ese feo rosa que parece remedio para el estómago y no el pálido que quería y por premura de papá, no pude seguir buscando más. La hilera de peluches se mantiene colgada encima de los pósters roídos de One Direction nada más. Esa pared era de ellos, sobre todo de Liam Payne, mi favorito de los cinco.
Han pasado cinco años desde que salí de esta habitación con la maleta rodando detrás de mí y el viejo pasaporte fieramente sujeto en la mano. La conexión que aún tenía con estas paredes esa tarde desapareció. Me siento una turista más en el lugar que llamaba hogar.
Me he graduado dos veces, enamorado una intensamente y suficiente, conocido lugares míticos, paisajes salidos de un cuento de hadas y protagonizado escenas dignas de una leyenda de horror.
He conocido la muerte en tantas ocasiones que de ser pariente de Acordeón, me restarían menos de la mitad de esas siete vidas.
He olvidado las veces que le he ganado a los miedos.
Pero sigo amando y eso no lo olvido.
He obtenido.
Y he perdido.
Al final todo se resume a esto, a regresar al punto de partida, recordar dónde comencé y en dónde me encuentro. Me cuesta asumir lo mucho que me falta por recorrer, cuando el camino se convierte en reto.
El sol inclemente ingresa por la ventana, la pequeña de barrotes negros que me permitían contemplar la luna las noches de insomnio cuando era pequeña, la recuerdo mi veladora de sueños, una protectora, me causaba gracia otorgarle ese mérito a mi contrario.
—Recordaba la habitación más grande—digo, cohibida desde una esquina—. No, creo que eres tú quien la hace ver pequeña.
Si se levanta sobre la punta de sus pies, su cabeza choca con la pared, el espacio se empequeñece aún más cuando ingresa por completo y su corpulenta y fibrosa figura se estanca en el centro.
Me cuesta no reír cuando su ceño cae al detallar con cuidado y escrúpulo cada rincón, adorno y fotografía. A sus ojos un mundo nuevo se construye.
Tenerle es de lo más inusual, extraño. Como un fenómeno que ocurre cada mil años, Eros, un tipo de ambientes helados, aguerrido en los inviernos y los espacios abiertos, se enfrenta a mi pequeña y descuidada cueva, un hervidero del sol y rejunte de cosas para él, puede que no tan singulares, vivimos y compaginamos desde hace años bajo el mismo techo y hay costumbres—los libros por donde lances la vista—que no se pierden.
—¿Eres tú?—pregunta, tomando una un porta retrato con una foto mía de bebé, vestida con un traje y gorro de volados blancos. Era mi bautizo.
—Seis meses de nacida tenía.
Una breve risa brota de sus labios.
—Desde entonces tenías cara de que el mundo entero te fastidia.
Devuelve la foto y se hace con otra donde muestro a la cámara que me faltan los dientes delanteros. Una sonrisa tira de su boca, el cosquilleo de siempre aparece en medio de mis clavículas cuando el sol le ilumina la mirada.
Seguía sorprendiéndome las profundidades de su mirada.
—Ese eres, tú no te confundas—replico, revirando los ojos—. No hay mucho polvo, todas las semanas viene una vecina abrir las ventanas y a limpiar, es muy buena, luego te la presento se llama Coromoto. Su hijo instaló el gas, así que podemos colar el café en la mañana, aquí no hay cafeteras, pero una olla y una gorra es suficiente.
Asiente como si comprendiera una palabra de lo que he dicho.
Pasa de las fotos y suelta un suspiro, extendiendo su sonrisa al hacerme rehén de su mirada antes de volver a recorrer el estrecho espacio. En este punto asumo que trata de familiarizarse con el entorno, el novedoso vistazo de la Sol, su Sol, del pasado.
—¿Cuáles son tus pensamientos de mis antiguos aposentos?—pregunto en son broma.
Enarca una ceja, suspicacia entrando con atropello en su mirada.
—Esta es, sin lugar a dudas, la recámara menos propicia para coger que he conocido.
Abro la boca ofendida y compartiendo el chiste porque pienso lo mismo, pero no soy lo suficientemente rápida para acallar la venenosa respuesta.
—Eso no decía...
El resto de la punzante oración se esfuma por la ventana, estoy segura que se lo lleva la guacamaya chismosa entre las garras.
Adelanta un paso, mi piel se eriza contenta, eufórica por la sensación de cobijo que su cuerpo me ofrece pese a la escasa distancia.
—Habla, dilo, ¿quién no lo decía?
Le ofrezco la vista de mi perfil, simulando desconocimiento de un asunto que yo misma traje a la conversación.
—¿Te presento a los peluches o no?
—Lo considero pertinente, tengo que dejarles en claro que el último en tocarte en este pintoresco sitio, soy yo.
Me rasco la cabeza y disimulo la sonrisa fugaz con una torcida de labio petulante. Eso lo espero también yo.
—Siempre tan amable—repongo, apuntando al primero en fila, un caballo azul con un parche en el ojo—. Bueno, presta atención, Este es Pan Rancio, se llama así porque en el parque donde me lo gané me vendieron un pan viejo que me dio malestar—el batallón sigue con Igor de Winnie The Poh—. Este es Burro con Sueño...
Las horas transcurrieron y lo que debía ser un corto recorrido por el apartamento, se convirtió en una atracción turística.
Cada mínima cosa captaba su atención y yo no tenía freno en contarle cómo llegó a ese sitio específico. Su interés y bromas se enfocaron en mis fantasías adolescentes, claro, era toda una atracción las caras sonrientes de un montón de tipos desconocidos con ropa de terrible gusto, a su exquisito criterio.
El día transcurrió a una velocidad espeluznante, no miramos el reloj, vimos el cambio en la ventana, se fue el sol y llegó la luna.
No conocimos más que las paredes del apartamento, las que me vieron crecer. Cenamos en el recibidor mirando la novela de las nueve con los platos encima del regazo y unas arepas rellenas con pollo y aguacate chorreando mantequilla y un par de vasos rellenos de refresco mojando la preciada mesa de mamá.
Los sentimientos me ganaron pero vencí el aluvión de lágrimas al verme feliz y tremendamente amada.
—¿Qué haces?
La pregunta me deja cuando su boca me abandona.
—Estos horribles animales no me quitan los ojos de encima y la movida Voyeur no es lo mío.
—¡Oye! Más respeto...
Me calla cuando les arroja la sábana encima, los viejos ganchos no soportan el nuevo peso y los lanza al piso en un estruendo.
—Tendremos la mañana para tus quejas—susurra al calor del instante—. Esta noche quiero ver cómo te quedas sin ropa y sin inhibiciones, de nuevo.
Esta vez no me silencia, me hace tragarme la respuesta con un beso ferviente.
La ropa pronto ocupó el piso, mi cama diminuta para los dos nos recibió con quejidos y lamentos, que seguro más de un vecino escuchó.
Con la madrugada vigilando y la oscuridad consumiéndonos, se dedicó a recorrerme con besos y trazos de sus manos conocidas, capaces y siempre, siempre bienvenidas.
〜
Caminar por el Boulevard de Sabana Grande me hizo darme cuenta en lo distinto que podemos llegar a ser lejos de suelo neutro y el idioma común.
Eros puede pasar el metro noventa, pero el recio sol, el bullicio y el montón de gente le agotan pronto, demasiado pronto. Pese a que perdí facultades de supervivencia en estas calles, no me encontré con la Sol de catorce años en la tienda de golfeados y café con leche cerca de la estación del metro.
No estuvimos mucho rato, los niños con las costillas marcadas y la mirada ensombrecida por la miseria de un gabinete de verdugos, acabó por aplastarme el ánimo. Al menos todos disfrutamos de un pan dulce hasta dejar sin producto la tienda.
Valentina tiene un corazón de oro, tiempo, disposición y sobre todo experiencia en obras benéficas. Una charla con ella y sé que me dará una solución.
El tercer día nos movimos a Los Teques cuando aún el cielo se hallaba ennegrecido.
Miranda nos recibió helada, justo como la recordaba.
Eros no podía creer que mi insistencia en visitar el estado, era por probar un plato que conocía como si fuese propio de su cultura, porque al menos lo cenamos una vez a la semana.
Como no me importaba y jamás me niega nada, lo engullimos como si ambos los probásemos por primera vez.
El diecinueve de diciembre, el día de nuestro sexto aniversario según la cuenta que jamás se pausó de Eros, pisamos Mérida.
Otra primera vez para los dos, nunca tuve la oportunidad de conocer el millar de montañas por donde lanzase la vista. Como si la magia del sitio se encontrase encerrado solamente dentro de esos linderos verdes de picos escondidos tras las nubes.
Siguiendo indicaciones del guía turístico, viajamos por la vía trasandina, sumida en neblina espesa y frailejones, me encargué de capturar en cámara lo que pude de los páramos. Conocimos el monumento a la Loca Luz Caraballo, un persona conocido en la cultura merideña.
El veinte, cumpleaños de Eros, luego de la llamada correspondiente a Eroda, conocimos el Pico Bolívar y como si supiese que Eros, amante de los inviernos se presentó, sorprendió a los presentes con una leve nevada que vistió de blanco las montañas.
Eros no comprendía como en un solo territorio puede cambiar tan drásticamente el clima, cuando dos días después, desembarcamos en la calurosa Margarita.
—¿Si ves esto? Bueno, obviamente no—me retraigo en tocarle los hombros tan rojos como sus mejillas víctimas de la insolación—. Tienes la piel hecha mierda, por Dios, estás todo quemado, pareces un pan blanco tostado.
Ni siquiera el inmenso paraguas sobre nuestras cabezas es capaz de mantener a raya el daño del sol de su piel, el pobre sufre las consecuencias de seguirme en la rutina de los últimos tres días: desayuno y entro al mar. Almuerzo y entro al mar, ceno... y vuelvo a sumergirme en el mar.
Rebuscando entre los registros en mi cabeza, no conseguí el recuerdo de la última vez que tuve la gloria de zambullirme en aguas tibias. La última vez que visité una universidad, no importa el sol, el agua, esas densas y jodidas aguas permanecen heladas todos los días del año.
Escurro una capa más de protector solar sobre sus hombros, espalda y brazos, si tuviese el oído un poco más desarrollado, escucharía su piel crispar como la fogata que encendimos anoche.
—La quemadura no molesta, lo hacen tus rasguños—se queja con deliberada mofa.
No estaba taaaan mal, con crema cicatrizante pronto curarían. Es un hábito malsano, pero conocido. Tendría que seguir empuñando las manos contra su espalda.
Bebo un trago de la cerveza y luego la hundo en la arena protegido bajo la sombra. Bajo la gorra hasta cubrirme los ojos de la severidad de los rayos del sol.
El flujo de turistas es tan bajo que el resort a nuestras espaldas parece deshabitado, el ambiente festivo del que oía años atrás desapareció, no existe más. Un grupo mínimo ocupa las instalaciones y hace uso de la playa privada, pero es aquí, El Yaque el ambiente levanta cualquier ánimo, menos el del hermoso hombre a mi costado que luce harto y hastiado de la inclemencia de la luz natural.
Carraspeo, una sonrisa baila en mis labios. De cualquier manera preserva el encanto.
—¿Qué te ha parecido el viaje?—una risa filtrándose en mi tono.
Incluso puedo intuir la agudeza de sus ojos detrás de las gafas oscuras.
—Incompleto.
—¿Y eso por qué?—enarca una ceja, acusador y la respuesta cae de mi cabeza a la boca—. Ahhh ya, falta la Colonia Tovar. Ya te dije que el año que viene, nos quedamos una semana entera ahí, ¿no es mejor?
No le queda más que asentir con resignación.
—¿Estaba pensando que estamos en el momento idóneo para...
Se interrumpe para beber de la botella de agua.
—¿Sí...?
Sus lentes resbalan a la punta de su nariz, me mira con precaución, escepticismo y otra emoción que no puedo descifrar.
De improvisto, mi corazón se salta un latido para bombear con tanta vehemencia que me quita la respiración. Es el momento, claro, es perfecto, estamos en Venezuela, sentados en la orilla de la playa más hermosa que sus ojos han contemplado, conmigo luciendo un bikini naranja que resalta mi bronceado y el par de tetas que me han crecido, con una orquídea regalo del resort adornando mi cabello.
Es el momento idóneo para proponerme matrimonio. Por supuesto.
La anticipación se construye como una fortaleza inamovible en mi pecho. Piedra sobre piedra, atascándome hasta la garganta de emociones.
El plan era formalizar el compromiso cuando tuviese mi título, eso ocurrió meses atrás y mi apuesta es acertada: espera un acontecimiento importante para hacerlo memorable, ¿qué más importante que este viaje?
Me enderezo y arreglo el cabello, ojeo con disimulo la prenda del diamante azul adornando mi dedo, ¿cómo se me vería el anillo de su bisabuela? Tendría que arreglar la medida, me queda un poco suelto, pero no sería problema, una ida a la joy...
—¿No te parece que es momento de buscar suelo firme?—corta mi ensoñación de tajo y sin misericordia—. Espacios abiertos, aire fresco, no estirar el brazo y rozar nubes. Una casa propia de nosotros.
Las rocas de expectación se derrumban y caen a mis pies. Pestañeo, analizando lo que ha dicho.
—¿Hablas de... una casa?
Las gaviotas sobrevuelan cerca, una inusitada vergüenza me inunda la cara de un fuerte ardor. No sé que es mayor, la decepción o la indignación burbujeando bajo mi piel.
Tengo la urgencia de voltear a mirar el océano cuando baja la cara y engarza su mirada en mi rostro, curvando sus labios en una rara mezcla de sospecha y orgullo.
Lo sabe, claro que lo sabe, me conoce como nadie más y aún así se queda ahí mirándome como un estúpido. Me provoca ponerlo a masticar la orquídea pero la flor me gusta mucho y me veo hermosa con el detalle.
—Por supuesto, creo que necesitamos algo más nuestro, construido desde sus cimientos únicamente para nosotros—expresa, sus ojos aún tildando de un brillo de burla—. Tomará años, dudo que esté terminado al volver de Alemania.
Vuelvo a encorvar la espalda contra el cómodo asiento. Falsa alarma. Falsísima alarma.
—¿Tres años es poco?—cuestiono, terminando la segunda cerveza de la tarde.
—Para lo que merecemos lo es, ¿has pensado en eso?—su mano cubre mi rodilla como acto reflejo—. ¿Qué deseas que tenga? ¿Huh? ¿Jardines repletos de flores? ¿Un bosque donde perdernos solos los dos? ¿Un lago?
Nunca me he sentado a pensar en ello, pero la respuesta escapa de mi boca sin advertencia ni aviso.
—Un mariposario.
Su sonrisa refleja lo que palpita lento en mi interior. La crudeza de una añoranza que no tiene culminación.
—¿Sabes cómo cuidar de uno?
Me río con gusto y me pongo de pie.
—Obvio no, para eso tengo dinero—tomo sus muñecas y le impulso a levantarse—. Vamos al mar, aprovecha todo lo que puedas, aguas calientes como estas no vas a conseguir en ningún otro lugar.
〜
—Esto no tiene que estar aquí, merece estar colgado en una pared—menciona Hera, mirando por primera vez mi título universitario entre el revoltijo de papeles sobre la cama—. Eres toda una abogada, Dioses, parece que fue ayer que los conocí.
Eso es totalmente certero, sin embargo, con el inicio del proceso de la visa estudiantil, necesito fotocopiarlo por requerimiento. Enmarcarlo para admirarlo las veces que me dé la gana viene después.
—¿No es raro eso?—digo, tomando un merecido descanso, esperando que la merienda de media tarde baje del esófago—. Parece que fue ayer, pero mi memoria se llena de recuerdos y se siente una eternidad.
Hunter bufa en desacuerdo. Permanece echado sobre la cama con tanta libertad que si se entera Eros que ha tocado su espacio sagrado, lo aniquila sin dudarlo.
—Lo dices así y me causa tristeza—sondea, jugando con mi pasaporte—. Llenar la mente de recuerdos suena a desechos, llámame sentimental pero suena mejor recordar la vida, eso, vas atascarte la cabeza de vida.
Hera y yo compartimos una rápida mirada incrédula, reprimiendo la risa, pero él se da cuenta y nos señala con la libreta azul.
—Sí, eres muy sentimental—le respondo.
Hera le pulsa las costillas con la punta del dedo.
—Es el amor.
El amor, el amor, el amor...
—No es amor si no me pide matrimonio—contradice él con aire de enojo, soltando el juguete sobre la cama.
Mi primera reacción es reír, pero el recuerdo del bochorno de las vacaciones y nuestro regreso a Nueva York sin anillo nuevo, no me permite ser tan cínica. No a esos niveles.
Hunter ha mantenido dos años de relación con Pablo, un muchacho español profesor de Literatura de la universidad de Nueva York. Un ratón de biblioteca que al inicio no compaginaba con el nuevo prometedor fichaje de las Águilas de Filadelfia.
Hunter detesta leer siquiera sus propios contratos, tengo que hacerlo por él. Pablo, por su parte, tiene las manos cuadradas de tantos libros que ha sostenido.
—Pues pídeselo tú, ¿qué esperas?—mi voz suena gangosa, el pollo da vueltas en mi estómago como si se cocinase por segunda vez.
Hunter me arroja una miradita obvia.
—Lo mismo que tú.
Me hago la desentendida, revisando mi pedicure recién hecho. El blanco resaltaba mi bronceado pero no se mira tan bien como quisiera en un bufete, no destaca por atractivo precisamente.
—Yo no lo espero, eso pasará.
—Bien, ¿cuándo?
—Cuando yo quiera—replico a la defensiva—. No sé cuando, pero será cuando yo quiera.
Sus insolentes carcajadas sacuden la cama.
—Lo quieres hace mucho y veo ese dedo tan vacío...
—Ya déjala—las risas de Hera la callan—, que sabremos nosotros, probablemente ya está casada y no lo sabe.
Apunto a la puerta solemne.
—Si se van a burlar se largan de mi casa.
Eso, más que sellarles las bocas, se las termino de abrir para escupir una retahíla de carcajadas.
Permanezco de brazos cruzados, con el pie rebotando. Esto es lo que falta, convertirme en un chiste en mi propio lecho.
Yo sé que lo hará, por favor, Eros no mira el día de convertirme en su esposa, es obvio, nada más espera que yo esté cien por ciento segura, nuestro historial necesita esa confirmación, claro que sí, es por eso.
Recojo los papeles y los guardo sin orden en la carpeta. Cuando el disgusto y las náuseas me dejen en paz continuaré con la tarea.
—Yo sí me atreví—sentencia Hera, rebosante de esa soberbia y distinguida altivez que la caracteriza—. Y obtuve un rotundo sí.
—¿Largarte o...?—el entendimiento me atesta y enmudece—. Oh.
Hera aparta su cabello larguísimo y brillante del hombro, un movimiento grácil y suave que pondría cualquier intento de imitación como una acción hosca.
—Así es, le pedí matrimonio a Maxwell—reitera, erguida con una vara de petulancia y honor.
No es complicado de digerir, de hecho, suena como algo esperado, pero a la vez no... una situación indefinible pero en extremo feliz.
Estas últimas semanas se le ha vuelto a ver sonreír desde ese hecho, el primer año no salía de casa, sufría ataques de histeria continuos al punto de dañarse así misma, morderse, clavarse las uñas, arrancarse el cabello a jirones. Fue duro, fue jodidamente doloroso observar su deterioro, como una muñeca escondida en la humedad.
Hera perdió seis meses de la vida de su hijo encerrada en un sanatorio mental, pero cuando olvidaba dónde lo dejaba o desparecía por horas dentro del clóset de Lulú, abrazada a una de sus camisas, su madre intervino y la acompañó ahí dentro el primer mes, antes de que pudiese perder la custodia del bebé.
Conocer esto, atestiguar como lo cuenta con la luz de la felicidad finalmente reverberando en su mirada, me conmueve hasta las lágrimas.
Hunter la abraza y le sigo, un abrazo de tres que solía ser de cuatro, vehemente, rompe huesos, asfixiante y tremendamente reparador.
—¿Qué hay de eso de que las Wilssen no se casa?—indaga Hunter una vez el lazo de brazos se suelta.
Ella se encoje de hombros, por primera vez en años, su sonrisa no es intermitente.
—Las reglas y las promesas generacionales están para quebrarse.
Los aplausos de Hunter inunda de ánimo la recámara.
—¿Tu madre lo sabe? ¿Ya tienen fecha?—me toca preguntar.
—Aún no, son los primeros en enterarse y espero que cierren la boca—amenaza determinante—. Daremos la noticia en la cena de navidad.
—Que buena...
Esa abrasadora incomodidad en el estómago sube de repente, estimulado por el raudal de náuseas constriñéndome la garganta de manera soez.
Corro sin pensarlo al baño, incapaz de contener el despacho nauseabundo de la comida en el inodoro.
Una arcada, escupo, otra, un mareo me nubla los sentidos, ennegrece mi vista. Poco soy consciente de la mano que sujeta mi cabello y la segunda que me mantiene erguida, cuidando que no estampe la frente contra la cerámica.
Inhalo, boto, inhalo, y boto a la fuerza. La acidez me inunda el paladar y el asco me obliga alejarme de la desagradable escena.
Hunter y Hera me observan desde la puerta del baño como guardias, uno casualmente recostado contra la pared, la otra, estudiando exhaustiva cada paso que tomo para asearme y eliminar cualquier resto de vómito de los dientes y la cara.
Soy un desastre, ¡puaj! Mi odio irracional a vomitar y las miradas clavadas en la nuca como filosas cuchillas, mi humor desciende en picada.
—¿Qué?—les reprocho, pasándoles por al lado.
Caminan detrás de mí como pingüinos al acecho.
—¿Qué te pasa?—interroga Hera, suspicaz.
Reviso la hora en el reloj. Casi las cinco y treinta y cinco de la tarde. Los sábados Eros sale del trabajo más temprano y se permite comer grasas saturadas y hoy tengo un implacable antojo de cenar algo con tocino, lo que sea, pero que este rebosante de tocino.
Unas arepas con queso, jamón y mucho tocino.
—El almuerzo me cayó mal—le digo, tecleando un mensaje para Eros, recordándole traer el snack para ver la película.
Dios, nos hemos convertidos en unos señores aburridos, esperamos el fin de semana para escondernos bajo las cobijas y olvidarnos del exterior.
—¿Cuántas comidas esta semana te han caído mal?
Reconozco un matiz incriminatorio en su voz. Aparto la vista del aparato para mirarla a ella, mis entrañas se revuelven ansiosas bajo su imponente mirada de cargosa.
—No llevo la cuenta.
Chasquea la lengua, inculpándome de algo con esos ojos temibles.
—Deberías visitar un doctor, puede que sea una bacteria o...
Mueve con desdén la mano, como si no tuviese importancia.
—¿O?
—No lo sé, pero presiento que puede crecer—determina, colocando el asa de su cartera sobre el hombro—. Tengo que irme, Jäger no cena sin mí, ¿recuerdas nuestra cita, no?
Barro la habitación con la mirada, un inútil intento por recordar.
—¿Qué cita?
Ella suspira con pesadez, debe estar harta de la misma pregunta cada vez que me ve, pero no es mi culpa tener memoria a corto plazo, lo es de la maldita depresión de la que me costó escapar e ilesa no me encuentro.
Vuelve, aunque esté preparada para hacerla regresar sus siniestros pasos, no hay manera de olvidar el hueco de tu existencia cuando estuviste sepultado ahí por mucho tiempo.
—Para mañana tenemos planificado comprar la ropa y demás cosas para la llegada de Helga, en cualquier momento nace y Helsen lo único que tiene preparado es una cuna, ¡ese hombre vive en la prehistoria!
Cierto, ¿cómo se me pudo olvidar? Helga, la esperada Helga, el embarazo milagro encargado por Helsen, producto de la peculiar unión suya y del último regalo Lulú.
Ha mantenido en vilo a la familia, ansiosos y desesperados por conocer el nuevo integrante. Catherine ha llevado el proceso tranquila, sin perturbaciones ni sobre saltos, todos se han encargado de ello. Tiene que salir bien, tiene que ser así, aquí no hay segundos intentos, no se puede más.
Pensar en tener entre los brazos la última voluntad de Lulú, mi amiga, mi hermana, me pone los pelos de punta y embarga de emociones sobrecogedores. Un pedazo de ella en la tierra.
Fuimos vilmente heridos, pero ella aún con su partida, logra brindarnos consuelo.
O eso intenta, porque aún no conocemos el sentimiento.
—Claro, cierto, paso por ti al taller y vamos juntas.
Ella afirma.
—Por favor, hazte revisar, no quiero vómito en los trajecitos—suplica antes de colocarse las gafas de sol—. Te quiero y te espero, a ti también.
La recámara se sume en un silencio tras la ida de Hera, la huella de su perfume y presencia permanece con nosotros un minuto más, cuando mi celular suena notificando un mensaje de Eros mencionando que viene en camino, volteo a ver a Hunter, husmeando en la gaveta del buró.
—¿Te quedas a cenar?
Suelta el condón seguro vencido de vuelta al cajón.
—No me queda de otra.
〜
—Helga Lucie Tiedemann—pronuncia Agnes—. Bienvenida a la familia, hermosa criatura.
La tarde del viernes dieciséis de febrero Helsen recibió una llamada. Catherine entró en labor de parto, seis horas después, un parto rápido, según palabras de Isis y Agnes.
Seis horas. Muy bien.
Interrumpió el desayuno por nuestra propia fecha de San Valentín, pero lo tomamos como lo que es, un maravilloso regalo y un día después, tuvimos el permiso de visita.
—Déjame cargarla, quiero olerla—persiste Ulrich.
Se ha lavado las manos tres veces desde que llegamos, pero Agnes se niega a liberar a la bebé.
¿Cuán singular es ingresar a la habitación de una bebé recién nacida y encontrar la cama ocupada por el sonriente papá? Los chistes de que debe reposar por su evidente esfuerzo en el parto o sacarse un seno para alimentarla no tardaron en escapar de la boca de Ulrich.
Un embarazo en el nuevo siglo, pagas por un vientre y leche materna, dos días después regresas a casa con un hijo en brazos.
Eros, su hermana y yo contemplamos la escena postrados en el sofá. Luego de pasar a saludar a Catherine y dejarle regalos, ¿quién diría que la secretaria de Eros tuvo la hija de su ex jefe? Quién resulta ser prima del actual.
—Espera, no seas impaciente—le reprende Agnes—. Es una muñeca—el llanto fractura su voz—, perdón, los bebés me ponen muy sentimental.
—¿Cómo se encuentra Catherine?—pregunta Hera.
—Muy bien, mañana le darán de alta.
—¿Tiene todo para que cuiden de ella?—dirige la interrogante a su tío.
Helsen afirma, solemne. Los surcos bajo sus ojos demuestran el nulo descanso que ha tenido.
—Me hice cargo de eso, estará más que bien.
—¿Cómo harás con la leche?—Agnes no para de mecerse, comienza a marearme—. Es importante la lactancia los primeros seis meses, por lo menos.
—Contactamos con una nodriza vegana, no hay mujer más sana que ella—interviene Hera.
—Jumm, ¿vegana?—Ulrich rechista, con su pedantería habitual—. Eso no es leche, es agua con sabor.
El pésimo chiste es lo único capaz de obtener una reacción de Eros. Esta última semana lo que pillado absorto en su cabeza, olvida los papeles que tiene en las manos, mira un punto fijo sin pestañar.
Mi única conjetura en su comportamiento, es que como todos, como yo, recibir a Helga tiene un significado más conmovedor que un nacimiento común.
—Ulrich, por favor, sé respetuoso—le sigue regañando Agnes.
—Necesita comer proteína, si es posible que le pegue un mordisco a la vaca viva—refunfuña
—Que asqueroso eres.
El hombre blanquea los ojos teatralmente.
—Esto es absurdo, ¿es que a nadie más le parece o todos están igual de locos? Una mujer pare un bebé que no tiene ni un gen suyo, ese bebé se alimenta de tetas compradas—vocaliza, Eros le señala de acuerdo con él—. Ahí está, otro cuerdo más. Puedo decir que lo he visto todo.
Agnes suspira harta del parloteo.
—Tómala—le dice por fin—, para que cierres la boca.
Me pierdo la imagen exultando de felicidad de Ulrich al tomar la niña por primera vez, un mareo me hace cerrar la mirada y buscar estabilidad en Eros, aún cuando permanezco sentada.
Eros presiona la mano contra mi frente, me toma la temperatura pero estoy fría, el nudo en el estómago no me ha dejado comer sin el miedo de regurgitar en cualquier sitio.
—Tienes unas horas de nacida y ya reconozco de dónde vienes, Lucie—mi corazón se compunge ante la profunda nostalgia en el decreto de Ulrich—. Felicidades, mi hermano, te brindo mi más sincero pésame, tus noches de sueño serán eso, un sueño más.
Hera se pone de pie, preparada para inmortalizar el momento.
Un latigazo de culpa me pone arder el corazón al notar la falta de Hunter. Tomo su ausencia de mensajes como un rechazo a la invitación.
—Es muy pequeña, mira sus deditos—detalla Hera, reprimiendo un grito de emoción.
—Su nariz—le sigue Agnes—. Y sus labios.
Las mujeres halagan cada aspecto de la bebé, la nueva integrante duerme pacíficamente, nada perturbada por el cambio de brazos y los irritantes mimos. Una sonrisa me gana. Puedo ver que le gusta sentirse querida y no es tímida en demostrarlo.
Mi cuerpo entra en estado de tensión cuando Ulrich se aproxima a mí.
—¿La quieres?—ofrece, mostrándome su sonrisa más brillante.
—No—contesto y sus cejas se alzan, vejado—. Es muy pequeña, me da miedo que se me resbale.
Sacude la cabeza, como si le hubiese escupido una injuria.
—Nuera, tienes que practicar, cuando tengas los tuyos no te tomará desprevenida—Ulrich se divierte de mi expresión petrificada.
Ruedo los ojos, apoyando la cabeza encima del hombro tibio de Eros. Debe ser la quinta vez que me dirige la palabra en años y es justo para pincharme el humor.
—Para eso tendrá los fuertes brazos de su padre, señor.
Pero se niega a dejarme tranquila. Ocupa el asiento a mi costado y por poco me arroja a la criatura envuelta en esa manta como un tabaco.
—No seas miedosa, carajo—persiste enfadoso y altanero—. Yo te enseño.
De un momento a otro, Helga reposa tibia y suave entre mis brazos.
—¿Ya ves?—se burla—. Sencillo, actúas por instinto.
Es suya, pero no a la misma vez. ¿Cuán ambiguo puede ser un pequeño humano que no conoce nada de la vida?
'Tómelo como mi regalo, una parte de mi infinito amor y agradecimiento que siempre estará le acompañará, cuídelo como lo más valioso, porque así lo percibo a usted.
Con mucho amor, Lulú'.
Las lágrimas acumuladas me dificultan detallar como quisiera el pequeño rostro acurrucado entre mis brazos, sosteniendo el peso liviano, anegada del aroma a lavanda, el alivio me completa y pone mi corazón a latir como si tuviese alas.
Tomé la decisión correcta.
Eros demuestra su afecto de la mejor manera que puede. Apretando sus pequeños pies.
Le doy un beso en el hombro encima de la ropa, el aroma me cruza y se instala en mi nariz, revolviéndome el estómago al instante. La niña se remueve, comienza a emitir soniditos que me ponen alerta y la magia se desvanece. Ay no, va a llorar.
—No no, agárrela—pido, asustada que rompa en llanto—. El olor es muy fuerte, deberían bajarle, puede ser alérgica a lo que sea que le han puesto.
Ulrich me mira como si me hubiese salido otra cabeza, se toca el pecho ofendido. Recibe la bebé y se aleja de mi, bufando incoherencias.
—¿Cómo va a tener un olor fuerte? Es un bebé, bah—se queja con Agnes—, está demente, Agnes, si huele un poco a lavanda nada más.
Me tapo la boca previendo ensuciar el piso con el desayuno. La calma se presenta con las caricias por toda mi espalda, arriba y abajo, despacio, presionando la línea de mi columna.
—¿Nos vamos?—le susurro, a través de los dedos aplastados contra los labios—. Me estoy quedando dormida.
Asiente y presiona sin fuerza tres veces la punta del dedo una vez más.
Las despedidas con breves, Agnes me avisa de mi palidez y le pide a su hijo que m consiga un chocolate. Contemplo una vez más a la bebé, quién en brazos de su papá luce diminuta.
—Helsen—digo. Él levanta la mirada—. Recuerde lo que le dije. No me haga arrepentirme.
Afirma una vez y con esa tranquilidad, salgo de la habitación.
—¿Náuseas otra vez?
Cruzamos al siguiente, camino al estacionamiento. El olor a alcohol y antiséptico me pone el semblante amarillo.
—Creo que la leche del café estaba vencida.
Su mano ataja mi muñeca, me obliga a detener los pasos. Alzo la mirada, preocupación y algo más le cincela las facciones.
—Estamos en una clínica, deberíamos hacerte revisar con un doctor—me escudriña con recelo—. Dos semanas en este estado es demasiado, Sol.
Arrugo los labios y le insto a seguir caminando.
—Tengo mucho sueño, en serio. El lunes visito un consultorio, hoy solo quiero dormir.
No me refuta, me ofrece el apoyo de su brazo cuando me mira arrastrando los pies.
Los párpados me pesan el triple cuando me acomodo en el asiento y recibo el abrazo de la calefacción.
—¿Cumplirás veintitrés o veinticuatro?
La pregunta más que extraña, es un insulto.
—Veinticuatro, Eros.
—Mierda.
Abro los ojos de golpe.
—¿Eso qué quiere decir? ¿Ah? ¡¿Qué estoy vieja?!
Frunce el ceño, tirando del cinturón de seguridad.
—Pero mujer, ¿tú por qué le encuentras lo malo a todo lo que digo?
No le dejo que me acomode la banda encima del pecho, yo misma me ocupo de eso y de mala gana, volteo el rostro a la ventana. Las ganas de discutirle su atrevimiento se desvanecen cuando el leve rugido del motor estimulo el adormecimiento.
—No hablo contigo lo que resta del día, ve qué haces con eso.
Duermo el resto del camino a casa.
Para el final de la tarde, siento que he pasado las últimas horas tratando de cortar un diluvio en mis cuencas, no he hecho más que estar bajo las cobijas. Tengo los ojos tan hinchados que se me dificulta leer a través de la rendija de mis párpados.
Remuevo el vaso de agua, la única bebida que mi estómago no rechaza estos días. El agua es vida, eso dicen, tiene que limpiarme. Paso la página del código penal modelo. Pese a la extensa diversidad de los cincuenta y dos códigos penales a lo largo del territorio, la ley busca apoyo en el código modelo cuando el del estado no resulta del todo convincente.
Ni uno aprueba un segundo juicio sin nuevas pruebas. Parece que han desaparecido del mapa.
El sonido del ascensor anuncia el regreso de Eros, de alguna una manera descifró mi antojo por unas donas por mis gestos, sigo reticente a devolverle la palabra, ¿por qué? No lo sé, no me provoca.
Ingresa a la biblioteca a paso precavido, casi parece que teme que me lance encima suyo con las garras afiladas a arrebatarle las bolsas. Acordeón se balancea de un lado a otro detrás de él, encorva la espalda y se echa en la cama en la esquina del librero.
Devuelvo la vista al código, esperando impávida a que se acerque, con el corazón bombeando como la tarde que le conocí.
Lo hace, me rodea receloso, revisando el espacio a mí alrededor como si nunca lo hubiese antes. Me acecha un minuto entero de cerca, como una mosca esperando tu descuido para joderte la comida.
—¿Qué haces?
Su tono casual denota tanta inocencia que no parece su voz.
Cambio de página.
—¿De verdad no me hablarás?—la burla me hace rodar los ojos aunque no pueda verlo.
Se asoma encima de mi cabeza para leer, su sombra oscurece las hojas, por instinto bajo el libro ocultándolo de sus ojos metiches.
Besa la cima de mi cabeza, su aliento me levanta el cabello cuando emite una risa antes de apartarse. Su presencia se mueve a mi costado hasta detenerse frente a mí, toma asiento y coloca las bolsas encima de la mesa.
—¿Ni por un batido?
Retuerzo los labios. Como una gota de leche me toque el esófago, echo el almuerzo encima del desastre de libros y papeles.
Saca la media docena de donas cerrada por bonito lazo de cintas blancas.
Ah, vaya, pide una tregua. Para llevar a cabo un armisticio las dos partes tienen que firmar el acuerdo y en ese trato solo veo su huella.
Unas inusitadas urgencias por llorar y aporrear la mesa con los puños me comprime la garganta. Me siento tan idiota, ni siquiera sé porque sigo molesta por una tontería, pero lo hago y el grito atorado en la garganta arde cuando le escucho hablar.
—Quita esa cara, tenemos una seria conversación que atender.
—¿Qué me vas a decir?—suelto a la defensiva, al borde del llanto—. ¡¿Qué no estoy vieja solo un poco mayor?!
Se deja caer contra el espaldar de la silla, sus ojos fijos en los míos abrigando un mensaje subrepticio.
—No, en realidad vengo a informarte que estás embarazada.
Holi😇
Por fin, el capítulo más esperado por las crías lovers🙏🏻
Sol preñada, quien lo diría😬
Como dije por ig, estos capítulos no me convencen pero no pretendo ser dura con lo que escribo, luego sé que podré corregirlo, me pongo mucha presión para tratar de demostrar sentimientos y al final de tanto leerlo me da lo mismo.
Como ya estoy libre de mis obligaciones, las actualizaciones vuelven a ser constantes, una vez por semana es mi meta, quedan pocos capítulos, unos cinco? Espero.
Nos leemos PRONTO,
Mar💙
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