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"Everything is bright now
No more cloudy days, even when
The storm comes, in the eye
We'll stay..."
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            Un día despertaré con el sol quemándome el rostro, daré vueltas en la cama expulsando la pereza y me levantaré bostezando con los brazos en alto con los labios estirados en la sonrisa más cómoda de todos los tiempos, porque no tendré que preocuparme por nada más que prepararme el desayuno.

Algún día.

Hoy lo hace el ruido de pisadas ligeras, ese detalle me hizo abrir los ojos de sopetón, alerta y con los pelos de punta, nunca nadie ha entrado a mi recámara sin preguntar antes. Todo se hallaba a oscuras, en los segundos que me toma adaptarme a la poca luz, reconozco el aroma impregnado en las cobijas, dispersando el hilo de recuerdos de la noche anterior.

La cabeza me pesa cien kilos, pronto noto la capa de sudor cubriendo mi piel como un abrigo, a pesar del ambiente fresco. Me refriego los ojos con flojera y al momento de abrirlos, la figura alta y corpulenta de Eros se dibuja en el centro de la habitación mirando fijo a mi dirección.

 Mi mirada algo empañada conecta con la suya en medio de la negrura, el atisbo de una sonrisa asediándole la boca me hincha el corazón en la mitad de un segundo.

Guten Morgen, Meine Liebe, hast du von mir geträumt oder brauchst du noch eine Stunde Ruhe?

«Buen día, mi amor, ¿soñaste conmigo o necesitas otra hora de descanso?»

Se ha desconfigurado. Es el primer pensamiento, el segundo, que mi fortaleza, de hecho, sí es Eros, mi debilidad, Eros hablando alemán.

Me arrastro y tiro del torso arriba, reclinándome contra el espaldar. Se acerca lentamente a mi posición, quitándose los auriculares inalámbricos. Ahí noto su pantalón deportivo y camisa de hombros y brazos al descubierto, el cabello oscurecido por la humedad y la toalla blanca alrededor de la nuca.

—¿Qué hora es?—repito a mitad de un bostezo.

Debe ser muy temprano, él ha terminado de hacer ejercicio y a mí el sueño no me suelta, a mi cuerpo no le ha llegado la información de que me he despertado y sigue con el pulso y la respiración a compás moroso.

Revisa el reloj en su muñeca, ensanchando la sonrisa.

Viertel vor acht.

«Siete y cuarenta y cinco»

Blanqueo los ojos. Deja de ser excitante cuando necesito la información.

—Eros, ¿qué hora es?

Viertel vor acht—repite, enfatizando cada palabra con un tonillo de mofa.

Ladeo la cabeza, copiando su sonrisa y expresión libertina.

—¿Por qué te muestras tan seguro, si puedo hacerte lo mismo?

Su reacción es inmediata. La habitación se inunda de su risa baja y seca, mi corazón vibra emocionado al sentirme sosegada y bastante complacida de tenerle cerca, sin percibir siquiera un insípido rastro del orgullo despectivo de hace meses.

Toma asiento en el borde de la cama, su mano baja y ensortija los dedos en mi tobillo, sacudiendo la pierna.

—Siete y cuarenta y seis de la mañana—dice, por fin—. ¿Cómo te sientes?

Sabía que era temprano, pero no de madrugada.

Me arrebujo bajo las sábanas, transfiriéndome su calor y aspirando la divina mezcla de su perfume y mi champú.

—Quisiera decir 'con ganas de morir' pero con esta suerte, posiblemente se me cumpla.

Su mirada solemne atrapa mis labios un instante antes de volver a encontrarse con mis ojos.

—Con ese humor del carajo, no sé si la gota de esperma de Ulrich eres tú o yo.

No quiero reírme, pero es exactamente lo que hago.

Existe una tensión entre los dos imposible de ignorar, palpable y  más evidente a cada respiro, no tengo ni la menor duda de que él puede percibirla también, su cuerpo inclinado casualmente al mío, me indica que siente las mismas ganas que yo de lanzarme a sus brazos.

Aún no tengo presente el acuerdo de apartarnos estos días, supongo que anoche fue una excepción a la regla por mi pequeño arranque impulsivo, que me dejó de secuela un cansancio enorme, pero una madrugada que nunca se borrará de mi memoria, ni aunque mi cabeza rodara por el piso.

Estiro los brazos y una pierna, la que su mano no toca, porque no quiero que me suelte.

—Cansada, me duelen las articulaciones, los músculos y tengo la garganta seca.

Apunta con el celular al buró pegado a la cama, ahí, una botella de agua me impide ver la pequeña foto de nosotros posando frente a la cámara de Lulú, la noche año nuevo, en París. Subimos al punto más alto a mirar el festival de luces desplegado en el cielo, mi cabello cubre parte del rostro de Eros y sonreíamos, los dos, genuinos y en ese momento, felices.

Tomo la botella, con el corazón tronando en la garganta.

—Dale dos días, conocerás el verdadero desánimo—advierte, hay cierta molestia en su voz.

—No me arrepiento—suelto, encogiéndome de hombros.

—Sé que no, solo no me gustaría que le tomes el gusto. Te lo dije antes y ahora, no soy un maldito puritano, si lo quieres, pídemelo, pero todo tiene un límite sano—abro la boca para responder pero él continúa—, y no, Sol, no soy tu papá, pero soy tu esposo y me come la cabeza pensar en lo que puede pasarte, ¿te duchas conmigo?

Mi boca se cierra de golpe, casi me corto un tajo de lengua. Me ha lanzado el discurso y con esa pregunta, me ha borrado la respuesta.

Y como no sé qué contestar sin que suene a propuesta sexual y no tengo el cuerpo apto para soportar sus embestidas, las que estoy necesitando, salgo de la cama directo al baño, con las piernas pesadas como bloques, pero un hormigueo ardiente en el rostro.


Eros se retira el jabón y champú bajo el espeso goteo de agua a tres direcciones, mi mirada desvergonzada delinea los límites de su silueta, admirando como se pierde en la baldosa blanca. Las manos me pican y arden por tocarlo, por estrujar la piel de su espalda y marcarla con mis uñas, dejar mi huella en él, como hacía antes.

Gotas calientes se deslizan de mis hombros a la espalda y se pierden más abajo, cosquilleando al alcanzar mi entrepierna. Espero pacientemente que termine para apagar los grifos de los costados y dejar solo el de arriba, los han instalado a su altura, no me quiero mojar el cabello sabiendo que hace pocas horas me lo lavó.

Él no lleva prisa, y yo mucho menos.

La temperatura aquí dentro es idónea, la incomodidad no existe, y el pudor hace tanto nos dejó, que no recuerdo la última vez que tuve la necesidad de cubrirme de su mirada.

Debo parecer una demente obsesionada contemplándole en silencio, abstraída en nada más que sus suaves relieves, las lluvias de pecas adornando su piel pálida, los músculos tan notorios como montañas cada vez que los flexiona. Me recuerda a las esculturas talladas en mármol, cada pedazo cincelado con algo más que talento puro y ardua paciencia.

Las imágenes de ayer me bombardean y calientan, en su momento creí que pedirle un orgasmo era batalla perdida, pero supo complacerme cuando más lo requería, recuerdo sentirme a punto de estallar, la presión era tormentosa, ineludible, habría llorado por pedirle el alivio que no conseguiría con mis manos. Yo quería la suya.

 Eros se da la vuelta, levanto la mirada a su rostro oculto tras la cortina de agua, como si no hubiese invertido los últimos minutos admirándole fijamente.

—Tus vellos parecen pelusas rubias—digo sin pensar—. Los míos podrían apuñalarte cuando empiezan a crecer, como está pasando justo ahora.

No me conocen por ser experta en improvisar temas de conversación. Él ríe y corta la salida de agua.

—Deberías dejarlos crecer más, pasaste la madrugada temblando de frío.

Eso no lo recuerdo, pero no lo pondría en duda porque dormí sin medias y detesto que se me enfríen los pies, después no hay forma de subirme la temperatura, así me eche encima una pila de cobijas.

Se hace a un lado cediéndome el espacio, aprieto las manos en puños, evadiendo estrujarle los brazos como quisiera.

—Pues debiste abrazarme—recrimino en un murmuro.

Su mirada me abre un agujero en la cabeza. Abro el chorro, un ruidito de placer se me escapa al primer encuentro del agua con mi piel, me estremezco y resoplo al sentir los poros floreciendo y la calidez penetrándoles.

Comienzo a recuperar algo de fuerza, la desidia suelta mis extremidades de a poco.

—Te levantaste muy comunicativa—comenta con dejo distraído, puedo oír la sonrisa en su tono.

Me sobresalto al sentirle trazar el hueso de mi columna, llenándome de pequeñas descargas eléctricas.

Me quedo callada. También lo noto, más que eso, somos una perfecta representación de eso, la simpleza de meternos a bañar sin ahogarme con esa horrible la necesidad de exigirle y recriminarle, mientras deseo besarle y tocarle. El mundo detrás de esa puerta espera nuestro regreso para abofetearnos con la cruel realidad, y me aterra salir del domo de calma, pero a la vez, saber que el resto ha quedado apartado, me impulsa a crear valentía y fortaleza, porque con la que nací, toda la perdí.

Giro el cuello, buscando su rostro detrás de las gotas atrapadas en las pestañas.

—Bueno, puede que esté luchando contra mi instinto y le lleve ventaja—musito, captando el tránsito ferviente e indiscreto de su mirada a través de mi extensión mojada.

—Y lo estoy disfrutando, te estoy disfrutando, Sol.

Su voz baja es rasgada por la ronquera, y no sé qué decirle sin que la mía tiemble, así que cierro el grifo y desvío la atención a la fila de cremas, geles y jabones líquidos, mis ojos se abren en desmesura al encontrar el mío.

—Es mi jabón especial de mango y cereza, no lo puedo creer—quito el seguro y presiono la boquilla, el ungüento cae en mi palma y enseguida el aroma se esparce en el aire—. ¿No te provoca comerlo?

Se lo acerco a la boca, él retrocede un paso, mirándome como si fuese un visitante en un manicomio y yo la paciente más antigua.

—¿No?—resopla una risa—. Süß, tu singularidad es adorable.

Chasqueo la lengua, restregándome el abdomen hasta que la espuma aparece.

—Eso no es singular, de hecho, es bastante común, ¿no te pasa que te dan ganas de llevarte algo a la boca que no está hecho con ese fin?

Y apenas termino la pregunta, aludida por su mirada de obscena diversión, la respuesta resuena en mi mente antes de que salga de su boca.

—Sí, a ti—retoma el paso que retrocedió—. Sigues siendo lo más delicioso que he probado.

Naturalmente esa afirmación sería una falacia, pero pierde toda falsedad cuando me tiene en su boca, bajo su férreo dominio y urgentes ganas por devorarme, porque así es como me hace sentir.

Mi vientre se contrae, el calor se aglutina con la tensión, el pálpito en mi pecho endurece su ritmo. Esparzo más jabón por el cuello y los brazos, como si no me sintiese como un horno que empieza a calentarse, pero tengo una excusa válida para tomar la primera oportunidad, ¿hace cuánto no follamos? ¿Una semana? ¿Nueve días? Una eternidad. Comienzo a oxidarme por todo lo que escurro y él no se come. Un desperdicio.

—No lo creo, han pasado taaaantos meses...—tuerzo el gesto, fingiendo indiferencia—, quiero decir, así me siento por ti, pero esa soy yo...

Mi corazón brinca cuando acaba la distancia entre los dos. Un único paso separa mi piel de la suya, la repentina oleada de nervios interrumpe mi respiración y el calor me quema lentamente por dentro.

Estoy demasiado cerca de esa curva que lleva a un callejón con una única salida.

Estira el brazo y baja la manilla. Suelto un suspiro cuando la lluvia choca directo sobre mi cabeza, mojando mi cabello amarrado, despidiendo el jabón de mi piel.

—En algo estoy fallando—suelta mi cabello, terminando con el último resquicio entre los dos—, que no te has dado cuenta, niña tonta, lo que adoro tu boca, con la circunferencia justo para arroparme la polla, tus tetas que parecen alzarse en vanguardia buscando mi boca, la curva de tu espalda que rompe la física cuando tus rodillas y codos se nivelan, tu precioso culo en forma de corazón brincando en mi regazo, el largo de tus piernas anclado a mis caderas y lo que encierran entre ellas, similar al capullo de una...

—Dios, no lo digas...

—...Rosa—culmina, la risa que podría robarme huye garganta abajo y desaparece cuando la oprime, encerrando mi garganta entre sus dedos.

Baja, su mano desciende, indiscreta y libidinosa, tomando pausas breves para amasar mis pechos sensibles y retozar el pulgar alrededor de mis pezones rugosos y erguidos por la estimulación.

Por Dios, que me toque ya...

Todo mi flujo sanguíneo se limita a mi entrepierna, mi corazón cae al vientre y pierde cadencia sana al sentir la boca de Eros succionar la punta de mis tetas con esmero y paciencia, una, la otra y de regreso, mordiendo, lamiendo, adorando.

Me hace retroceder hasta dar con la fría pared, arqueo la espalda aliviando el contraste de temperatura y me gano un gruñido bajo de placer al empujar contra su boca.

Intento mantener la calma, sanar mi mente de esa profusión de imágenes sin más contexto que todas las veces que estuvimos en la misma situación. Desde la primera, esa que me llena el olfato de cigarro cada vez que circula por mi cabeza, la noche que interrumpió mi casi cita con Richi, la noche siguiente, cuando lo encontré en mi habitación reclamando por un postre, en el baño de profesores... una tras otra, hasta llegar a estar, donde habitamos en el limbo de lo que somos y lo que queremos ser.

Me siento más que completa, estoy a rebosar de emociones que fácil cumplen con la escala de lo sano a lo hiriente. Más allá del ígneo deseo, del desproporcionado e indudable amor, es reconocer que con Eros he sentido más de lo que debí, de lo que tuvimos que permitirnos y aún con esa afirmación, saber que no haría nada por cambiarlo.

Mi piel pica de necesidad por cambiar las gotas resbalando por el deleite de sus manos al recorrerme, y quizá yo estaba siendo muy obvia o él sabe leerme como un idioma que domina a nivel nativo, pero sus huellas no demoran en tantear con pericia mi abdomen. Un gemido corto se me escapa al sentir un mordisco en la base de mi seno, al tiempo que su mano interfiere en la piscina de agua y lubricación en mi sexo caliente y ansioso.

Jalo las caderas adelante y curvo la espalda al encuentro de sus dedos, sumiéndome en su boca hasta que mi pecho se desborda de su boca y me creo desmayar cuando sube la mirada, sus ojos resplandecen de placer y le siento sonreír, sin parar de engullir mi seno con seductora dedicación.

Es demasiado, pero yo puedo con mucho más.

—Mierda—gimoteo a ojos sellados, lanzando la cabeza contra la pared cuando tantea con delicadeza casi sublime mis pliegues y curva los dedos, toqueteando mi entrada.

El ardor de mi piel, la suya y el vaho denso del agua caliente empañando el cristal de la ducha y resbalando sobre su espalda, me sofocan, asfixian y reemplazan por perlas de sudor las gotas de agua.

Me tengo que agarrar de la pared con una mano y afianzar de sus bíceps con la otra para recuperar un poco del equilibrio que pierdo a causa del temblor de mis rodillas cuando regresa los dedos y retuerce sin fuerza y presión el clítoris entre ellos, enviando olas y más olas de placer que le empapan los dedos antes de centrarse en estimular encima del capuchón, diligente y preciso, chupando con apetecible desvelo la cima de mis tetas sensitivas.

Sus dedos se encargan de esparcir la humedad, masajeando los pliegues como si dibujase líneas entre ellos. De arriba abajo, constante y determinado, acariciando con soltura y habilidad que me hace estremecer y el vientre vibrar de placer. Todo aquel sinfín de maniobras que no quería dejar de sentir nunca, acompañadas de la atención afrodisiaca en mis senos. Los hala y chupa, bañándolos en saliva, marcándolos con dulces mordidas.

Pronto sube el ritmo, mis caderas se mueven de adelanta atrás sin perderle, jadeo fuerte, boqueando por un soplo de aire. El cosquilleo abrasador se esparce como lava por mis venas, acentuando la deliciosa presión en mi intimidad al tempo que su lengua se enrosca en mi pezón una y otra vez, masturbándome con mayor ímpetu y la misma jodida destreza divina de siempre.

Hunde dos dedos, los saca, vuelve a enterrarlos, a sacarlos, a sumirlos... el orgasmo me tumba la cabeza más abajo, retorciendo los dedos de los pies. Hinco las uñas en su piel, recibiendo con gusto la marea de sensaciones placenteras atravesándome de pies a cabeza.

Me regala unos segundos, libera mis senos de la dulce condena de su boca, transita mi cuello con besos puros y mordiscos, lamiendo la curva de mi barbilla a mi boca hasta invadirme con ella.

Deslizo una mano a su cuello y me aferro a él, besándole con la misma pasión y desenfreno, con el corazón en la boca latiendo presuroso, la cabeza inyectada de anestesia y el amor disuelto en las arterias. Lo beso despachando el sinfín de emociones en el contacto, permitiéndome fluir con él, al mismo ritmo, mientras nuestras bocas danzan acorde al ritmo de las pulsaciones férreas.

 No era el escenario más romántico, tampoco el momento ideal para ello, pero controlar mis sentimientos es tarea titánica, más complicada que ganarse una beca, lo aprendí a las malas, al llanto, a la rabia y a la decepción por ser simplemente yo, de la misma manera que me es sencillo amarla, lo es seguirlo haciendo.

El beso toma sabor a sal, mis lágrimas se mezclan con el sabor a dentífrico y al dulzor de su boca, el pecho me arde y se ensancha violentamente, mis huesos reclaman con dolor el batir eufórico de mi corazón.

Un sollozo se me escapa y se adentra a su boca urgida. La desesperación le invade, apenas puedo recuperar el aliento cuando mi pierna cuelga de su brazo, esa misma mano se adueña de mi cabello, lo enrolla en su mano y hala hacia abajo, exponiendo mi cuello a la codicia de su boca.

Me tenso al sentir su polla abrirse camino entre mis pliegues, todavía sensible del orgasmos, mi espalda de colma de escalofríos, pero no dejo de estirar el pie y afincar los dedos al piso, tomando equilibrio, invitación tácita a que por lo que más quiera, se hunda en mí.

—Toda tú, entera—sisea contra mi cuello, posicionando la punta de la polla en mi entrada—. Y jamás te lo he dicho, esperaba que ocurriese un milagro y te sintieses como lo hago yo, pero hoy también me levanté con ganas de comunicarte que besarte es como un respiro al corazón, aspirar tu aroma un abrazo al alma, cogerte un reinicio a mis nervios dormidos, pero amarte, Sol, debe ser lo más cercano que tengo de gastar una vida completa distinta cada día, porque no me explico en la lógica cómo puedo sentir tanto por alguien, y tener la suerte de no acabar muerto por eso.

Se entierra en mí de una embestida agresiva, clavándose de lleno en mi carne húmeda, delicada y sensible.

La sensación de tenerle es apabullante, mis nervios se crispan y sentidos agudizan.

No se mueve, permite que me adapte y cierre en torno a él, impregnándole de mi calor y lubricación. La arremetida duele unos segundos, le siento abrirse camino lentamente, hasta el encuentro de su pubis y el mío, suspiro entre dientes aliviando la molestia, concentrándome en la conexión flotando entre los dos que me resulta tan patente de nosotros, tan peligrosa como una maldita reacción química que estalla con el dócil vaivén de sus caderas.

Un gemido arrancado por la fuerza severa de una acometida anula el lloriqueo sentimental. Eros se roba la última lágrima lamiendo mi pómulo, mordiendo mi mejilla.

—Me gusta que tú me quites la difícil tarea de encajar en palabras lo que siento por ti—respiro entre palabra—, y me gusta más recordar que tienes corazón.

Mece su cuerpo con soltura y brutalidad, el tacto quema y lastima lo suficiente para afincarlas las uñas en la piel, rogando porque no se detenga. Me llena como si quisiera descargar en mí cualquier sentimiento, benévolo o maligno, y no me preocupo, porque así lo pedí.

—Y que te pertenece enteramente a ti.

Succiona una zona especialmente delicada bajo mi oreja, abarcando mi trasero con la mano libre, empujándose contra su pubis.

El efecto es inmediato. Mis ojos ruedan, escondiendo la mirada. El sonido de nuestros cuerpos encontrándose es una melodía erótica, dejo de moverme, recibo con gusto su polla en el ángulo y punto justo para cortar mi juicio y lanzarme al vacío.

Culpo los días de tensión acumulados, el estrés y el doloroso sentimiento de añoranza por reducirme a esto, a sentir con la mente, la piel y el corazón.

El segundo orgasmo me alcanza en silencio y se diluye de la misma forma, después de sacudirme de pies a cabeza como un manojo de nervios y piel. La presión física y el desahogo sentimental me cortan el habla, sin poder contener la intensa liberación emocional, otra ronda de lágrimas espesas ruedan por mis mejillas, lágrimas del placentero dolor físico, de complacencia, de amor, de saber que aún parados sobre el piso mojado, pudimos conseguir el equilibrio, en más de un sentido.

Mi corazón se siente en cada confín bajo mi piel. Detrás de las rodillas, la punta de los pies, la coyuntura de mis brazos, mis hombros. Un solo latir desbocado, saturado del despliegue de emociones turbulentas y otras más de efecto contrario. Mi nariz arde del agua que aspiré por tratar de aminorar el llanto, pero quería seguir haciéndolo, coger, llorar, era liberador, como cortar con esas cuerdas que me inhibían sentir, aceptar.

Jamás había experimentado sensación tan dicótoma como esa, llorar, pero de placer y felicidad.

—¿Recuerdas la última vez que te follé?

Su pregunta dispersa un poco la bruma del orgasmo. El pellizco de la ansiedad por tener el agua desperdiciada me hace tantear la pared en busca de la palanca para subirla, por fin, cortando el diluvio.

—¿Sí?—sueno como si hubiese corrido un maratón.

El sale de mí y suelta despacio mi pierna, mis articulaciones crujen y duelen.

—Esa vez fueron cuatro, hoy quiero cinco.

Estoy perdida.

—¿Cinco qué?

—Cinco orgasmos tuyos.

Mi cabeza da vueltas del éxtasis infundado por esa afirmación, porque no cuestiona, él avisa y lo hace con confianza, porque sabe que lo necesito.

Me muerde la boca, el mentón, dispersa besos y lamidas por mi garganta y magrea mis pechos con justa precisión. Pronto se arrodilla frente a mí, mi corazón bombea sangre con frenesí cuando chupa la piel de mi abdomen y procura dejar una marca en la piel delgada del vientre, antes de separar mis muslos, subir mi pie a su hombro y arrastrar la lengua encima de mi sexo.

Actúo a demanda de mi instinto, mi piel permanece erizada, con la espalda mojada por el goteo de mi cabello. Presiono la palma a la pared y encorvo el pie en el suelo estabilizando la postura, para cerrar los ojos y dedicarme a sentir.

No me toma nada correrme otra vez al son de su boca y la danza impúdica de su lengua, y otra más, que recibí con el propósito de sus huellas imprimirse en la piel de mis caderas.

En el quinto, ya cuando mi cuerpo agotado por la intensidad y el desacato a mi integridad de la noche anterior pasa factura, mis piernas tiemblan y se debilitan por el peso que fuerzan sus manos en mis caderas, aunque ya no hay agua que puede hacernos resbalar, me cuesta mantenerme de pie por el cansancio. Me muerdo el labio silenciando los jadeos para oír a plenitud el sonido del choque de su cuerpo contra mi trasero, mientras mis manos luchan por evitar deslizarse en la pared a cada duro embate.

Entra y sale de mí con exagerada facilidad. Mi sensibilidad afinada me permite percibir cada relieve y vena marcada, cada bombeo, cada reflejo. Se cierne sobre mi espalda, me abre y expone con sus manos, hundiéndose hasta que ya no hay piel que no conozca dentro de mí. Desliza sus huellas como explorando por primera vez, como un desconocido que busca aprenderse mis relieves y consigue un tesoro al tocar el punto exacto, el que provoca que me quiera abrir más de piernas para sentirlo más profundo, pero sería humanamente posible. Ya no queda nada que quitar entre los dos.

Una de sus manos sube de mi cadera a la boca, me toma del mentón y mete un dedo.

—Muerde—pide con ronquera. Obedezco, pero él hala hacia afuera—, no, no lo sueltes. Saca el anillo, acomódalo debajo de tu lengua.

Cuesta hacerlo, él reduce el compás de las acometidas, trato de morder el material y no su piel, al lograrlo, me cubre la boca con la mano.

—Cuando te toques bajo las sábanas en mi ausencia, ya sabes con que recordarme.

Me tenso por completo cuando su mano disponible escarba entre mis piernas, acariciando con maestría el bulto en la cumbre de mi sexo hinchado. Todo mi peso recae en la punta de mis pies estirados, mi boca se llena de saliva por no poder tragar y la molestia en la espalda baja aumenta, pero nada es capaz de refrenar el quinto orgasmo.

Mi mente se apaga, caigo laxa de rodillas, un sentimiento de plenitud que me embarga es abrumador, desconcertante. La consunción paulatina de hace horas me fulmina, respiro por necesidad, no porque tenga la intención, pero consigo girar sobre mis rodillas con cada articulación y músculo jodidamente adolorido.

Me tomo de las piernas de Eros e impulso hacia arriba, observando embelesada como se guía él mismo al final. Su boca entreabierta despide el aire a la fuerza, apunta a mi boca sin parar de bombear, levanto la lengua a tiempo para recibir su liberación ahí, donde el anillo reposa.

Contemplar su rostro fruncirse, la manzana de Adán  subir y bajar y sus mejillas teñidas de rojo a través de los abdominales marcados, es la vista más erótica que he podido atestiguar.

Caigo de culo al suelo, abatida. Saco el anillo de mi boca escurriendo hilachos de semen, escupo el resto, bañándome el mentón.

—Estuviste fumando—le acuso, saboreando el cambio en su sabor, idéntico al que tenía cuando asistíamos a Varsity.

Levanta una mano, su pecho moviéndose de adentro hacia afuera.

—Culpable.

Se echa a mi lado, despidiendo el aire de sus pulmones. Extiende las piernas, sin que me lo pida, apoyo la cabeza en su muslo, jugueteando con el anillo del águila bicéfala dorada sobre el fondo negro, percibiendo lo pegajoso que los restos del sexo comienzan a volverse.

No sé exactamente cuánto tiempo pasamos allí, callados, asimilando los últimos días, los minutos pasados, pero se sintió como me gustaría vivir una eternidad, infinitamente satisfecha y en paz.

...

Ocho y cuarenta de la mañana. Batallando contra las ganas de volver a la cama a dormir un rato más y extender el paraíso un par de horas, recupero la energía que Eros drenó hace unos minutos, recargando a espalda en el espejo, rogándole a las bandas adheridas a las ojeras, que hagan en mí, el mismo efecto que en él.

No conocía lo atractivo que se mira aplicándose cremas y sérums, las veces que lo ha hecho he estado ocupando la ducha, y me molesta haberme perdido semejante espectáculo.

Le doy vueltas al anillo en mi dedo, tan delgado a comparación de la joya, que parece que baila el ula-ula. Él tapa la crema que se ha echado en el cuerpo y me ha cubierto también con ella, saca de la gaveta unas tijeras de hoja finísima y un pequeño peine negro de cerdas demasiado unidas, vuelve a enfocarse en su reflejo, ladea el rostro y sus párpados descienden, concentrado en no cortarse un trozo de piel.

Mis venas no expelen la tensión sexual que se supone, tendría que haber desaparecido hace un buen rato. Están plagadas de ellas, en este punto de mi vida, lo creo más fuente inagotable que posible desecho.

Los vellos pronto se acumulan en el lavamanos, Eros corta cuidando cada centímetro con rigurosa paciencia, se toma su tiempo y yo no puedo dejar de pensar que hace minutos, esos mismos vellos que caen al desagüe, me acariciaban los muslos.

—¿Puedo hacerlo yo?

Desconozco de donde me ha nacido esa pregunta, porque no lo había sopesado antes.

No se detiene por mí.

—¿El qué?—devuelve, sacudiendo los vellos pegados en la cara y cuello con la toalla.

—Tú sabes el qué.

—No, no lo sé, dímelo.

A veces olvido lo insoportable que puede ser.

—Podarte la cara—respondo, él aleja la tijera para reírse.

Está bien, no fue el mejor término que pude elegir, pero es exactamente así como se mira.

—No—decreta.

—¿Por qué?

—Estadística no es mi materia predilecta—profiere sin volumen en la voz, volviendo a su trabajo—. Aún así, puedo calcular las probabilidades de ganarme una puñalada en un ojo, y son exageradas.

Es que si lo dice así...

—En ese caso, ¿podría meterlo en formol?—bromeo—. Digo, para conservarlo.

Su mirada se pierde en alguna parte del espejo, como si recordase algo que le causa gracia. Suspira y regresa a su cuestión.

Me aparto del espejo y arrimo al borde del lavamanos. No lo había pensando antes, pero ahora que lo pedí, quiero hacerlo, de verdad lo quiero.

—No va a pasar nada—insisto—, heredé el pulso perfecto de mis papás, además, ¿por qué querría dañar tu cara? Si es mi rostro favorito, después del mío.

Lo piensa la mitad de un segundo.

—No.

¿Cómo puede decirme que no, después de tantísimos ? Es injusto y desalmado.

—Te lo cambio por... el deseo que quieras.

Esas palabras van influidas por algún tipo de magia, porque han hecho que baje los brazos y desvíe la mirada a mi cara.

—¿El qué quiera? ¿Estás segura de lo que dices?—sondea precavido—. Esas propuestas no se dicen a la ligera.

Me encojo de hombros, indiferente.

No me dejo amedrentar por el evidente antagonismo de su mirada, me advierte de algo, es claro, pero Eros debe aprender que a mí sus amenazas no me intimidan, a mi mojan la ropa interior.

—Mucho, mi mamá no parió una cobarde—espeto, con el mentón en alto, cerca de su boca—. Es más, aparte de eso, puedes ayudarme con el corte de cabello que quiero hacerme.

Es mentira, no lo había pensado, pero ya lo he hecho muchas veces antes a solas por ahorrarme el viaje a la peluquería, no tiene porque salir mal.

Eros examina mi semblante, la sonrisa de picardía que su boca se niega a darme, sus ojos me la ofrecen.

—Eso es arriesgar más de lo necesario, Süß.

—¡¿Me vas a dejar o no?!—exclamo, perdiendo el último gramo de paciencia.

Él me mira con los ojos tan abiertos que las pestañas le cubren las cejas.

—Carajo, mujer, no hay manera de decirte que no.

Casi me pongo a bailar de la emoción cuando me extiende la tijera por las asas y el peine. Le pido que retroceda un paso empujándole por el abdomen, me coloco delante de él con las piernas abiertas, invitándole a acomodarse en medio de ellas.

Mi corazón se regocija cuando sus manos navegan bajo la toalla y se ajustan a la piel desnuda de mis caderas, un sentimiento estremecedor florece en mi pecho con las caricias tenues, apenas perceptibles, de sus pulgares.

Rodeo su cintura con mis piernas y lo impulso más hacia mí, mi entrepierna descubierta tocando la piel tibia de su abdomen bajo. Presiono hasta adaptarme al contacto, me agarro de sus hombros y remuevo contra él fingiendo acomodarme, mordiéndome el interior de la boca para no sonreír como una descarada cuando sus ojos acusadores se anclan a mi cara.

—Deja de hacer eso.

—Necesito el mejor ángulo y firmeza, por favor no interfieras—espeto, rastrillando los vellos con el peine—. ¿Qué te pondrás para el cumpleaños de Helsen?

Sus manos me abandonan un instante para acomodar la toalla pequeña sobre mi regazo. Así no acabaría llena de pelo.

—Ropa—replica, agachándose para nivelarse a mi altura.

Ruedo los ojos, afincando el peine en su mejilla y dando el primer corte. Aparto el rostro unos centímetros, comprobando que todo vaya bien desde una perspectiva lejana. Ha quedado perfecto.

—Yo un hermoso vestido color crema, con escote en forma de V, ajustado en la cintura con bonitos pliegues y una abertura que muestra mi pierna y alguno que otro pecado.

En el segundo mi seguridad tambalea, tenía que quedar al mismo nivel que el primero, no quiero que se mire como una hilera de montañas, cada pedazo de diferente altura.

Pero lo consigo, me abstengo de bailar, mis ansias sexuales despertarían y necesito reposar de la última faena primero.

—Solo pido que sea sencillo de quitar, mi paciencia es limitada, no me gustaría rasgarlo.

Bufo, yendo por el tercero.

—No lo harás porque no eres una bestia y tomarás en cuenta que a Hera le tomó semanas diseñarlo y confeccionarlo.

Mmm.

En ese cuarto corte, conforme y supremamente engreída por el perfecto resultado, decidí que nadie más que yo volvería a afeitarle.

Permanezco en silencio, disfrutando su arrolladora cercanía, tomo lo que me ofrece el instante, el fresco aroma de su piel, las gotas de su cabello que caen en mis pómulos, su aliento cosquilleando en mis labios, como si me estuviese llamando a cerrar algún pacto tácito con un beso.

Esa fuerza magnética que tira de mí hacia él me envuelve como un manto de calma. Se siente acogedor, plácido, como entrar a casa luego de un día largo y cansado en el trabajo. Podría acostumbrarme a eso, pero para ser sincera, ese podría sobra en la oración, porque así comienzo a sentirlo.

Inhalo todo el aire que puedo retener, aliviando los intensos picoteos de júbilo en el pecho. Cierro las tijeras una última vez, bajo las manos y me limito a contemplar mi trabajo, mi espectacular trabajo, porque eso es lo que es.

—¿Ya ves?—digo, conectando con sus ojos a través del espejo—. Ni una mínima herida, solo un rostro hermoso y bien cuidado por mí.

Él asiente dándome la razón, encendiendo una llama de emoción en mi pecho. Ya lo sabía, pero su palabra vale.

Él se mueve al segundo lavamanos, se quita los parches y retira los vellos de la cara y cuello con agua. Se seca con otra toalla más, ojeándome como si fuese un enigma milenario complicado de solucionar.

—¿Es mi turno, no?

—Se dice gracias, maleducado—increpo, él resopla con aires de ego desorbitado.

—Yo no te las digo, yo te las doy—vuelve a su sitio entre mis muslos, tomando el peine y la tijera de mis manos—. ¿Qué se supone que tengo que hacer?

—Escúchame atentamente y todo saldrá bien.

Pero no fue así.

Las capas flanqueando mi rostro no eran las que alguna vez me hice, las que quería volver a tener, esas que me rozaban la mandíbula, el largo ideal. Estas cubren un pedazo ridículo bajo las cejas, pudiesen alcanza los pómulos, de no ser porque las puntas rebotan y se curvan hacia arriba cada vez que trato de mantenerlas abajo.

No eran tan largas para cortar un centímetro más, pero sí muy cortas para aventurarme a darles forma, acabaría con un horrible flequillo, la abertura de mi cabello jamás permite que tenga uno decente, porque se parte a la mitad.

Como está pasando ahora.

—Eros—lloriqueo, estirando un mechón—, me dejaste los bigotes de Salvador Dalí en la frente.

—Podemos llamarlo una obra de arte.

Lloro con más fuerza, y la rabia me azota cuando no puedo derramar ni una lágrima. Que frustración.

—¡Te dije que cortaras debajo de los dedos, no arriba!—le acuso, histérica.

Él se mantiene de brazos cruzados impasible.

—Me dijiste abajo, Süß—objeta.

—No es cierto.

—Sí es cierto—persiste—. Te lo he dicho, confundes antes y después, izquierda y derecha y arriba y abajo.

Aprieto las manos en puños, tragándome un chillido de cólera. Tiene razón, no quiero que sea así.

—Pues debiste hacer lo contrario—protesto, sin poder apartar la vista de los bigotes, ¡los míos!

Los ojos me brillan, la cara partida en una mueca de desespero y desencanto ni siquiera expira cuando sus brazos se cruzan delante de mi pecho. Me presiona contra su torso, besando la cima de mi cabeza una y otra vez.

Esto me pasa por no poder aceptar un maldito no, debí dejar de pedir, pero no, no puedo quedarme tranquila si no consigo lo que quiero, siempre de imprudente e insistente. Esto es un castigo, lo tomo como tal.

—Te ves preciosa, solo necesita mantenerse abajo—farfulla, la sinceridad en su voz tampoco me calma—. No se ve mal, carajo, Sol, ¿qué perspectiva tan jodida tienes tú?

La real, la que él, al parecer, no puede ver. Toma mi toalla y me seca los ojos con ella.

—Todos se van a burlar de mí—gimoteo—. Tú papá se va a burlar de mí.

Niega, su barbilla rascando mi cabeza.

—Le sacaré los putos dientes si se le ocurre abrir la boca.

—¡Encontré la puerta abierta! ¡Voy a entrar!—el grito de Hera me enciende todas las alarmas—. ¿Están decentes? Por favor respondan.

Me debato entre cerrarle la puerta o ir corriendo para pedirle ayuda, Eros me suelta al notar mi cambio de ánimos, ese gesto termina por llevarme a la habitación.

Hera viste un bonito vestido amarillo tenue, le brinda a su piel un tono bronceado que le va estupendo, pues intensifica el azul en sus ojos. Ella se queda muda al verme, se queda petrificada con las manos apoyadas en la barriga.

—¿Cómo arreglo esto?—suena a una súplica—. Nos perdimos en la traducción y Eros cortó donde no era.

—Comprendí perfectamente—su voz nos llega desde el baño—, porque yo si sé como diferenciar arriba y abajo.

La dignidad se me va al piso cuando Hera apenas logra contener la risa.

—Lo siento—dice, rascándose el cuello—. Sol, ¿recuerdas que hoy es la sesión de fotos?

Después de más de una hora con la sangre caldeando, con esas palabras se me agolpa a los pies convertida en hielo.

—No.

Ella aletea una mano, revisando con minuciosidad el desastre en mi cabeza.

—Tranquila, ya lo resolveremos, mira el lado bueno, están de moda las ganchetas y yo tengo montones—respira como si le costase un mundo hacerlo—. Venía a preguntar si tienes cerca el vestido para la sesión, el blanco.

—No—me sincero, nada está saliendo como esperé—. Después de desayunar voy por el.

—Bien—me da un último vistazo peculiar antes de dar media vuelta—, aléjate de las tijeras un rato, ¿de acuerdo? Son tus peores enemigas, trátalas como tal y, Sol, el cabello crece, estoy segura que en un par de años te reirás de este momento.

En un par de años, cuando el desastre haya extinguido. No es el mejor consejo, o sí, no lo puedo intuir ahora, con la cabeza atiborrada de preguntas distintas que tendrían la misma respuesta, una solución que no llega.

Hera retrae una risa que disimula con una sonrisa apretada y sale de la habitación, cerrando la puerta tras ella.

Se va, me deja sin solución.

Respiro profundo. Está bien, no es la gran cosa, es solo cabello, encontraré una manera de volver lo feo en algo... decente, yo lo sé. Giro sobre los talones, dando con Eros cerca del closet.

—Necesito una de las panties que me has robado—su boca forma un mohín de descontento—. Y ropa, no tengo nada más que la piel.

—Ese maldito closet es tuyo—espeta—. Sol, una cosa más.

Ese tono incómodo trae suspenso.

—¿Qué?

Se rasca la cabeza, ansioso, sin dejar de brindarme esa mirada que me eriza los vellos, como si temiese mi reacción.

—Kira llegó hace dos días, vivirá aquí por el momento—informa, el peso de la expectativa repentina me cae de golpe en el estómago—. A raíz del ataque a Guida, y la muerte de Maximiliam, Ulrich decidió sacarle del país también, por seguridad.

Me toma por sorpresa, me quedo pendiendo de un hilo, girando como un péndulo sin dirección.

Una parte de mi ebulle, grita y me exige que le pregunte porque, de todos los lugares de la ciudad, tiene que vivir aquí, con él, tan cerca de él, pero la otra parte, esa racional que refrena con mil caballos de fuerza la airada, me recuerda el lugar y con quién vivo hace más de un año, hecho que le jode y como a mí, le hierve la sangre.

¿Cómo podría reclamar algo que yo ejecuto? Puede que sí, Kira no es de mi agrado, su forma de ignorarme y tratarlo a él como un rey me clave espinas en los ojos, pero no puedo hacer nada más que confiar. Como él lo ha hecho conmigo.

—¿Qué quieres que te diga?

Levanta las manos, inseguro.

—Mierda, no lo sé—suelta una risa seca, sin nada de gracia—. Me adelanto a los problemas innecesarios.

¿Por qué? ¿Sabe él que habrá problemas? ¿O ya los hubo y esta es una forma de decirlo?

Me cruzo de brazos, rebotando un pie, aminorando la horrible sensación de los celos.

—Yo no tengo porque preocuparme, Eros— asevero, caminando al clóset—. Considero que eres lo suficientemente listo para respetar un pacto de fidelidad, que así se te lance a los brazos cualquier mujer, tú sabrás marcar el límite. Yo estoy con un hombre, no un niño al que tengo que vigilar, ¿estamos de acuerdo?

Se relame los labios, y afirma decidido, dilatando una sonrisa que de decir lo que piensa, contaría un relato erótico y muy, muy sucio.

Solo dejo de mirarlo cuando me adentro al clóset, dejándole atrás, pero no le toma nada venir tras de mí, cerrar la puerta y atraparme en sus brazos a darme el sexto regalo de la mañana, sumidos en la oscuridad.


—¿Qué carajos te pasó?—Ulrich por poco escupe lo que sea que este bebiendo—. Hay que demandar inmediatamente al que te hizo ese desastre.

Me preparé mentalmente para esto, forjé una armadura antes de bajar a desayunar, y aún así, las ganas de tirarle un trozo de pan a la cara aparecieron.

Conservando el orgullo herido, busco mi asiento junto a Lulú-

—Ulrich, por Dios—Agnes le reprende—. Te ves hermosa, no le hagas caso.

La mentira más bonita que me han dicho.

—Fue Eros—me justifico, mirándole besar las cabezas de los niños que chillan de alegría al verlo.

—Y te callas, que se ve preciosa—brama Eros, sentándose a mi lado.

El desayuno transcurre tranquilo, Ulrich lanza un comentario que solo a sus oídos suena romántico, al resto nos parece tortura, Lulú me dice como podría arreglar el desastre que me cuelga de la frente, Kira ayuda a servir la comida evitando mirarme a toda costa.

Nada fuera de lo común, pero por supuesto, lo bueno dura poco.

Ulrich ha salido por un llamado de uno de los hombres encargados de la seguridad, la energía pesada se prolifera como parásito, las ganas de engullir un pedazo de comida más se van con Ulrich.

El corazón me late insano, aturdiendo mis sentidos. La sangre caliente y espesa se me acumula detrás de las orejas, los dedos se me entumecen, cada segundo, percibiendo con mayor voluntad el mal presagio.

Eros ancla la mano en mi muslo, presiona con fuerza, sólido, reafirmando su presencia. Un nudo arbitrario me ocupa la garganta, aunque no haya razón para el súbito declive emocional, que nadie mencione nada, no me ayuda en lo absoluto, porque sé que ellos también se sienten como yo.

—Debe ser algo respecto a las cámaras, han estado fallado y...

La entrada de vuelta al comedor de Ulrich interrumpe a Agnes.

—Hera, Jamie está afuera y exige verte, está escupiendo mierda, dice que ya has hablado de esto con él—escupe Ulrich, rojo de la cólera—, ¿puedes explicarme esta mierda?

El corazón de habitar en mi garganta, se desploma a mis pies.

Todas las miradas se dirigen a Hera, cuyo semblante rosáceo pierde todo su color. La tensión ha escalado su grado máximo, lo ha sobrepasado, los tímpanos me duelen de la presión que se percibe.

—No puedo explicar lo que no comprendo—se limita a decir, abandonando el plato de comida.

Ulrich se frota la cara, exasperado hasta le médula. Se acerca a ella, empuja el plato lejos y voltea la silla para enfrentarla, acorralándola entre una improvisada prisión, pero ella no se atreve a devolverle la mirada.

—Mírame, hija, detente, ¿sí? Me tienes harto, cansado y decepcionado—masculla Ulrich, con todo aquello contenido en la voz—. Te viste con él en Múnich, en el nacimiento de tus hermanos, en Francia cuatro veces más, ¿me vas a mentir descaradamente ahora?

Ella niega con la cabeza, un gesto exhausto.

—No he conversado con Jamie, pueden revisar mi portátil, celular, buzón, lo que quieran y no encontrarán nada—se defiende—. Me llama de un número desconocido cada cierto tiempo a pedirme la custodia de mi hijo, ya le he dicho que no pasaré por esa vergüenza.

—¿Por qué le darías algo que no le pertenece?—cuestiona Eros.

Hera le mira de inmediato, tensando la mandíbula.

—Que te cause rechazo no elimina su naturaleza, Eros.

—Pero no lo es—rebate él—. En diciembre tenías cuatro meses y dos días de embarazo, es decir, quedaste en estado entre el diecinueve y veinte de agosto, pero Jamie arribó a Francia cinco días después.

—Las fechas son incorrectas.

Ulrich ríe amargamente, ella intenta alejarse de la presencia imponente y atosigante de su padre, echando la silla hacia atrás, pero él la devuelve con el pie.

—Hera, observa la situación, mira en la incertidumbre que vivimos, tengo el terror de contestar el celular y volver a recibir una llamada que me diga que cualquiera de ustedes recibió una descarga de disparos—interviene Agnes, de pie, con Helios en brazos—. Todos estos meses traté de velar por tu bienestar físico y mental, de no ocasionarte estrés con interrogatorios intrusivos, yo más que nadie sabe lo difícil que es crear una vida dentro de ti, pero tú, hija, cargas dos corazones pero pareces muerta en vida.

Aquello parece calarle en el talón de Aquiles, su mirada, aunque este bañada de lágrimas contenidas, carecen de todo brillo.

—Lo estoy, voy a tener un hijo con... mi tío.

—¡No es su hijo, maldita sea, deja de decirlo!—gruñe Eros, poniéndose de pie convertido en nada más que rabia.

—¡No tienes que mirarlo si tanto te repugna!

Lulú busca mi brazo, aunque no nos miremos, porque no podemos quitarle los ojos de encima al resto, podemos sentirnos, palpar nuestro temor a través del contacto.

—Hera, habla con nosotros, ¿qué ocurre?—insiste Ulrich, torturándose el hueso de la nariz.

—Nada, solo me llama a pedirme la custodia. Le he hecho creer que no estoy de acuerdo sus acusaciones—la voz de Hera tiembla—. Para él, yo no creo que él sea el culpable de la muerte de la abuela, pero que no quiero que tenga vínculo legal con el bebé por obvias razones, es todo.

—¿Por qué carajos no lo mencionaste?—Pregunta Eros, su tono áspero y denso me eriza los vellos de la nuca.

—Lo empeoraría todo—le contesta ella, desviando la vista.

—No tenías ni tienes porque siquiera cruzar palabras con él, Hera—masculla Ulrich, estoico.

Ella levanta la vista a la de su padre, finalmente.

—¿Qué se supone que haga? ¿Seguir esperando pruebas que jamás encontrarán?—quita la lágrima que se le ha escapado de un manotón furioso—. De no ser por eso, hace mucho ustedes compartirían morada con la abuela, ¡Solo quiero que deje de pedirme la custodia y se olvide de nosotros!

Ulrich se retira un paso, hastiado y compungido. Se le escapa por los poros el pleito interno, la lucha mural y el querer tranquilizarse.

—Tenemos las grabaciones de Maximiliam confesándole todo a Guida, solo nos falta probar conexión con Jamie—menciona con inflexión calmada, alborotándose la montaña de cabello negro.

—Grabaciones sin valor legal y de ser el caso, ¿qué pruebas respaldan lo que dice?—contradice Hera—. Ni una, no existe ni una sola prueba.

—No tienes que ofrecerte como carne de cordero, hija, no tienes que...

—Yo no estoy haciendo nada, ¿qué pruebas tienen ustedes de que me he visto con él en este país?—replica, altiva—. Tampoco tienen nada, porque no ha pasado.

Ulrich luce como si estuviese a punto de echarse a llorar de la frustración.

—Si Jamie ha venido hasta, es por algo—sondea Agnes con claro tono incisivo.

—Porque es un psicópata—gimotea Hera, buscando a su padre con la mirada bañada en lágrimas—. No me hagas verlo, por favor, por favor, papá, me da asco, mucho asco, no me hagas tener que...

Ulrich inhala sonoramente por la nariz, no escucha nada más, se da la vuelta caminando con decisión al recibidor.

Hera se pone de pie con esfuerzo, va tras él, como su madre lo hace también.

—¿A dónde vas?—le cuestiona.

—Te quedas aquí.

Lulú y yo nos sacudimos la fría impresión de lo que se está desencadenando cuando Eros saca a Eroda de la silla y en un latido desaparece del comedor. Le seguimos y un duro golpe de miedo y nerviosismo me ataca al divisar a Ulrich cargando lo que parece una escopeta. La que estaba colgada de decoración en su despacho, es milenaria, ¿cómo es posible que funcione?

Hera trata de quitársela, pero él se aleja. Hunde el cargador, despliega el seguro y un escalofrío me traspasa el corazón al oír la primera munición encajar en la cámara.

—Hazlo pasar—le dice a Caleb.

Lo próximo que oigo, son los chillidos de los niños. Agnes le pasa a Helios a Lulú, y yo recibo a Eroda, que patalea y llora por volver con su hermano.

—Papá—llora Hera.

Presiono a la niña contra mi pecho para evitar que se me resbale de los brazos y sentir un peso que me brinde estabilidad y calor.

Las piernas me fallan cuando Ulrich sale de casa.

—Ulrich, piensa bien lo que harás—Agnes trata de razonar con él—. ¡Ulrich!

—Llévate a los niños arriba—me pide Eros, las ganas de llorar me queman la garganta y debilitan los brazos.

—¿Qué hará?—pregunto lo obvio, él niega, su mirada llena de precaución—. Eros.

—Sol, haz lo que te pido una vez en la vida, por favor—gruñe, antes de poder decirle otra cosa, sale de la seguridad de la residencia también.

Los quejidos se distancian, los niños lloran, gritan, se retuercen para escapar, el peso de Eroda me tumba los brazos, temiendo hacerle daño, la reacomodo a mi cintura, pasando mi propio llanto con un respiro.

Nada se oye por unos segundos eternos, la horrible y angustiosa sensación de haber vivido esto me apuñala los sentidos, se descomponen, pierden sintonía. El tiempo se detiene, el viento desaparece, no recibo viento en el rostro, la carencia de aire me enciende en llamas los pulmones, al caer la primera lágrima, el primer disparo rompe el reloj natural y todo se desarrolla demasiado rápido para mi entendimiento.

Adelanto un pie vacilante y temerosa, el peso de Eroda me obliga a quedarme donde estoy, mi corazón y cada sentido me pide que salga, pero Lulú me toma del brazo y me empuja con ella a las escaleras.

No puedo moverme, me debato entre dejarle a la niña y salir, pero sabiendo que no podría con los dos, ahogo un sollozo y abrazando al pequeño cuerpo tibio, toco el primer escalón, dejando mi corazón en la planta de abajo, con el ruido del segundo disparo.

Lulú entra a su habitación, empuja la puerta del clóset, enciende la luz y me pide que entre, cierra la puerta y se echa al piso tratando de calmar a Helios. Un tercer disparo me pone a temblar de pies a cabeza, me voy al piso con Lulú, soltando a Eroda que grita y manotea, sigo mi instinto y le tomo de las manos y se las beso, como hizo Eros esa noche de diciembre.

Lo hago hasta que deja de chillar, solo llora desconsoladamente, mostrando sus dientecitos.

—Sol, tengo miedo.

Lulú cubre a Helios con un abrigo y lo mantiene pegado a su pecho, como si tuviese miedo de que vinieran a arrebatárselo. Yo también, quiero responderle.

—No va a pasar nada, ya verás, esto está plagado de seguridad—digo, repitiéndolo en mi mente mí en bucle.

Pasan los minutos, no se oye nada más, ni disparos, ni gritos, estoy segura que escucharíamos una pluma caer. Eroda permite que la siente en mi regazo, la niña percibe que algo no anda bien, sufre espasmos del llanto desaparecido, juega con mis dedos, los pellizca sin fuerza, los pulsa como distracción.

Pisadas apresuradas que marcarían el suelo se acercan a la habitación, el corazón me sube a la boca, todos fijamos la vista en la puerta, la filosa expectativa traspasando la burbuja que creamos. Los pasos se dirigen directamente al clóset, tomo a la niña de la cintura y la levanto con esfuerzo, ella me hace llevadera la tarea apoyando la cabeza en mi hombro, pero dura tres segundos en esa postura, la puerta se abre y ella vuelve a llorar cuando Eros aparece detrás.

Eros suspira de alivio al vernos, mis emociones colisionan y como Eroda, no hago más que soltar lágrimas tras lágrimas.

La niña se lanza a sus brazos, me toma desprevenida, por poco la dejo caer. Se la acerco pero no la recibe, simplemente me abraza a mí, aplastándole en medio de los dos, y quizá mis sentidos desgastados me mentían, quizá eran mis pulsaciones erráticas a destiempo, pero en ese momento, no sentía un solo corazón, sentía los tres latiendo al unisonó, y fue maravilloso.

Lo demás podría esperar un minuto más.



Holi😇

No tengo mucho que decir más que me caí en la ducha creyendo que me saldría la escena otra vez, pero este baño tiene inclinación al desagüe y me raspé el codo y ahora no me puedo sentar por el dolor de culo.

¿Se habrá muerto Jamie? No creo, le falta conocer a su hijo.

Gracias por sus votos y comentarios, nos leemos,

Mar💙

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