Capítulo 4


No tardaron mucho en regresar al bosque. Nada más que Rasputín dejó la sala de interrogatorio, uno de los hombres de Yevgeny la cargó en su hombro y la llevó como cual fardo hacia una indeterminada dirección. El granizo había hecho acto de presencia mientras estaba apresada y ahora caminaban pisando hielo y nieve. Un par de veces varios de los soldados tambalearon, pero no cayeron.

El camino era peligroso y cuesta arriba hacia la cima de la colina más alta de la zona, no muy lejos de donde ella había salido corriendo. Dada la iluminación del cielo encapotado, Anna dedujo que estaba por amanecer.

Un torrente de recuerdos invadió su cabeza de forma repentina. En un abrir y cerrar de ojos, se halló dentro de una pequeña cabaña de madera. Estaba tumbada sobre una cama con un humilde colchón de paja. Se incorporó y se vistió con sus descoloridas ropas a base de retazos. Salió por la puerta descubrió un paisaje de un bosque también nevado, pero con varias zonas donde se había derretido la nieve y se podía ver el largo pasto de un intenso color verde. La hora sería cercana al mediodía. Escuchó el sonido de un hacha partir en dos los troncos. Sólo había una persona que podía estar haciendo eso en ese momento y lugar: Aleksey, el hombre con el que estaba a punto de compartir su vida.

Su padre hacía años que había muerto de tuberculosis, por lo que su madre, hermana y ella habían quedado desamparadas. Nadie en el pueblo de Krasnovishersk quiso hacerse cargo de ellas. Salvo Aleksey. Él había sido su mejor amigo desde que eran unos críos. Habían corrido juntos a la escuela y tomado la leche en la casa de uno u otro. Ambos crecieron y la amistad también lo hizo hasta que al final de mil novecientos diecisiete él se le declaró y ella le confesó que el sentimiento era recíproco.

En esa escena, Anna estaba detrás de él y no podía más que maravillarse con el fornido cuerpo de Aleksey. Lo que más le llamaba la atención era una gran cicatriz que cruzaba su espalda. Un árbol se había desplomado sobre él. Un terrible accidente de trabajo. No obstante, se había recuperado y por eso allí estaba ella, contemplando sus brazos y piernas musculosos, pecho fuerte y abdominales marcados, acompañar cada movimiento de su hacha. Junto el pelo largo de color rubio y su recortada barba, enmarcando sus ojos azules encastrados en su piel blanca, parecía más un dios nórdico que un campesino.

—Yuliya —la llamó al descubrirla.

—Mañana será el gran día.

—Desde que te conocí, todos mis días fueron grandes.

—No sé si voy a poder aguantar las veinticuatro horas de separación, mi amor.

—Resiste, moya lyubov'. Después de esto, no dormirás sola jamás.

—Esperaré, moy muzhchina.

Esa tarde, siguiendo la tradición, Yuliya se encerraría en su casa. No vería a ningún hombre que no viviera bajo su mismo techo y que no fuera de su familia. Él tampoco saldría de su hogar bajo las condiciones equivalentes. Pero algo no resultó como esperaban.

Durante la noche, mientras ella dormía, el techo fue arrancado. La joven campesina creyó en un primer momento que se trataba de un poderoso tornado. No era común en esa zona, pero el tiempo no estaba siendo todo lo estable como de costumbre. Tormentas repentinas aparecían sin aviso, sorprendiendo incluso a los más veteranos, quienes afirmaban que no habían visto nada igual. No obstante, mirándola a sus azules ojos encontró una bestia de metal, engranajes y cadenas dentadas que expulsaba vapor por sus orificios. Parecía ser tener la forma de un anguloso oso gigante. Yuliya estaba tan asustada que fue incapaz de abrir la boca. El rugido metálico y artificial de la bestia la hizo perder el sentido.

A partir de ahí, sólo quedaban unos retazos de recuerdos inconexos. Ella y un grupo de chicas de aspecto similar. Pelo lacio y rojizo, ojos azules y piel blanca. Todas ellas en paños menores una al lado de la otra. Minutos más tarde, gritos, súplicas y llantos aderezados con sangre y carne desgarrada.

Otra visión la presentó con un soldado vestido con el uniforme del ejército rojo, sacándola de su celda ahora vacía. ¿Sería ese Boris? La condujo de la mano hasta las afueras de la gran mansión que la había tenido retenida. Callejearon hasta llegar a un paraje conocido. "El bosque donde desperté". Sin que tuviera tiempo a mediar palabra la bufanda raída le apretaba el cuello cortándole la respiración, mientras el soldado le pedía perdón:

—Tienes que morir para que Rusia se salve de estos locos. ¡Perdóname!

Los recuerdos desaparecieron y Yuliya se encontró de nuevo con un paisaje tenebroso donde una inmensa piedra de color blanco tallada en forma de altar con la estrella de cinco puntas en la cabecera la aguardaba. Las lágrimas corrían como un torrente de desolación por sus sucias mejillas. No podían hacerle eso. Ella debería de estar con Aleksey en ese momento. Rodeada por sus musculosos brazos y acurrucada en su pecho, mientras volaba en unos tiernos sueños al ritmo de su corazón.

La echaron sobre la piedra helada. La ataron de manos y piernas formando una cruz. Tanto Rasputín como Yevgeny sonreían exultantes por el gran acontecimiento que estaba por ocurrir. Mientras tanto a Yuliya le dolían los ojos de tanto llorar. Parecía que llevara días haciéndolo. Probablemente, así fuera. Y la situación lo ameritaba. ¿Qué clase de loco sería capaz de sacrificar a una campesina por resucitar a una niña muerta?

El ritual comenzó. Rasputín y Yevgeny estaban a la cabeza de Yuliya. Los restantes hombres la rodeaban y parecían estar cantando algo que ella no pudo entender.

Szern Inpher'i, enoilé en kulmen-ö! Or ckuben löce saulm prurei, xeverig in azizlea, birenté or Anastasia Nikoláyevna Románova! Lö enokenut, al neur jenarm-lö elyisea. En benice bih venu edy, bih ferö riutud bih gherö, ro al usteri venu veilö.

—¡Oh fuerzas oscuras del infierno, acudid en mi clamor! A cambio de esta alma pura, virgen y consagrada, traednos a Anastasia Nikoláyevna Románova. Ella resucitará, así como su nombre lo predijo. En el albor de un nuevo día, un cuerpo recibirá un espíritu para así iniciar una nueva vida —repitieron en ruso al unísono los seis hombres restantes.

El cielo, a pesar de que parecía haberse aclarado por el alba, se oscureció por la súbita aparición de unas ominosas nubes negras. Rasputín con un movimiento de cabeza, ordenó a Yevgeny que hiciera su parte. El teniente abrió el vestido de Yuliya dejado su pecho al desnudo. Seguidamente vertió sobre el mismo el contenido rojizo de una jarra de cristal. Yuliya se estremeció al frío contacto del fluido coagulado que parecía ser sangre. El teniente repitió el proceso, esta vez con la daga de Rasputín, bañando su hoja. Él y los otros cinco soldados se arrodillaron quedando el monje como un bastión frente al recio viento que se había alzado, azotando las copas de los árboles y los rostros de todos los presentes.

—¡Por favor! ¡No lo hagas! —suplicó Yuliya habiéndose librado de la mordaza—. ¡Iba a casarme! ¡Iba a vivir una vida llena de amor! ¡No me quites eso! ¡Por favor!

En dros jenarm Satan-va, deleviré or Binde Duchess-va boyr ar velodry-lö!

—¡En el oscuro nombre de Satán entrégame a la Gran Duquesa por medio de su sangre! —repitieron.

El brazo del monje cayó sobre el tórax, en el punto exacto en donde estaría el corazón. Sólo se clavó apenas un par de milímetros que un rayó impactó en el arma y empujó a todos por su onda expansiva. Una columna de humo proveniente del cielo se fue disolviendo hasta que, sentada sobre la piedra blanca, se encontraba, no más Yuliya, sino la Gran Duquesa Anastasia.

Tras el sacrificio, Anastasia había sido cubierta de pieles y conducida de vuelta a Ekaterimburgo. Esta vez, no fue llevada a una fría celda, sino a un lujoso dormitorio en la casa de un Lord que, al parecer, había invertido todos los activos a su alcance en pro del movimiento revolucionario liderado por Rasputín.

Se estaba gestando un nuevo ejército en el que Anastasia sería la guinda del pastel. Tecnología de vanguardia y los más variopintos métodos habían sido usados por Rasputín y sus científicos para su concepción. "¡Todos temblarán al vernos en acción!", pensó orgulloso el teniente Yevgeny.

El susodicho progresó por los iluminados pasillos de color crema, suelos alfombrados de un regio color escarlata con apliques de madera dorados a los costados. Los numerosos cuadros, colgados en la pared, mostraban a los ancestros del Lord y escenas de banquetes y cacerías, enmarcados lujosamente en oro. "La mayoría de los habitantes de Ekaterimburgo no tienen qué comer y este desgraciado adorna opulentamente cada rincón de su casa", pensó el teniente. "Si no fuera por sus cuantiosas donaciones e influencia, sería ahora pasto de las lombrices. Tal vez lo sea una vez que nuestro trabajo esté hecho".

Antes de entrar por una trabajada puerta de roble, percibió sutiles aromas de rosa y jazmín provenientes de la habitación. La Gran Duquesa se habría terminado de bañar y se estaría perfumando, preparándose para la gran cena de la noche en la que se iba revelar el plan de acción. No obstante, primero tenía que asegurarse que estaba comprometida con su actual agenda. Llamó a la puerta con tres golpes firmes pero delicados.

—Adelante —contestó una voz segura.

Abrió la puerta y descubrió a la joven Anastasia vestida con un pomposo vestido de color azul Francia, pero con la espalda al descubierto. Todavía no le habían subido la cremallera y la visión para Yevgeny fue realmente placentera.

—¿Cómo se encuentra, Alteza? —preguntó mientras se acercaba analizándola con la mirada.

No sólo era hermosa de rostro, sino que, a pesar de su delgado cuerpo, conservaba unas sinuosas curvas que irían ganando voluptuosidad conforme se aclimatara a su vida de lujos. Aquella pobre desgraciada de Yuliya, Anna o cómo diablos quisieran llamarla, era el exacto reflejo de quien trataban de suplantar. "¿Cómo ha sido posible esto?", se preguntó Yevgeny. "¿Acaso tenías algo que ocultar Nikolái? ¿O sólo es una increíble casualidad?".

—Hay muchas cosas que me tenéis que explicar que me tienen turbada. Y quisiera conocer las respuestas antes de afirmaros si me siento bien o no.

—Por favor, soy la persona indicada para responderlas —expresó solícito.

—¿Quién soy?

Yevgeny no podía creer esa pregunta. ¿No sabía que ella era la Gran Duquesa?

—¿A... a qué os referís, su Alteza Imperial?

—No pensarás que me olvidé de que fui acribillada no muy lejos de aquí. Casi todavía puedo sentir el dolor en mis brazos, en mi vientre y pecho, en el cuello e incluso el rostro. Que, aunque me miro en el espejo y veo una mujer casi igual, sé que esa no soy yo. Sus ojos son distintos, su nariz más respingona, sus labios más gruesos, la caída del pelo diferente, es mucho más delgada que yo. Pero estoy en su cuerpo. Sus manos se mueven a mi voluntad y su corazón me permite vivir. ¿Quién soy, teniente?

—No tiene importancia. Fue una de las muchas jóvenes que se ofrecieron para servir a la revolución.

—Su nombre. ¡Ya!

No había perdido ni una pizca de su carácter de sangre real. Exigía saber algo y no iba aceptar la respuesta que Yevgeny le ofrecía.

—Yuliya. Su nombre era Yuliya. Era una campesina de un pueblo del occidente de los Urales, pero no sabría deciros mucho más. Realmente, no eran datos que nos importaran.

—¿Cómo habéis premiado a su familia entonces? El servicio que le han hecho al Imperio ha sido el más grande. Se merecerían un lugar en mi corte.

—No hay más Imperio, de momento. La república fue declarada tras abdicar vuestro padre.

—Sin premio entonces. Y yo sin lugar en este nuevo mundo. ¿Por qué me habéis traído de nuevo a la vida?

—Esa es una pregunta que preferiría responder en la cena. Es cuando teníamos pensado presentaros nuestros planes para la creación de un nuevo imperio.

—¿Nuevo imperio? ¿Acaso me confundo, teniente, o no formas parte del ejército rojo?

—Sí y no, Alteza Imperial. Es un asunto complejo.

—¿Quién nos asesinó, teniente? ¿Dónde están? —exigió nerviosa.

—Los rojos, no os quede duda. Aunque no estoy autorizado a decir más.

—¿No eráis el hombre que me iba a responder todas mis preguntas? —indicó con altivez sin recibir más respuesta que una cabeza gacha—. ¿Es Rasputín mi anfitrión?

Ni ese día ni nunca desearía cenar con Rasputín. Había manejado a su madre a su antojo, haciéndole tomar las peores decisiones que de alguna forma u otra, los habían llevado a ese lugar. "Sólo yo sobreviví. Si es que esto es vivir". Era un hombre peligroso, egoísta. Estaba totalmente segura de que a ella la quería para alcanzar sus objetivos. Después, sería una pieza totalmente descartable.

—Sí, alteza. Os pido que me acompañéis para la cena.

El teniente la guio hacia el salón principal por un pasillo que llamó la atención a la gran Duquesa. Se notaba que el dueño del lugar se afanaba por llenarlo de cuadros y obras de arte. No estaba segura si era por tratar de no parecer inferior frente a ningún otro noble de Rusia o simplemente para que las paredes húmedas y de pintura sucia estuvieran todas cubiertas. "Apenas un par de cuadros podrían estar en mi palacio", pensó crítica.

Con un sentimiento agridulce recordó el Palacio de Alejandro, el lugar preferido de sus padres por encima del Palacio de Invierno. Allí había crecido y disfrutado de los lujos y la grandeza de ser una Romanov. Allí había prodigios como el cinematógrafo. Un maravilloso aparato que proyectaba fotos una tras otra, tan rápido, que parecían que se movían. Recordaba como su madre tomaba el ascensor hidráulico para visitar sus habitaciones en el segundo piso. Guardaba también, con especial emoción, las memorias de las veces que se había adentrado en el estudio de su padre: una gran habitación cargada de cuadros y muebles repletos de libros y lámparas para no dejar que la oscuridad pudiera frenar los trabajos del zar.

Cuando rememoraba el 15 de Marzo de dos años atrás, no podía evitar de sentir tristeza. Su padre había llegado en el coche oficial. La triste expresión que se dibujaba en su faz era la más desoladora que jamás había visto Anastasia. "Estaba destrozado". No volvía como el gran Emperador de Rusia que una vez fue. Apenas como un coronel. Parecía que lo hubieran relegado a un simple soldado raso. No abandonaría el estudio hasta el día siguiente, recluyéndose en sus recuerdos de glorias pasadas. Alexandra, su madre, había entrado sólo para salir más preocupada.

—Estamos condenados —respondió al ser preguntada por Tatiana.

Ninguna entendió realmente las palabras de su madre. No sabían que ella más que referirse a ser encarcelados en su propia casa, se refería a su posterior asesinato. "Ella podía percibir lo que estaba por venir".

El paseo terminó cuando se halló ante una alta puerta de caoba, con remates de oro y gran pomo del mismo metal precioso. El teniente no se entretuvo en llamar. No había motivo para hacerlo. Era la Gran Duquesa. ¿A quién debería pedir permiso para hacer algo?

La puerta se abrió y ante ella se extendió un salón de grandes proporciones. "Casi podría ser como alguno de nuestros salones". No obstante, el suelo no estaba hecho de mármol sino de losas de cerámica imitándolo. En el centro se encontraba una larga mesa donde dos personas ya la aguardaban. El primero que se levantó debería ser el Lord de Ekaterimburgo, Nikolái Ipatiev. Anastasia descubrió por sus firmes movimientos que se trataba de un exmilitar.

El segundo tardó más en ponerse en pie. Con su sonrisa sardónica, la copia barata de Jesús se dignó a mostrar un poco de respeto. Anastasia sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al ser contemplada por Rasputín. Aquel enigmático personaje tenía varias leyendas sobre su espalda (entre las que figuraba haber escapado de la muerte por varias veces). "¿Será cierto? O, ¿será pura fantasía?".

—Bienvenida, Nastia. Hace tiempo que no tenemos la oportunidad de compartir mesa.

—Gran Duquesa para ti.

—¿De esa forma tratas a los viejos amigos? ¿A tu salvador?

—¿Salvador? ¡Te enorgulleces de llamarte salvador cuando fue gracias a ti que nos atraparon mientras huíamos!

—Creo que eso fue una triste confusión, alteza. Yo fui torturado hasta grado sumo y, temiendo la muerte, confesé vuestros planes.

"¿Me está tomando por estúpida?", pensó cada vez más furiosa.

—¿Cómo pueden torturar los rojos a sus propios hombres? Explícame.

—Eso no son más que calumnias de mis enemigos. Siempre fui un fiel servidor del imperio, de vuestra casa.

—Cualquier cosa que tengas para ofrecerme, no pueden ser más que mentiras y sueños de glorias pasadas.

—Deberías esperar a que te presente mi propuesta para rechazarla.

—Salvo que le devuelvas la vida a mi familia, no tienes nada para ofrecerme.

—Me temo que eso está lejos de mis posibilidades. Si pudiera, lo habría hecho.

"Lo dudo mucho".

—En cambio conmigo pudiste hacerlo.

—No sin un esfuerzo desmedido que casi nos cuesta la vida a todos.

—Estoy cansada de esta farsa. No tengo mucha hambre, así que haz corta tu exposición.

—Se acerca un cambio, Nastia. El mundo está próximo a transformarse en un lugar más tenebroso —empezó con voz grave, como la de un barítono—. La paz que todos predican es un espejismo. El sueño de una noche de verano para gobernantes e ilusos. No obstante, los que sabemos leer entre líneas, nos damos cuenta de que esta tensa calma no puede perdurar mucho tiempo más.

»Los derrotados, no quieren ser menospreciados el resto de sus vidas. Los vencedores, no ven con buenos ojos ocupar una segunda posición. Los perdidos, quieren hallar su camino...

—¿Puedes ir al grano? —cortó Anastasia. Jamás había sido dada a las peroratas de nadie. Desde chica había detestado la filosofía, la política y sus diversas teorías de mundos utópicos.

—La Gran Guerra tan sólo fue un comienzo. Necesitamos un país fuerte. Con sólidos ideales. Con un pueblo poderoso. Con líderes extraordinarios.

—Y hasta que nos echaron, lo éramos nosotros; a pesar de lo que tus amigos rojos han querido manifestar.

—Eso es muy discutible, Nastia. Pero déjame seguir —Anastasia hizo un movimiento de cabeza permitiéndole a Rasputín continuar su discurso—. Rusia ha ido perdiendo su fuerza con el paso de los tiempos. Aplastado por la rutina, por lo que no se puede o no se quiere cambiar...

—Por favor, Rasputín. Sé directo —volvió a apremiar Anastasia viendo cómo se iba de nuevo por las ramas.

El rostro de Rasputín parecía molesto. Obviamente había preparado un amplio discurso que había esperado poder comunicar. "Si quería dar ponencias que se hubiera hecho político, no monje. Aunque ambos son dados a las falacias", pensó.

—El imperio de los zares no le hacía ningún bien a Rusia —sintetizó.

—Gobierno que tu apoyaste durante mucho tiempo.

—Hablaba varias cosas con tu madre, Nastia, entre ellas: los elevados niveles de corrupción durante estos últimos años. Hacía falta un cambio.

—¿Acaso piensas que Lenin y compañía son ese cambio? ¿Que sus ideas nos llevarán a la gloria?

—En absoluto. Son el mismo mal con distinto nombre. Su ideario es quimérico. Una fantasía que no puede llevarse a cabo ni ahora ni nunca. Lo he visto.

Rasputín se jactaba de poder ver el futuro. Anastasia no sabía cómo, pero de alguna manera seguía vivo cuando se esperaba de él que estuviera enterrado seis pies bajo tierra. Muchos lo habían intentado. Esos tantos habían fallado y estaban criando malvas. "¿Habrán muerto mis padres por eso mismo?". Sería una pregunta de la cual no tendría respuesta (al menos a corto plazo).

—Entonces, ¿tú eres la solución? ¿Un libertino monje ruso?

—No me menosprecies, querida. Hay mucho de mí que no ves. Si no fuera por mi intervención, tú no estarías aquí.

—Estoy totalmente de acuerdo con eso —respondió Anastasia.

No podía quitarse de la cabeza la idea de que él era responsable de la muerte de su familia. "Y de la mía propia. Estoy viviendo en un cuerpo ajeno".

—Tú eres el sumun de mis investigaciones, de mis avances. Hechos que otros países ni siquiera pueden soñar. Máquinas que obedecen nuestras órdenes, un ejército de soldados inmortales, un alma que toma posesión de otro cuerpo. ¿No entiendes la ventaja con la que estamos contando?

—Si me quieres asegurar que todo eso te hace el más poderoso, podría decirte que sí. Eres hábil en esas artes. Pero jamás te vería como un gobernante justo ni apropiado para nuestro imperio. Si es que es allí donde quieres llegar.

Rasputín volvía a mostrar su furia contenida en una horrible mueca de asco. Anastasia estaba segura de que, si de él dependiera, la despedazaría con sus propios brazos. "Me daría la misma bendición de fuego que en mi anterior asesinato".

—¿Qué parte tengo yo en tus planes, monje? Para algo me hiciste volver.

—Yo no puedo ser emperador como bien dijiste. Para eso te necesito a ti.

—Te olvidas de que nuestro propio pueblo nos desechó. ¿Qué te hace pensar que me aceptarán de nuevo? Hace falta mucho más que palabras para conquistar sus corazones. Comida, seguridad, paz... un futuro con posibilidades. Las promesas de supremacía racial no suelen significar nada de esto. Más bien todo lo contrario.

—Precisamente eso le vas a dar a tu pueblo. Paz, poder y futuro.

—Y tú, ¿se supone que tú vas a ser mi consejero? ¿Estarías contento de ser considerado un segundón? ¿Te conformarías con eso?

—No te preocupes por la historia, mi querida Nastia.

—¿Por qué?

—Porque nosotros seremos quienes la escribamos.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top