19
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"I could have died right there
Cause he was right besides me"
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Hera
Nunca le temí al invierno, al frío que quema, al viento abofeteándote las mejillas, ni al crujir del hielo cubriendo la laguna congelada bajo tus pies. Era la princesa del hielo, decía mamá, la niña que prefería jugar afuera en la nieve, que bajo el calor del sol del verano.
Llegué a despreciar la brisa fresca, porque me advertía, que eso que construí en el invierno, la primavera me lo quitaría.
Esta noche jugaba a la inversa, la ciudad se halla bajo el mandato del otoño, el ligero otoño norteamericano, pero que mi cuerpo, abrazado por el amor de Hunter, tomaba como si ese hielo que nunca tuvo una fisura bajo mi peso, cedía entero y me hundía en el agua gélida.
Tiemblo de nervios, de ansiedad, de frío, de terror. Una patada en el vientre me avisa que no soy solo yo quien lo percibe, para brindarle un hogar cálido, me abrazo con fuerza, sorbiendo las lágrimas.
—¿Se encuentra bien?—pregunta el hombre de barba abundante y piel morena.
Sus harapos desprenden el olor agrio de la marihuana, pero recibo su voz tildada de preocupación como un reconfortante apretón en las manos.
—Lo estoy—contestó, luego de carraspear y desviar la vista a la carretera detrás.
Siento su mirada perspicaz sobre mí un segundo, aunque trato de mantener mi rostro en blanco, debo fallar, pues no le luce nada convencido cuando le volteo a mirar.
Palpo mis pechos hinchados y percibo el duro relieve del diamante. Cambio las finas compresas en mis pezones resecos por unas limpias, las enrollo y lanzo a la bolsa de basura colgando detrás de su asiento.
Me acuesto boca arriba cuando sube la velocidad y la intensidad catastrófica de mis sentidos me suben la cena al esófago. Me tapo la boca, trabajando la respiración, recordando los pasos, uno por uno, no podría fallar, no podía saltarme uno.
Cierro los ojos imaginando un prado extenso, repleto de pasto y flores que mágicamente sobreviven invictas al frío. Se levantan vivas, con pétalos frondosos y colores nítidos, como puntos de vida dispersos sobre la muerte, ahí estaba yo, tocándoles con cariño, aferrándome a ellos.
Pasamos el ruido del tránsito, las luces de los rascacielos, las sirenas de las patrullas viajando en dirección contraria, cuando alcanzamos el silencio de la noche, mi corazón reducía su ritmo, al descender del cacharro, más de una hora después.
No me despedí, no pude dirigirle ni una mirada porque le rogaría que me lleve de vuelta a casa, hogar tambaleante por causas nuestras pero de conductas ajenas.
Afuera del hotel un grupo de mujeres ofreciendo sus servicios por precios ofensivos, me lanzaban miradas de burla y se reían entre ellas al notar mi vestimenta al pasarles por un costado y caminar a pasos decisivos a la habitación que el sujeto me susurró.
Debo verme como un estropajo, como una especie de cordero asustado que trata de imponerse a los dientes del caníbal, todo un espectáculo sádico.
Miro alrededor lo menos posible, asimilar el lugar de tan poca categoría y de pinta de matadero, no me brindaba ningún alivio.
Toco la puerta y respiro profundo. Tenía que ser rápido, muy rápido, pude con esas veces, podré con esta, la última, la...
Mis pensamientos son cortados de tajo, al conseguir el rostro de Bertha detrás de la puerta.
Un pitido me ensordece, mis sentidos se encienden y agudizan de forma violenta, imposibles de domar, sin poder descifrar mi instinto, hinca sus asquerosas garras en el saco y me arrastra dentro de la inmunda habitación.
Por inercia cierro los ojos cuando me estrella de espalda contra la pared y cierra de golpe la puerta, dejando el mundo vibrando. Me cubro el vientre a lo que puedo, un intento estúpido por proteger, pero desde que me metí en ese carro, había fallado en esa tarea y yo lo sabía.
El miedo me inunda las venas como agujas, me pica, lastiman y orillan a imaginar, otra vez, que sigo siendo la princesa que juega con hielo.
Bertha me examino con petulancia y soberbia, una satisfacción enfermiza presente en cada músculo de su cara agria. Más allá, con la cabeza inclinada hacia atrás, sin signos de vida más que las cortas respiraciones, Jamie observa el techo sin pestañear.
—Bienvenida, muñequita—siseó, tocando mi cabello—. Te estuvimos esperando.
Sol
La fiesta acabó. Valentina tomó el micrófono, calmó y despachó a los invitados sin armar revuelo, al menos no tanto.
En ese momento, representaba a los violinistas que nunca pararon de tocar mientras el titanic se hundía.
A nadie más que a Dalila, la relacionista pública, le importaban los contratos, después de esto perderían millones, gente cortaría relaciones, así se mueve la gente de alto estrato, están para ti cuando ellos lo necesiten, pocos se quedaron ayudar con la búsqueda, apoyando con contactos en las emisoras, los noticieros, el grito desesperado de Hera desaparecida viajó tan rápido a lo largo y ancho de Estados Unidos y Alemania, que me hizo comprender la razón de Ulrich de querer empujarme a las influencias, te pavimentan el camino para que pasees sin baches.
El estado de contingencia se extendió a la residencia, donde los niños permanecían con las cuidadoras, y a casa de mi familia. Mamá me escribía pero poco podía decirle para calmarle si yo estoy en un mismo estado de shock.
La gente se mueve de un sitio a otro, como perdidos en un laberinto. Afuera, el ambiente son cuchicheos perdidos en el sonido de las sirenas, las luces de las patrullas espejea en las ventanas.
—No debí irme de su lado, no debí permitir que se fuera.
Hunter lloraba en silencio, tenías que escucharle hablar o mirarle a la cara para darte cuenta de ello.
—No fue tu culpa, ni siquiera de ella—mi voz es un susurro atado a la incertidumbre—. Solo... no lo sé, no sé nada...
Lulú levanta el rostro de tenerlo en medio de sus rodillas, buscando aire y sosiego que al chocar con su mirada, sé que no ha conseguido.
Intenta hablar, expresar lo que siente, pero sus palabras se atropellan entre ellas y termina volviendo a su posición. Paso la mano a través de su espalda, de arriba abajo lentamente, movimiento que me ayuda a mí a reducir el brutal coque del corazón contra las costillas.
No sé qué ocurre afuera, nos han encerrado aquí como ganado aterrorizado aquí, gente entra y sale, pero nosotros no podemos salir.
Mi mente no para de tramar escenarios terribles, cada uno con un final más tétrico que el otro, como si tratara de superarse así misma, una competencia absurda y maliciosa. Abro y cierro los puños, respiro hondo y despacho el aire concentrándome en el recorrido dentro de mi cuerpo, pero el miedo latente y la incertidumbre, no se despegan de mi pecho lastimado.
Preguntas se apiñan una sobre otra en mi cabeza. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué momento? Todas tenían respuesta, pero no podía concentrarme en una por pensar lo que puede estar ocurriéndole ahora mismo.
¿Tiene frío? ¿Qué tan asustada está? Mucho, pero esa es Hera, irreverente y más que valiente, es irrevocablemente testaruda. Cualquiera que mencione que soy terca, es porque no se ha topado con Hera.
Reviso el espacio extenso que siento reducido, como si las paredes se acercasen más y más, buscando encerrarme sin poder salir ni respirar. Valentina cura las heridas de Meyer con ayuda de Guida, que no se quita el celular de la oreja y habla alterada mientras presiona solución en las heridas del muchacho.
El pobre idiota ha quedado con dos vacíos en las encías, los ojos como negros, el labio abierto y el pómulo casi dislocado por jugar al mejor amigo, al protector de Hera.
Luego de apartarlos, cuestión que por la brutalidad que Eros le propinaba, era tan complejo como separar un átomo en partículas más pequeñas, escupía sangre informando lo que Hera le había pedido al notar la conmoción.
Eros casi vuelve a rematarlo.
El GPS en el collar con la E, propiedad de Hera, marcaba ubicación en casa.
Más doloroso que el no saber, es el no poder hacer. Si salgo estorbaría, corría peligro, añadiría un peso innecesario al tumulto de preocupaciones.
No me quedaba mucho por hacer más que seguir respirando y contar hasta cien, una y otra vez.
Hera
Toda mi vida me enaltecí por ser estricta en todo lo que hacía. En mis comidas, mis clases, vestuario y maquillaje, que todo destile pulcritud, frivolidad y los cálculos exactos que llevaron a esas decisiones. Es propio de mi ser, lo llevo izado como bandera en mis acciones y adherido a mi nombre.
He fallado tan poco, que esas veces, me han marcado para bien y mal.
La primera, cuando me escurrí fuera de la seguridad de mi casa, fui tras Eros y me adentré a lo desconocido que debió quedarse en eso. Debí saber que en el mundo, no todos son buenos o siquiera decentes.
La segunda, no fue un error mío, fue una falla en los cálculos. Debí tomar una segunda precaución si me movía de un anticonceptivo a otro, debí saber que en ese cambio, quedaba expuesta. Debí ser más lista, pero la templanza se derrite frente a una chimenea y en los brazos cálidos del amor.
La tercera, la tengo en frente. Un cuadro deprimente que te revuelve el estómago y diluye hiel en el paladar. Más que sentido de la moda, del buen gusto y lo exquisito, en este instante, me hubiese fascinado tener la capacidad de intuir el peligro del que mi propio ego me cegaba. Debí suponer que nada podía salir al pie de mis letras, debí tomar un plan C que me diera una solución.
Por suerte, sí tuve un plan B, solo tengo que actuar como el héroe de los juegos de Lulú, tengo que derribar el dragón para ir a por la bestia.
Pero un primer puyazo en el vientre, me advierte que de poder moverme con libertad, no podría hacer mucho, pues tengo dos pares de ojos cargados de rencor y afilada crueldad mirándome fijamente, esperando a cualquier movimiento para saltarme encima.
¿Qué podía hacer contra dos? Yo, que apenas alcanzo el metro cincuenta y ocho, que peso cincuenta y ocho kilos y sostengo una carga en el vientre que duele a cada respiro entrecortado que doy.
Debí, debí, debí...
Sus zarpas se incrustan en mi cuero cabelludo, me rasguña con toda pretensión de causarme daño. El dolor se esparce como corrientazos por mi columna, pero me prohíbo soltar un quejido, no le daría el gusto.
Me tumba a la cama, la violencia que emplea me pone a rebotar sobre el colchón y a fruncir la nariz al sentir el segundo pinchazo en mi vientre que me introduce en un pánico visceral.
No, no es momento, no, por favor.
Pestañeo evadiendo las lágrimas más por temor que dolor. El sonido de unos pasos lánguidos me hace buscar el origen en alerta, el frío filtrándose en mis venas como gotas de hielo y veneno al atisbar a Jamie, de ojos rojos, fuera de sí, comiéndome viva con la mirada repleta de los sentimientos más funestos, los sentía, era claro.
Mi piel se eriza y aunque lucho por retomar mi fuerza, todo lo que había planeado por meses, se fue al caño. Un tercer pellizco me cruza la espina dorsal, acorralada en esa mugrienta habitación de motel por dos desquiciados, la recibo como una señal.
Yo puedo, siempre pude y podré.
—Ponte esa ropa, apresúrate—Bertha exige, apuntando al montón de piezas negras y café sobre la cama.
No puedo quitarme el sujetador, no puedo. Subo la mirada a la suya.
—No voy a vestirme de negro, aquí la que está de luto eres tú, no yo.
Primero escucho el golpe, luego siento el ardor recorrerme el rostro. La bofetada me ha dejado los dientes prensados y el labio hinchado, puedo sentirlo.
—¿Te lo pregunté?—escupe, tirándome las prendas.
—¿Qué se supone que harán?—cuestiono—. ¿Sacarme del país en lancha?
—Por tu maldito bien, cierra la boca—gatilla ella—. Jamie, ¡carajo! Te necesito despierto, mierda.
Él se enfoca en mí, ahí verdaderamente temo por mí.
—Confié en ti, en tu palabra, en el amor que sé me tienes, Hera—el reclamo sale grumoso que apenas puedo comprenderle—. ¿No recuerdas lo que hicimos? ¿Lo que nos dijimos? ¿Lo que vivimos? No vale nada para ti, terminaste siendo otra más de ellos, fiel a ellos, tú...
Trastabilla hasta chocar con la esquina de la cama opuesta a mi posición, mis vellos se erizan de anticipación nerviosa. Está fuera de sí.
—Lo recuerdo todo, cada palabra, beso, caricia, pero también lo que hiciste, lo que me quitaste—digo como puedo, mi voz brincando la tranca de nudos en mi garganta—. Yo te amaba, Jamie, eras el amor de mi vida y tú nos hiciste esto, tú y nadie más que tú nos condenó a esta pobre representación de una tragedia romántica que no se dio.
—Muy bonito, pero si no te quitas ese maldito vestido, te lo quitaré yo con piel y cabello—se mete Bertha, pero no me muevo y eso la enfurece—. ¡No tengo tú tiempo, zorra malcriada, hazlo o...!
Evito que se acerque a mí, quitándome el saco que no sabía lo protegida que me hacía sentir, hasta que me sentí desnuda y vulnerable sin él, dejando a la vista mi brasier.
Necesito mantener la cabeza fría y sujeta al cuello, ¿una mente centrada podría con dos lunáticas? No lo sé, pero haría hasta lo último que este en mis manos para confirmarlo.
Ella me dedicó una mirada de disgusto al notar los parches húmedos, las venas y estrías en mis pechos. Si lo palpa, se daría cuenta del celular, así que tumbo con el codo la lámpara y esta cae al piso hecha añicos.
—¿Podrías ser menos estúpida, quieres?—rezonga, yendo a la mesa con desechos de comida que tira a la basura—. ¿Qué tanto se tarda? Estamos retrasados.
Mientras Jamie se palpa las mejillas, despertándose, saco el celular y con la jodida tensión taladrándome los tímpanos, lo arrastro bajo la cama.
Mis dedos vacilan en tomar un pedazo de cristal, podría encajárselo en el cuello, se desangraría y con la ventaja de Jamie vulnerable, podría, podría...
—En quince está aquí.
—¿Qué tanto haces ahí?—gruñe ella, me obliga a ponerle de pie halándome del cabello.
El trozo resbala de mis dedos, subo la otra mano, mostrándole los parches de algodón.
—Necesito cambiarme.
Ella me los arrebata y lanza a la basura, decidida a recoger el pedazo y cortarle la vena en la garganta, trato de agacharme otra vez, pero un sollozo se me escapa al sentir otra punzada más, mucho más dolorosa que las primeras y ahí la serenidad que poseía, se va, se esfuma al huir de los gimoteos que suelto sin poder detener.
No quiero morir sin conocerlo, no quiero morir y dejarlo aquí, solo, no puedo morir, no puedo, tenía que esperar solo un poco más.
El rostro de Bertha se quiebra de ira y mi corazón se arruga temeroso e indefenso, la cólera de sentirme de ese modo tan bajo frente a ella, a ellos, me hace apretar los puños, sabiendo que no puedo hacer mucho más.
—No me interesa lo que necesites—brama entre dientes—. Te doy treinta segundos para que te pongas la maldita ropa, cuento treinta y uno y te saco al engendro con mis propias manos, ¿me escuchaste?
Jamie se echó a la silla, de repente sollozando, con las manos en la cabeza, la desesperación por salir de aquí creciendo en cada parte de mí.
—Me jodiste, Hera, tú y tu familia, mi familia...
Se detiene asestándose golpes a la cabeza que me trancan las vías respiratorias con un bloque de angustia.
—Quince segundos, dieciséis, diecisiete...
La tensión me supera, aspiro con pesadez ensuciándome los pulmones del aire húmedo de moho y atraigo el pantalón deportivo y el abrigo.
—Te lo dije y no me escuchaste, te manipuló, jugó contigo—oigo los reclamos—. Mira como te ha dejado, como un parásito asqueroso, ¡levántate y ayúdame a guardar las cosas! ¡Haz algo! Diez minutos más aquí y te dejo con un cadáver, ¡no estamos para lloriqueos!
Me cubro con el abrigo lo más rápido que puedo, el agudo dolor en mi vientre bajo presionando, escociendo.
Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo...
Bertha lanza a la mitad de la ropa, toallas y bolsas con basura, hala las esquinas sacando las sábanas, me pongo de pie para que no me tumbe y ahí, justo a mis pies, cae un objeto de metal al piso que pone en vilo mis latidos.
Un arma, una pistola. El mundo deja de girar, mi pulso explota a contratiempo y contra todo pensamiento racional y coherente, sigo mi instinto y me agacho respirando por la boca entreabierta al sentir el dolor martirizarme la espalda baja.
La levanto y le apunto, sin saber que hago, pero lo hago y es una risa de mofa lo que me alcanza la audición entumecida.
—No seas imbécil, mira allá—apunta a la mesa, donde el estuche de balas reposa—, ¿qué vas hacer? ¿Disparar balas imaginarias? ¿Golpearme con el cañón?—la burla incisiva me quema los oídos—. Acércate, ven...
Yo no tuve ni un poco del aprendizaje de Helsen, o de Eros, no sé nada de lotes, ni seriales, ni conozco como manejar el papeleo...
—Bertha, regla número uno al descargar un arma—quito el seguro del gatillo y planto los pies en el piso—, extrae la que queda alojada en la recámara.
...pero si en algo sobresalí, es que siempre doy en el blanco.
Eros
El pulso me toma los nudillos, el golpe en la boca y la curva morada alrededor del ojo.
Era como esa noche, exactamente como esa noche. Los huesos de las manos crujían a cada movimiento de las falanges, dedos hinchados, imposibilitando sacarme los anillos, el llanto desgarrador de mamá, los gritos de Ulrich, la calma estratégica de Helsen y la maldita necesidad por crecer sobre el mundo y buscarla desde esa vista, porque en este jodido momento, me siento un inútil del tamaño de una hormiga.
La diferencia entre esa noche y esta, es que en esa, la sostenía y en esta, tengo los brazos vacíos.
En mi mente no existe lógica ni razón en esto, lo tenía todo, cámaras de seguridad, salidas vigiladas, más de una docena de pares de ojos cobrando miles de dólares con un solo trabajo y ninguno con una neurona o un resquicio de inteligencia y perspicacia.
¿Cómo escapa una muchacha menuda con un evidente embarazo? ¿Cómo? ¿Qué planetas se alinearon para que semejante incongruencia ocurra?
La vena del cuello y sien me palpitan, no sé quien carajos se ha tragado todo el aire, pero por más que aspiro, no consigo meterlo a los pulmones.
—Dieron con el serial de la matrícula—informa un detective, inspector, no sé que cargo de mierda desempeña—. Cooper Evans, la orden de búsqueda ya fue recibe en el comando, todos los oficiales están enterados. Pronto daremos con ella.
Pretendía hablar, exigirle una respuesta más clara que un 'lo estamos intentando', pero la voz de Guida llamando a gritos a Ulrich, me sella la boca.
Por poco se va de boca al piso cuando se detiene de golpe frente a él, sosteniendo en alto el celular. Ulrich la mira con los ojos brotados de la angustia, ella respira una vez antes de decir:
—Maxwell tiene las coordenadas de una ubicación en Harlem—respira antes de agregar—. El GPS lo tiene Hera en el brazalete de diamante que le regaló y nunca se lo quita, eso me dijo.
Algo en mi pecho da un vuelco, todos mantienen silencio un milisegundo antes de perder la calma. Ulrich no tarda en quitarle el celular y atender al llamado y mis pies, sin pensar en lo que hago, me llevan directo al auto de Helsen, quien no menciona nada cuando se sube y lo enciende.
Hera
No se suponía que sería así.
¿No debería sentir como un pedazo de mi alma quebrarse y desprenderse? O siquiera, ¿un poco de remordimiento?
Era glorioso, revitalizante incluso placentero, como quitarse el sujetador luego de un día entero con el, como meter el hilo en la aguja más fina, como una costura recta y perfecta, como beberse un vaso de agua luego de horas sediento.
El hilacho de sangre bajando por el hueso de su nariz, sangre espesa, sangre con vida, para mí, eso era. Vida, la vida que me quitó, la vida que apagó.
El hermoso semblante de Bertha lucía mucho mejor con ese agujero entre las cejas, un calco del que dejaron en el rostro de mi abuela.
Ella me advirtió que me vestiría de negro y así fue, cuan irónica es que esta vez, ella misma me volvió a vestir de negro, pero quien carga la bala incrustada en su sucia cabeza, es ella.
Jamie veía el cuerpo de Bertha tirado contra la pared salpicada de manchas rojas y trozos de porquería, inerte, como un títere olvidado, como si tratara de entender lo que ocurrió.
Retrae sus pasos, mirándose solo y perturbado por no sé cuanta porquería se ha estado metiendo. Mira a los lados, paranoico, pálido y sudoroso, en su búsqueda de un consuelo, su mirada enfermiza cae en mí.
Corro a la puerta sin soltar el arma, pero me alcanza en dos pasos. Su mano atrapa mi cabello y me tira al piso, encima de los trozos de cristales. Grito de dolor, mi piel arde y al sentir las heridas abrirse más y más al arrastrarme lejos, huyendo con la primera patada que recibo en el vientre y me entume del dolor.
—¡Maldita puta, te acostabas con él, quedaste preñada de él!—brama, pateando mis brazos encarcelando mi vientre—. ¡Me mentías mirándome a los ojos, a los ojos!
Me retuerzo sobre los vidrios, la vista empapada de lágrimas del dolor más duro y letal que he sentido.
Quería gritarle, que parara o lo que me quemaba la garganta por decirle, reclamarle. Quería tomar un cristal y clavárselo en las cuencas, esos horribles pozos verdes que se atrevían a mirarme con amor mientras a mis espaldas, me comía el corazón. Quería regresar el tiempo segundos atrás y doblar la muñeca para abrirle la cabeza a él, quería muchas cosas, pero era pedir deseos al azar.
El verdadero terror vino con el fluir de líquido en mi entrepierna, espeso y caliente. Sangre.
Trato de deslizarme lejos, las punzadas mutaron a puñaladas, los pellizcos a tenazas masticándome los músculos del vientre. Mi cuerpo entero entró en estado de shock, rígido como una vara, sensible al mínimo roce y completamente desvalido ante las puntadas que recibía en las costillas.
Con el último suspiro de resistencia, me hago con un fragmento filoso y abriéndome la piel de los dedos y recibiendo un certero puntapié en la mandíbula, se lo hundo en la pantorrilla, lo saco y lo vuelvo a hundir, rajando la piel en descenso hasta que para el ataque y puedo impulsarme con los pies a la puerta.
Y empujo, un poco más, otro poco más, la viscosidad ensuciando mis manos me inhibe sujetarme de la pared, aunque trato, no alcanzo la manilla. El desespero, la angustia y el asfixiante pánico me derriban. Caigo al suelo sin fuerzas, con el corazón del tamaño de una uva y tan áspero como lija, y pienso... pienso en Eros, en mamá, en papá, en los niños, mis amigos, un hijo que sin conocer, fallé en cuida, pienso en Maxwell, en el odio que me va a tomar.
No puedo verle, la vista colmada de lágrimas no lo permite, pero puedo oír el cartucho entrar y la bala subir.
Este es su límite, yo y si mí, ya no los tiene.
Cierro los ojos y espero la detonación.
Y la oigo, me atraviesas el oído sin piedad, pero quien cae a mis pies, es él.
Un manto me cubre los hombros y pronto me veo quejándome cuando un par de brazos que conozco, me tratan de levantar.
Unos ojos idénticos a los míos me miran desde arriba y la calma que me invade es tan avasallante que me dejo caer.
Si iba a morir, prefería partir en brazos de mi hermano, que a los ojos satisfechos de cualquiera de ellos. Si iba a morir, me iría con la certeza de que me llevo a los dos.
—Hera—me llama Eros—. Estamos aquí, todo estará bien.
Holi😇
Ahora sí, llegamos a la mitad de la historia, lo que queda es un paseo😩
Cuando se va a implantar pruebas falsas o cometer cualquier crimen, usted no ve a los criminales diciéndole a todo el mundo lo que hará, al menos no los que evitan cárcel, porque cuerdos, pos no son.
Que Hera no le diga a nadie es exactamente eso.
Al final, sin pruebas, a quién acusan? A Gasparín?
A mi me sorprende que lleguen muchxs hasta acá y no hayan entendido lo que Hera escondía entre líneas, estoy satisfecha por eso, no mentiré😎
Hera actúa acorde a lo que tiene y como puede y al final, pues si pudo. De una manera horrenda, pero han quedado libres por esa carajita que llamaban enferma y acusaban de estúpida.
Me río de Janeiro😆
Nos leemos,
Mar💙
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