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"There’s nobody here, just us together
Keepin’ me hot like July forever"
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‘Saliendo de clases, te aviso cuando este abajo’.

No contesto. Bloqueo el celular y lo dejo boca abajo sobre las sábanas. Lulú termina de anudar la cinta en la trenza que me ha tejido con esmero y paciencia, la deshacía siempre que estaba a punto de culminarla porque no le parecía lo suficientemente bonita.

Restriego los dedos en las palmas y trato de soltar la tensión, pero la suerte no confabula a mi favor y los nervios nunca aminoran. Mi cabeza es un pozo vacío, desierta de ideas de cómo reclamar, de qué manera hacerle frente a la situación.

No quiero, me niego a aceptar que mi única amiga en la facultad resultó ser un interesada, por Dios, ni siquiera en kínder siendo la niña nueva me sentía tan sola.

—Ha crecido como así—alzo la cabeza al darme cuenta que estuve divagando mientras Lulú conversaba—. Es de huesos gruesos como yo y su voz suena como un gallo al amanecer—ella frunce los labios—. Supongo que le han quitado el celular, no contesta mis mensajes.

Los últimos minutos me estuvo relatando su travesía para dar con su hermano, el intercambio de mensajes por redes sociales, la ida a encontrarse con él en compañía de Hunter fuera del colegio, la llamada que recibió de Silvia, advirtiéndole de no contactarse con Luciano otra vez.

El nombre del niño suena extraño, ajeno, Lulú era tan reservada con él como lo fue con su familia que por poco olvido su existencia, como sí ocurrió con Eros.

—Y por eso quieres ir a esa casa…

La pregunta queda pululando en el aire, por su rostro contraído supongo que mi inflexión incrédula le ha caído como una pila de ladrillos sobre los hombros.

—Hera y Caleb irán conmigo, se lo dije a Hera y te lo digo a ti, necesito sellar esa etapa, lo haré estén de acuerdo o no—dice firme y hosca, al fijarse en eso, una sonrisa débil se expande en su rostro—. ¿Quieres venir?

—Obviamente—contesto de inmediato—. Pero, Lu…

—Eros no tiene porque saberlo—se apura añadir al oír los pasos subiendo las escaleras—. Ni Hunter tampoco, con Hera tenemos el aditivo volátil.

La piel se me eriza de desagrado. No me gusta cómo suena eso, tomando en cuenta el nido de cucarachas al que planea ir, suena al inicio de una película de terror mal escrita.

Pese a que tengo la objeción en la punta de la lengua, me la paso con un sorbo de aire, al menos acepta ir en compañía de los seguridades y lo ha informado con tiempo, tengo que agradecer que lo ha dicho y no planea seguir el ejemplo de Hera de hacer todo sola.

—Es una misión oculta—digo, refregándome los brazos—. Suena a que es una pésima idea.

Ella hace el ademán de contestar pero sella los labios tan pronto la presencia de Eros inunda la recámara y siguiendo sus pasos de cerca, Acordeón se restriega con pereza en su pierna antes de saltar a la cama y echarse en la orilla.

Eros sortea la mirada suspicaz del gato a Lulú y finaliza en mí. Entrecierra los párpados cuando el silencio se convierte en sospecha, me somete a un intenso examen de un segundo, sin más, camina en frente de Lulú para sacar mi pastillero de la gaveta del buró.

—¿Interrumpo una charla importante?—inquiere, su tono rozando las notas más graves.

Lulú se rasca el brazo, evitando la intrusión de sus ojos. Me aclaro la garganta, acomodando el cojín detrás de mi espalda baja.

—Hablábamos de que tan grande nos salen los coágulos de sangre el segundo día de la menstruación—miento, recibiendo las píldoras—. No creo que te guste escucharlo.

La mirada de Lulú se abre de manera antinatural, la rojez perpetua de sus pómulos tomando un matiz granate. Suprimo la risa bebiendo un trago de agua después de lanzarme el medicamente al fondo de la garganta.

Perfecto, cumplí con el tratamiento, ahora tendré que soportar el adormecimiento en las siguientes horas y rezar a quien me escuche para no caer rodando escalones abajo. Pierdo el equilibrio de mi eje, me bamboleo de un lado a otro, es pesado y por mucho irritante, esperaba que la dosis sea de efecto inmediato y no ocurre de ese modo.

—Y por eso le pedí que me acompañe al ginecólogo—Lulú sigue la mentira, levanta las cejas mirándome con perspicacia—. Me da pánico ir sola, necesito un representante a mi lado. ¿Vendrás?

¿Lo dice en serio o son delirios míos?

Reboto la cabeza afirmando. Luego se lo cuestionaré.

—Que rareza—la risa satírica de Eros calma la turbulencia en el ambiente—. Te causa pánico visitar al ginecólogo y no a un hombre veinte años mayor.

Lulú abre la boca dispuesta a replicar pero la cierra de sopetón, hundiendo el entrecejo con ligera molestia.

—No son veinte, son doce.

La sonrisa de Eros no desaparece.

—Eso lo hace mejor—su tono se traduce a una mofa, se restriega las manos, volteando a reposar la mirada en mi rostro—. Dieron con los informantes del hospital. Una empleada de limpieza robó el historial médico, la recepcionista concretó el trato con Rudd LaFayatte, periodista de Bild. La demanda va dirigida contra la institución, las mujeres fueron despedidas, en esta cadena de sucesos, es posible que el hospital las demande a ellas y terminen compartiendo habitación en el reclusorio.

Hubo un breve silencio.

El puñado de sentimientos, vergüenza, decepción, retraimiento, todo lo que me aquejó este último día por un instante no tiene peso importante al conocer las consecuencias, pero la culpa se esfuma tan pronto me llena. 

Una cosa es escribir chismes y rumores de pasillo, otra exponerme al escarnio y burla, fue bajo, malvado, con toda la intención de ponerme en la palestra de la vergüenza.

Pese a eso, todo dentro de mí se retuerce con el pensamiento de dirigir el mismo trato con Troya. Me siento estúpida y débil, no debería importarme, pero mi firmeza se tambalea como un castillo hecho de naipes al imaginar el trámite emocional que significa una demanda contra alguien que alguna vez me importó. Me niego a vivirlo de nuevo en tan poco tiempo.

—¿Por qué no las demandan a ellas directamente?—cuestiona Lulú, rompiendo el vacío de palabras.

—Porque el hospital es quien debe salvaguardar los registros de los pacientes, si se esforzaran en contratar personas que pasen los filtros se evitarían estas situaciones, son ellos quienes tienen que responder por sus empleados, lo especifica en el contrato—expone Eros, revisando la hora en el reloj ensortijado en su muñeca—. Además, esas mujeres no tienen más que el pago de cinco mil dólares que Bild les ofreció, por otro lado, el hospital tiene todas las posibilidades de responder a la indemnización.

Fijo la mirada en el ventanal, la imponente vista de la metrópolis me traga en un bocado, aún no me habitúo a semejante panorámica.
A veces me hace sentir inmensa, en otras ocasiones, como hoy, del tamaño de un grano de arroz.

—Esto no afectará a mamá, ¿verdad?—paso por alto el temblor de mi voz cohibida.

Su mirada endurecida pierde contraste cuando se conecta con la mía.

—Tu madre no pinta por ningún sitio, no te preocupes.

Debo parecer un cuerpo destinado al estudio científico y no un ser humano con vida, me percibo así, como un jarrón vacío, por no saber que sentir.

Eros elimina el importuno resquicio entre los dos. Mi corazón se aviva voraz cuando extiende el brazo, sus nudillos tocan, delinean con parsimonia mi mentón. Sucumbo a su cercanía, al calor, aroma a perfume y loción que desprende y enrollo los brazos alrededor del suyo, dejando caer la cabeza en su antebrazo, su mano empuja la cobija enmarañada en medio de mis muslos. Lo abrazo con todas mis fuerzas, lo convierto en mi juguete personal contra el inminente ataque de ansiedad.

Me mantengo en silencio sopesando las ideas, barajeando posibilidades. Cierro los ojos y aprieto los párpados, percibiendo el cambio regular en mi respiración, las ventanas de mi pecho se cierran, el aire deja de circular.

Eros no emite ni un sonido y lo agradezco, no se mueve, no se atreve a respirar pese a que doblo su brazo en direcciones opuestas y asfixio su mano entre mis muslos cuando la primera ola del tsunami se extiende a mis brazos y corta la sensibilidad de mis músculos de tan firme y rígidos los sostengo. Inspiro y expulso, el pitido martirizándome la audición cesa. Inspiro y despido. Las sacudida involuntarias de mi cuerpo trémulo cesan. Inspiro, suelto y me siento flotar en un océano de calma.

Lentamente libero la firme presión de los ojos, la luz se filtra lastimando mi retina, empañando mi vista con puntos incandescentes por un instante. No pasó un mísero minuto y mi cuerpo cae laxo sobre el colchón, como si hubiese trotado un maratón.

Siento un duro beso en la cima de mi cabeza, precioso, como si intuyera que lo requería. Mi tórax se comprime y un suspiro de agotamiento resuena en la habitación. Me palpo el muslo repitiendo la secuencia de número, diez, nueve, ocho… hasta desaparecer la horripilante sensación de hundirme en el fango y los pensamientos, voces y susurros clavándose en mi cabeza como agujas detengan el ataque.

Un pensamiento más y me desbordo en llanto. No lo soporto más.

—Está bien, ya pasó—murmura Eros, el corazón se me arruga—. Fue un momento, ya no está más.

Oprimo los dedos encima de las cejas, el pálpito presente en esa zona como golpes contundentes. Eros me tiende el vaso con agua, pero sacudo la cabeza, no me provoca.

—¿Qué crees que debo hacer?—posa una mano sobre mi cabeza y la desliza con suavidad, aplacando mi cabello revuelto—. No sé como… estoy perdida, una demanda suena como una pesadilla, demasiado delicado y tedioso.

Sus dedos aplastan y moldean con destreza la curva del hueso de mi nuca, aligerando el malestar concentrado en esa parte de mi complexión.

Süß, ten en cuenta que tratas con una mujer que reconoce el bien y el mal, lo que hizo, lo hizo conociendo las consecuencias—expresa con aprehensión y disgusto—. Lo estamos dejando a tu disposición, en esta jodida familia es una espina más a la rosa.

No respondo. Permito que el masaje de sus dedos diestros barran la consternación y nerviosismo de mi cuerpo.

—Pues que mal—refunfuña Lulú, cruzándose de brazos con altanería—. Con esa mentalidad, jamás dejarán el rosal.

En lo que va de día, contabilizo la primera sonrisa.

La mano de Eros vagabundea más abajo, diligente y concisa, presionando los puntos exactos, despejando de nudos la longitud de mi columna tensa y justo en el momento que ese tumulto de emociones enfrascadas saldrían de mi pecho, la pantalla del celular se ilumina, no tengo que leerlo para saber el remitente y que es lo que pone.

Como si succionara toda emoción fría y agobiante de regreso a través de los huesos, mi cuerpo vuelve a su estado férreo.

—Está abajo—aviso con pesadez—. ¿La haces subir, por favor?

Eros suspende el masaje y enseguida extraño el calor y amabilidad de su tacto sincero. Se inclina para besar de nueva cuenta mi cabeza, esta vez no se aparta pronto, apoya la mejilla en mi cabello, su barba alborotando mis hebras.

—Solo…—un suspiro cargoso le interrumpe—. Haz lo que creas conveniente para ti y todo irá bien, yo me encargo del resto.

Deja un último y dulce beso en mi coronilla y sin más, abandona la recámara afincando los pies con resquemor en el piso, arrastrando consigo un pedazo de mi cordura y por añadidura, al gato también.
Acomodo las piernas debajo de mí y enderezo la espalda, el dolor que mutó a molestia la noche anterior no es más que una estela de lo que sentí. Recuperé la autonomía de mi cuerpo, pero mi mente sigue bailando al ritmo que la ansiedad me toque.

Lulú recoge el vaso y antes de salir de la habitación en completo silencio, gira lo necesario para mirarme con los ojos colmados de brillo y osadía.

—¿Sabes, Sol?—ladea la cabeza, disimulando la sonrisa que le alza la boca—. Al final nos tenemos a nosotros. No sé si cuente como consuelo, pero para mí lo fue y lo sigue siendo.

Alguna cosa emotiva se remueve en mi pecho al contemplar el destello de su mirada, por favor, parecía que llevase incrustadas un par de jades en la cara, es surrealista. Mi pecho se aprieta con fervor al reconocer la pizca de egoísmo en la inocencia que vaciaba en su voz.

Aplasto la lengua contra el cielo de la boca, sonriendo débilmente ante las cosquillas y la malicia cincelada en su cariz.

—Definitivamente lo es.

La atmósfera decae con el ruido apresurado de las pisadas en las escaleras. Lulú bufa y rueda los ojos despectiva insultando al techo. Demasiado pronto Troy recorre el pasillo y segundos después entra a la habitación, con su bolso colgando del hombro y aretes de algún cristal con fines esotéricos colgándole de las orejas.

Su mirada cae en Lulú, luego en mí y cuando se dispone a saludar a mi amiga, ella se aparta y retoma su salida, ignorando a la recién llegada sin pena ni gloria.

—Iré a decorar los pastelitos—avisa con recelo—. Ya deben estar fríos en el estómago del gato.

Troy observa confusa a Lulú marcharse, la duda se yergue en su mirada pero como Lulú ha hecho, también finjo desconocimiento.

Ella dobla los labios y contrae los hombros, no le ha dado importancia. Se acerca a la cama y toma asiento en el borde, lanzando la mochila sobre el lío de cobijas. Un golpe en el pecho me hace morderme el labio, ¿cómo es posible que venga hasta mi casa con ese son despreocupado y casi atrevido, después de lo que ha estado haciendo? El papel de actriz no lo tiene la bocona de Paula ni la chillona de Valentina, lo tiene ella.

—¿Qué pasó contigo? Te esperé toda la mañana—dice con sospecha, hurgando en su bolso del que saca una libreta sucia en los bordes—. Estos son los apuntes de la clase de historia, ¿esa prueba también la vas a eximir, no? Por la maldita madre, que suerte la tuya, llamar pruebas finales a los segundos parciales, en cambio yo tengo que quedarme hasta terminar junio, con la nota del primer parcial de teoría política, no alcanzo a saltarme la prueba final.

Vigilo sus gestos, sus movimientos. Sus sentidos funcionan a la perfección, claramente nota que algo no anda bien, en un frágil intento por sacudir la evidente tensión, se pasa el corto mechón de cabello detrás de la oreja y carraspea, apuntando con el dedo la hilera de garabatos desprolijos que escribió.

Enarca las cejas esperando una contestación. Me remuevo, incómoda y fuera de foco, amontonando las sábanas debajo de mis piernas.

—La suerte es para los perezosos—musito, ella hunde el entrecejo—. Me lo dijo Valentina.

Ríe sin chiste ni gracia, es un sonido burdo y si pudiese colorearlo, sería en matices demacrados.

—Soy culpable—exhala largo y hondo, estudiando mi expresión con recelo—. ¿Qué te pasó? Jamás faltas a clase, es raro.

—Raro es que no lo sepas, considerando que vendes mi vida privada como periódico dominical—suelto de pronto, su cuerpo se crispa y sus ojos se expanden sin medida, llenos de impresión.

El rastro que dejan las palabras escuece, arde. Percibo las contracciones limitadas de mi garganta, los latidos punzando, inundando mis cuencas de lágrimas que me esfuerzo en retraer al vislumbrar el reconocimiento en su rostro que intenta disimular, bosquejando una sonrisa que no concluye.

Le sostengo la mirada estrechando los ojos, mi corazón palpitando frenético, descontrolado, el ruido del reloj brincando de segundo a otro impregna el lugar de una tenebrosa expectativa.

Sunshine—emite una risa temblorosa repleta de temor—. ¿De qué hablas?

Restriego las manos en la cara, cansada de esto, de ella, de la conversación y ni siquiera he comenzado.

—Estoy mareada, tengo náuseas y la cabeza me palpita, no extiendas el problema porque estoy a un hijo de puta suspiro de arrancarme el cabello a jirones—espeto arisca, inclinando el torso al frente, estacando la mirada fría en sus ojos pasmados—. ¿Alguna vez me consideraste siquiera tu amiga? ¿O te obligabas a soportar mis lamentos a cambio de dinero?

Se levanta de la cama como la empujasen fuera de ella. Los brazos tensos, estirados, tomando la misma postura que un animal activando su mecanismo de defensa.

—¿Qué mierda dices? No tengo ni puta idea a que te refieres—rebate firme y me obligo a inspirar, armándome de paciencia y sosiegues.

—¿De verdad te harás la desentendida?—formulo, la decepción colándose en mi inflexión baja.

Levanta las manos mirándome desesperada, fuera de sí.

—¡No tengo idea de que hablas!

Las ganas de aporrear el colchón con los puños me pone los brazos a temblar de la rabia, pura rabia y desilusión contenida en la punta de los dedos. Abro y cierro las manos, sintiendo cada latido en la garganta y detrás de los ojos cristalinos.

Abro la boca para contestar pero me muerdo la lengua, respirando con dificultad, siento el corazón obstaculizando el paso del aire.

—Te diré una cosa, Troya—pronuncio, mi voz un vergonzoso sonido grumoso y dolido—. No me duele que un montón de desconocidos opinen sobre mí relación, mi salud mental y mi vida sexual como si fuese dueños de la pulcritud moral, me lastima que esto venga de ti, la única persona en la que me apoyé estos meses y a la que por idiota y confiada, le confesé lo que nunca debió salir de mi boca. Puedo ser repelente, obtusa, pedante y complicada de tratar, pero jamás te traté como menos que una confidente—tomo un respiro, despejando mi tono grave—. Yo no cometí un error al revelarte mis secretos, fuiste tú la que falló al ponerles precio.

La contemplo en silencio, largo, pesado y denso silencio, detallando los picos de su cabello negro apuntando a donde sea, la curva perfecta de su nariz y sus labios finos. Todas esas facciones delicadas que alguna vez fueron un refugio, atiborradas de una mezcolanza de sentimientos discordes, una intrigante inquietud y la máscara de la perplejidad.

Me toco el cuello, percibiendo el pulso recio bajo la sensibilidad de mis dedos.

—Sol, yo no sé qué…

—Carajo, Troy, ¡te hacía comida y la llevaba al trabajo!—exploto furiosa, indignada y dolida hasta la razón, apretujando la sábana en las manos trémulas—. ¿Por eso dejaste de trabajar en el Night Club, verdad? ¡Millones de veces te ofrecí ayuda! Maldita, ¡te ayudaba a limpiar el bar de mierda ese! ¡Era tu chofer para que no perdieras tiempo en el subway! ¡Para que no gastaras dinero en taxi! ¿Y no piensas decir una mierda? ¡¿Te vas a quedar callada?!

La garganta me arde, mi tórax sube y baja, respirar se siente como arrastrar el dedo encima de una lija. Pese a que en mis ojos no hay espacio para una lágrima más, pestañeo para aclarar la vista del grueso manto acuoso.

—¡No fui yo! ¡No sé de qué hablas! ¡Estás demente!

—¡A nadie más que a ti le mencioné los sobres con las cartas! ¡Ni siquiera Lulú o Hunter lo sabían!—refuto a gritos perdiéndose en un sollozo que me rasga las cuerdas vocales—. Mierda, me duele saber que desconfié de mis amigos y me terminé descargando contigo y resultaste ser una carroñera más.

Quita con violencia del lagrimal la gota que sus orbes derraman. Su semblante deformado en una mueca de aversión que me cala en los nervios.

—Es fácil para ti juzgar desde tu privilegio, no hacías más que quejarte de tenerlo todo—brama iracunda—. Yo no tengo contactos ni un marido repleto de dinero, yo…

—Te equivocas, yo estuve en tu posición y a diferencia de ti, jamás, nunca se me pasó por la cabeza vender a mis amigos—le corto, endureciendo el gesto—. Tus excusas no tienen valor ni fundamento.

Su rostro se desencaja, las mismas pupilas que un instante atrás llameaban coléricas, apagan el ardor desbordando el llanto retenido.

—No quise, Sol, pero estaba tan cansada de trabajar y trabajar para llegar a fin de mes, me cegué y no supe decir que no—gimotea, dando golpes leves a su pecho con las manos enlazadas—. Lo lamento, en serio lo siento.

Sus palabras me sacan de mi eje un momento antes de recuperar la compostura de pesadumbre y decepción.

—Lo hubiese comprendido una, dos veces, pero seguiste haciéndolo hasta el último momento—sacudo la cabeza, el llanto corrompiendo su camino a mis ojos de nueva cuenta—. A ti no te pesa lo que hiciste, a ti te molesta que se te acabó el ingreso.

Luce arrepentida, sofocada, esto le sobrepasa como a mí, pero no puedo sentir empatía cuando no la tuvo conmigo.

Toma un sonoro respiro tembloroso, abrazando la unión de sus manos en busca de aliento.

—Te aprecio, Sol, sinceramente lo hago—solloza, las lágrimas caldean en mis ojos.

—Me aprecias pero no me respetas—decreto, asimilando las punzadas en el pecho como diminutas estacas—. Estaba ilusionada con el club, Troy, estábamos tan bien encaminadas, con tu tío el forense, con Andrea, el señor Ravi, los profesores que se sumaron. Que maldita decepción.

Se aproxima a mi posición, su cercanía me eriza los vellos, me perturba tenerle tanto rechazo a una persona que quise genuinamente.

—Podemos arreglarlo, podemos empezar desde el inicio, te doy el dinero que tengo, si me dejas te pagaré todo—persiste, aunque intenta tocarle el brazo, consigo apartarme—. Eres un alma bondadosa, Sol, demuéstralo.

—Quiero que desapareces de mi vida, como sigas lucrándote con ella no diré ni una palabra cuando te entreguen un sobre con una demanda—digo con vehemencia—. Mucho hago con cortarlo sin más y no lo hago por ti, lo hago por mí, bastante cargo últimamente en la cabeza para sumarme otro inconveniente. El daño ya está hecho, la mierda que subes a la web nunca va a desaparecer.

Abre y cierra la boca como pez fuera del agua, un segundo brote de lágrimas empapándole las mejillas rojizas.

—Sol…

—Vete de mi casa, no quiero tratar contigo ni con el pulgoso de tu hermano—mascullo rotunda—. Ni siquiera daré las gracias por los momentos que me hiciste sentir acompañada, no me causa nada ahora que sé que tu hombro estaba en alquiler.

Su cara se arruga y toma una expresión de exasperación. La dolencia que profesaba un suspiro atrás se transforma en una emoción seca, marchita, como una rosa sin vida.

—No me vas a creer ahora y lo comprendo, pero espero que en algún momento puedas perdonarme—musita, un sonido ronco y quebradizo—. Lo lamento.

No respondo. Le miro recoger su libreta, cerrar la sucia mochila y guindarla en el hombro con suma lentitud, como si le pesara y doliese físicamente hacerlo. Sus pestañas mojadas de lágrimas por poco me hacen pedirle que se quede, que podríamos arreglarlo. La verdadera guerra contra el llanto vino cuando le miré alejarse a la puerta, encorvada, huraña.

Pese a que infundo mis fuerzas en recuperarme recordando lo que hizo, los párrafos de ese asqueroso artículo, las vivencias de los últimos meses, cuando la vida parecía escrita por un dramaturgo depresivo y ella, sus chistes, groserías y cuentos sobre cosas que nunca comprendía pero se oían como un misterio, terminan calándome profundo y sin piedad.

Seco la lágrima escapada, apaciguando el fuego ardiendo en mi garganta suspirando.

—Troya—su nombre pesa en mis labios. Ella gira despacio, su esclerótica tan roja como su rostro, rellenos de una esperanza que muere al instante—. Trata de no toparte con Hera.

Su figura desaparece tras el marco de la puerta y mi llanto estalla con fervor.

Me siento estúpida, inútil, actuando en desmedida, como si necesitase de la presencia de Troya para amenizar el ambiente en la universidad. No es así, muy en el fondo sé que no es así, pero es como se siente y no puedo echarle tierra encima y olvidarme de eso.

Cortos y apresurados pasos entonan una melodía de compañía y en la habitación, pronto me veo envuelta en la saciedad de unos brazos blandos, cálidos y profundamente indulgentes.

Lulú no emite juicio, me arrulla entre sus brazos serenos, componiendo en un apretujón certero la pieza que acaba de partir. En segundo plano, detrás del domo de calma, oigo el sigilo de la presencia de Eros acercarse, el contacto firme y delicado de su mano en mi rostro pulsando y arrastrando las lágrimas lejos, un consuelo implícito que aminora los sollozos y el llanto fatigoso de fluir como cascada, pronto merma, dejándome una sensación de anestesia que me induce al letargo.

No menciono ni una monosílabo, despacio, saco el cojín y acomodo la almohada en su lugar, aplasto la cabeza en la fría superficie, estirando las piernas con pereza. Tengo el resto de la tarde libre, dormiría un poco más antes de sentarme a analizar cómo resolver el lío que la ausencia de Troy deja.

Enfoco a Eros junto a mí, la escabrosa preocupación abarcando su semblante.

—¿Cómo te sientes?—cuestiona alerta, a la expectativa.

Un bostezo interrumpe mi respuesta. Los párpados me pesan, la combinación de llanto y los medicamentos son un perfecto somnífero.

Me restriego los ojos y cubro hasta el mentón con la pesada cobija.

—No sé si seguir con el proyecto, no creo poder sola con todo—me sincero, avergonzada—. Es mucha presión y estoy en mis segundos parciales, ¿sabes lo que significa? Necesito las notas más altas para eximir las pruebas finales.

Otro silencio más. No sé si me juzgan, me toman por tonta o simplemente me tachan de dramática y quizá si lo sea, porque me armo escenarios que si me propongo desmoronar, lo logro sin mayor inconveniente.

No me importa, no quiero hacer más que dormir. Me arrebujo más adentro de la cueva de sábanas, arrimando las rodillas al pecho. Pronto se irán.

—Sol, saca la cara de las cobijas—pide Eros malhumorado hasta los cojones—. ¿Te estás desmoronando por esa insulsa recién llegada? ¿Vas a regalarle el final de año al imbécil de Kamal?

Las sábanas vuelan lejos de mi cuerpo y aire tibio me toca la piel. Un gruñido adormecido me rasguña la garganta, molesta se las arranco de las manos y regreso de golpe a la almohada, sacudiendo la cama y sus cimientos.

—¡Es que es mucho por hacer y no tengo tanto tiempo, no soy un pulpo no puedo hacer todo!

—Pero me tienes a mí.

—Y a mí—secunda Lulú al borde del llanto también.

—¿Y eso qué?—sollozo, abro los ojos arrepentida por el desplante—. Perdón, tengo sueño, mi cabeza no funciona bien, necesito dormir, ¿podrían cerrar las cortinas?

Ninguno se mueve, se quedan estáticos, mirando hacia abajo, hacia mí como si fuese un montón de engrudo por recoger.

Vuelvo a cerrar los ojos, concentrándome en atajar el sueño. En algún momento se aburrirán de verme renegar.

—Paga—dice Eros volviendo a bajar la cobija de mi cara—. Si lo que deseas son manos de apoyo, paga, ofrece compensación monetaria, ¿qué necesita un maldito club de esos?

—Tesorero, secretario…—contesto sin abrir los ojos—. Eso no es el problema, lo es que me han puesto una x social, esa chica que se acaba de ir era mi única amiga, tengo la popularidad de una manta raya en un festival de… peces modelos, que sé yo.

Eros ríe por la estupidez que he dicho. Profiere un sonido de desaprobación, me jode que sin decir nada me hace sentir regañada.

—Sol, tienes dinero, úsalo a tu favor—dice con su usual tono mandón que pocas veces dirige hacia mí—. Escucha esta propuesta: Tiedemann Armory ofrece mil dólares mensuales a quien decida formar parte de la logística del club, promete costear viáticos, reserva de hotel y comida a cada seminario, curso o taller extracurricular en el interior o fuera del país. Troya Jackson se acercó a ti por interés, que lo hagan los demás, trabajando para ti.

Rodeo la idea con perspectivas y odio, detesto con el alma que encaje demasiado pronto en el espacio libre de resoluciones. Abro un ojo, me recibe la luz penetrante del sol, la sonrisa de Lulú y la mirada sagaz y afilada de Eros.

—Quería quejarme un poco más y ustedes me interrumpen con soluciones—bisbiseo, Lulú ancla las manos a las caderas como una abuela enojada.

—Es que no combina contigo, no suenas como tú—contrarresta, lo piensa un segundo más antes de agregar—. No por mucho rato.

Sopesa la idea un poco más, le doy vueltas, analizando el panorama conocido, porque la idea se me cruzó en algún momento desde que decidí escupirle mentiras a Kamal en mi cumpleaños, la descarté enseguida, no necesitaba el estímulo económico, tenía a Troy a mi lado compartiendo ideas, pero ahora que oficialmente estoy sola y al mando, parece la vía más sencilla y práctica.

Eros me contempla pensativo, sus manos entrelazadas con fuerza.

—Pierde el miedo que le tienes al dinero, Sol, le huyes porque crees erróneamente que no lo mereces.

Frunzo la nariz, sobrecogida por la vehemencia siempre intimidante de su mirada. No creo que no lo merezca, creo que no me lo he ganado, me cuesta gastar más de lo que sé, he trabajado.

No le contradigo, puede, puede, que tenga una pizca de razón.

—Bueno, con eso termino de catapultarme como la nepotista de la facultad.

Una sonrisa de diversión le curva los labios. Se agacha lo necesario para estampar un beso en mi frente y apretarme con poca fuerza la curva de la nariz hinchada del llanto previo.

—Que te de vergüenza patear niños huérfanos, no tener las cuentas repletas de dinero—proclama con certeza y me apunta con un dedo antes de encaminarse a la salida—. Prepárate, en una semana viajamos a Washington. Estaré en el despacho—a un paso de abandonar la recámara, se da la vuelta con la mano en el pecho—. Y por favor, para de llorar, que me escuece el maldito corazón.

Con Eros fuera del contexto, vuelvo la vista a Lulú que me sonríe apacible.

—¿Quieres tortitas?

Aunque el sueño me aplasta los párpados como si me odiase, asiento y le apuesto a una sonrisa, procurando no caer rendida en el lapso que le toma bajar a la carrera a la cocina, subir con el postre y devorar como famélica dos raciones de fresas y chocolate.

Al final del picnic en cama, ahuyentando al gato que no paraba de rondar la comida como un cóndor, Lulú me acompaña en la larga y profunda siesta que le hizo perder el día de trabajo y me robó horas de estudio.

Pero las quejas nunca se escucharon.



—Manos arriba, el tiempo terminó.

Elevo las manos por cumplir con el protocolo, hace más de media hora completé la prueba sin mayor inconveniente.

El profesor Herzeck, maestro de Teoría Política, posiblemente la materia que me ha costado más estudiar, pide la entrega de las hojas llenas del contenido del último examen parcial del año. Recojo el lápiz, bolígrafo y borrador, los echo a la mochila sin miramientos y me pongo de pie, lista para huir de la horda de estudiantes y de la nociva estampa de Troy, a tres puestos lejos de mí.

—Herrera, espero de usted el mismo rendimiento del año anterior—brama adusto y frívolo el hombre de espesa barba ceniza—. Espero no contar con su presencia en los finales. No me decepcione.

Mi bilis tiembla atemorizada cada vez que se dirige a mí. Es un señor de tez oliva y edad avanzada, se nota en los surcos alrededor de sus ojos oscuros, con la experiencia que cualquier aspirante sueña y una reputación de ser estricto hasta con los pobres peces que según mantiene en el acuario en la privacidad de su hogar.

Es esa clase de profesor al que le abarca una sonrisa mientras te informa que aplazaste su materia. Sí, definitivamente no es mi intensión mirarle en los finales.

Recibo las hojas y arquea una ceja, la duda filtrada en su semblante áspero.

—Nunca, profesor—digo con falsa gallardía y me lanzo a las escaleras, huyendo de aquel panteón de pruebas.

Abrazo el folder con la guía de estudio, pasando, esquivando hombros en la multitud ocupando los pasillos. Me repito el mismo mantra de estos días, lo que ellos tengan para decir, dice más de ellos que de mí y sigo caminando con la cabeza arriba y una fingida actitud de no sentir las miradas clavadas en la nuca, las sonrisas de asquerosa picardía sin disimulo.

El artículo duró una hora y poco más en la web, pero bastó con que una persona recogiera capturas y las dispersara a través la comunidad de estudiantes como si fuese un blog de chisme, como el chiste de le semana.

Sol Herrera, la inválida sexual.

Sol Herrera, la trastornada psicótica.

Sol Herrera-Ya-No-Tiedemann, la casi muerta. Su turno de llorar, leí en un comentario, por culpa de esa familia avariciosa masacran gente todos los días. Un sorbo de su propia medicina.

Continúo andando al parqueadero, no presto excesiva atención a mi entorno, pese al picor en mis ojos y las críticas emociones desgarrándome la garganta, mantengo el rostro libre, despejado de cualquier ademán o gesto penoso. Llorar en este sitio es como sangrar rodeada de tiburones. 

La senda del largo y ancho pasillo más y más extensa cada paso, ni en mis más perturbadores sueños una caminata se sintió como una peregrinación a cambio del pago de una penitencia.

Paso de largo el edificio espiritual, el favorito de Troy, donde, si me sobraba tiempo o ánimo, le acompañaba a clases de meditación o yoga, son gratis y lo gratis me llama.

La estructura del plantel es extenuante, se ubica en el corazón de la ciudad y los edificios, algunos de más de diez pisos, se desperdigan a su alrededor, no es una comunidad cerrada, es un espacio tan abierto que en un momento pisas área del colegio, un paso al costado estás en la ciudad, cruzas una calle y vuelves al colegio, en el área de jardines hay salones dentro de lo que una vez fue una fábrica textil que fue adquirida por la universidad, cerca hay dormitorios y en primavera, el Washington Square Park se atiborra de artistas singulares que me gusta observar.

Es una universidad integrada a la ciudad. En resumidas cuentas, me estoy comiendo la cabeza por unos cuantos sacos de huesos con complejo de superioridad, que si dan tres pasos fuera de la fachada de la facultad de Leyes, como a mí, nadie les reconocerá.

Esto es Nueva York, coño, a nadie le importa más que el alza de las rentas y el tráfico en las horas picos. Que se jodan.

Salgo al espacio abierto, doy de frente a las fachadas fieles al estilo neogótico de los rascacielos y grupos de amigos reunidos aquí y allá, charlando, riendo, sentados en los bancos, compartiendo un cigarro, devorando el almuerzo cerca de la pared o echados en el pasto.

Les envidio la paz en compañía.

Pero no tanto, en casa tengo mejores.

De pie bajo con el paraguas en la mano y una dona en la otra, me encuentro a Francis esperando por mí. Le aviso que todo va bien agitando la mano y él me contesta con su insigne saludo, el pulgar arriba. Cruza la calle y cuando está cerca de mí, finalmente me dirijo al estacionamiento privado, dentro del campus nunca hay sitio.

En la vía le envío un mensaje a Lulú, le comunico que voy por ella, ni siquiera guardo la tarjeta de socio del parqueadero cuando el pulso se me pierde y vacilo en mis pasos al vislumbrar a Kamal y a su séquito conversando a unos metros de mi auto.

Exploro la idea de rodearlos pero sería muy evidente, todo plan que maquinaba se desmorona con el eco de las pisadas de Francis.

Así que harta de la dinámica de te veo y me provoca esconderme, me muevo firme e impávida al vehículo, rezando que no se me doble un tobillo o tendré que fingir un desmayo.

La colección de payasos se callan al fijarse en mi cuando les paso por un costado, me observan con la burla, murmuran, siguen mi recorrido, a unos escasos cinco metros y cinco zancadas de entrar a la privacidad de mi carro, Kamal decide usar su voz.

—Que milagro verte caminar, digo, porque…

Se interrumpe carcajeándose como si hubiese contado el primer chiste en romper el récord guiness. Doy media vuelta enfrentando al coro de risas punzándome los oídos como dagas.

Se miran entre ellos abriendo los ojos con mofa al atisbar la seriedad que profeso.

—Es que a diferencia de ti, yo sí puedo darme el lujo de no hacerlo—proclamo, subiendo una  mano a la cadera al tiempo que le recorro despectivamente de los pies a la cabeza—. Tengo quien me lleve y me traiga a todas horas cuando yo lo disponga.

Su cariz se distorsiona en una estúpida mueca irónica.

—No deberías alardear de eso, Sol, majestuosos tus carros pero ninguno lo pagaste tú—voltea a ver a su amigo buscando aprobación, la vergüenza ajena me hace fruncir la cara—. O eso decía el artículo.

Le hinco las uñas en la cadera, me cuesta contenerme de cambiarles de dirección la nariz a carpetazos.

—Majestuoso, que buena calificativo—pronuncio, conservando el enojo y fastidio a raya de mi tono—. Sigue trabajando duro, en unos años puede que te alcance para la inicial de uno parecido.

Asumo que el intercambio finalizó con el derrumbe de su expresión. Hago al ademán de dar la media vuelta de regreso, pero vuelve abrir la boca.

—Bueno pero cuéntanos, ¿cómo va la denuncia contra…

—Kamal, aprecio tu interés por mí, debe ser frustrante no poder pegar ojo en la noche porque no puedes vivir sin tenerme presente en cada momento de tu día—le corto mordaz, endureciendo las facciones—. Pero deberías enfocarte ese tiempo de ocio en estudiar para los parciales y no en mí, digo, porque yo sí eximo pruebas finales y tú no.

Apunté al ego y le atiné en el centro, pues endereza la postura y toda burla se borra de su fisionomía.

—Bueno bueno, tú ganas, vale, pero no te vayas sin decirnos si el club del que me hablaste es real o existe en tu cabeza, en la presidencia seguimos esperando el pedido de apertura—arroja el tema a la mesa como un arpón, entonando un dejo escéptico y de lo más burlesco—. Si no tienes idea de cómo proceder te ofrezco mi asesoría, vamos, estoy al servicio de mi comunidad.

El sujeto a su derecha suelta una risita, más no desvío la atención de los ojos inyectados a tope de desafío y burda displicencia, afirmando un hecho: como sea tengo que volver de Washington con esa firma plasmada en el papel.

—¿Sabes que sí? Necesito un poco de ayuda, la tuya y la de esos que caminan pisándote la sombra—digo con altivez, señalando a los cinco mononeurales rodeándole—. Como esto no es servicio social, tengo disponibles todas las plazas siguientes al rango de director, quinientos dólares mensuales a quien cumpla su función como debe ser. Y tengan en cuenta que no vamos a llorarle a la administración de la facultad por presupuesto, Tiedemann Armory se hará cargo de todos los gastos en cuanto a debates, congresos, cursos o lo que sea que precisen nuestra presencia en el país o en el extranjero—me encojo de hombros, indiferente—, digo, por si a alguien le interesa, me escribe al correo de la universidad. Nos vemos por ahí.

Cuando por fin alcanzo mi auto, del conjunto de idiotas no queda rastro.

Quito el seguro y Francis me abre la puerta, el aroma a frutas tropicales y mi perfume me inunda los pulmones. Pulso el botón de encendido y los cientos de diminutos puntos de luz decorando el techo se encienden, iluminando tenuemente el espacioso interior de este, un Roll Royce Wraith negro de capó y asientos granate, del tono de la sangre coagulada, no un color estrafalario, a mi percepción más vino que rojo, una belleza de dimensiones aún desconocidas.

Con la adrenalina surfeando lo alto de mi cabeza, muevo la vista al hombre de ojos afables y postura atemorizante que espera que ingrese para él ir por su propio carro.

—Francis, dime la verdad, ¿me vi ridícula, no es cierto?—le susurro, rogando porque nadie más que él me escuche.

Francis niega confiado.

—No señorita, los dejó como renacuajos muertos.

Mi boca permanece abierta mientras trato de comprender la extraña analogía.

—¿Cómo…. renacuajos muertos?

Él afirma confiado.

—Pasmados.

Jesús…

—Ah, pasmados porque no crecerán más, ya entiendo—articulo una risa incómoda, entrando al vehículo—. Vamos por Lulú a la universidad y luego vamos a la clínica ginecológica, ya conoces la ruta.

—Así es.

Le sonrío en agradecimiento cuando no permite que estire el brazo, él empuja suavemente la puerta, encerrándome con la tranquilidad y el arrullo de la soledad.



Recibo el aliento de la calefacción como aire fresco, el día se ha entristecido, el cielo parcialmente soleado de los días de primavera se ha encapotado con nubes que no han parado de llorar nieve desde hace horas. Un clima atípico en un día inusual.

Giro el volante y espero paciente el paso del siguiente vehículo, ojeando con interés a la callada Lulú en su estado pacífico, dócil, releyendo el folleto clínico que Maritza le entregó minutos atrás, después de que pidiese rotundamente como método anticonceptivo la esterilización y la doctora, a cambio, le ofreció antes de someterse a esa decisión radical, un congelamiento de óvulos.

El tema pasa sobre mi entendimiento, sabía que Lulú nunca tuvo el deseo de ser madre, no me sorprendió en lo absoluto el requerimiento, me lo esperaba, pero tampoco prevenía que aceptase someterse al tratamiento y designar la reserva a Hunter, por si acaso en un futuro, decide ser padre, no tuviese que buscar lejos una donante.

Una situación tan atípica como el día.

Ingreso a la columna de autos atenta a cualquier acercamiento demás, comienzo a arrepentirme de llevar a Washington esta maquinaría compleja, pero me prometí aprenderlo y concretando la última prueba del semestre, espero, me ofrecí de chofer y acompañante de Lulú hasta las entradas cinco de la tarde, horario en el que Eros termina su examen del día.

No perdería tiempo yendo a casa a buscar las mochilas con ropa y demás, esta mañana hice que las subiera al maletero donde quiso meter a Acordeón que espera a nuestro regreso en casa con Hera, Jäger y lejos de las manos pequeñas y curiosas de los niños.

Sobre todo de Eroda, que pensó que mi animalito era un juguete anti estrés.

Tardo en encontrar el botón de encendido de las luces de cambio, anochecerá pronto, me lo advierte el deslave de colores, todo parece desenvolverse en sepia.

—Lulú, tus gritos me aturden—la broma sale en medio de una risa leve—. ¿Qué pasa? ¿Son los nervios? La doctora ha dicho que no duele nada, no te preocupes por eso, verás que todo saldrá bien.

Ella aplasta el papel encima de sus muslos. Se relame los labios, ojeando el techo con aire reflexivo.

—Es que, ¿crees que Hunter lo acepte?—la consternación tilda en su baja voz—. Digo, ¿no será raro que su hijo tenga mis genes? A mí no me importa, ¿pero tú qué piensas?

En términos biológicos puede que resulte complejo, un  hijo es un enlace para toda la vida, no es un juguete que puedes devolver cuando te aburras de el. Pese a que esa clase de unión existirá entre los dos, la considera tan sólida como la que comparten ahora.

Lulú no quiere criar un hijo, Hunter sí. Lulú tiene la posibilidad de dar vida, a Hunter le falta un ingrediente más. Me parece un pacto por encima de las leyes terrenales y universales del amor.

—Yo pienso que es el regalo más preciado que podrías darle—aprovecho la luz en rojo para mirarla de manera significativa—. Lo imagino y el corazón está que explota de la emoción.

Sus ojos se llenan de emoción rebasando niveles racionales. Remueve el folleto entre los dedos, su pierna rebotando con ansiosa rapidez.

—Pero tienes que firmar tú como copropietaria de ese frasco, aún no le quiero decir, se lo diré en nuestros cumpleaños—no es un pedido, es una exigencia, una obligación a participar en su nueva encrucijada—. Aparte, quiero darle tiempo a que Kamal se largue de su vida, ¡no quiero que tenga mis óvulos en su poder!

Todo mi sistema nervioso se descompone al oír esa fatídica posibilidad.

—No había pensado en eso, ¡puaj! Tienes razón, es mejor esperar—le concedo, al verla mucho más relajada, tiro la siguiente pregunta—. Hablando de otros temas serios, ¿piensas volver a esa casa?

La piel se me eriza del repelús que me da recordar la noche del viernes, las fachas descuidadas de Silvia, la ridícula altanería y soberbia de Henry, ‘la justicia no está de mi lado, yo soy la justicia’ por favor, me costó no echarme a reír en su cara, el azote de las náuseas me obligaban a mantener la boca cerrada.

La zona costera de la ciudad es un terror cuando el sol se oculta, el mar a oscuras debe ser de las vistas más tenebrosas que alguna vez vislumbre en vida.

Lulú resopla y comprendo que toqué fibra sensible.

—Iré con Caleb, no molestes—espeta y mi mandíbula cuelga como hamaca al viento recio de la impresión.

—Oye, solo pregunto—me defiendo al salir del impacto y ella me da una mirada de disculpa—. Y ya que estás enojada, preguntaré también si ya tomaste una decisión.

Se remueve, fastidiada, la atmósfera se torna igual de gris que las calles en cuestión de segundos, pero no me importa tanto, Lulú nunca se quejó del silencio de Hera porque comparte la misma manía de encerrarse en sí misma, siempre ha sido de esa manera.

—No, aún no—contesta, olvidando el agravio de mi intrusión—. No quiero pasar procesos legales, Sol, recordar es revivirlo, no quiero sentarme frente a una persona con cara de aburrimiento a relatarle como… lo que me hacía, para esas personas es un caso más, para mí mi vida entera
.
Sucumbo al arrepentimiento que me atropella al escuchar el quiebre de su voz. Paso saliva, mi garganta sensible al proceso del llanto. Dios, es lo único que hago, llorar, llorar y llorar.

—Está bien, perdóname, no quiero que te sientas presionada, solo quiero lo mejor para ti.

Remito mi concentración al volante, a veces cuando divago olvido que estoy manejando.

De soslayo le veo hundir las manos entrelazadas en medio de los muslos, deteniendo la urgencia de tronarse los dedos. Reconozco el delito ansioso, porque es el mismo que replico.

—Pero por otro lado pienso que si lo conseguimos meter a prisión, no podrá hacerle daño a nadie más.

Mi corazón se compunge por la manifestación de su disyuntiva a través del dolor que denota su inflexión.

El frío peso de la pesadumbre me acaricia el pecho y se funde en mis huesos. Lo siento, siento lo que dice, lo comprendo tan claro que me tengo que obligar a respirar hondo, atenta a la vía, tratando de dar con las palabras indicadas porque sé que no puedo hacer mucho más que escuchar.

Me siento impotente, inútil. Le miro un segundo, un instante y la aflicción en ella es tan evidente que me asfixia, pues la siento como si fuese parte de mí.

—¿Recuerdas lo que dijo Hera?

Ella asiente débilmente.

—El egoísmo es más válido que la lástima—susurra y su voz se quiebra con un temblor—. Pero no es lástima, Sol, es tener corazón.

Me rasco el costado de la cabeza, sin tener respuesta concreta para ayudarle aclarar el panorama. Me sumerjo en aguas densas sin saber nadar a contracorriente.

—Ve por ti primero, ¿bien? Lo demás lo resolveremos después.

La reserva de su respuesta cede espacio al ruido del ajetreo citadino. Lulú sigue el vaivén del parabrisas barriendo la lluvia del vidrio, absorta en ella, en el fluir de su mente, la indecisión presente en su cariz.

En la luz roja le envío un mensaje a Andrea, avisándole que llegaré unos minutos tarde, de los suburbios de Brooklyn a Manhattan el tráfico se vuelve un contratiempo.

—Sol—Lulú farfulla mi nombre con pena—. ¿Tú crees el amor es el inicio o el fin?

La pregunta me deja perpleja, en suspenso.

Estudié el amor desde distintos puntos, ángulos y recovecos. Lo medí en orgullo, en paciencia, lujuria y soberbia. Lo saboreé en el dolor de la pérdida, lo negué en la decepción; y de meditar cada rama, tallo y raíz, resolví que el amor no es algo, el amor abarca un todo.

Levantarse a enfrentar el día cuando no me provoca hacer nada más que pudrirme en la cama, es iniciativa. Prepararme desayuno aunque el estómago permanezca cerrado, es esfuerzo. Asearme y darme tiempo a sentirme bonita admirando mi reflejo, es paciencia. Decirme que todo irá bien cuando las paredes se acercan con malvado sigilo, es apoyo. Perdonarme cuando me insulto por cosas que no puedo cambiar, es comprensión. Permitirme amar en el perdón, es voluntad.

Todo en unión, es el amor.

El amor no existe por sí solo, nace en la conjugación de una cadena factores que por sí solos conllevan y ameritan un desarrollo. Eso es el amor, a mí, a mi familia, a mis amigos, a mi gato, a mi Eros.

Pero como ya he ahondado lo suficiente, a Lulú le contesto:

—Los dos, puede ser los dos. Puede ser el inicio de un bonito cuento de amor o el fin de una historia de terror. El amor puede mirarse como una bienvenida…

—Y como un adiós—completa la oración a su modo y yo callo, porque es exacto lo que pensaba.

Dejar ir también es cuestión del amor.

Atisbo el mall a cuatro cuadras adelante. Hoy me faltan minutos en el reloj para bajarme a saludar a los chicos del local.

Lulú levanta el folleto, vuelve a comenzar la lectura desde su inicio.

No preguntes, no preguntes…

—¿Pasa algo con Helsen?

Me muerdo la lengua como castigo.
Ella suspira, su mirada perdida en el sendero de agua que marca el desliz de las gotas en la ventana.

—Pasa todo lo que sabía vendría, solo que no me esperaba que el choque fuese tan fuerte y se sintiera permanente.

Esta vez logro domar mi urgencia de cuestionar. Ser prudente, también es amor.

—¿Quieres hablar de eso?

Ella niega, riendo, como si la idea de conversarlo le resultase una tontería.

—La verdad no.

Por primera vez, no tengo más que añadir.

—Eso te lo respeto—repongo, compartiendo una risa con ella—. Hoy te lo respeto.

Lulú desciende del auto, se despide de mí y de Francis, agitando el folleto por lo alto.

Espero a perder su silueta en la multitud, cuando no queda rastro de ella, retorno a la vía, rezando por no encontrarme con la señora Winter, me descontará la mitad del día.


Eros

Contemplo desde mi sitio contiguo al ventanal los trozos minúsculos de hielo golpear el cristal. Parece que a la naturaleza se le ha pasado la última nevada y lo ha calado a las fuerzas en un día de primavera.

Reprimo un bostezo verificando la hora en el reloj y la ansiedad me surca y aturde los sentidos frente al sombrío pensamiento del pavimento inmundo de hielo y a Sol estrenando un auto nuevo.

Conduce decentemente pero no es perfecta, eso lo sé, porque yo no le enseñé. 

La aguja del reloj marca las cinco de la tarde no me quedo a esperar que la masa de gente forme un embudo en la puerta, recojo el bolígrafo y me dirijo con premura al escritorio del profesor de química aplicada, un viejo al que tiemblan los huesos y despide un olor a cementerio que me susurra un trémulo gracias cuando apoyo la prueba, rellena de mi letra, en la superficie de madera.

No me toma nada salir disparado del aula directo al punto de encuentro con Sol, la urgencia que jamás falla en presentarse cada vez que se acerca el momento de tenerle cerca me colma el cuerpo entero, y pronto la urgencia, se convierte en desespero.

A mitad de recorrido a la salida de las instalaciones presiento una cercanía inusual a mi espalda, el celular vibrando en el bolsillo del pantalón me distrae unos segundos de más de comprobar quien es.

Recibo la llamada enseguida leo el nombre en la pantalla.

—Voy en camino, te llevo batido de fresa con leche de almendras, ¿quieres algo más, aparte de mí?

La voz tildada con confianza y pedantería de Sol vacía un fervor energizante en mí pecho y ubica con toda intención una sonrisa en mi cara. Nunca terminaría de adaptarme a la gama de emociones abrumadoras que surgen cuando vuelvo a tener su contacto, así solo hayan transcurrido unos ridículos cinco minutos lejos.

El exterior del collage principal me recibe con viento fresco, la presencia pisando mi sombra se vuelve notoria y enervante, decido frenar en seco y una vocecita maldice detrás de mí al estrellarse contra mi espalda.

—Que me chupes la v…—callo al dar media vuelta y encontrar a la misma muchacha impertinente de meses atrás con los ojos a punto de saltarle de las cuencas—. ¿Se te ofrece algo?
Abre la boca intentando contestar, pero la impresión le sobrepasa.

—¿Con quién hablas?—cuestiona Sol con tono sospechoso.

Le miro enarcando una ceja instándole a decir algo, tratando de descifrar que carajos le ocurre, pero me observa entre perpleja y nerviosa.

—No conozco su nombre.

—Pues pregúntaselo—insiste apremiante.

—Mi novia pregunta cómo te llamas y yo que qué carajos quieres—demando, autoritario.

La desconocida balbucea incoherencias, se detiene para aspirar el frío de la tarde, escapando de la conmoción.

—Me llamo Charlotte y quiero saber si puedo acompañarte a la salida—contesta con paciencia.

Le miro ceñudo, divisando su rostro llenarse de pena. Aparto el celular de la oreja y presiono el altavoz.

—¿Escuchaste?

Sonidos de interferencia se oyen a través de la línea. Me pregunto si carga el jodido celular en la mano mientras conduce.

—Sí, pregúntale que quiere contigo, si una amistad de compañerismo o andar de víbora—proclama Sol, riendo a media frase—. Dile también que de su respuesta depende si le llevo un batido o una jalada de cabello.

El rostro de la muchacha se descompone del susto, a punto de echarse a llorar.

—No te preocupes, te está escuchando.

Hubo un breve silencio.

—Ah, hola—la indiferencia explícita en ese simulacro de saludo.

Le dedico una mirada severa, exigiendo que le dé una respuesta, ella ojea a los lados, avergonzada.

—Yo quiero llegar a la estación del subway sin que mi ex novio se acerque—explica, palabra tropezando tras palabra—. Nunca lo hace si me ve acompañada pero no tengo amigos y tú miras a la gente como si oliesen a porquería, no saludas a nadie y nunca te quedas un segundo de más. Me das miedo y espero que a él también, ese día en el debate huía de él, así que funcionó.

¿Es un insulto o agradecimiento?

Ella cae en cuenta de lo que ha salido de su boca, se rasca la nuca pasando el momento engorroso.

—¿Y quién te ha dicho que asaltando espacio personal es la mejor manera de pedir un favor?

Sus ojos se abren desorbitados.

—Perdón, no creí que te darías cuenta.

—Bueno, ya estamos aquí, ¿de qué sabor quieres el batido?—resuelve Sol con resignación.

La muchacha se toca la clavícula dudosa. Tengo que inhalar para calmar mi temperamento, no tengo idea como una persona tan despistada llega con vida a la mayoría de edad.

—Ah, ¿yo? ¿De chocolate?

—¿Me lo estás preguntando?—siseo en un tono más hosco del que pretendía.

—Olvídalo, te llevaré un agua refrescante de morita, los batidos son solo para nosotros—dictamina Sol.

Quito el altavoz y presiono el celular contra la oreja, alejándome unos cuantos pasos de la aparecida.

—Sol.

—Estoy escuchando.

Levanto la vista al cielo gris. Pese a que no hay signo de la insólita y repentina nevada de las horas pasadas, la temperatura ha descendido unos grados más de lo usual estos días. Un mínimo cambio en el ambiente y la rinitis de Sol se vuelve un caso febril.

—Cúbrete la cabeza y maneja con cuidado, es una súplica y una orden—asevero—. Te sigo queriendo completa, no a medias.

Un fuerte y exagerado jadeo de ofensa me traspasa el oído.

—Es decir, no me querrías si me faltara una pierna—el reclamo suena a sentencia mortal—. O un brazo o un seno o la cabeza o…

Inspiro profundo, presionándome con fuerza la sien. Esta mujer puede transformar una declaración de amor en una promesa de muerte.

—No es lo que quise decir.

—Pero lo dijiste—rebate con determinación.

Vuelvo a elevar la vista al firmamento de nubes, clamando por una gota de comprensión y otra de paciencia.

—Te amaría con las mismas ganas incluso si tuviese que reconstruirte pieza por pieza, como un maldito rompecabezas—musito, recalcando cada palabra con sorna—. Busca una excusa real si estás aburrida y te apetece discutir.

Los segundos pasan y la línea se sume en silencio. Puedo imaginarla con tanta claridad, como si la tuviese frente a mí, alejando el celular de ella, tratando de contener las ganas de reír.

—Que decepción—espeta, emulando un pobre tono de molestia—. Para que lo sepas, yo tampoco te querría si te faltara la verga. Adiós.  

Cuelga la llamada y una sonrisa en mi expresión que se desvanece al emprender el camino del prologado sendero que desemboca en el insoportable ajetreo de la vía pública.

La muchacha se apura en seguirme de cerca como un animalito perdido.

—El examen estuvo difícil, ¿verdad?

Sigo el camino con la vista al frente, esquivando a quien tenga a menos de un metro de distancia, tratando de recordar si guardé lo necesario para el fin de semana fuera de casa.

—Para quien no estudió, por supuesto.

Su incomodidad ondula densa en la atmósfera. Lucha tratando de mantener el ritmo de mis pasos.

—¿Es cierto que tu familia financia campañas políticas y es por eso que nunca regulan la compra y venta de armas en este país?

Me detengo de inmediato, mi mirada cayendo en el arrepentimiento asomándose en su semblante.

—Tienes límites, no los rebases—mascullo con rigidez.

Avanzo dejándola unas pocas pisadas atrás. Rápido sale de su trance para ocupar de nueva cuenta mi costado en cuatro zancadas.

—Lo siento, no sé de qué conversar—se disculpa, su voz sin volumen ni fuerza.

Paso de ella y su mueca de vergüenza eterna, volviendo a concentrarme en el camino.

Al pisar la acera visualizo la hilera de vehículos desahogada, como el ingreso al subway. Reviso la hora y reparo en los costados sin nada interesante que resalte a la vista, hasta descender la mirada a la desconocida, de pie cerca de mí, tensa como una vara de hierro mirando a la entrada del transporte público.

—¿Sigues aquí?

Ella brinca sobresaltada, la molestia ganando terreno en sus facciones.

—Tu novia me ofreció un agua refrescante, la estoy esperando—contesta con obviedad.

La próxima vez que oiga a Sol quejarse de su poca habilidad para hacer amigos, con gusto le recordaré esta tarde. No necesita más que ir por la vida ofreciendo aguas frescas y batidos.

De repente, la mochila de la muchacha presiona mi brazo.

—Ahí está, ahí está, me vio—susurra agitada y terriblemente asustada.

Sigo la dirección de su mirada, un tipejo de ropa medianamente decente con pintas de ducharse una vez el mes y sufrir alguna enfermedad degenerativa, desborda cualquier clase de emoción degradante en la muchacha que trata de ocultarse bajo el abrigo inmenso que viste.

Veo la duda del tipo en sus pies, adelanta dos pasos y retrocede uno, salteando la vista lúgubre de la desconocida a mí. La muchacha para de respirar, no le quita los ojos de encima, ni siquiera cuando enarco una ceja a manera de pregunta y el sujeto escupe y se marcha al interior de las instalaciones, pisando fuerte y farfullando para él mismo.

Esta ciudad está plagada de locos.
Y de Sol no hay rastro, mis nervios comienzan a reverberar cruelmente.

—¿Ya ves? Se fue, es un cobarde—gruñe colérica la muchacha—. Y tú que eres como un muro repele gente.

Le dedico una corta mirada de advertencia, ella retuerce los labios como si no hubiese dicho nada. No conforme con molestarme la tarde y usarme sin consultarlo, me insulta con total libertad.

—No se te ha ocurrido, no sé, ¿denunciarlo?

Ella rueda los ojos con hastío, alejándose un paso.

—Ya lo intenté y me devolvieron a casa. Dicen que los mensajes donde me llama puta y amenaza con golpearme no son pruebas suficientes—sus ojos oscuros se tiñeron de pesadumbre. Afianza el agarre en las tiras de la mochila y se encoge de hombros con desdicha—. Bienvenido al mundo real, supongo.

El chillido de las llantas raspando el pavimento aviva el tedioso ambiente. Mis pies me acercan a la puerta del copiloto en automático, me detengo a un paso, advirtiendo el vidrio descender. 

—¡Hola, Charlotte! Me llamo Sol, toma tu agua—exclama sonriente, reclinándose sobre el asiento. Ni siquiera me mira cuando recibo el envase y se lo extiendo a la muchacha de temple congelado de impresión—. Me gusta tu abrigo, ese tono de verde te queda muy bien.

Tuerzo el gesto, embarullado por ese inusitado derroche de amabilidad. Algo no encaja, la interacción no se solidifica, queda floja. Sol jamás rebosa tanta alegría saliendo de trabajar.

Reparo en los ojos suspicaces de mi novia, lo trata de encubrir  con un manto de simpatía y le funciona de maravilla, pero no conmigo, yo sí tengo la capacidad entrever en el recelo implícito de su mirada las conjeturas formándose en su cabeza.

—Gracias, a mi tu cabello—responde tímida la muchacha.

Sol endereza la postura, de su boca brota una carcajada.

—Esperaba que me dijeras ‘a mí tu novio’—repone con mofa, vuelve a cernirse encima del asiento para tenderme una caja marrón—. Pasaste la prueba, te ganaste unas galletas de avena.

Entrego el paquete y abro la puerta del carro, terminando con la charla. Pueden salir a tomar el té si les da gana, pero no hoy.

—Gracias, que amable, muy distinta a…—se interrumpe carraspeando cuando le miro una última vez. Abraza el paquete y levanta una mano, indecisa—. Bueno, que les vaya bien, ¡adiós!

Finalmente ocupo el puesto y cierro la puerta, soltando el aire que no sabía retenía y dispersando la tensión al tomar un largo respiro impregnado del delicioso aroma a frutos de Sol.

—¿Cómo te fue en la prueba?—inquiere enseguida, mirándome con esos ojos grandes repletos de duda.

Antes de responderle, me impulso hacia su boca y aplasto un beso en la comisura de sus labios, reprimiendo las ganas de morderle y cobrar en besos la falta que me hizo estas horas.

Su mirada resplandece intensamente cuando tomo el batido de fresa.

—Pudo estar mejor, ¿el tuyo?

No lo hesita en lo absoluto.

—Estoy satisfecha.

Ella no menciona nada más, pone en marcha la carrocería al verme el pecho cruzado por la banda de seguridad, suspira y se dedica al trayecto, consumiendo de vez en cuando unos sorbos de la malteada o llevándose a la boca una galleta.

Tamborilea los dedos en el volante, tarareando una melodía que no guardo en mis registros. Me tomo el tiempo necesario, sin prisa, de estudiar cada prenda adornando su figura.

Presiona los pedales con sus habituales botas negras, regalándole una apariencia casual al traje de blazer y falda rosa sujeto a sus curvas, las que mis manos ansiosas moldean y presionan con fervor, visiblemente más pronunciadas. Una sonrisa me ataca el semblante al encontrar uno que otro vello en la larga senda de sus piernas desnudas, permanecen en el mismo sitio desde años atrás, ella no se ha fijado en ese detalle, pero a mi tacto indecente no se escapa.

El día que me permita recorrer su piel y mis dedos no se tropiecen con ellos, entorpecerá con mi rutina de reconcomiendo.

—Dime la verdad, ¿te estaba coqueteando, no es cierto?

La interrogante suspende mi diligencia en su deslumbrante e hipnótica silueta. Abrumado por la sarta de recuerdos corrompiendo la inocencia del momento, engarzo la mirada en la sensatez de su rostro.

—¿Por qué? ¿Qué harás al respecto?—pronuncio con aires retóricos y estrecho los ojos, diluyendo la risa cosquillando en mi garganta.

Eso es todo lo que quería escuchar. Está celosa.

Trato de aplacar la emoción borboteando bajo mi piel, recordando que en caso de invertir los lugares, no actuaría para nada con esa calma que predica.

Ella no se inmuta, se encoge de hombros resuelta y sonriendo brillantemente, desapegada del sentimiento. Me convierte en su centro de atención un breve instante, muy poco para admirar la arrogancia tildando su mirada, pero lo suficiente para sentir un tenue calor arroparme el pecho.

—Reírme de ella porque tú tienes ojos solo para mí y de ti, porque ni aunque lo intentes puedes dejar de pensar en mí.

Quizá es el tono altivo que usó o el gesto de arrogancia de sus labios, pero me tengo que recordar que maniobra el auto para aplacar el impulso de abalanzarme sobre ella a devorarle la boca.

Ella, risueña como pocas veces, continúa manejando, regocijándose a lo grande porque sabe, lo certifica y siente, que tiene razón.

No puedo evitar sentirme vulnerable, desnudo en un sentido íntimo. La maldigo a ella, a mí y a la jodida voluntad que ejerce sobre mi sin siquiera adjudicar un poco de esfuerzo en ello. Confusa por mi silencio, extiende una mano a mi rostro y me cosquillea la barba con las uñas, nunca deja de sonreír, no se ha dado cuenta que me mima como lo hace con el maldito gato aquel.

Salgo del trance de sus caricias, admirando con deseo la piel desnuda de sus muslos gruesos. La polla se me endurece y empuja la pretina del pantalón al evocar las veces que me han rodeado el cuello y presionado contra mis caderas. Debía ser racional, no es diestra detrás del volante y su capacidad de distracción es alta, pero su cercanía, el aroma de su perfume y la exuberante arrogancia que desprende barre con el buen juicio.

—¿Qué tienes puesto debajo de esa falda?

Mi piel clara contrasta con la suya, abarco su muslo terso y caliente, adentrando la mano al punto de encuentro en medio de sus piernas, tocando la delicada piel de su sexo con la punta de mis dedos, haciéndola respingar y presionar los muslos juntos por instinto.

Mis sentidos se distorsionan. No lleva nada.

—¡Eh! No me toques, tienes las manos heladas—chilla, pegándome una palmada en la muñeca.

Gruño con frustración y retiro el brazo de mala gana. Bien podría darme de su calor, pero prefiere ser una egoísta y reservarlo para ella.

—Ponte algo decente, no vas a caminar por ahí luciéndole el coño al piso—espeto y ella bufa, por supuesto, contradiciendo mi mandato.

—No, ¿y sabes qué? No lo haré nunca más, ya me acostumbré al aire fresco—concreta y con el pulgar apunta a los asientos traseros—. ¿Podrías echarle una revisada al documento? Fíjate si los datos que Catherine envió son los correctos, los tengo en el correo en el celular—resopla angustiada—. Dios, me orinaré de los nervios.

Abro la carpeta encima de mi regazo y busco el duplicado del correo en mi email personal. Echo un vistazo a los primeros sin abrir, relacionados a la demanda contra el tabloide y el hospital. Ni siquiera los abro, los paso de largo, no tengo cabeza para tratar con esa mierda en este momento.

Me detengo en el que busco, ojeando a Sol mordisqueando una galleta en lugar de comerse una uña. Hace unos días reanudó las clases, pese a mi constante intervención para conocer el ambiente que la recibió, ella se limita a ondear la mano y manifestar que todo va bien.

No le creo nada, ni un poco. Me ha tocado enfrentar murmullos de pasillo, risas cínicas, miradas de reojo y otras que no alegan disimulo. Imaginar a lo que la han sometido en ese nido de ratas, me enciende el temperamento y pone la sangre como un jodido caldero.

—¿Todo acorde en clases?—pregunto como si nada, corroborándome el número de identificación del viejo decrépito de Lagner.

Ni siquiera me mira, se viste el rostro con la máscara de desdén e impasibilidad que me funde el tórax en acero.

Meh, nada que unas groserías no arreglen—contesta despreocupada.

Inhalo y olvido el celular sobre las hojas, la curiosidad y rabia extendiéndose como fuego por mis venas, no quiero, necesito saber que mierda le han dicho.

—¿Eso qué significa? ¿Te están dando problemas?

Ella niega impetuosa, más que para convencerme a mí, a ella y siento que me ha clavado una patada en el estómago.

—No, nada más es Kamal con sus…—hunde el pie y el frenazo repentino nos pone a bambolear en los asientos—. ¡Ciego de mierda, no ves el cambio de luz!

Sol golpea con el puño el volante, percibo el pálpito raudo de su corazón bajo la mano que voló a su pecho sin percatarme.

Retiro el brazo, sintiendo la sangre abandonar mi cara.  

—¿Qué te parece si me dejas al volante? Estaciona en la siguiente cuadra—pido con calma, soltando el nudo de nervios atravesado en la garganta—. La idea es llegar con vida y volver con ella.

Frena decentemente cuando el semáforo cambia a  rojo. Ladea la cabeza con desdén, contorsionando la expresión en una mueca de ofensa.

—¿No confías en mí?

Suspiro largo y tendido, ella enseguida arquea una filosa ceja, vigilante a mi posible respuesta.

—Con mi vida, pero no mi vida.

La insolencia emana por cada poro de su piel. Hace el amago de refutar, por supuesto, no sería ella. Sin embargo y para mi gran sorpresa, sella los labios con fuerza y afirma una vez.

—Esta vez voy a ceder, por nuestro bien—acepta, su rostro permanece sobrio cuando me señala con un dedo—. No te acostumbres y llevaremos una vida tranquila.

Una cuadra adelante aparca al costado de la acera. Tranquilo hasta los cojones, me hago con el mando del vehículo, al tiempo que ella activa el GPS y decide soltar a detalle la historia de la magnificencia de los gatos en el antiguo Egipto y como, en su teoría, el gato que tiene en casa es descendiente directo del último Faraón.

Casi termina nuestra relación cuando tuve la maravillosa idea de acotar que no podía ser posible, esos extraños ojos bicolores son la prueba de un revoltijo de razas callejeras que en últimas instancias, sería sagrada.

Y casi, cuando la noche nos absorbe y las luces de la capital iluminan el camino, olvido que el mundo no está poblado solo por nosotros dos.

Holi😇

Tres capítulos y entramos en la fase final no puede serrr😲

Qué tal están? Yo harta de la migrañas y la ansiedad.

Alguien ha donado óvulos? Porque yo sí 🤳🏻

Gracias por sus votos y tomarse el tiempo de comentar, me divierto respondiendo la verdad 🤣

Nos leemos,
Mar💙

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