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"And don't say you're over me
Whe  we both know that you ain't
Don't say you're over me
Babe, it's already too late"
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EROS





            Un día entero no podía desarrollarse íntegro, libre de malos ratos, sería exigirle demasiado a la imperfecta naturaleza, y a mi precaria tolerancia.

Desde el primer día que me topé con ella, la primera semana de clases, se empeña en ocupar el asiento a mi lado, aún cuando el resto permanece vacío. No habla, ha hecho el intento pocas veces, se ha mordido la lengua sin saber que decir, solo observa cuando cree que no me doy cuenta, no es ese tipo de miradas, es curiosidad lo que percibo, y comienzo a calarme en los nervios que no cambie de rutina.

Tengo la capacidad de leer a las personas tan afilada como un bisturí sin uso, pero reconozco sus intenciones sin intercambiar ni una palabra, por muy inexpresivos que sean, siempre hay un gesto instintivo que los delata, pero esta chica, es extraña, no le intereso por un revolcón, como las que se pasan cuchicheando cada vez que entro al aula, esta me mira como si yo fuese un animal en peligro de extinción.

Sostengo el portátil bajo el brazo y el pendrive en los dedos, la muchacha rápidamente cierra la pestaña que estuvo ojeando cuando me pongo de pie, estuvo tan absorta en traducir las notas de las revistas, que no se ha dado cuenta que pude reconocer mi nombre en la página web.  

Guarda el aparato en la mochila y, como si quisiera eliminar los últimos minutos de su memoria, levanta el rostro, esbozando una sonrisa ni remotamente bonita.

—¿Tienes hora?

Enarco las cejas, apuntando a su sucio morral.

—Sí y tu también.

Tomo un paso al costado, saliendo del escritorio compartido.

—Mi celular está atrasado—se justifica.

—No es complicado de deducir, considerando que finalizamos esta clase, todos los martes, a las dos de la tarde—contesto, dejándola atrás.

La turba de gente pierde modales al tratar de salir del aula a la misma vez, espero con lo que no tengo, paciencia, a que terminen de pasar por el embudo que ellos mismos crearon.

De aquí al auditorio son tres minutos de camino, si la muchedumbre se dispersa de los pasillos y no forman su revuelta. Tomando en cuenta que el turno de debate de Sol es en menos de diez, llegaría a tiempo para verla subir al podio y no me ensuciaría la ropa al tocar los hombros del resto por la premura de salir.

No pierdo tiempo yendo al estacionamiento, llevo la laptop encima. Paso sesgado en medio del desorden, arrojando una mirada de advertencia al primer imbécil que se le ocurra meterse en medio de mi camino. Soy consciente de la atención, de distintas índoles, pero estoy tan acostumbrado a ello, que no me provoca más que una gran apatía.

¿Es necesario venir aquí? ¿No puedo solo enfocarme en el trabajo y nada más?

Sí, si mi deseo es suplir a Ulrich, necesito bajar la ventaja de Helsen y su maldito título summa cum laude.

Afuera del auditorio no hay más que tres almas que no pueden con su vida, cargando el peso de llenar la planilla de asistencia, semblantes decaídos de ojeras remarcadas y que piden ayuda a gritos. Me aproximo a la pequeña hilera de personas anotándose en la libreta y justo detrás de mí, se detiene la misma chica de clases.

Ella continúa mordiéndose las orejas con la sonrisa, sin dejar de mirarme fijamente. Comienza a darme escalofríos.

—¿Qué quieres?—escupo, frunciendo el ceño.

Ella apunta a las puertas dobles.

—Ver el debate, tengo amigos en el club, ¿te molesta?

Paso de ella.

Adentro, Sol espera su turno en la mesa correspondiente. Va radiante con su cabello suelto, su rostro con pequeñas pinceladas de maquillaje y vestida de blanco y negro, siempre, aferrándose a la serie expresión que ha adoptado.

La mitad de los puestos reposan libres, camino al centro, los pasos de la rara siguiéndome de cerca. El tipo dueño de la palabra habla con firmeza e ingenio, más no logra conseguir mi atención, no podría, mis ojos actúan por impulso, adosándose a la fina presencia de Sol.

Su pierna rebota, su dedo encima de su rodilla también, tiene la mejilla hundida, se muerde el labio, no puede con un suspiro más de ansiedad. Su compañera de cabello se acerca a su oído, le susurra una cosa mientras me señala, Sol por fin me toma en cuenta, de inmediato, su pie detiene los brincos insistentes y su piel no luce la abolladura de la mordida.

Casi sonríe, casi, el gesto se esfuma cuando su mirada cae al puesto a mi costado y  su rostro se contorsiona en una mueca de extrañeza y desagrado, ahí es cuando me doy cuenta, que la chica rara, se ha sentado a mi lado.

Me cago en sus ancestros y los ancestros de ellos.

Ella sigue sonriendo, con los ojos tan abiertos que no le encuentro párpados.

—¿Crees que Columbia gane este año también?—cuestiona derrochando la suficiente confianza para tocarme el brazo—. El pasado NYU no pasó a la final, Cornell los pisoteó como a cucarachas.

Me sacudo su mano, cruzándome de brazos. Ella expande todavía más esa mirada de terror, pero ya lo ha jodido, Sol ha corrido la cara, ya no me mira y ahora es mi pie el que golpe el suelo con persistente tozudez.

—Oye, no tengo dobles intenciones, solo quiero ser tu amiga—susurra, percibiendo mi inocultable irritación.

—Solo tengo cupo para una, y ya tengo dos.

Pasan segundos de silencio dónde creí y sentí el alivio de que se iría, pero mi la suerte que tengo esta vida, ya la he gastado.

—¿Tu novia cuenta como una?

—No es mi novia, es mi esposa, hay niveles—las palabras se despegan de mi cuerdas vocales con la intención de responder a un insulto.

—O sea, ¡que es cierto!—exclama, interrumpiendo un instante al orador, se da cuenta de lo que ha hecho, baja el rostro para hablar entre farfullos—. Pero eres muy joven, ¿cómo…

—Y tu muy fastidiosa, ¿eres reportera o estudiante de ingeniería?—replico mordaz.

Ella niega con vigor, cuando hace el amago de contestar, la firme y solemne voz de Sol la corta.

—Sol Herrera-Tiedemann, va unido por un guión, sí—una espesura tibia me toma el pecho, no refreno la sonrisa que me asalta—, cursante del segundo año de Derecho de la Universidad de Nueva York.

La dura y severa mezcla de orgullo y admiración me recorre con la fuerza y velocidad de una bala. Me grabo su pequeña sonrisa de felicidad en su estado más puro y nítido, el brillo de su mirada, el ligero sonrojo natural en sus pómulos, me lo grabo con tinta indeleble, para evocar el recuerdo por las noches, cuando la miseria de la soledad usurpa mis emociones.

Por esto lo hice, para contemplarla arriba, siempre arriba, tan arrebatadora e imponente como ninguna, cálida y sumamente genuina, demostrando que no hay nadie en este planeta, que merezca ese puesto más que ella.

No puedo arrepentirme si esto, es la otra cara del resultado: la fiereza y astronómico júbilo acentuando su voz cuando se nombra estudiante de la universidad que ella eligió, no de la última opción.

—¡Es tu esposa!—exclama en un murmuro la desconocida.

No la miro, no puedo apartar los ojos del rostro de Sol.

—No me digas—ironizo entre dientes—. Mantente en silencio, no me permites escucharla.

—Lo siento.




Transcurre casi una hora, el monólogo de Sol duró casi cinco minutos, todos guardaron un silencio de respeto, mirándola desenvolverse como ningún otro. No comprendí de qué carajos iba el tema, pero es obvio que Sol se lleva el número uno, solo hace falta echarle un ojo al resto, cualquiera diría que les han apuntado con un arma para obligarlos a asistir.

Paso de largo a la muchacha, hace el intento de despedirse pero me muevo al encuentro con Sol, que desciende de la tarima con precaución. Acerco los pasos que nos separan, sosteniendo con mayor ansia la portátil, atadura para no ir por ella con la impaciencia que tengo envenenándome la sangre.

El viento une su aroma al mío, su mirada choca con mis ojos, y el momento se vuelve nuestro.

—Hola—digo, avistando el perfecto delineado de sus ojos, profundizando su mirada pasible.

—¿Qué te pareció?—une las manos en su abdomen, trazando una sonrisa sencilla.

—¿Cuándo te entregan el premio?

Sus ojos se iluminan cuando ensancha la sonrisa.

—Me tienes mucha fe.

Como a nadie más.

—Por algo estamos en esta situación—enuncio, perdido en la curva pronunciada de su boca.

Sella los labios con fuerza, deslizo la mirada a la suya, sus pupilas llenas de algo que no pude definir.

—¿Y tu amiga?

Retraigo la sonrisa insolente asediándome. Está celosa, terriblemente celosa y no puedo eludir la oscura satisfacción que su postura defensiva me causa.

—Lulú me quita el dólar del helado y luego se desaparece—evado el tema a propósito, su ceño se hunde, disconforme con esa respuesta.

—No, la que estaba ahí—señala la tribuna—, sentada a tu lado.

Camufla la acusación con la ligereza de su tono.

—No es mi amiga, ni siquiera conozco su nombre—argumento, ella retuerce los labios, al darse cuenta de ello, deja de hacerlo.

—Es muy bonita.

—No me fijé.

La acusación sigue soldada en su mirada, mi sonrisa se expande evidenciando lo que su inútil intento por disfrazar su berrinche me hace sentir. Ella retrocede un paso, arqueando una ceja perfecta.

—No me veas así, no estoy celosa—objeta, robándome una risa imperceptible.

—Sigue estudiando, en el tercer año te enseñan cómo no confesar sin comenzar el interrogatorio—adelanto el paso que se ha alejado, inclinándome sobre su rostro—. ¿Recibiste el regalo?

La pregunta le libera momentáneamente de los celos, se relame los labios, ojeando a los costados, como si alguien pudiese conocer lo que le he enviado con solo escucharlo.

No tengo ni idea de cuantas páginas de ropa interior exclusivas visité hace dos noches, la imagen de su cuerpo apenas cubierto por la ahora rota lencería, entraba a mi mente con sigilo y terminaba por obnibularme del resto de pensamientos. Pequé y pedí cuanto modelo encontraba y dibujaba sobre sus curvas.

Todo le quedaría bien, sobre todo, porque sé que no le durarían encima.

Todos—su voz tildada por la misma emoción febril inundándome—. Le atinaste a la talla, me sorprendió, he subido de peso.

El comentario me resulta hilarante. Mis dedos aprietan el material de la laptop, pretendiendo quebrarlo con el ímpetu que ejerzo. Por supuesto que lo he notado, no solo recuperó el peso perdido en esa rutina letal que mantenía hace dos años, lo ha superado.

Me cuesta notar la diferencia a la primera, es preciosa de una forma u otra, pero en diciembre, cuando mis manos recuperaron el privilegio de tocarla y los dedos no me alcanzaron para cubrirla como antes, llenas de ella como nunca, pude fijarme en los divinos cambios de su silueta.

Caderas todavía más redondas, piernas torneadas, la rudeza del rebote de sus nalgas sobre mi regazo, la deliciosa falta de aire cuando sus muslos me aprietan la cabeza, y el detalle más sobresaliente…

—Ya no me entran completas en la boca.

Enseguida registra el entorno, asegurándose que nadie me ha oído. Trata con todas sus fuerzas no sonreír, y yo de calmarme y desechar los pedazos de recuerdos, amansando el duro despertar de la polla, disimulado tras el aparato.

Ella hace una seña, quizá a su amiga, no lo confirmo, el celular vibra dentro del bolsillo del pantalón. Lo saco y contesto sin mirar el identificador.

—Tiedemann.

—¿Dónde demonios estás?—Ulrich suena como un perro sin vacunas—. Acércate a la compañía, ahora.

La línea queda en silencio.

Un malestar corrosivo plagándome el cuerpo como termitas hambrientas. Descarto un inconveniente con Hera, mamá o los niños, me lo hubiese gritado a la primera, a Sol la tengo en frente, no queda más que algo salió mal en Alemania.

Chasqueo los dientes, todo se me ha bajado de golpe.

—¿Qué ocurre?

Niego, devolviendo el celular al bolsillo. Reviso que Ronan y Caleb permanezcan cerca, el frío del metal del revolver perenne contra mi piel.

—No lo sé, tengo que ir a la compañía—me concentro en sus ojos—. ¿Nos vemos esta noche?

Percibo su inquietud. Forma un mohín con sus labios, asintiendo una vez.

—En la suite galáctica, ya la reservé—suspicacia centella en su mirada—. Lleva tu bolígrafo.

No, a mi no me va a joder.

—Nunca.





—Señor.

Catherine se pone de pie enseguida el elevador abre sus puertas, pretende comunicarme lo que ya sé, paso de largo directo a la oficina, cerrando la puerta.

Doy de frente con Ulrich apoyado en el escritorio de Helsen, y Helsen, a pasos de él, cerca de la pared, se muestra abatido, rabioso y algo más, con una mano como argolla de hierro en la cadera, y una mueca furibunda que ni el amargo trago de licor que traga, le consigue despojar.

—Guida fue atacada en su apartamento—Ulrich regurgita la oración.

—Está viva de milagro—anexa Helsen—, recibió cuatro puñaladas en la espalda.

Me toma extensos segundos asimilar la información, millones de escenarios, uno más cruel que otro, pasean por mi mente como si fuese una pasarela tenebrosa, sin quererlo, memorias caducadas reviven, cada uno de los recuerdos, el escándalo de su risa, su desmesurada ingenuidad, la intensidad que impone en demostrar lo que ella cree, es amor, y el llanto acibarado, cuando no es correspondido.

Sentir el desamparo del miedo y la pesadumbre, como anclas de cinco toneladas sobre los hombros, es ineludible. Guida marcó un precedente en mi vida, uno de cómo no hacer las mierdas, lastimosamente.

Como agujas punzándome el cerebro, la sensación se extiende por mi nuca y despliega en el pecho. Está viva. Me quedo con eso, lo demás pasa a segundo plano.

—¿Qué fue lo que ocurrió?—me adentro cuatro pasos más, el pálpito del desasosiego presente, sin decrecer.

—Sus amigos declararon que conoció a alguien en una discoteca, ella lo llevó a su casa y allá el muy cobarde la atacó por la espalda—acota Ulrich incisivo, removiendo el trago—. Lo extraño es que ha robado todo dispositivo con la información confidencial, tienen su rostro en las cámaras de seguridad, no aparece en la base de datos nacional, seguimos esperando detalles.

Me despejó la duda antes de cuestionarla, esto era lo que temía, que olfateara las intenciones de Guida y arremetiera en su contra. Se ha cumplido, como un deseo de muerte, la culpa se cuela en mi sistema y se perpetúa allí, inamovible.  

—¿Ella va a estar bien?—mortificación adherida a mi inflexión.

Papá despide pesadamente el aire.

—Esperemos que sí.

—¿Qué ha dicho el detective?—cuestiono, impaciente al no recibir otra respuesta.

—Hasta no dar con el atacante, no hay manera de hilar los hechos—replica Helsen, su cara se arruga al acabarse el contenido del vaso—. La policía lo tomó como un caso de robo común que se salió de control.

Una piedra se instala en la boca de mi estómago. No puedo dejar que tome más ventaja, lleva la delantera, mientras más avanza, más abandonas quedamos.

—¿Y qué vamos hacer? ¿Esperar a que nos mate a todos?—cólera presente en mi voz.

—¿Qué añades, entonces?—repone Ulrich con hastío—. La investigación se estancó, los caminos se cortaron, no hay nada más allá de la salida de Zane de prisión.

—Un tiro entre ceja y ceja y solucionado el problema.

—Hay que pensar con cabeza fría—me corta Helsen, apuntándome con la mano que abraza el vaso—. Eso es lo que quieren, que perdamos la cordura.

No puedo perder algo que no tengo. Me siento atado de manos, atrapado en un callejón sin salida, la maldita idea de alargar esto me va a matar de un infarto, no tengo ninguna duda.

—Ayer fue Guida, ¿mañana que sigue? ¿Sol otra vez? ¿Mamá?

La rabia e incapacidad comienza a concentrarse en mi nuca, poco falta para que ascienda y la nube gris me opaque el juicio. No puedo permitirlo, no puedo, prefiero estar enterrado o hecho cenizas antes de pasar por el calvario de sostener el cuerpo inerte y cubierto de sangre de una de ellas una vez más. No pasaré por esa mierda de nuevo.

La garganta se siente como lija con cada pasada de saliva, los latidos se fusionan unos con otros, perdiendo el sano compás. No lo haré, es un hecho.

—Eros, piensa con sabiduría, eso es lo que quiere, desestabilizarte, no le des el gusto, no permitas que gane—Helsen se raspa la barba con la punta de los dedos, sus ojos denotando una silenciosa vesania—. No existe el crimen perfecto, ha sostenido la farsa mucho tiempo, se siente acorralado, la buena suerte se le agota y lo sabe muy bien.

—Helsen tiene razón—añade Ulrich, exhausto—. No va a durar mucho más, cuando el barco se hunde, las ratas son las primeras en saltar.




Algo no encaja en la atmósfera escabrosa de este jodido club.

Sol debe sentirse lo suficientemente seguro y resguardada para venir aquí a sacudirse el estrés de la semana, no me explico el qué, si luce como un sitio dónde gente del bajo mundo pasa el rato consumiendo crack e intercambia mujeres por dinero.

Cierro con pestillo la puerta, contemplando el techo poblado por un manto de miles de estrellas, una vía láctea en la zona sobre la cama y uno que otro cometa, un perfecto calco del firmamento de green lawn por la noche con sus exageraciones de destellos púrpuras, amarillos y rojos.

Sol no está a la vista, el sonido de su tarareo proviene del baño, donde la puerta a medio abrir permite que la luz reverbere en la singular iluminación. Dejo la comida que me ha pedido sobre la mesa, me quito el saco, el reloj, los zapatos y las jodidas preocupaciones ponzoñosas.

Toda la maldita semana esperando por esta noche, no me va a quitar el placer de ser, no se lo permito, no tiene tanto poder.

—Este maldito sitio no me da buena espina—me encamino al baño, desabotonando la camisa—. Sol.

Agotado hasta la mierda de pasar la tarde entera con el filo de las emociones seccionándome a pedazos, la vista de Sol, cubierta por la bata de baño y nada más, me sube los ánimos en un suspiro, y algo más.

—Mientras más oculto sea, mejor, ¿no?—se encoge levemente de hombros, ocasionando el deslice de la prenda, mostrándome un vestigio del conjunto que lleva puesto.

Se desplaza a la cama a paso sutil, como si flotara. Su largo cabello espeso bailando al ritmo de sus pies, la curva de sus nalgas acentuada por la atadura en su cintura. Un torbellino ardiente me invade, un aleteo se forma en mi pecho al tiempo que mi miembro punza dentro del pantalón.

Ella recoge una carpeta de la cama, voltea a fijar su mirada sagaz y sobrada en mí, deshaciendo el nudo que suelta la prenda y se amontona a sus pies, obsequiándome la espléndida vista de las cintas de material negro enterrado en su piel, ceñido a sus curvas, abrazando sus tetas. Reconozco el modelo de inmediato, aquel que no se ciñe a su cuerpo, pero no cubre absolutamente nada. Un diminuto trozo de encaje sobre el pubis, despejando todo lo demás, lo que yo llamo, ropa interior de fácil acceso.

Lo mejor no es lo que tengo en frente, es lo que ella sabe que oculta detrás.

—Date la vuelta—pido, pero ella sacude la cabeza, dando unas palmadas en el espaldar de la silla.

—Siéntate aquí.

Termino de sacar el último botón, obedeciendo la orden.

El aroma de su piel recién duchado y perfumado se cuela en mi nariz, calentándome la sangre, removiéndome vilmente la polla. Rodea la silla, la punta de su cabello tocando mi brazo, el vistazo de la mitad de su trasero atrapa mi atención y corta un tajo de cordura. Estiro el brazo pretendiendo tocarla, pero me da un manotazo en la muñeca y se aleja, enfrentándome, dejando mi mano suspendida.

—No me toques—decreta, levantando el mentón con soberbia.

El aluvión de calor y excitación se desmorona con esa frase.

—¿Qué? ¿Por qué?

Coloca la carpeta abierta frente a mí y encima de los papeles, una pluma.

—No me puedes tocar hasta que firmes esto—presiona la larga uña en la hoja repetidas veces—, el traspaso de la propiedad.

Mi cabeza ha quedado bailando de un lado a otro como un puto péndulo, asimilando que esto no es más que su sólida trampa, y yo, la dócil presa.

—No firmaré una mierda.

—No me tocas nunca más—replica altanera.

Encajo dientes sobre dientes, prensando la mandíbula. Ella permanece a distancia de mí, demasiada para lo que quiero hacerle, muy poca por su jodida restricción. Nota mi discernimiento, goza de el, le fascina mirarme con la polla dura y la voluntad sumisa. Me siento como su juguete personal, un pedazo de carne manejable a sus deseos.

Y no creí que pudiese calentarme de la forma que lo hace, pero no voy a firmar un carajo, que busque otra manera, no voy a ceder.

Arrimo los papeles lejos y vuelvo a tratar de tocarle, mis dedos rozan una tira, pero se lanza hacia atrás, huyendo de mí.

—¡Eh! Te he dicho que no, respeta—gruñe, levantando un dedo.

Pego la palma de la mano en la superficie de la mesa, mis necesitados de su cuerpo dedos contrayéndose de las ansias de acariciarle.

—No me puedes hacer esto—casi ruego, con los huevos más pesados que nunca.

—¿Cómo no?—gira lentamente, exhibiéndose para el deleite de mis ojos, pero tortura a la angustia de mis manos—. Me puse esto para nada—hala la silla al costado y toma asiento sin quitarme la mirada de encima—, y mira, ya estoy mojada.

Presiona los talones en el borde, y para más inri, separa los muslos, exponiendo la imagen de su bonito coño empapado al despojarlo del diminuto trozo de encaje, aumentando en un segundo el calor del ambiente, el ardor en mi sangre y las punzadas persistentes en la polla, engrosándose a cada latido.

Un dedo divide despacio los pliegues, descendiendo con tortuosa lentitud a su entrad. Un suspiro huye de sus labios cuando recoge la lubricación y con delicadeza, forja un camino de humedad devuelta al clítoris dónde presiona su huella y circula, retomando el descenso.

La presión dentro del pantalón se torna dolorosa, sin dejar de mirarle, saco a hebilla y abro la bragueta, liberando mi miembro notablemente erecto y tan caliente como sé que ella se siente. Amoldo los dedos alrededor, pasando saliva al ver que añade un dedo más, se abre, acaricia y refriega con pericia, logrando que tenga que bombear la mano en el falo, buscando un alivio que no llega.

—No te va a funcionar—susurra, pero no le miro, soy incapaz de despegar la vista de sus dedos lustrosos, maravillado por el sonido que producen al acelerar el compás de su danza—. No será suficiente, yo lo sé, para mí no lo fue.

No la odio, maldita sea, jamás podría hacerlo, pero detesto que tenga razón.

Empuño mi virilidad con más fuerza, desde los huevos, presiono hasta la cumbre, resintiendo el gemido que profiere.

Su respiración desvaría, tuve que obligarme a no soltarme, tomar el bolígrafo y desistir, impulsado por la imperiosa urgencia de suplir con mis dedos los suyos. Aprieto con más firmeza, mirando sus piernas vibrar, el sonido de sus gemidos cortos y el salpiqueo de sus fluidos, componen una melodía que me incita a bombear, subiendo la pelvis, tensionando las piernas cuando se introduce un dedo lentamente, probando mi resistencia cada vez más floja.

—Imagina lo duro que te vas a correr conmigo apretándote, solo imagina…

Dibuja círculos sobre su punto más delicado, articulando un gemido primitivo que deleita mis oídos, arqueando la espalda y la planta de los pies. Muevo la mano más deprisa, respirando como puedo, la vista de su deliciosa masturbación causándome fuertes estragos delirantes.

Era una jodida fantasía mirar cómo se complace así misma, jamás me cansaría de ello.

Dos de sus dedos sondean su entrada sin premura, viajan por sus pliegues, recorriéndose como si yo no estuviese presente, acarician su clítoris con parsimonia. Me arrastro al borde de la silla, aumentando el sube y baja de mi puño en consonancia a sus movimientos. Entonces, tantea su entrada con la uña, toca alrededor con su huella antes de apartar la mano y extenderla hacia mí.

—No puedo meterme los dedos, me voy a lastimar—dice jadeante—. ¿Me prestas los tuyos?

Mi mano se detiene, evitando correrme como un puto precoz al oír su petición.

Ella enarca las cejas, insistiéndome con un gesto de los dedos, que sin pensar siquiera en lo que hago, cubro con mi boca, saboreándola. Su mirada se expande, no se lo esperaba y yo tampoco.

Succiono la punta antes de separarme y ponerme de pie, con la clara intención de comerle la boca, pero ella levanta la mano, deteniéndome. Enrolla la misma mano en mi muñeca y me guía a su sexo, sin apartar la vista de la mía.

—No, nada más aquí—la respiración se me atasca al contactar con su humedad—, solo necesito tus dedos.

No suelta el encaje, dándome libertad de circular los dactilares por cada rincón de su precioso coño, resbalando con exquisita facilidad. Aprieto ligeramente el clítoris entre las falanges, descendiendo a cumplir su requerimiento, percibiendo la tensión acumularse en mi ingle como un peso de calor.

Introduzco dos dedos con suavidad, ganándome un gemido que me eriza los vellos de los brazos y hace encajarme dientes con dientes. Los hundo más, tocando la zona rugosa que la obliga afianzarse del filo del asiento y lanzar las caderas hacia arriba, desesperada, con la espalda encorvada. Comienzo el vaivén de la muñeca, maravillándome del sonido de la penetración y la irregularidad de su respiración.

Intento apoyar la barbilla en su cabeza, pero aún en su estado más carnal, la quita.

—No me toques.

Maldigo en silencio, acrecentando la fuerza de las acometidas.

—Pégame un tiro, córtame una oreja, pero no me tortures así—siseo entre dientes, perdiendo la tapa de la cordura.

—Firma, y soy tuya—un jadeo le borra la sonrisa.

—Ya lo eres.

—Claro que no.

Acaricia con el pulgar su punto nervioso, profundizando los embates hasta donde mis falanges lo permites. Se muerde el labio conteniendo los gemidos, su pecho sube y baja de manera antinatural. Disfruto del sonrojo de sus mejillas y el leve ondea de sus caderas, sumida en la sensación que mis dedos ávidos y requeridos de ella le proporcionan.

Está cerca, la siento contraerse. La polla me va a estallar al sentir el pálpito de su coño al ras del orgasmo, dejándome la mano escurriendo de su excitación.

—Eres una maldita víbora manipuladora—gruño a centímetros de su oreja.

Su risa se interrumpe por un gemido.

—Tú me convertiste en una—otro gemido se desboca fuera de sus labios—, creo que…

El ruido de mi palma chocando contra su coño inunda la habitación. Ella se retuerce, recibiendo los leves golpes en su centro nervioso, frunciendo el ceño de pura satisfacción.

—Córrete así, en los dedos que pediste de préstamo.

Mantengo la estimulación simultánea, tomando entre los dientes su lóbulo, succionándolo hasta sentir la presión alrededor de mis dedos. Sella los párpados y se muerde fieramente la boca que no puede sostener el gemido cuando el orgasmo le atraviesa entera, la vibración de sus paredes cálidas envían un delicioso cosquilleo a mi ingle y más abajo, hasta subir a la cumbre de la polla, que suelta los primeros rastros de líquido.

Su mano empuja la mía cuando tuvo suficiente, me siento saturado de un placer que no se me irá con una paja, duele y arde como un infierno, ella sonríe coronándose ganadora cuando acerco los dedos a su boca para que los limpie.

Sus labios aprietan mis dedos y chupan con intensidad. Pasa la lengua de arriba abajo, en medio y la punta sin romper el contacto visual. Se los introduce más hondo, ladeando la cabeza para que entren hasta tocarle la garganta, y luego sacarlos, brindándome una pequeña mordida.

Tomo con rabia la pluma, busco mis datos al final de la hoja, abatido y malditamente ansioso por acabar con esto. Coloca la primera y la segunda, lanzando el bolígrafo encima de los papeles, sintiéndome un enclenque, una marioneta suya, pero con las vergonzosas ganas de que sigan usándole.

—Tienes tu firma—digo, sacando la camisa de mis hombros—. Levántate y camina a la cama, pero ya, Sol.

Se pone de pie con dificultad, una sonrisa de triunfo adornándole el cariz rojo de satisfacción.

—Dame un minuto y te quito esa sonrisa—advierto, sacudiéndome el pantalón con los pies.

Me acerco a ella en tres pasos, cubriendo su boca con mis besos hambrientos, eternamente desesperados de los suyos. Sus labios hinchados y húmedos de sus mordidas me reciben, igualando mis ansias, al tiempo que enredo los dedos en la raíz de su cabello, introduciendo la lengua en su cavidad, comiéndome su gemido al rozar la suya con experticia.

Deslizo las manos por su espalda, la atraigo con brusquedad hacia mí, acoplando sus pechos aún cubiertos contra mi torso. Delineo el relieve de su columna, aspirando el aroma de su cabello. Siento que me he estado conteniendo por siglos, tengo que respirar y canalizar las ganas de abrirle las piernas y enterrarme en ella, o perdería los estribos, pero me lo pone cuesta arriba, rozándome los brazos con las uñas, creando un camino de besos a la base de mi garganta.

Desciendo un poco más, abarcando su trasero expuesto con mis manos, su piel desbordándose de entre mis dedos.

—Estas fueron las primeras que pedí—siento el estremecimiento de sus hombros cuando mi aliento toca su cuello—, ¿sabes por qué?

—¿Por qué sabías como se me verían?—dice segura, en medio de una respiración forzada.

Tomo las ligas atravesándole las nalgas, tiro de ellas y suelto, el sonido al estrellarse contra su piel se oye como un dulce clamor. 

—Porque no tengo que romperlas.

Coloco una mano en su vientre y la empujo a la orilla de la cama. Bajo violentamente el brasier, cerrando la boca sobre una de sus tetas. Su gemido me inunda el oído, mi cuerpo sucumbe en medio del suyo cuando abre las piernas y me atrapa entre ellas, como si no quisiera que me moviese de allí. Saboreo la punta erguida, succionando, encajándome delicadamente los dientes.

Afianza los talones a mi espalda baja y se mueve contra mí, arrastrando la polla en medio de sus pliegues inundados. Paso la atención al seno descuidado, la fuerza de la sangre recorriéndome las arterias como combustible. Ella susurra una mierda que no comprendo, la impaciencia y ferviente ansia someterla por su teatro bien logrado me rebasan, sin necesidad de guiarme a su entrada con la mano, me introduzco de golpe en su interior sin dificultad, su divino sexo rebosante de jugos me da la cálida bienvenida, apretándome como si buscase ahorcarme la verga.

Un sonoro gemido huye de su garganta, no me muevo, espero adaptarme a ella, admirando la deliciosa contorsión de su rostro, la reacción de su cuerpo rígido, absorbiendo cada pedazo de mí. 

—¿Y la sonrisa?—me río al mirar la manera en la que arruga la nariz.

—Jódete—la palabra atorada entre sus dientes.

—Jódeme.

Salgo y vuelvo a entrar con malicia, recolectando sus gemidos a medias, interrumpidos por la horda de jadeos cuando repito el movimiento. Una fuerza tosca se afinca a los huesos de mi cintura, empujo contra su bonito coño con hosquedad, su cabeza cede contra las sábanas, privándome de los sonidos que articulaba.

Me subo una de sus piernas al hombro y aplasto con la mano la rodilla de la otra contra el colchón para abrirme más acceso y soltura en las embestidas. Me cierno sobre ella, el cabello me obstaculiza la vista de la sangre acumulada en su semblante, el labio hinchado que se niega a soltar y la mirada lustrosa, clavada en mí. Sol es un espectáculo de mujer arriba en un podio, defendiendo sus ideales con astucia y vivacidad, convertida en afrodisiaco cuando me permite tomarla de esta manera, la más carnal y necesitada que puede existir. Solo yo tengo puedo contemplarla así.

Continuo embistiendo, reconociendo territorio explorado, y mío. Su mirada a medio abrir se dilata, subo el ritmo en tanto ella enreda entre sus dedos mi cadena, atrayéndome a su boca, dejando su rodilla como un pendiente, a la altura de su oreja.

Y me besa, no con la euforia férrea y abrasiva de mis asaltos, me besa con mesura y adoración, impregnando en mi boca lo que sé, siento por mí. El nudo de tensión en la ingle se prensa al percibir los espasmos de su sexo abrigarme, libero la rodilla, tomándola de la nuca para empujarla contra mí pelvis, contundente, chocando contra sus huesos a medida que su orgasmo se alza, su boca se traga mi gemido y el suyo, ondeando las caderas cuando las sensaciones repuntan hacia arriba y la sostienen en lo alto hasta que su piel transpira y la privan de la voz y fuerza.

Su cuerpo se reduce a leves temblores y espasmos, sonidos entrecortados y maldiciones propiamente dichas. Disfruto de cada gesto y gemido estrangulado, tengo que cerrar los ojos y pensar en unicornios y flores cuando me siento sucumbir con ellas.

Sus dedos sueltan la prenda, es mi señal para subirla al centro de la cama y colocarla de costado, permite que la maneje como a una muñeca, aún sigue bajo los efectos del orgasmo. Una sonrisa me atraviesa la cara cuando me sitúo detrás y ella echa el culo hacia atrás, sigue invicta, sin aire en los pulmones y la sangre aglomerada en la cara y la entrepierna, pero pidiendo más.

La apego a mí, ella se adosa a mi piel, apoyando el cuello en mi brazo y curvando la columna. Cruzo el brazo encima de su garganta, admirando la curva de su trasero, trazando con la punta de los dedos las finas líneas onduladas de sus caderas. La siento tensarse, capto su mirada de reojo, expectante por algo, su perfil camuflado detrás del manto espeso de su cabello.

—Me encanta esta decoración—digo en un susurro pesado.

Su risa se disuelve cuando me ubico en su entrada.

—Son estrías.

Desprendo un beso en el costado de su cabeza, llenándome los pulmones de su aroma, amasando su nalga para abrirla y acercarme a su entrada, colocando la punta dentro.

Suelta un suspiro entre dientes.

—Lo sé, mi amor, lo sé.

Mi cuerpo, engatusado por la divina beligerancia de mi necesidad, reacciona por instinto, hundiéndose completamente en su interior.

Cálido, demencial y vehemente es la presión que ejerce alrededor de mi miembro. Mi gemido se enlaza al suyo cuando le abro más las nalgas, encajando hasta el último centímetro en sus paredes mojadas. Sus pezones repuntan, su garganta, fieramente presionada contra mi brazo, pulsa al ritmo de su corazón.

Se remueve contra mí, refregándome el culo en la pelvis con desespero, jadeando por aire.

—Lo necesito—su súplica agolpa el torrente de sangre ardiente allí, dónde nuestros sexos se unen.

Refuerzo el agarre en su cuello, pegando la boca en su pómulo. Responde con un gemido suave, hincándome las uñas en la cadera, impulsándome contra ella.

—¿Mucho?

Gimotea, si lo alargo más se pondría a llorar, pero no tengo la fuerza de voluntad.

—Por favor—ruega, con la voz estrangulada.

Aparto sus piernas con la mía, subiendo la suya. Arrastro sin prisa la mano sobre su vientre, adorando su suspiro urgido y el vibrar bajo mis dedos, abriéndome paso entre sus pliegues. Presiono las huellas encima del clítoris, finalmente, retomando el firme vaivén de caderas, cumpliendo su capricho.

Se sientan tan bien, tan jodidamente delicioso encajarme en su interior. Refuerza mi teoría de mi incalculable amor por ella, y mi irrebatible obsesión por su cuerpo.

Ella afirma la mano en el colchón, estrellando el culo contra mi piel, engulléndome completo. Mis dedos circulan su punto repleto de nervios, robándole sonidos interrumpidos por el encuentro de su piel y la mía. Aprieta con tanta fuerza la sábana que sus nudillos palidecen, el cabello se le adhiere a la frente, gotas de sudor resbalan de su espalda a la cama.

En un salto deja de moverse, su interior me estrecha, se muerde la boca y tensa la mandíbula, sumiendo el vientre para subir la pelvis, subiendo al clímax. El orgasmo la deja abatida, peleando por recuperar el aire, por lo que suelto su cuello y me lo ato a la muñeca, aumentando el ritmo.

Clavo la vista en el encuentro voraz de nuestros sexos, extasiado de la imagen de sus nalgas atadas por las delgadas tiras de la tanga, rebotando una y otra vez sin descanso. Gotas de sudor me enmarcan la cara, los pulmones me arden cuando dejo de usarlos, tornando la intromisión violenta, sacudiéndola. El ígneo cosquilleo me recorre los huevos y me sube como un río de lava la polla, halo su cabello, exponiendo su cuello y pego la boca en la cima de su cabeza, conteniendo el gemido cuando salgo de ella y me desbordo en su trasero.

El aire se vuelve denso y tan cálido como un desierto a mitad del verano. Me cuesta aspirarlo. Caigo de espaldas, Sol a mi lado, sobre su estómago. Ha quedado extenuada como yo, no habla, no se mueve, solo trata de colmarse los pulmones de aire. Un escalofrío me corre a través de la columna y perece al final de esta.

La profunda e inexorable sensación de satisfacción y llenura abarcándome de pies a cabeza. Me siento a rebosar, como la gula personificada.

Un minuto después, Sol se arrastra hasta la orilla de la cama y cae de rodillas, así a cuatro patas, gatea hasta la mesa, se apoya en la silla para tomar la comida y volver de la misma manera a la cama. Evita mirarme mientras se quita los pedazos de tela y se envuelve en la sábana, escarbando con premura en las bolsas.

Contemplo como arregla las bebidas en la mesa al costado, abre las cajas y se relame la boca. Me hace una seña para que le acompañe, con el esfuerzo del puto mundo, tomo asiento y me cubro la verga con la cobija, tomando el pedazo de pizza que me ofrece.

Admiro su capacidad para actuar como si nada, cuando yo siento absolutamente de todo.

Mastica rápido y con fuerza, en un momento se ahoga, tiene que tomar sorbos del refresco para pasar el pedazo de comida atravesado.

—Volveré a casa con la vulva al aire—suelta de repente, tapándose la boca para no escupir la comida por las risas—. Se me quedó mi ropa interior para todo público allá, no puede ser, que incómodo.

Aparto la comida, hundiendo el ceño.

—¿Para todo público? ¿Qué público, Sol?—escupo, de repente, el queso se torna amargo.

Ella revira los ojos.

—Es un decir, Dios…

—Pues no me gusta ese decir—espeto, ella me dedica una mirada de irritación antes de pegarle otro mordisco a la porción.

—Con tocinetas—habla con la boca llena—, no te las pedí para saber si me conocías, y sí que lo haces, chócalas…

—Intentaron asesinar a Guida—libero la carga antes de arrepentirme.

Ella se vuelve ahogar, le paso el vaso rápidamente, limpiándole el borde de la boca con la servilleta. Joder, debí esperar a que terminara de comer.

—¿Q-qué? ¿Cómo?—cuestiona, temor y angustia enrevesados en sus pupilas.

Se pondría mal, lo sé, pero no hay manera de ocultárselo. No, sí la hay, pero si pienso en ello, jamás le contaría nada, y ocultarle algo como esto, sería una tranca más a nuestra relación a medias.

—Conoció a un hombre en un bar, lo llevó a casa y ahí la apuñaló—me cuesta decirlo, saberla sola, pasando por eso, me cuesta un nudo en la garganta—. Robó todos los dispositivos que tenía. Laptop, tableta, celular. Todo.

Sol deja la pizza en el cartón, arrebujándose bajo la sábana.

—Joder, ¿pero está bien?

—Afortunadamente está fuera de peligro, las heridas no fueron profundas, pero perdió demasiada sangre—inhalo profundo antes de agregar—, la indujeron a un coma mientras termina de recuperarse de las transfusiones.

El miedo se cuela en su mirada y le asedia el semblante pálido de terror.

—¿Saben quién fue?—pregunta en un susurro lastimero.

Sacudo la cabeza, un mechón de cabello picándome el ojo.

—Hasta ahora no dan con el hombre, no aparece en los registros policiales, ni registrado como alemán, tampoco en ninguna ONG, ni asilado de guerra—la información escociéndome en el paladar—. Parece que no existe.

Cualquiera diría que nos hemos vuelto unos dementes. Cada acusación parece desvanecerse frente a nosotros como neblina, nunca tiene un final, siempre hay una muralla estancando el camino. Es otro puto nivel de frustración, saber lo que ocurre y no poder hacer nada, nada, más que observar como el peligro acecha, y tratar de darle la mano para convivir con el.

Una bala, por una bala, y se termina.

—¿Qué pasará con ella?—pregunta, alterada—. No puede seguir involucrada en esto, sería demasiado riesgoso.

—Apenas los doctores le permitan viajar, saldrá del país—contesto—. Lo poco que había conseguido, hasta no dar con ello, se ha perdido.

Se lanza al espaldar de la cama, tomando la sábana entre sus dedos con demasiada fuerza, presionándola contra el pecho.

—Oye, tranquila, no quería decirte esta mierda porque sabía cómo te pondrías.

Levanta la mirada.

—¿No tengo razones?—asevera.

Todas, me jode tanto no poder sacarte de esto, no tienes idea, Sol—me acerco a ella, quitando la caja del camino—. Perdóname.

Quito el cabello de su rostro, acunando con delicadeza el contorno de su cara. Su mirada cristalina, cargada de miedo y desesperanza me remueve fibra sensible. Contemplar su decaimiento lo considera una forma de tortura, una manera cruel de hacerme ver que podría evitarlo, si no estuviese en su vida.

Pero era tarde, demasiado tarde. Mi lado egoísta sigue imperante, no podría dejarla ir tan fácil, sin dar pelea, no está en mí apartarme de su vida con la meta de no verla nunca más.

Un camino desabrido de emociones me escuecen en la mirada, las ganas de obligarla a subir a un vuelo y enviarla al último rincón del mundo, lejos de toda esta porquería, toman sentido cuando atestiguo el desarme de su fortaleza. Era un dilema que no tenía fin, porque el querer hacerlo jamás se iría, pero hacerlo, tampoco podría.

La hora dejó de correr en el momento que entré a esta cueva de luces y estrellas, encontrándome con mi Sol. No tengo ni un vestigio de conocer lo que nos espera al final, pero me enfoco en esto, en los momentos de plenitud, porque consignarme a una vida llena de felicidad suena a fábula, nadie lo es, por muy rico que sea, o inteligente, pero podría componer la mía de estos retazos.

—Prométeme que van a estar bien—gimotea, aferrando sus dedos en mis muñecas—. Yo no puedo perder a nadie más, Eros, voy a perder la razón.

Su sollozo me cruza el corazón. La aprieto contra mi pecho, con vehemencia, transmitiéndole el resto de quietud que guardaba en mi interior. Ella cubre mis brazos con sus manos temblorosas, sucumbiendo al miedo encerrada en ellos. La acomodo en medio de mis piernas, atravesando las suyas con ellas.

La arrullo hasta que los brazos se me entumecieron y su respiración se ralentiza. Beso su cabello húmedo, su perfil, la tibieza de sus pómulos, deseando quedarme el resto de la noche así, bajo las sábanas y unido a su piel, pero ella se remueve, pidiendo la libertad.

—Terminamos de comer—me aviento a decir antes de que me cuestione más—, le diré a Caleb que te lleve a casa, no quiero que manejes en este estado.

Ella afirma, atrayendo la caja pendiendo en la orilla de la cama.

Cuarenta minutos más adelante, duchados, con los ánimos restaurados, le miro calzarse las botas, sumida en sus cavilaciones. Aprovechando su descuido, tomo la esquina de la carpeta y la arrastro hasta a mí. El ruido le hace levantar la cabeza y abandonar el trenzado, en alerta.

—Por cierto, esta firma me ha salida de lado—levanto la hoja, y antes de escuchar su grito de amenaza, rasgo el borde con mi caligrafía—. Tráeme otro papel, y yo te lo arreglo como debe ser.

Repito el movimiento con la segunda, retrayendo la sonrisa de ganancia atestándome el cariz. Hago una pelota con los trozos de papel, y los echo a la basura acumulada de la cena.

Ella abre y cierra la boca, enfurecida y sorprendida a partes iguales. Se ha quedado en blanco, pasmada, sin creer lo que ha pasado. Una risa amarga se le escapa, apuntándome con un dedo.

—Me las voy a cobrar, Eros Tiedemann, ya lo sentirás.







Holi😇

Que emoción volverrrr, medio siglo después.

Para que no se quejen, regreso con un POV hot de Eros😐

¿Qué tal? ¿Cómo lxs trata la vida? Yo ni respondo ya.

Los espero por instagram para hablae del capítulo si les queda ánimos JAJAJA

El capítulo fue como: ay pobre Guida Dios mío *pum, pone la foto de un hilo* que insensible, pero no conseguí otra que se acoplara.

Nos leemos pronto, esta vez es verdad,
Mar💙

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